Un tren, $22 dólares y varias historias Era un sábado

Hollywood. Finalmente llegó, imponente, rápido y sin mucho ruido apareció vestido gris, será que los en- cargados o diseñadores de la estación y del tren ...
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Un tren, $22 dólares y varias historias

Era un sábado como cualquier otro, en el aire se sentía la fría brisa no característica de esta isla caribeña. Había mucho tráfico y el sol alumbraba la mañana. Mientras cruzo la carretera, aparece una mariposa tan amarilla como las amapolas que los niños suelen agarrar de los jardines, para regalarle a sus madres. Es sorprendente poder apreciar una mariposa, ya que éstas son escasas y más en la zona metropolitana del país, es un privilegio poder ver una. Finalmente veo la estación del tren una estructura de concreto de tono gris, se ve gente saliendo y entrando, la mayoría con cara de pocos amigos, no sé si por la prisa que lleven o quizás por situaciones personales que puedan estar teniendo. A lo lejos se ve una máquina parecida a un cajero automático, que brinda las tarjetas que se necesitan para usar el tren. Inserto $20 y escojo la opción de $3, lo necesario para ir y volver. Aparece un mensaje en la pantalla y pulso el botón de continuar, dándome la tarjeta por la cantidad de $22 sin cambio alguno. Sorprendida y frustrada al ver que no me había de vuelto el cambio prometido, camino hacia un empleado, que se encuentra hablando con otro. Con un “buenos días” abro una conversación para expresar el reclamo de lo sucedido, aquel empleado con cara de pocos amigos interrumpe mi relato para decirme que las máquinas no dan cambio, mientras intento explicar que la máquina anunció que me daría un cambio de $13, él mostrando poco interés en lo que estoy diciendo nuevamente repite: “las máquinas no dan cambio”, al ver que era una batalla que no ganaría, guardé mi tarjeta y frustración en la cartera mientras al mismo tiempo él se vira de espalda y continúa la conversación que tenía antes que yo llegara.

Subo las escaleras eléctricas y llego a una plataforma, donde de un lado se puede ver una vista implacable del pueblo santurcino decorado con murales y grafittis, y del otro lado una calle llena de edificios, la milla de oro, parecieran dos lugares al mismo tiempo. Mientras espero la llegada del tren, recuerdo que solo me he montado en él, dos o quizás tres veces en mi vida, con razón un viaje que usualmente cuesta $1.50 me salió en $22, si la inexperiencia me pasaba la factura. Tomé fotografías, maravillada por la gente que aguardaba el tren y la vista que se observaba, mientras el tiempo pasaba, seguían llegando personas de todo tipo, ancianos, la madre con sus hijos, el turista, los jóvenes universitarios, parecía una escena clichosa digna de una película de Hollywood. Finalmente llegó, imponente, rápido y sin mucho ruido apareció vestido gris, será que los encargados o diseñadores de la estación y del tren mismo, no conocen los colores o será que le gusta mantener una sobriedad innecesaria, porque un poco de color nunca ha matado a nadie. Entro y escojo mi asiento, uno al frente de una madre que se sienta y dobla los asientos para abrirle paso al coche de bebe que halaba. Desde adentro se puede observar como aquel turista alto de cabello bien peinado y color plateado, se sienta y comienza a leer su libro de bolsillo con páginas amarillentas que gritan el paso del tiempo en ellas, así como el cabello del turista grita lo mismo. El hombre de unos sesenta años permanece sentado todo el viaje sin cruzar palabras ni mirada con nadie. Concentrado, devorando aquel libro de autor americano que las manos tapaban el título pero que a la misma vez dejaba entre ver que el autor era un “bestseller”. De alguna manera aunque no guardaba parecido físico con mi abuelo, aquel señor me lo recordaba, me hacia querer verlo.

Llega la parada de centro médico y se baja con dos bolsas cargando en una pan y huevos y en la otra algo que parece ser papel de baño, lo que me hace pensar que quizás no es un turista, sino que vive aquí y salió a comprar esos artículos, porque en la estación donde se montó al frente estaba la farmacia que anunciaba en las bolsas. Puede ser que valla de visita a ver a un familiar enfermo en el hospital o quizás fue un turista y simplemente nunca pudo irse de Puerto Rico porque se enamoró de la isla, de este calorcito no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. Me rió dentro de mí, y me digo a mi misma: déjalo ir, y regresa de la “paja mental” en la que estás, mientras busco en mi cartera lápiz y papel para anotar unas ideas que vinieron a mi mente para una investigación que estoy llevando a cabo. A lo lejos se escucha la conversación, de una mujer entre cincuenta y sesenta años, la típica señora que habla con todos y que tiene un tono de voz imponente, de los que te hacen escucharla aunque uno no quiera, de tez morena, ojos saltones y con gran sentido del humor según parecía ya que los que estaban a su alrededor reían a carcajada. Como ya no me costaba remedio comienzo a prestar atención de lo que esta diciendo a una joven pareja que se encuentra a su lado. Dice que sus hijos nunca la buscan, pero que siempre aparecen para que les haga la comida de sus actividades. En ese momento sube un joven de tez blanca, mediana estatura, parecía de 22 años, entra con su celular último modelo en mano. El joven hablando de su salida de anoche a un lugar llamado Circo, comienza a contar como fue que conoció a otro muchacho, que según él, era el Brad Pitt boricua, rubio, alto, de tez y ojos claros. Le contaba a la persona del otro lado del celular, lo bien que la había pasado y como había conocido aquel Brad Pitt y que incluso había salido con él antes, pero que ambos eran bien jóvenes y que creía que él no se recordaba. Continuó su conver-

