pensar con las imágenes - Editorial Delirio

... bajo las grupas de la escultura ecuestre del monarca, caudillo local o condotiero de turno. En ...... cación, Cultura y Deportes supo de los rumores de que allí ...
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PENSAR LA IMAGEN / PENSAR CON LAS IMÁGENES Aurora Fernández Polanco (Ed.) EDITORIAL

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EDITORIAL PENSAR LA IMAGEN / PENSAR CON LAS IMÁGENES

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Director de la colección La Bolgia Fernando R. de la Flor

EDITORIAL Consejo Editorial Túa Blesa Rafael Bonilla Fernando Broncano Luis Canseco Daniel Escandell Amelia Gamoneda Manuel Lucena Felipe Núñez Pedro Serra Paolo Tanganelli

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PENSAR LA IMAGEN / PENSAR CON LAS IMÁGENES Aurora Fernández Polanco (Ed.) Loreto Alonso Atienza Yayo Aznar Almazán EDITORIAL Fernando Baños Fidalgo Tania Castellano San Jacinto Carlos Fernández Pello María Íñigo Clavo Josu Larrañaga Altuna Santiago Lucendo Lacal Daniel Lupión Romero Pablo Martínez Fernández Natalia Ruiz DEL I RMartínez IO Jaime Vindel Gamonal Diana Wechsler EDITORIAL

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Colección La Bolgia, 10

Primera edición: septiembre 2014

PENSAR LA IMAGEN / PENSAR CON LAS IMÁGENES Colección La Bolgia, 10

© 2014, de los textos e imágenes: sus autores © 2014, EDITORIAL DELIRIO S.L. www.delirio.es / [email protected]

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Diseño de la colección: F.R.F. Impreso en Estugraf, Madrid, España.

ISBN: 978-84-15739-09-8 Depósito Legal: S.400-2014

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Este libro ha contado con financiación del MICINN dentro del proyecto I+D «Imágenes del arte y reescritura de las narrativas en la cultura visual global (HAR2009-10768)». Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin la autorización expresa de la editorial.

ÍNDICE 9 Introducción Aurora Fernández Polanco 19 Imágenes/arte en la sociedad de rendimiento Josu Larrañaga Altuna

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53 La imagen de las cosas: cuerpo y objeto ante la crisis de consumo Jaime Vindel Gamonal 93 Un acercamiento a interfaces húmedos Loreto Alonso Atienza 113 15M. Acontecimiento y representación Daniel Lupión Romero

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149 La abstracción de la masa Pablo Martínez Fernández

173 Pensar con las imágenes. Pensar con el monstruo Santiago Lucendo Lacal 199 Nuestras imágenes: breve genealogía de un discurso disciplinar Aurora Fernández Polanco

229 El actor-espectador y el espectador-actor: contemplación, distanciamiento y catarsis cinematográfica Fernando Baños Fidalgo 249 Be water, my friend. El oleaje como recepción de la obra de arte Tania Castellano San Jacinto 275 La selva documental: «hipertelia» texto e insignificancia en las imágenes de Burden of Dreams Carlos Fernández Pello

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305 La mirada de Foucault Yayo Aznar Almazán 321 Tajos en la historia: intelectuales y el poder en el cine entre Cuba y Brasil en torno al 73 María Íñigo Clavo

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357 El museo como mirada y como relato Natalia Ruiz Martínez 371 Curadurías, montajes, in-disciplinas Diana B. Wechsler

INTRODUCCIÓN El proyecto I+D «Imágenes del arte y reescritura de las narrativas en la cultura visual global» (HAR2009-10768) ha tenido tres objetivos fundamentales: pensar la imagen –en su sentido amplio y problemático– en las nuevas sociedades de control; pensar con las imágenes –en su acepción de singularidad o dato visual–, y repensar las narrativas oficiales para reescribirlas desde lo parcial y lagunar que es propio de las imágenes con las que se acomete (o que provoca) esa escritura.

