Héctor Tizón Extraño y pálido fulgor
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Índice
Primera parte
9
Segunda parte
127
Epílogo
185
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Primera parte
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A veces le daba por pensar que ella nunca había existido. Pero, aunque pasaran muchos años, sabía que no podría olvidar la imagen de aquel pobre tipo que apareció colgado en la alameda; y además estaban las cartas que aún conservaba como si fueran ajados despojos de su propio pasado. Nuestra desdicha proviene de no tener la certeza de que Dios existe, por eso el misterio de la vida a veces nos duele y nos angustia. En realidad hubiese querido no tener pensamientos, no haber sido nunca nada, para no recordar, tener un corazón translúcido. ¿Cómo era ella, si es que en verdad había existido? Quería decir, de qué color eran sus ojos, sus cabellos, cómo eran sus labios, su cuerpo. Nunca lo sabrá. La luz del mundo era la de un pálido atardecer, de una ordenada y apacible belleza, sin embargo. Sentía que había comenzado a morir. Es verdad que todos comenzamos a morir cuando nacemos, porque no tenemos un día más en nuestra vida sin tener, también, un día menos en ella; pero de esto se daba cuenta ahora, que había empezado a envejecer. Sabía también que la muerte es un hecho inevitable, que nuestra naturaleza es morir. Lo sabemos todos, pero
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todos pensamos que ocurrirá más adelante. Pensamos en la muerte, aunque no en la nuestra, que no terminamos de aceptar; la muerte no alcanza a ser una experiencia propia. Sin embargo, no es malo que nuestra vida fluya, cambie y desaparezca. Nunca había llegado a comprender aquella frase reiterada en los años de su niñez, en la catequesis de la parroquia: Quien salve su alma la perderá. –Tonterías –había dicho el gerente cuando se lo contó, muchos años después, y agregó–: Déjate ir, sólo encontrarás a Dios si no tratas de poseerlo. Dios es como una idea ignorada; permanece oculto, preso y mudo en nuestro corazón, como nuestro destino, como un sueño que no recordamos; hasta que logra salir del encierro en que lo tuvimos confinado y entonces, como sucede con el dentífrico cuando sale del tubo, ya no lo podemos volver a meter: ya es libre y nos hace libres, y ya no podemos vivir sin Dios. Curiosamente a él, a quien siempre le había costado comprender lo abstracto, hacerse una conciencia cabal de las cosas invisibles, que no se pueden oír ni tocar, que no están al alcance de los sentidos, esa imagen de Dios como una pasta dentífrica le había llegado hondo; eso sí tenía, se dijo, una verdadera realidad, una justa carnadura y podía estar presente como una figura en un espejo. Ahora, como siempre, como lo había hecho durante toda su vida a partir de que, por deci-
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sión del viejo propietario y gerente, se convirtiera en viajante vendedor, llegaba a un pueblo que crecía junto a un río de caprichoso caudal –es decir, no siempre caudaloso en el verano–, cuyo caserío comenzaba a distinguirse en la primera de las curvas del camino en descenso. Cuando desaparecieron las chacras sembradas de maíz aparecieron las primeras casas agrupadas en las manzanas todavía ralas en las que se alternaban las modestas viviendas de una sola planta con los baldíos en los que jugaban al fútbol los muchachos. Al llegar a una fonda que conocía desde siempre, se detuvo y buscó posada. Igual que en otras regiones más ricas y más fértiles y desarrolladas del país, también en ésta existían personas muy honorables y respetables que no podían estar sentadas a la mesa en ningún apeadero ni lugar público sin entablar conversación y bromear con el mozo, con el patrón o con el vecino de la mesa contigua o del mostrador y preguntar por el tiempo que había estado haciendo en esos días, o por la fama del intendente o la puntualidad de los trenes, si los había, o de los ómnibus que iban y regresaban del sur. Una vez que le asignaron el cuarto, al final del pasillo, dejó allí su valija –un viejo maletín a fuelle–, se acomodó mejor los pantalones, se alisó los cabellos –escasos ya y marchitos de color– y salió a dar un paseo antes de que llegara la hora de comer. ¿Cuántas veces en su vida había hecho lo mismo? Caminó los cien metros del ca-
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llejón flanqueado de pinos que separaban la fonda de la avenida y luego continuó andando junto al río. Un perro vagabundo lo siguió después de ladrar en vano brevemente, y a él se agregó otro, pero ambos guardaron la distancia que suele haber entre un hombre a quien no se conoce y un perro. Ya en la avenida observó en un balcón a una mujer de ojos claros. Durante un fugaz momento le pareció que lo miraba con cierta intensidad. Al llegar a la esquina se detuvo para dar paso a un camión en cuyos costados se anunciaba la inminente función de una compañía teatral venida de la capital; dos chicos trotaban junto al camión que iba a paso de hombre y repartían el programa que él recibió y guardó en el bolsillo. Caminó tres o cuatro cuadras más y regresó a la posada desandando el camino. Ya otra vez en su habitación, sentado en la cama, observó sus zapatos cubiertos de polvo y los limpió, no sin cierto remordimiento, con el ruedo de la cortina; luego sacó el anuncio del bolsillo, lo acercó a la difusa luz de la ventana y comenzó a leer alejando el papel y entrecerrando los ojos, sobre todo el izquierdo. Se trataba de un drama rural –en el anuncio estaba el resumen de la obra: una muchacha ultrajada decide poner fin a su vida–, después venía la lista del reparto; notó que había dos actrices con el nombre de Vanesa y los demás actores llevaban nombres vulgares, salvo el director, que usaba el de Ruperto; sin duda, el propio. Leyó también el precio de
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las plateas y del paraíso, e incluso la leyenda al pie, con el nombre de la imprenta en donde el anuncio había sido confeccionado. Después se restregó los ojos y bajó al comedor. Sólo una de las mesas estaba ocupada por dos comensales que en realidad salían cuando él entró, y así quedó solo. Le sirvieron sopa, probó el vino de la jarra y lo halló agresivo, pidió otro de marca y desechó el estofado de cabrito. La mesa estaba atendida por una muchacha tímida, de juventud incierta, gruesa y de labio leporino, es decir, marcada por el destino para siempre. Una muchacha ultrajada decide poner fin a su vida, recordó él, aún tenía el anuncio en el bolsillo y un impulso de desazón y tristeza le impidió aceptar el postre de quesillo con miel. Pero admitió el café a pesar de que nunca lo tomaba. Lo hizo para poder decirle algo a la pobre muchacha, algunas halagadoras palabras, unas palabras que pudieran darle la certeza de que para él su boca, sus labios, su cintura no podrían desmejorar sus bellos ojos ni sus cabellos; unas palabras, un gesto para que ella supiese que él, con sólo verla servir, se había dado cuenta de la belleza de su alma, y que eso era de verdad lo único que importaba en el mundo. Pero el café no llegó, quizá la muchacha lo había olvidado, o tal vez no había querido mostrarse más, inhibida a causa del modo en que él la había mirado. Dejó sobre la mesa una suma de dinero excesiva y se fue. Regresó a su habitación y encendió la mezquina
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luz de una bombilla, se quitó los zapatos y los pantalones, se quitó las medias y no quiso ni siquiera mirarse en la amarillenta luna del espejo; ya el vino era como la dulce embajada del sueño, y, como se dice en ciertas partes de este inmenso país, se durmió a pata suelta. La mañana siguiente la dedicó por entero a visitar a los clientes. [...]
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