Escritor desconocido El buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Julio Cortázar
Los escritores solemos ser víctimas de “suplidores” a los que nadie ha designado o solicitado como tales. Nos molestan cuando se acercan en los lugares más inesperados con expresiones como ésta o sandeces similares: —¡Escucha esto para que escribas una...! Cuando comenzó a sucederme trataba de ser amable y complaciente, asegurando que en los días siguientes convertiría las “regaladas” palabras articuladas en drama o en relato. Pero de tanto ocurrirme llegué a fastidiarme. —¡Es buena historia! ¡Escríbela! —me aconseja la imprudencia pensando que sus monsergas son geniales. —Es tu historia. No la mía. ¡Escríbela tú! —suelo replicar ahora, incómodo. Algunos no se dan fácilmente por vencidos: —Yo no soy escritor... —Yo sí... ¡de mis historias! —respondo encolerizado. El mundo está lleno de sucesos, la mayoría nada trascendentes para quienes escribimos. Con los sucesos ocurre lo mismo que con los materiales que usa el escultor, como explicara Michelangelo: “La escultura está dentro de la piedra, yo sólo tengo que quitar lo que sobra”. La mayor parte de los sucesos casi siempre son de tal grosería y vulgaridad que nada interesante tienen para
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quienes escribimos ficción o poesía. Cuando aparecen unos adecuados, llegan con sus propias alarmas o campanas emocionales. No es necesario que los anuncien. Ellos simplemente se deslizan. Y uno los descubre, los identifica, los especializa... y sólo nos sentamos frente al ordenador para quitar lo que sobra. Por todo esto desconfío de cada persona que se me acerca con cara y actitud de tengo-unahistoria. Empero, no siempre podemos zafarnos de algunos que logran atravesar las trincheras en las cuales nos refugiamos con desconfianza. Fue lo que me ocurrió una noche hace un par de años en un bar de Santo Domingo al que solía ir hasta que el dueño se murió. En la ocasión me acompañaba la Gata, mi ordenador portátil, por aquello de que un campesino sin machete no es tal cosa. Aquel día llegué muy temprano a un encuentro que tenía programado con un poeta, una pareja de actores y un periodista de larga data. El encuentro estaba pautado para las ocho de la noche y llegué antes de las siete. Pedí un trago de ron antillano con soda amarga y suficiente limón, desenvainé el machete y me puse a escribir algunas trivialidades mientras llegaban los convidados. Apenas habían pasado unos minutos cuando escuché que alguien preguntaba a la cajera del bar... —¿Cuál de los de aquí es Giovanny Cruz? La cajera me miró, creo que como buscando asentimiento para dar la información. El que preguntaba por mí era un tipo común, como de cincuenta años, pelado bajito, mulato, de unos 5.6 pies de estatura, regordete, con una pequeña barba de chivo, ojos penetrantes y nerviosos. No encontré en él nada sospechoso en esa primera revisión que le hice. Por eso... —¡Yo soy! ¡Yo soy Giovanny Cruz! ¿Cuánto le debo? —dije sonriendo y levantando la voz por encima
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de parroquianos que comentaban un juego de fútbol de la liga española. El tipo me miró, sonrió y se acercó. —¿Qué tal? Yo soy el Otro... —¿El Otro? —pregunté un poco desconcertado y ya temiendo lo peor. —Ajá. Como el de aquel artículo que publicaste hace más de siete años —respondió el individuo y subrayó la palabra “siete”, no sé si buscando una mística conexión o exhibiendo la memoria. —¿Eres... aquel Giovanny Cruz cuya novia se desapareció en una playa mientras él dibujaba corazones en la arena? —inquirí. —No. Ese no. Tal vez debí decir que soy el otro-otro. Soy Giovanny... Durán... como si fuera otro pedazo de ti mismo —rió. Lo hizo sin gracia, exhibiendo unos dientes entrecruzados y sin esperar que alguien participara. Comencé a sentirme incómodo. Nunca he soportado a las personas a quienes les gusta hablar con acertijos. Por eso, contrariado, hice un gesto de fastidio y tomé un sorbo de mi trago tratando de indicar que la conversación había concluido. —Vengo a traerte un regalo —me dijo el energúmeno con una sonrisa desagradable entre los labios al notar que casi lo estaba despidiendo. —¿Un regalo? ¿A mí? —pregunté presintiendo otro no simpático acertijo. —Tengo unos relatos —me dijo pasándome un sobre sucio lleno de papeles— que estoy seguro de que te van a interesar. Eso estaba cansado de escucharlo y no pude evitar poner cara de disgusto. —Léelo con calma —al menos no me interrumpiría en el bar con una larga perorata— en tu casa. Luego hablamos.