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Ninguno de los artículos reunidos en este libro plural que recoge nuestros trabajos pretende hacer ontología de la imagen. Todos estamos habituados a pensar la imagen desde la concreción, ya sea de prácticas artísticas, ensayos o prácticas curatoriales, pero también desde lo concreto que tiene la experiencia de esas imágenes dispuestas dentro del gran dispositivo de control que funciona como hábitat cotidiano y de los reversos que convoca, puntos de resistencia donde se concentran pensamientos y afectos. Pensar la imagen tiene mucho que ver con la construcción de un dispositivo para hacerlo. Cada cual el suyo. Un dispositivo con diversas variantes que atraviesan las disciplinas más establecidas y que incorporan inevitablemente los mecanismos de producción, exhibición y recepción, también su capacidad performativa en relación con los diversos acontecimientos políticos mediados por la tecnología. Todos somos conscientes o estamos asentados en un paradigma que admite desde hace tiempo que los problemas de visualidad implican una construcción social de la mirada. La escri-

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tura que tan en cuenta tiene a las imágenes, como es el caso de este libro, se abre como herramienta política para localizar y analizar los problemas en un ensamblaje socio-técnico que está trastocando nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de reflexión. Lo que no cabe duda es que cada uno de los ensayos pone de manifiesto la importancia que tienen hoy en día las formas y los formatos abiertos a la experimentación del pensamiento. Comienza Josu Larrañaga, en Imágenes/arte en la sociedad de rendimiento, argumentando que la caracterización de la imagen/arte en la sociedad actual tiene que ver, por un lado, con unas imágenes debilitadas o incluso diluidas hasta la liquidez en un magma visual volátil, invasivo, indiferenciado y compulsivo, y, por otro, con una nueva sociedad de control asentada en la sobre/positividad y el rendimiento. Y nosotros en medio de este estado de cosas, en constante proceso de subjetivación, en un perpetuo devenir motivados por un deseo que estriba fundamentalmente en seguir deseando. Consciente de que, en la segunda mitad del siglo xx, la persecución infinita del deseo del consumidor caracteriza la construcción de las subjetividades neocapitalistas, Jaime Vindel con La imagen de las cosas: cuerpo y objeto ante la crisis de consumo, se involucra en el interés de Pasolini por adentrarse en los terrenos de la semiótica, más allá del lenguaje comunicacional. Vindel apuesta por rescatar en Pasolini (o con él) ese componente bárbaro de lo real que emergía en su poesía friulana con una connotación positiva, en tanto se opone al italiano «normalizado y tecnocrático del neocapitalismo». El artículo alerta sobre el exceso de optimismo autocumplidor en las políticas del acontecimiento avalado por la tecnología y, siempre desde una perspectiva materialista, se pregunta por la posibilidad de inventar proce-

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sos de subjetivación basados en una «imagen-cuerpo» alternativa, radical y liberadora. Las relaciones entre cuerpo y tecnología permiten a Loreto Alonso considerar la imagen teniendo en cuenta sus condiciones de aparición en interfaces tecnológicas relacionadas con las sociedades de control y los modos de agenciamiento que están favoreciendo. En el texto que titula Un acercamiento a interfaces húmedos y para considerar la función de las representaciones en la construcción y transformación de la subjetividad social, propone repensar la modificación que sufrimos en la economía de la atención y la sujeción al control, teniendo en cuenta lo que denomina ensamblajes húmedos, compuestos por elementos secos –inorgánicos– y mojados –orgánicos, biológicos y culturales–.

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Daniel Lupión se adentra en un momento que paralizó nuestros cursos y seminarios y generó una auténtica tormenta en nuestro proyecto. En 15M. Acontecimiento y representación se pregunta sobre la función de las representaciones en la construcción y transformación de la subjetividad social. Considera que cualquier ciudadano, participase de forma directa o indirecta en el 15M, estuviese o no de acuerdo, incorpora, al igual que los medios, la lógica maquínica del capital y tiene, en consecuencia, una sensibilidad inducida a la hora de realizar una valoración crítica de todo ello. Lupión parte de la teoría del acontecimiento de Maurizio Lazzarato para mostrar la relevancia de la dimensión colectiva y heterogénea de los movimientos sociales en la institución de una nueva práctica política.