sación describiendo lo bien que besaba y de como le gustaría volver a encontrarse con él, fue una pena que no pude saber el fin de la historia porque se bajó en la parada de la Universidad de Puerto Rico (UPR). Vuelvo a la típica señora la cual en esta ocasión aconsejaba a la muchacha de la joven pareja que estaba sentada al lado de ella, que nunca se deje descuidar que no engorde, porque ella engordó cuarenta libras y eso le costó el matrimonio y le dio dos pastillas que diariamente tiene que tomar para la presión. Sigue su relato y comienza a brindarle sus dietas y lo que hizo para rebajar desde la papa y la zanahoria, tesis y hasta pastillas, hasta que finalmente comenta que camina todos los días, cosa que para mí es más sensato que todo lo demás. Ella se despide de todos, con alegría y orgullo de su discurso tomando su carrito floreado en mano y dirigiéndose hacia la puerta mueve su mano en señal de adiós, mientras le digo: “que tenga un buen día" la ayudo a sacar su carrito que se había quedado atorado en una esquina del asiento mientras ella se baja en Río Piedras.

Sin ninguna conversación que escuchar, miro por la ventana y la inexperiencia me sorprende nuevamente, tomo mi celular para sacar fotos de los bonitos paisajes que se pueden apreciar por las ventanas, el tráfico recorriendo las principales vías del país, los verdes de las plantas que adornan el camino, los edificios con los grandes anuncios, todos los detalles que uno se acostumbra a ver pero que no logra apreciar mientras va guiando, veo todo eso mientras disfruto el recorrido. Se abren las puertas y suben dos famosos clichés puertorriqueños no sacados de Hollywood sino de cualquier película de Transfor Ortiz, (autodenominado como “el cine de Puerto Rico”).

Entran y se sientan, una nueva pareja, una mujer rubia de pelo y uñas arregladas, en la flor de sus cuarenta años con sus gafas Versace y su cartera Michael Kors, a su lado quien creo que es su pareja un caballero también cuarentón con pantalones bermudas, camisa tipo polo de la marca Lacoste y reloj Bvlgari, tenían el típico outfit y lucían como “guaynabitos”. Detrás de ellos sube un caballero con su recorte “fade” y un rabito canoso, en sus altos cuarenta, se puede apreciar que la vida no lo ha tratado bien y que los años han hecho estragos en él. Sin embargo tiene una actitud juvenil, con su camisa amarilla en combinación con sus tenis ambos de la marca Jordan, se sienta y me quedo observándolo y pensando en el gran problema de identidad que debe tener o quizás no ha superado su etapa de adolescente, seguramente vive aún en casa de sus padres. Cambio mi mirada, no sé, si por miedo a ser descubierta mirándolo o porque el señor que subió detrás de él llamó mi atención, no por su manera de vestir o hablar, sino porque traía consigo dos bolsas plásticas que cargaban tres envases rectangulares dentro de cada una y que inmediatamente arroparon todo el vagón con el exquisito olor a comida que de allí emanaban. Un olor que me transportó a mis años escolares cuando comía en el comedor de la escuela pública donde estudié. Por un momento fue como volver a estar en la fila del comedor escolar, un día en el quedaban arroz con salchichas guisas, leche con chocolate en bolsitas plásticas y de postre pera enlatada, no se si era el hambre que tenía pero podía saborear la comida. Entre el aroma de la comida y los recuerdos de aquellos años de juventud, sueños nunca realizados y metas a medias cumplidas, finalmente anuncian mi parada me bajo y camino hacia la salida. Bajo las escaleras eléctricas, y saco mi tarjeta de $22, la cual tengo que pasar para poder salir de la estación, llego al brazo mecánico deslizo la tarjeta y sale un mensaje de: “fallo, deslice otra vez”, deslizo la tarjeta nuevamente y el mensaje vuelve aparecer, luego de 10 minutos y más de

cien intentos deslizando la tarjeta suave, rápido y de cualquier manera existente, un empleado que todo el tiempo me miraba incapaz de salir, me grita desde el otro lado del edificio: “Si quieres salir, puedes hacerlo por la parte de al lado” refiriéndose a la salida de impedidos, lo miro a los ojos pensando que como era posible que durante 10 minutos nunca me brindara su ayuda, empujo la salida, una puerta plástica con el borde en metal y con el signo de impedidos pintado en color azul. Mientras camino fuera de la estación, veo a una joven madre en la máquina de tarjetas, ella me sonríe y le devuelvo la sonrisa mientras le digo: tenga cuidado que las máquinas no dan cambio y suelto una carcajada. Su hijo de no más de cinco años me mira a los ojos con pena, como si de alguna manera supiera mi secreto, el que me costó $22, a la misma vez que con una sonrisa tímida y un meneo de mano me dice adiós.