ANTROPOLOGÍA DE LA IMAGEN POR HANS BELTING KATZ TRAD.: GONZALO MARÍA VÉLEZ ESPINOSA 325 PÁGINAS $ 67
ESTÉTICA
Representaciones de lo humano Con amenidad y erudición, el historiador del arte Hans Belting indaga el origen y la necesidad de las imágenes a lo largo de la historia POR RAQUEL SAN MARTÍN De la Redacción de La Nacion
E
n el origen de las imágenes, está la desesperación por atrapar una ausencia: según el escritor romano Plinio, una joven de Corinto inventó la pintura cuando trazó el contorno de la sombra de su amado la noche antes de que partiera a la guerra. En ese primer producto real y visible –el trazo en la pared–, que a su vez lleva implícito aquello que no está, Hans Belting encuentra una de las mejores maneras de definir lo que entiende por imagen, un concepto que atraviesa épocas y tecnologías y se anuda en lo más humano: el deseo inútil de conjurar la muerte. Lo que caracteriza la reflexión de Antropología de la imagen es el ejercicio de ir y venir por la historia para rastrear los modos en que los seres humanos han manipulado símbolos y herramientas en la creación de imágenes. Se trata de un amenísimo y erudito intento de convencer al lector de que las imágenes tienen estatus propio como objeto de conocimiento, y demandan un abordaje que cruce fronteras disciplinarias. Una ciencia de la imagen, dice Belting, debe separarse tanto del estudio de los medios que les dan espesor real (la pintura, el cine, la fotografía, la tecnología virtual) como de la historia evolucionista, que traza una línea de tiempo con superaciones tecnológicas sucesivas, finales apocalípticos y novedades redondas. “No solo percibimos el mundo como individuos, sino que lo hacemos de manera colectiva, lo que supedita nuestra percepción a una forma determinada por la época”, dice el autor, para quien la forma material de las imágenes no debería distraernos de los interrogantes intemporales (la muerte, el cuerpo, el paso del tiempo) a partir de los cuales los seres humanos han construido imágenes. En un sentido plenamente antropológico, la imagen es, entonces, “un ejercicio cultural”. En el prólogo, Belting –historiador del arte y arqueólogo– alerta sobre los alcances de su texto, al advertir que se está
Adán y Eva, de Durero
frente a un trabajo de “fundamentación para la investigación y resultado intermedio”. En 2000, el autor impulsó la creación de un grupo interdisciplinario con diez profesores de tres instituciones para concretar su propuesta de estudio de la imagen; este texto recoge varios de esos avances. Belting aclara qué entiende por antropología: el estudio de la simbolización personal y colectiva que implican las imágenes; la voluntad de comprensión interdisciplinaria, lejos de las temporalidades evolucionistas; y el interés por analizar la praxis, es decir, el modo en que los seres humanos de distintas
épocas y lugares han usado las imágenes y las funciones que les han hecho cumplir. No lo dice explícitamente, pero su interés constante por el cuerpo como soporte y “lugar de las imágenes” también atraería de inmediato a cualquier antropólogo que se acercara al objeto. Los textos recorren la imagen del cuerpo a través de la historia, el escudo y el retrato como formas de representación, la muerte y la imagen (uno de los capítulos más sorprendentes), y la fotografía (uno de los más poéticos). Para Belting, concentrarse en la cuestión técnica (el “medio de la imagen”) es una mirada re-
ducida. En rigor, insiste, las imágenes son “nómadas”, que “emplean los medios de cada época como estaciones en el tiempo”. Así, recorre la historia del arte para buscar repeticiones y desmitificar novedades: encuentra en los altares barrocos de Venecia y Roma las primeras instalaciones artísticas; señala cómo en todas las épocas existió una forma convencional y aceptada de ver las imágenes, manipulada por el poder estatal y el religioso, y describe la pintura renacentista como la primera técnica de simulación. En esa línea, relativiza la ruptura total que significaría la tecnología digital y las imágenes virtuales. La animación y la simulación son, dice el autor, parte de nuestra herencia antropológica como realizaciones de la fantasía. La novedad, concede, es que ahora no estamos solos en un mundo imaginario, sino que, frente a la computadora, habitamos un no lugar común, en el que el estatus de la imagen está todavía ligado a nuestros órganos corporales. Contra el apocalipsis tan repetido, Belting afirma que no hay “crisis de la imagen”, sino imágenes de distinto tipo, de cuya referencia dudamos y que exigen una nueva clase de percepción. Todo el texto busca explicar la determinación de inventar imágenes, casi un universal antropológico, en la ausencia insoportable que supone la muerte. Máscaras, estatuas, momias y rituales funerarios pueden rastrearse desde el neolítico en Siria, Jordania e Israel –donde Belting ubica las imágenes de culto a los muertos más antiguas que se conocen– hasta la práctica del recuerdo, el modo en que la modernidad zanjó la necesidad humana de hacer volver los muertos a la vida: desde la racionalidad que compartimos, los muertos se recrean, individualmente, en imágenes internas. En esta línea, Belting concluye sin pesimismo, como se hace ante una verdad evidente: el cuerpo invulnerable de la realidad virtual no es más que otra pobre estrategia humana para ocultar la muerte. © LA NACION
Sábado 16 de febrero de 2008 I adn I 17