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También desde la experiencia de los acontecimientos que generaron esa ola revolucionaria, Pablo Martínez esboza en La abstracción de la masa un trabajo dialéctico que pone en juego a partir de determinadas representaciones de masas. Recaba hitos filosóficos, sociológicos o literarios leídos a través del hilo conductor que determinados dispositivos artísticos posibilitan –pero también de cultura visual–, que dan lugar a una comprensión más heurística de la trama disciplinar: de los Lumière a Goya, pasando por Canetti, Rabih Mroué o la imagen de las mareas. Una insistente obsesión en repensar, por volver a Vindel, aquellos elementos asignificantes de ciertas imágenes que ayudan a filtrar la potencia o sin razón de todas las representaciones que, a partir de los primeros análisis de la modernidad, hemos etiquetado con esa palabra informe y peligrosa: masa.

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Santiago Lucendo se acerca al título del libro y en Pensar con las imágenes. Pensar con el monstruo presenta algunas metáforas de nuestro imaginario donde se ha venido alojando la política y (la estética) de la deuda. De entre ellas se pregunta si por ser esencialmente constitutivas del mundo contemporáneo, las imágenes de lo monstruoso ayudan a una mayor comprensión de los abusos y excesos del poder. Concluye que precisamente porque han jugado un papel fundamental en la configuración moderna –forman parte del tejido cultural– es pertinente preguntarnos si pueden ayudar a pensar el presente y cómo.

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Los ensayos que siguen a esta primera parte del libro reflexionan ya sobre algunos problemas específicos que conciernen a los mundos disciplinares de los que provenimos y cómo desde la academia y el museo, y precisa-

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mente afectados en los procesos de experiencia y legibilidad por esa nueva condición tecnológica que afecta a la imagen, todavía se puede (o es preciso) pensar nuevas narrativas. Así, como es el caso de mi propio texto, Nuestras imágenes: breve genealogía de un discurso disciplinar, a través de referencias muy concretas se pretende una revisión de la enseñanza universitaria de la historia del arte desde unos orígenes volcados en la comparación y el análisis propios de las experiencias formales a una relación con las imágenes en tanto fantasmas (en sentido warburgiano) que nos ayudan a revisar y construir nuevas narrativas. Esta contraposición se completa (o desarma) con una apelación a pensar el uso performativo, dialógico y casi coral al que nos invitan, especialmente en nuestras clases de arte, las nuevas tecnologías y su impacto en nuestras formas de experiencia.

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En este sentido, dos textos se presentan de modo dialéctico, muy próximos al estudio de la dialéctica contemplación/distracción que esbozara Walter Benjamin y que de alguna manera recorre mi ensayo. Estos dos trabajos operan en los campos de la estética que interrogan a través de los modos de recepción o, si se quiere, la estética en tanto reacción a lo que las prácticas artísticas ponen inevitablemente en funcionamiento. Comienza Fernando Baños Fidalgo rescatando para la experiencia del tiempo cinematográfico esa contemplación que la estética decimonónica había destinado a la obra aurática. En su texto El actor-espectador y el espectador-actor: contemplación, distanciamiento y catarsis cinematográfica va desgranando fragmentos de Andrei Tarkovski, Théo Angelopoulos y Béla Tarr, películas que

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someten al espectador a una presencia sostenida de la mirada y le hacen considerar el tiempo lento y la latencia, la experiencia de la contemplación llevada al máximo, acompañada por el plano secuencia, la observación atenta, la inmovilidad, la capacidad de concentración o el abandono en el objeto contemplado. Baños Fidalgo analiza distintas experiencias que se dan a su vez en un juego plural entre el marco cinematográfico, el plano exterior y el interior, el marco dentro del marco, personas que, como en la tradición de la pintura romántica, trabajan sobre el papel reflexivo que jugaban las Rückenfigur, las figuras de espaldas absortas en la contemplación del paisaje. Finalmente, el artículo intenta recuperar esa contemplación activa a través del distanciamiento que en su día propusiera Bertolt Brecht y que la técnica cinematográfica asegura.