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Me maldije por no haberlo detectado. El tipo dio la espalda y luego caminó hacia la puerta de salida. —¡Hey! ¡Oiga! ¿Qué espera que haga con estos papeles? No tengo tiempo... —Haz lo que te plazca con ellos. Si te parecen buenos los relatos consigue que alguien los publique con mi firma o con la tuya. Tú conoces gente. Si no te gustan... quémalos. —Mire... yo no puedo asumir esa responsabilidad... —comencé a explicarle a aquel inoportuno. —Bien. Entonces tíralos en el camino hacia tu casa. De todas formas intentaré, si mi tiempo de vida lo permite, contactarte aquí en unos días... o me apareceré en el fondo de tu espejo. Y desapareció con una sonrisa, dejándome molesto e intrigado. Cuando llegaron todos mis invitados conté el extraño encuentro y dijeron lo mismo que había pensado: —Seguro es uno de los tantos locos mansos que andan por ahí. No hablamos más del asunto, sacamos, como si fueran espadas, nuestros temas, empuñamos vasos y copas, bebimos y creo que la actriz repitió unos versos breves de Octavio Paz: Relámpagos o peces en la noche del mar y pájaros, relámpagos en la noche del bosque. Durante casi un año me dediqué a varios proyectos literarios. Uno me absorbió por completo. Tenía en carpeta desde hacía tiempo escribir una obra sobre los taínos. Para
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hacerlo debía iniciar investigaciones que me llevarían meses de trabajo. Ni modo. Hay que comenzar. Y comencé. Reuní todos los libros que pude, bajé del Internet dos diccionarios de términos taínos, me entrevisté con mis amigos historiadores y luego escribí la pieza teatral Rebelión y suplicio de Antígonamota. Cuando terminaron las correcciones llamé a mi editor que la envió a no sé cuál concurso. Los papeles del tal Giovanny Durán descansaban, mientras, en alguna gaveta del antiguo escritorio de caoba sobre el cual escribo. Él nunca reapareció en el bar, que yo me enterara. Mucho menos en el fondo de alguno de mis espejos. Pero un día, hablando por teléfono con alguien que me hastiaba, tomé los papeles del Otro y mecánicamente me puse a hojearlos. Desde las primeras líneas, leídas al descuido, me fui sumergiendo en la lectura con creciente interés a medida que avanzaba. Cuando concluí celebré los cuentos del Otro, ya más de un año desaparecido, si es que acaso algún día realmente se presentó. Los escritores con frecuencia somos visitados por entidades de... aparecidos. Pregunté por ahí sobre el extraño personaje. Nadie lo conocía o había escuchado hablar de él. La cajera del bar a quien le había preguntado por mí ya no trabajaba allí y nadie sabía cómo encontrarla. Dejé descansar los papeles en mi casa hasta un día en que me junté con mi editor. Le conté todo el asunto y prometió realizar averiguaciones por su parte. Un fracaso. El enigmático escritor de aquellos relatos, sin título y con algunas faltas ortográficas, no apareció ni en los centros espiritistas. En esas circunstancias convencí al editor de publicarlos con este relato aclaratorio, depositar las ganancias por las ventas en una cuenta especial de un banco comercial y esperar. El editor no estaba del todo convencido.
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—Publicar un libro de cuentos de un autor tan desconocido, cuya existencia quizás no pueda ser comprobada, es como caminar cuesta arriba en medio de un huracán —decía alarmado. Pero, dada mi insistencia, aceptó, aunque dejando consignado que los había escrito otro Giovanny. Así se hizo. Ahora, ¿qué pasaría si el libro con estos relatos llegara a la cumbre de un galardón internacional? Sería una situación posiblemente escandalosa y comprometedora, para mí y para el editor, si el autor no apareciera... y si apareciera también. Veamos cómo resultan los cuentos de este autor al que solamente puedo nombrar como el Otro Giovanny. Es predecible que podríamos salir desacreditados o detenidos, quién sabe por cuánto tiempo. Pero, total, no será tanto como los luengos años que pasamos prisioneros entre barrotes que nosotros mismos construimos. Los huesos son relámpagos en la noche del cuerpo. ¡Oh mundo!, todo es noche y la vida es relámpago. Octavio Paz
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