Una imaginación afiebrada Entre el ensueño y la pesadilla

3 oct. 2014 - re construir un teatro lírico en la selva e invitar al tenor mundialmente famoso a cantar en la noche de la inau- guración? –Dos cosas me ...
71KB Größe 6 Downloads 78 vistas
6 | ADN CULTURA | Viernes 3 de octubre de 2014

Una imaginación afiebrada Entre el ensueño y la pesadilla El realizador alemán deslumbra por la potencia ilusoria de sus imágenes y por la agudeza y sensibilidad con que examina los estados más profundos de la condición humana Viene de la página 5

ese chico en realidad, además de que jamás podremos saberlo con certeza. [...]

La historia de Fitzcarraldo –¿Cuál fue el punto de partida de la historia de Brian Sweeney, ese hombre que ama tanto a Caruso que quiere construir un teatro lírico en la selva e invitar al tenor mundialmente famoso a cantar en la noche de la inauguración? –Dos cosas me estimularon a filmar esa película. La primera sucedió muchos años antes de que se me ocurriera la historia, mientras buscaba escenarios naturales para otra película en la costa de Bretaña. Una noche llegué a un lugar llamado Carnac y súbitamente me encontré en un inmenso campo de menhires clavados en la tierra, algunos de casi diez metros de altura y varias toneladas de peso. Kilómetros de menhires que avanzan en hileras paralelas hasta los cerros, deben ser unos cuatro mil. Pensé que estaba soñando, no podía creer lo que veían mis ojos. Compré una guía de turismo y allí leí que la ciencia aún no tiene una explicación clara de cómo fueron trasladados por tierra hasta ese lugar esos enormes bloques hace 8000 a 10.000 años ni tampoco de cómo hicieron para colocarlos en posición vertical contando sólo con las herramientas de la Edad de Piedra. Eso despertó mi interés y decidí que no me marcharía de allí hasta no haber descubierto un método para erigir las piedras con herramientas primitivas. Partamos del supuesto de que en aquellos tiempos el hombre sólo tenía cuerdas de cáñamo y taparrabos de cuero. [...] Entonces el mismo amigo que unos años atrás me había ayudado a conseguir dinero para Aguirre me dijo que deberíamos volver a filmar otra película en la selva. Yo le dije que no quería filmar una película en la selva por el mero hecho de filmar en la selva, que necesitaba una historia sólida. Y él me contó la historia real de José Fermín Fitzcarrald, un magnate del caucho de fines y comienzo de siglo fabulosamente rico en la vida real, un hombre que aparentemente tenía un ejército privado de 5000 soldados y un territorio del tamaño de Bélgica. Todo eso no alcanzaba para hacer una película, salvo por un detalle que mi amigo mencionó por casualidad: en cierta ocasión Fitzcarrald había desarmado un barco, lo había trasladado por tierra de un río a otro, y lo había vuelto a armar al llegar al tributario. Y ahí tenía mi historia: no una historia sobre el caucho sino una gran ópera en medio de la selva con ese componente de Sísifo. El Fitzcarrald real no es un personaje muy interesante per se, no es más que otro desagradable hombre de negocios del siglo XIX. Y la historia de la explotación del caucho en Perú no me interesaba en lo más mínimo. El amor por la música de Fitzcarraldo fue idea mía, aunque es cierto que los magnates del caucho del siglo XIX construyeron un teatro lírico –el Teatro Amazonas– en Manaos. Los elementos históricos reales de la trama fueron solamente un punto de partida. En mi versión de los hechos, para conseguir dinero para construir un teatro lírico en la selva Fitzcarraldo lleva un barco hasta un río tributario y, con la ayuda de un millar de nativos, traslada el barco montaña arriba hasta un río paralelo flanqueado por millones de árboles del caucho pero inaccesible debido a los rápidos del Pongo das Mortes. Pensando en los menhires de Carnac, me pregunté: “¿Cómo hago para subir entero un inmenso barco de vapor por la cuesta de una montaña?”. Aunque la película transcurre en una geografía inventada, desde un principio supe que para poder contar esa historia tendríamos que trasladar un barco real cuesta arriba por una montaña de verdad. [...] ß Traducción: Teresa Arijón