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En Be water, my friend. El oleaje como recepción de la obra de arte y desde el otro lado de la dialéctica benjaminiana entre contemplación y distracción, Tania Castellano desmenuza las viejas figuras del shock y, retomando las olas con las que se han caracterizado las protestas de 2011, se dispone a analizar más detenidamente la morfología del oleaje mediante el que el público se moviliza, para determinar que a toda ola de excitación y acontecimiento le precede y le sucede un valle de baja intensidad. A partir de los análisis benjaminianos, Castellano también considera que la imagen global sumerge la obra como un gran tsunami desde la superficie de la visibilidad y lo actual, a las profundidades del agua pasada y, en la medida en que toca, el oleaje del público también disuelve la obra de arte, aliado con la caducidad impuesta por las industrias culturales. Determinadas prácticas artísticas juegan con aquello que interminablemente aporta la marea a la orilla, re-

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makes indestructibles que diagnostican sucesivamente las formas dañadas de la sensibilidad moderna. Desde la noción de camuflaje en Callois como órgano de distracción y partiendo del trabajo del cineasta Les Blank de 1982 sobre la película Fitzcarraldo de Werner Herzog, en La selva documental: «hipertelia» texto e insignificancia en las imágenes de Burden of Dreams, Carlos Fernández Pello aborda el making-of como una herramienta epistémica desorbitada: puesto que reubica el poder de la imagen documental (y del documento como conocimiento) de lo estrictamente visual a un abismo de fuerzas tectónicas, no aprehensibles que estiran y comprimen el territorio entre las imágenes y lo que conocen. Así, la relación especular que se da entre las distintas versiones de un mismo relato es muy útil para aproximarnos a las prácticas artísticas documentales como formas delirantes de parentesco, capaces de afectar al objeto documentado hasta el punto de sustituirlo y desplazarlo, pareciendo ser y camuflándose como formas más coherentes e intensas que la original.

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Dos ensayos plantean la reescritura de las narrativas en torno a análisis puntuales que afectan a discursos canónicos de la modernidad. En La mirada de Foucault, Yayo Aznar trata de exponer algunas de las fisuras del sujeto moderno. Si la locura había resultado ser una de las asignaturas pendientes más corrosivas para la razón ilustrada, no es de extrañar que sea uno de los territorios en los que se hace más explícita la construcción de su poder. Yayo Aznar decide enfrentarse al todopoderoso aparato de la razón a partir de lo sensible y particular de algunas imágenes de la locura

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que, como pone de relieve, echa de menos en la aproximación foucaultiana. Para ello nos invita a aceptar que sus latencias y fisuras, su mirada, pueden poner en crisis el propio discurso al que, en principio, acompañan de un modo interesado. Entre ellas, los cinco retratos de locos y locas que Gericault pintó en La Salpétriêre enfrentados a las fotografías que Hugh Welch Diamond realizó en el departamento de mujeres del Surrey County Lunatic Asylum, le permiten trabajar, como punto de partida, la difícil construcción de una imagen de la locura –curiosamente menos obvia en Gericault que en Diamond–. Se trata de buscar desde el ejercicio de la escritura en el que las imágenes cobran una dimensión performativa una contraimagen que ponga en peligro (o de manifiesto) la falsa seguridad con la que miramos a los otros.

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María Íñigo recupera precisamente en su título los conceptos que Foucault dedica a la capacidad de pensar. En Tajos en la historia: intelectuales y el poder en el cine entre Cuba y Brasil en torno al 73, analiza de modo concreto diversas estrategias audiovisuales cercanas a 1973 que comparten su interés por renombrar las narraciones nacionales. El artículo trabaja los modos de redireccionar los debates de actualidad hacia cuestiones históricas, ejercicio que se convirtió en un interesante recurso de los artistas que trabajaban en regímenes represivos y se centra en algunas propuestas que desde la historia revisan las relaciones coloniales todavía vivas en el Brasil y la Cuba de los años setenta. Películas como El otro Francisco de Sergio Giral, La última cena de Gutiérrez Alea, Coffea Arabiga de Nicolasito Guillén, Congo de Arthur Omar, Casa Grande e Senzala de Geraldo Sarno entre otras van a usar la historia como materia prima para reflexionar sobre las estructuras

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coloniales latentes en ambos países (colonialidad) que comparten narrativas paralelas en torno a la esclavitud (colonialismo). En El museo como mirada y como relato, Natalia Ruiz se centra en la experiencia de las exposiciones desde el punto de vista del espectador. La autora considera que los avances tecnológicos han cambiado la relación con las obras y que las instituciones, muy conscientes de este fenómeno, han proporcionado nuevos medios para personalizar la visita: desde la nintendo del Louvre a distintas aplicaciones para móviles. Sin embargo, al mismo tiempo que el visitante tiene en su mano todo tipo de reproducciones para elaborar su propio relato virtual, se encuentra con que la contemplación real de las obras cada vez se dificulta más.

