Se cree el ladrón. Inventario de resultados y procesos en el almacén de Nauzet Mayor Todos seríamos capaces de continuar esta frase inacabada. De hecho, suele decirla así, sin necesidad de finalizarla, quien sospecha de alguien respecto a lo que este otro proyecta en sus comentarios. Acciones que nos identifican y que nos interesa detectar en los demás. Todo un reconocimiento mutuo en un menester para el que no hay demanda ajena. Quien lo es reconoce a quienes lo son, aunque esos no siempre gustan ser reconocidos por otro de su especie. Ladrón es aquel que comete un robo, aunque la condición de ladrón se adquiere cuando eso se lleva a cabo de forma habitual. Un ladrón ocasional fija sus objetivos en conseguir algo que le permita vivir. El ladrón vocacional necesita de sus acciones para retroalimentar una identidad de la que no puede ni quiere permitirse escapar. En el momento en que uno empieza a justificar sus robos es cuando se sistematiza algo de algún modo latente. En ese estadio, los individuos son placenteramente corruptos ante cualquier cosa susceptible de ser poseída. Actos que suponen retos de gula acumulable. Esa ideología se pone en práctica en lo digital y en el voyerismo que supone ver aquello que los demás poseen y tú aún no. Peligrosos y deseados sustratos que pueden llegar a disfrazar un yo excesivamente transcultural, no tanto en lo observado sino en aquello que es poseído por el que observa. Roles que se proyectan y alternan entre quienes adoptan la condición de ladrón pues el robado necesita del ladrón para justificar su reacción y reconvertirse en uno de ellos (A y B). Cuando ese menester es reflexionado en su proceso, al ladrón le basta con observar para satisfacer parte de su cometido. Filtra y selecciona el material a sustraer para poder ser reutilizado como punto de partida con el fin de construir ganchos atractivos donde retroalimentarse de nuevo. Un no siempre consciente loop en que un ingenuo flâneur se transforma en voleur de guante blanco. No exento de hiperriesgos, el voleur deambula desde su central de operaciones con objetivos muy claros. Disfruta en la observación y goza en sus expolios visuales. En el peor de los casos, su mirada se desplaza presencialmente procesando lo almacenado cual ejercicio físico de desconexión y liberación. Un ojo que penetra en ultracuerpos no sin mostrar el suyo tras la incredibilidad ajena por tal descarada acción. Se trata de héroes anónimos en los que democratizar perversamente la mirada. La suya y la robada mediante la usurpacion de imágenes. Una nueva forma de vampirismo sobre quien, en el fondo, no se inmuta por ello. En un primer estadio, la víctima ignora lo sucedido, pues las artimañas del ladrón así lo impiden salvo cuando este último pretende usurpar algo más que lo que visiblemente su víctima almacena. Entonces, intencionadamente, el ladrón deja un rastro para provocar un juego en el que sabe que su víctima no solo va a jugar sino que conoce perfectamente sus reglas (quien roba a un ladrón). De esta forma ese individuo cede su «posado» descubriendo en esa acción intenciones ocultas que esconden verdades que ni siquiera el supuesto autor ha previsto exhibir. Una conexión inmediata y extraordinaria en la que esa comunidad de voleurs deja explícito su metaproceso creativo. Las visualizaciones de Nauzet Mayor están llenas de robos. Acciones que muchos ignoran tras ser enmascaradas por distintas pátinas. Incluso reconociéndose como ocasional cazador furtivo, Nauzet –como buen voleur– deja sus estudiados rastros para aquellos y aquellas que, como él, juegan a una apropiación consciente de una realidad que, no siendo siempre la suya, manipulan y desvirtúan a su antojo. Demandas, sentencias y declaraciones que recontextualiza en piezas donde texto e imagen (en un estadio paralelo, imagen e imagen) recuperan su dialéctica y relación tradicional en cuanto a signos que se significan y se traicionan mutuamente. Imágenes capturadas y otras traducidas para disfrazar en lo posible su ignota procedencia. Cortar, pegar, vaciar, añadir. Y todo ello se muestra en soportes que se construyen escondiendo lo obvio para mostrar la desnudez de lo robado. Las imágenes no son la realidad ni todo lo que no está a nuestro alcance existe. La realidad existe si la representamos, a pesar de ser reanimada o inanimada tras ser secuestrada de una carpeta ajena. Guardar como. Libar almas con consentimiento para retroalimentar lo propio. Simulemos la representación para pretender esconder quiénes somos en nuestra factura. Dibujemos como lo haría otro. Hagamos que nos tiemble el pulso. Desnudémonos no depilando la línea. Disyuntémonos. ¿Abanicarse o ligar?. Series que acechan y se autoexhiben con cierta demanda. ¿Para qué representar si en la exhibición podemos vernos expuestos? Presentémonos sin describirnos. Verdadero, falso, contradictorio, posible. Dejemos de hablar incluso bajo el riesgo de parecer frágiles y desnudos. «En cierto sentido, la descripción hace más ruido que otra cosa, pero ahí está», apunta Nauzet. Obviedades y preguntas retóricas que se sitúan en planos tautológicos detalle de una realidad que siempre traduce. Y Nauzet no se sonroja por ello, pues el hecho en sí carece de explicación evolutiva.