Víctor Hugo Ghitta la nacion

U

n ilusionista. Capaz de introducir al espectador, a fuerza de imágenes siempre sugerentes, en una poderosa atmósfera de ensoñación. Un paisajista del hondo sentimiento de soledad y desamparo que anida en el corazón de los hombres. Un poeta del cine cuya frondosa imaginación traduce en imágenes cautivantes (y por momentos perturbadoras) los sueños y las pesadillas que asuelan desde el fondo de los tiempos a la condición humana. Un artista lleno de coraje, personalísimo e irrepetible, que está entre los grandes creadores cinematográficos de la segunda mitad del siglo XX. Todo eso es Werner Herzog, cuya voz irrumpió en la escena europea en los años 60, cuando el cine alemán buscaba tomar distancia de la producción edulcorada y melodramática posterior a la derrota en la Segunda Guerra Mundial y cuyos nombres más rutilantes le dieron una merecida consideración internacional: Wim Wenders, Rainer W. Fassbinder, Volker Schlöndorff y, claro, el propio Herzog. Un hombre en apariencia exuberante, también. Para muchos un megalómano, aunque al conocerlo salten a la vista su equilibrio y su sensatez, tan alejados de las desmesuras que llevó adelante en los sets. “Ni un loco ni un excéntrico –señala Paul Cronin en el prólogo de Herzog sobre Herzog (El cuenco de plata), el fabuloso volumen que reúne una serie de extensas conversaciones con el creador de Aguirre, la ira de Dios–, sino más bien un hombre modesto, agradable y generoso.” Cronin demoró en convencerlo para que colaborara en la revisión de su carrera. “No hago autoexamen –respondió el director–. Me miro al espejo cuando me afeito para no cortarme, pero no sé de qué color son mis ojos. No quiero colaborar en un libro sobre mí.” Afortunadamente para la legión de fanáticos que celebran su cine en el mundo entero –salvo en Alemania, siempre un tanto reacia a aplaudirlo–, pudo más la capacidad de persuasión del entrevistador. Pero aunque Cronin se esmere en advertir que los arrestos de megalomanía son una invención que busca alimentar la leyenda, cada vez que alguien pretende señalar las excentricidades del realizador allí está, claro, la imagen de los más de cien indígenas que, agobiados por un calor demencial, empujan montaña arriba el barco de la memorable Fitzcarraldo, aquella historia sobre los sueños delirantes de un magnate del caucho y admirador obseso de Enrico Caruso, dispuesto a mover cielo y tierra para construir un teatro de ópera en el corazón de la selva amazónica. Y está también Aguirre, la ira de Dios –su primer gran éxito internacional, en 1972–, en la que un grupo de aventureros españoles atraviesan ríos y montañas en busca de El Dorado, esa tierra prometida en la

que abunda el oro. Herzog retrata esos hechos, que ocurrieron en el siglo XVI, con absoluta libertad, porque ni entonces ni después, cuando se aproxime a otros episodios de la realidad, le importarán las fidelidades históricas, sino más bien el espíritu de esos hechos y lo que ellos dicen acerca de la condición humana. Las circunstancias en que Herzog llevó a cabo ambos rodajes son tan memorables como sus películas: puso a trabajar al equipo en condiciones extremas de temperatura y debió sortear las dificultades casi insalvables que imponían el río embravecido y la amenaza de los animales; en el caso de Fitzcarraldo, hasta tuvo que someterse a la presencia de grupos militares, consecuencia de una guerra de fronteras entre Perú y Ecuador. Durante esa extenuante filmación, sobrevinieron lluvias torrenciales, accidentes aéreos, arrestos por irregularidades en la documentación, la deserción del elenco original de Jason Robards y Mick Jagger, e inclusive la presencia de un activista francés que distribuyó imágenes de Auschwitz entre los indígenas para demostrarles de lo que eran capaces los alemanes. Cuando Herzog se reunió con quienes financiaban su film, en medio de un rodaje plagado de sobresaltos –registrados en el documental Carga de sueños, de Les Blank–, ellos quisieron saber si aún tenía fuerza de voluntad para seguir adelante. “Si abandono este proyecto sería un hombre sin sueños”, respondió. Nadie comprendía a ciencia cierta qué lo movía a filmar en condiciones tan adversas, con equipos mínimos y sin el respaldo de grandes presupuestos. Él mismo ofreció la respuesta: “No fue el dinero el que empujó ese barco montaña arriba en Fitzcarraldo; fue la fe”. El atleta y el poeta Herzog nació en Múnich, en 1942. Caminante infatigable, recorrió a pie buena parte de Europa. En esa deriva vio con sus propios ojos los despojos de la Segunda Guerra y las atrocidades del nazismo, del que su familia debió escapar. Uno de sus placeres durante la infancia era adueñarse con sus amigos de los edificios bombardeados en ruinas y jugar entre esos vestigios lacerantes, que aún así alimentaban su imaginación. Los viajes a pie despertaron su curiosidad sobre el mundo y su espíritu de aventuras. Ese vagabundeo le enseñó a afrontar desafíos físicos y lo puso en contacto con la naturaleza y sus hostilidades. Dormía a menudo en lugares inhóspitos. “Las ratas me habían mordisqueado las axilas y los codos”, recordó sobre una de esas residencias. La guerra dejó huellas en su obra, aunque el poeta las haya disimulado con su derroche de fantasía. Pero no dudó en reconocer que sus films buscaban revivir la cultura alemana, desgarrada por el cataclismo de la guerra “Mis personajes son rebeldes desesperados y solitarios –aceptó alguna vez–. Saben que su lucha está abocada al fracaso. Pero siguen tensos y heridos, cada vez más solos, hasta la locura.” El paisaje y la fuerza de sus criaturas han sido siempre los pilares del cine de Herzog,