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En Curadurías, montajes, in-disciplinas, Diana Weschler invita al espectador a huir de la lectura única y fuertemente dirigida para adoptar desde la indisciplina una polifonía de miradas que le lleven a instaurar su propio concepto curatorial en un montaje que, más allá de los espacios convencionales, incluya procesos de investigación. Partiendo del potencial latente en las propias obras propone comprender la práctica curatorial como una alternativa para situar un espacio de pensamiento, ya que es en el juego con las imágenes, en las distintas estrategias de un montaje espacial y temporal, donde se puede dar la construcción de micro-relatos que revisen no solo la historia del arte, sino las narrativas oficiales en campos plurales.

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Después de dar cuenta del contenido del libro solo me queda transmitir el sentir común de todos los autores para que no se atienda exclusivamente

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al desarrollo de cada uno de los temas tratados sino que se puedan advertir los reenvíos que, como se aprecia en las notas a pie de página, producen el entrecruzamiento entre ellos. De este modo se evidencia cómo no solo vamos y venimos a través del tiempo a partir de determinadas imágenes que dotan de legibilidad al acontecimiento en el presente, sino que problemas que aparentemente tienen que ver con dispositivos de recepción se vuelven cruciales para comprender la producción de determinados espacios de subjetividad; que determinados análisis sobre el estatuto transitorio de las imágenes problematizan todo enunciado que obvie este estado de cosas, algo que lleva inevitablemente a generar un nuevo comportamiento dentro de la investigación académica. Por último, situadas todas estas posturas epistémicas y políticas pero también heurísticas en una arena determinada, nos gustaría que se llegara a intuir cómo ésta ya no se considera espacio previo que las alberga o donde se acomodan sino como grava que se va a reconfigurar necesariamente cada vez que se lean de nuevo unos trabajos que están ahora local e históricamente situados: arte e investigación desde la Universidad española en la primera década del siglo xxi, momento en que las nuevas humanidades digitales apuntan hacia un mundo que no acaba de nacer y las viejas herencias decimonónicas guardan todavía problemas –políticos, críticos, intempestivos– que no acabamos de desentrañar.

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IMÁGENES/ARTE EN LA SOCIEDAD DE RENDIMIENTO Josu Larrañaga Altuna

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Si la pregunta «¿qué es una imagen?» no parece tener una única respuesta, la acepción imagen/arte solo puede entenderse como indicación genérica hacia aquellas imágenes producidas con voluntad artística, es decir, insertas en las condiciones de recepción e interpretación del arte. Y su caracterización en la sociedad actual tendrá que ver, por un lado, con unas imágenes debilitadas o incluso diluidas hasta la liquidez en un magma visual volátil, invasivo, indiferenciado y compulsivo, y, por otro, con una nueva sociedad de control asentada en la sobre/positividad y el rendimiento; una sociedad entendida no solo como productora de discurso sino, sobre todo, como un soberbio aparato de mediación corporal, sobre un individuo en constante proceso de subjetivación, que se encuentra en un perpetuo devenir y cuyo deseo consiste en seguir deseando. Tratar a la imagen que se muestra en el arte, o que genera el arte hoy, requiere por lo tanto una relectura de las narrativas producidas en torno –al menos– a tres asuntos vertebrales: la idea de imagen y su percepción; la comprensión de una nueva sociedad de control impulsada hacia el rendimiento, y la caracterización de un individuo elector de identidades, impelido en un proceso de posibilidad inacabable. En la medida en que el objeto de análisis afecta al propio discurso en el que se pretende tratar y al formato en el que se formaliza, este trabajo se construye como cruce de tres direcciones de la relación imagen/arte en la sociedad de rendimiento: aquella que

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resulta de la apertura que la imagen produce en el imaginario y los diferentes sentidos que esta puede generar –lo que también produce un discurso acerca de ella misma–, la que se deriva de la conversación entre las ideas y las imágenes –que induce un espacio de reflexión hacia el contexto social en el que dialoga–, y aquella otra que proviniendo del análisis social parece descubrir nuevas prácticas imaginarias y usos de aquello que llamamos imagen.