Existen también otros hornos en los que cocer. Hornos que generan siluetas que recorta de perfiles activos para los que él también activó uno en el que definirse a sí mismo icónica y textualmente. Negaciones que afirman. Un juego de posesión en el que cabe un intercambio. Figuras que remodela y en las que la imagen silueteada se disputa con otra sobreimpresionada sin excesiva iconicidad, insistiendo en esa conexión fortuita. Imagen sobre imagen, y sobre imagen, otra. Planimetrías de cuerpos supuestamente formales. Posados que dicen más que lo que quieren mostrar. Filtros de carne y cerámica que moldean a quienes observan con ganas. Un juego donde la realidad se muestra fragmentada y disfrazada, y desea visibilizarse muy a pesar de su emisor. Falsos anónimos caligrafiados que leemos sin ser capaces de disociar de su imagen vecina. Palabras que dibujan cuerpos e imágenes que son voces. Esclavitud recíproca de una comunicación que combina bajo un efecto random el uso de significantes y significados. No es lo mismo ser feliz en tu vida que estar feliz en tu vida. Pero este hombre no es de piedra como tampoco lo son los cuatro personajes que se exhiben y rehúyen ser autorretratos de nadie. Cuatro posturas ensimismadas, aparentemente relajadas y confiadas. Guardianes de corte evangelista que resisten a ser reinventados. Figuras que preservan lo suyo e intentan vigilar el macrocosmos que Nauzet ha dispuesto en su ciudad. Los Personajes-pelo cortejan sus correspondientes representaciones peludas. Hermafroditas, gemelos y trillizos. Todos con vello facial y corporal de quita y pon que funciona como cortina de lavado. Oportunos disfraces que limpian el rastro de identidades solapadas y deseos explícitos. También está el Vago que, desnudo y perezoso, mira aquello que se escapa a su propia visión, riéndose relajadamente de sus pérdidas visuales. Neutro y simple, el Vago ve pasar trenes y convoyes que cargan y descargan material. Nunca nada está vacío. El Goloso, por otro lado, no puede dejar de seducir para ver satisfecho su cometido. Avisa y se avisa cuando cree que divisa algo interesante o, simplemente, no identificado. Siempre puede ser útil tenerlo para sí, pues poseer es una inversión, se repite constantemente. Los cuatro personajes reordenan todo lo que Nauzet acumula para ser traducido con falsa objetividad. Se turnan para no dormir y mantener así la actividad deseada. En este orden, el Vago observa (frontal y a cámara fija), el Goloso filtra (o no) y los Personajes-pelo camuflan (o eso creen que hacen). Un engranaje altamente productivo y de factura voluntariamente imperfecta. Ellos negocian su ubicación en los espacios que el autor dispone como pago a sus servicios, adquiriendo así el protagonismo que merecen. Todo un mecanismo para un ladrón que transforma la realidad robada como un juego necesario para alimentar su doble identidad. Y al final nos queda la mirada. Dos globos oculares que nos retratan más que nunca y que se buscan siempre en el espejo. Dos macroinstantáneas que enfocamos sobre muchas y variadas superficies y que acaban por delatarnos donde quiera que miremos. De nuevo, A y B; simultáneos y capicúas definitivos para un único proyecto de visión que contempla roles de pasividad y actividad. Observemos, pues, y dejémonos observar. Consumamos lo que nuestra visión es capaz de abarcar mientras degustamos un aperitivo de lo que se nos anticipa con el riesgo de perdernos en un trampantojo cerámico. Nuestro yo-ladrón es un monstruo agridulce que duerme mientras no se ilumina con exceso. Aun necesitando de lo ajeno para existir, puede también nutrirse de sí mismo para sobrevivir. Cuando su calma se ve interrumpida, crece y asoma para robar y almacenar almas ajenas. Se trata de alguien que selecciona a sus víctimas pues se reconoce en ellas a la vez que pretende despertar ese instinto innato de usurpación en beneficio propio. Un proyecto vital en cadena para el que es imprescindible actuar bajo un rol de actividad prepotente. Un primer estadio de asunción difícil de sobrellevar. Una condición que lo «monstruiza» y lo asemeja paradójicamente a otros que, como él, se reconocen en solitario. Cíclopes binoculares que pertenecen a una latente comunidad vampírica que suplanta identidades de sostén para conjuntarlas artesanalmente bajo aspectos polimórficos. Aunque entre ellos, pocos son los que se permiten visibilizar ese proceso de canibalismo icónico. Ahí es donde se definen esos personajes que, en boca de su portador, libran consignas sobre quiénes son, emitiendo juicios aparentemente ingenuos. Estamos, pues, ante una exhibición de valiosas aportaciones anónimas para resultados mutantes y manipulaciones exentas de condiciones. Hurtos exquisitos para quienes son de esa condición.
Jordi Pallarès Palma-Roma, 2010-2011