Solyenitzin, escritor y profeta

23 ago. 2008 - Nuestro hombre, que había sido condenado a trabajos forzados durante ocho años en 1954, escribiría que los prisioneros más valerosos e ...
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EN SU TIERRA. El 1° de junio de 1994, el gran escritor ruso saludaba así en un tren a Vladivostok

LITERATURA | SEMBLANZA

MICHAEL ESTAFIEV/EFE

Solyenitzin, escritor y profeta El autor de El archipiélago Gulag, premio Nobel recientemente fallecido, fue una de las voces más destacadas de la narrativa rusa y un defensor de los valores humanistas ante la pobreza espiritual de las sociedades occidentales POR IGNACIO VALENTE El Mercurio - Santiago de Chile, 2008

i tres décadas atrás me hubieran adelantado que Alexander Solyenitzin moriría por estas fechas subvalorado y sumido en el olvido, me habría costado creerlo. Solyenitzin: el que abrió los ojos a Occidente sobre los horrores de la Rusia soviética mientras vivía en medio de ellos; el exiliado que, ya entre nosotros, denunció la vaciedad espiritual de nuestras sociedades libres; el ensayista lúcido y valiente, el narrador que escribió novelas de la calidad y grandeza de Pabellón de cancerosos... Este escritor, al final, había llegado a ser una presencia incómoda a uno y otro lado del antiguo telón de acero. En Europa se estimó reaccionaria su crítica del liberalismo y en Rusia seguía siendo un marginal. Cuando retornó a su patria “libre”, ya sin su corona de héroe, encontró menos cristianismo renaciente y más capitalismo mafioso del que hubiera querido. En los medios literarios, la falta de innovación formal de su narrativa –su realismo tradicional– le quitó adhesiones y agregó una nueva nota arcaizante a su imagen pública. La denuncia de la asfixiante opresión del comunismo es un motivo recurrente de la obra de Solyenitzin, si bien opera de modo distinto en sus ensayos, cartas abiertas y discursos, que en su narrativa, donde el asunto es menos temático y frontal. Hoy, caído el imperio soviético y con él la filosofía marxista, nos resultan fuera de contexto sus afirmaciones: “La esencia del comunismo está enteramente más allá de los límites de la comprensión humana”, en cuanto misterio del mal profundo. Fue necesario el testimonio biográfico y documental de El archipiélago Gulag (1973 a 1976) para sacudir la modorra de Occidente de cara a esa terrible red de campos de concentración del terror soviético.

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14 I adn I Sábado 23 de agosto de 2008

Nuestro hombre, que había sido condenado a trabajos forzados durante ocho años en 1954, escribiría que los prisioneros más valerosos e indomables de esas catacumbas ya no vuelven al mundo exterior: “Jamás se les muestra nuevamente al mundo, porque contarían relatos tales que la mente humana no puede aceptar”. Diría también: “Yo he estado dentro de la panza roja y ardiente del dragón. No fue capaz de digerirme. He venido a ustedes cual un testigo de cómo es estar dentro”. Sin embargo, tras su llegada a Occidente –expulsado de Rusia en 1973–, su aclamación como un auténtico héroe en las universidades, en la prensa y en la opinión

En 1994 volvió a Rusia, que a partir del dolor de tantas décadas no había producido una forma más alta de vida, sino que se había contagiado algunas de las peores lacras de Occidente

pública no duró mucho, pues él no tardó en hacer pública su desilusión de nuestras democracias llenas de demagogia, del materialismo práctico de los intereses económicos, de la tiranía de las modas, la irresponsabilidad periodística, la confusión espiritual, el reino del hedonismo y la pornografía. Esto era Occidente: “Una vez que se proclamó y aceptó que por encima del hombre no hay ningún Ser Supremo, y que el hombre es la gloria que corona el universo, las necesidades del hombre, sus deseos –y en verdad sus debilidades– fueron considerados como los supremos imperativos del universo”. En 1994 volvió a Rusia, que a partir del dolor de tantas décadas no había producido, entonces ni hoy, una forma más alta de vida, como esperaba él, sino que se había

contagiado algunas de las peores lacras de Occidente. En los relatos de Solyenitzin no hay ningún personaje que hable con la voz o las ideas del autor. El único privilegio lo tiene la voz de los que sufren: es el dolor en sus múltiples formas –y sin color ideológico– el que habla. Es cierto que la narrativa de Solyenitzin no incorpora experimentación formal, ni siquiera innovación. Él escribe como si no hubieran existido James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner. El suyo es un sobrio realismo tradicional, muy ruso, que a veces podemos llamar realismo poético, o moral, o ambas cosas. Pero ésta no es una desventaja. También en Occidente admiramos a autores del mismo corte tradicional, como François Mauriac, Evelyn Waugh, William Golding o Heinrich Böll. Este último parece el más semejante a él, por el estilo y por el designio de entretejer los protagonismos personales con hechos históricos colectivos. Ambos son maestros en este difícil arte, que es patente en Pabellón de cancerosos y temático en la vasta tetralogía titulada La rueda roja, su panorámica obra final de intención histórica. Otro gran novelista de lenguaje tradicional, y también maestro en aquel arte del entrelazamiento, es su compatriota Boris Pasternak, premio Nobel a su vez, y autor de la memorable novela El doctor Zhivago, quien parece su precedente más inmediato. Solyenitzin escribió muchos cuentos cortos, de variable calidad. En castellano conocimos al menos dos recopilaciones: Cuentos en miniatura y La casa de Matriona, que plantean el conflicto entre las razones del corazón y de la conciencia personal, cargadas de un intenso valor moral, y los anónimos imperativos del sistema soviético, con su opaca inhumanidad. El Solyenitzin de los relatos cortos no se ha dirigido a los grandes centros urbanos del poder, sino a los rincones marginales de la provincia rusa, donde la tensión no excede la escala doméstica y donde se revelan algunos