EDITORIAL 1. Desde la imagen Estamos a finales de octubre de 2012; mientras saboreo el suave café de media mañana, mi vista tropieza con una pequeña nota de prensa en las páginas culturales de un diario. Junto a una reproducción del Dibujo del natural en la Academia de Viena (1787), de Martin Ferdinand Quadal, se señala brevemente la inauguración de la exposición Nackte Männer en el Leopold Museum de Viena (Fig. 1). El cuadro representa un aula donde se ensaya a dibujar, pintar y esculpir alrededor de un modelo. El proceso de aprendizaje se muestra aquí como un conjunto de interrelaciones producidas por miradas, anotaciones, conversaciones e interpretaciones que se generan en un escenario conversacional en el que cada uno de los personajes de la trama asume un papel específico en el proceso que representa y en la complicidad que reclama del observador: desde aquellos que, en primer término, nos invitan a entrar en la lógica del que está «en proceso de construir una imagen», hasta aquel que, desde el blanco plano del fondo –para la

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Fig. 1 Óleo sobre lienzo, 144 x 207 cm. Diferentes detalles de la obra.

representación– y con su mirada perdida, nos devuelve a nuestra posición de exterioridad. En ese lugar y en ese contexto, el cuadro se muestra como representación de una manera de entender la educación artística, desde luego, pero también la pintura y la imagen. Es cierto que, en ese sentido, podría ser sustituido y también complementado por un buen número de cuadros como este, pero la pintura de Quadal –Niemtschitz, Chequia, 1736-1811– tiene ese complemento descriptivo que facilita una lectura pormenorizada de la complejidad adquirida por la enseñanza del arte a finales del siglo xviii; y lo hace como conversación de cuerpos pictóricos en un espacio significativo y como escenificación de distintos modos de comprensión de la imagen, de figuras de la complejidad de la mirada. Anoto la referencia hasta encontrar el tiempo suficiente para buscar más información.

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A mediados de noviembre puedo acudir a la red en busca de indicaciones básicas de la exposición; los criterios con los que se ha organizado, los autores que ha incluido y las obras que la componen. Tecleo las palabras clave e indico la carpeta de «imágenes». Efectivamente, allí está la pintura de Quadal, pero precedida de un grupo de personas completamente desnudas que la contemplan, y que aparecen en la imagen de espaldas al objetivo de la cámara, mientras escuchan las explicaciones del guía del museo, perfectamente vestido, de frente y junto al cuadro (Fig. 2). Al parecer, a comienzos de noviembre de 2012, el Leopold Museum de Viena organizó una visita nudista a la exposición Nackte Männer (hombres desnudos1), formada por cerca de trescientas pinturas, fotografías y esculturas basadas en la representación del cuerpo del hombre en la historia del arte. Según los propios organizadores, no se trataba solo de una experiencia singular con un colectivo cuya presencia social y cultural es considerable –y un excelente reclamo publicitario para el museo–, sino también una manera de subrayar el carácter excepcional de la presencia del cuerpo masculino desnudo en relación al femenino –15% frente a 85%–, que contrasta con el número de artistas mujeres en la historia del arte –que no llega al 5%–. Había acudido a la web en busca de referencias a un proceso específico de aprendizaje que interrelaciona criterios y métodos para la elaboración de una imagen, ensayos de procedimientos heurísticos de aproximación a lo visible o procesos de generación de un modo específico de conocimiento. Pero me encontraba ante lo que inmediatamente me pareció una experien-

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1 www.leopoldmuseum.org/media/file/285_NM_RahmenprogrammFolder.pdf

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Fig. 2 Imágenes de la visita nudista a la exposición Hombres desnudos del Leopold Museum de Viena, del 19 de octubre de 2012 al 04 de marzo de 2013.

cia de la imposibilidad de acotar la idea de imagen (Boehm, 1994) y, a su vez, una oportuna metáfora de la relación del público y el arte en los comienzos del siglo xxi o, más concretamente, de la relación de experiencias e ideas como «arte», «espectador», «cuerpo», «recepción», «imágenes», «puesta en escena», «presencia»… en la sociedad de rendimiento. ¿Por qué?:

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A. En primer lugar, por la alteración sustancial que había supuesto esta segunda fotografía en la manera de percibir el cuadro de Quadal. La mirada, que siempre está cargada de distintos saberes, había pasado de significar un modelo de experiencia educativa –año 1787, en la Academia de Viena–, que se me mostraba en un formato descriptivo –imagen fotográfica de un cuadro– desde un espacio genérico –reportaje periodístico–, a insertarse en un contexto de profunda crisis en la comprensión y recepción estética vinculado al nuevo modelo social. El cuadro seguía allí donde siempre estuvo, colgado en la pared indiferente del museo, pero ahora yo solo podía verlo como telón de fondo de un acontecimiento medial.

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B. El interés se había desplazado al propio público y a su capacidad de generar un espacio de sí mismo. A la extrañeza ante aquellas imágenes petrificadas que se observan como arte, se oponía aquí una acción vi-

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viente donde el sentido es producido por el discurrir y relacionar de los propios cuerpos –desnudos–, de manera que los espectadores se habían constituido como «comunidad coreográfica […] en posesión de sus plenas energías vitales», en una suerte de respuesta platoniana a la «comunidad democrática e ignorante del teatro» (Rancière, 2010, p. 12). Es decir, estos nuevos espectadores desinhibidos, agrupados en una comunidad específica de cuerpos libres ponían en discusión el tipo de comunidad de receptores necesaria para –o reclamada por– el arte en una sociedad de control difuso y autoaceptado.

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C. Estaríamos entonces ante una suerte de espectadores emancipados que asumen una actitud a su vez activa –en su reivindicación del cuerpo– y pasiva –en su recepción de la representación del cuerpo–, performativa y observadora, rompiendo así la definición tradicional del «reparto de lo sensible» que Jacques Rancière había resituado en el centro de la comprensión política de la práctica artística. Estos cuerpos desnudos, ¿no serían una variable de ese tercer término que tiene lugar específico en la percepción de las obras de arte?¿O quizá estábamos solamente ante una producción controlada de «extrañeza» consentida como medio publicitario diferido, como expresión de un tipo de exotismo prefigurado?

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D. Decía Rancière que: […] hay una estética de la política en el sentido en que los actos de subjetivación política redefinen lo que es visible, lo que se puede decir de ello y qué sujetos son capaces de hacerlo. Hay una política de la estética en el sentido

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en que las formas nuevas de circulación de la palabra, de exposición de lo visible y de producción de los afectos determinan capacidades nuevas, en ruptura con la antigua configuración de lo posible. (Rancière, 2010, pp. 62-66)

¿No estamos aquí, en esta visita guiada, ante una ruptura de la «lógica de los cuerpos en su lugar, en una distribución de lo común y de lo privado, que es también una distribución de lo visible y lo invisible, de la palabra y del ruido» (Rancière, 2010, pp. 62-66), es decir, ante una práctica que rompe este orden, una práctica claramente política? Por otro lado, el juego deleuzeano de las asociaciones y las disociaciones, constitutivo de una configuración política, parece también abierto en esta tensión de cuerpos vestidos y desnudos que articula un nuevo mirar que aúna interpretación y contemplación, involucrando a una cierta comunidad en la función cultural.

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E. Y a su vez, este público desnudo en el templo del «vestir» institucional del arte, estos cuerpos descubiertos frente a esas obras tan cubiertas, tan registradas, tan connotadas, tan enmarcadas, ¿no serían también la muestra de una afirmación, y a su vez la clausura de una cierta negatividad? La institución encargada de «guardar las formas», de la instalación y recepción de la obra de arte, de decidir los parámetros restrictivos de su escenificación –o sea, de su percepción– nos sorprende ahora saltándoselos, bien es verdad que parcial y levemente. Aún así, no aparece ante nosotros como una ruptura de la disciplina asociada al museo? ¿No hay una oclusión de libertad en este simulacro de transgresión, en este ensayo iniciático? O no hay transgresión, solo simulación y extrañeza exótica –de nuevo–.

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F. El reclamo publicitario de la exposición, instalado a los pies de la escalinata de acceso al museo, es un gigantesco desnudo masculino, recostado en el suelo, compuesto por cuatro estampas silueteadas de unos diez metros de longitud por cuatro y medio de alto (Fig. 3). Ese enorme sujeto desnudo que aparece como reclamo en la entrada del museo, esa desnudez monumental y a su vez reducida a una sucesión de pantallas, de plantillas, de cortes trasversales de lo humano; modelo despiezado y reconstruido en estampas sucesivas, conformado en su instalación, solo visible como unidad desde un único punto de vista; esa escenografía hueca, a la espera de ser «completada» por el uso de los visitantes como estructura de esparcimiento –quizá de juego–, ¿no remite a ese personaje, vacío y excesivo a su vez, a esa exuberancia vana que caracteriza al individuo en esta sociedad de control impulsada hacia el rendimiento?

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G. Somos una galería liberal declaró Klaus Pokorny, portavoz del museo, para justificar la propia exposición y a su vez la gestión de la visita turística del grupo nudista, siguiendo así la estela de sustituir el término «museo» –tan duro, tan vinculado a la disciplina artística– por otros más imprecisos, más indeterminados, como «centro de arte», «centro de creación» o sencillamente «galería». Y a su vez apropiándose de un término etéreo –liberal– que en su uso común remite a la idea de libertad, a la desinhibición, a la independencia profesional, a la falta de rigideces y obligaciones preestablecidas. ¿Pero no son estas también algunas

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Fig. 3 Dos vistas de la figura instalada en el acceso al Leopold Museum de Viena, como reclamo de la exposición Nackte Männer.

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de las características más significativas de la sociedad actual? ¿No se trata de subrayar la disgregación del control, la dilución de los parámetros de identidad de lo artístico, la preeminencia de un sujeto emprendedor de sí mismo? H. La sociedad de rendimiento, obsesionada por la rentabilidad de todo conocimiento –intelectual, corporal, emocional…–, impulsa y alimenta un exceso de positividad a todos los niveles, desplazando la responsabilidad productiva y emotiva a un individuo aislado en sí mismo, caracterizado por la generalización de los valores de la autonomía, abandonado a su suerte, a su iniciativa, una persona desnuda –sujeto sin sujeción, diríamos, sin abrigo, a la intemperie– en constante proceso de subjetivación. Parece que en este contexto, la institución arte –en este caso identificada en el museo– incapaz de imponer su disciplina, en el límite de sus estrategias de seducción, agotada de sí misma, de su propia bulimia, difiere la responsabilidad del espectáculo y traslada la tarea de asignación de sentido al último individuo-expectante. Alguien al que se reconoce en una silueta vacía, segmentada y desnuda, a quien se convoca a una acción performativa que provoque una tensión emocional que las obras expuestas, por sí mismas, al parecer no están en condiciones de generar; y al que la institución muestra un «modelo» de comportamiento aparentemente desinhibido, aunque ciertamente dirigido y ordenado por un guía y unos ordenanzas bien vestidos, es decir, uniformados.

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Fig. 4 Cecilia Molano, Desapariciones (2010)

2. Con la imagen

Al fondo de la sala de exposiciones puede verse la proyección en blanco y negro de un cuerpo desnudo que arrastra lentamente sus manos sobre sí mismo. A su contacto, el cuerpo se va difuminando y finalmente desaparece. Se trata del vídeo Desapariciones (2010) –Fig. 4– 2, de Cecilia Molano. Apenas unos minutos en los que varias personas desnudas se van turnando ante nuestros ojos y con absoluta naturalidad se van borrando con el suave movimiento de sus propias manos. La acción sosegada y devastadora de estas figuras que generan un movimiento que las hace desvanecer, produce una sensación apacible y sobrecogedora a su vez, imposible de transcribir en palabras. Una sensación que va enredándose paulatinamente en imágenes e ideas alojadas en mi memoria, generando una amalgama de relaciones y «resplandores» inesperados, que me conmueven y me llevan a diferentes ámbitos de reflexión, un proceso que entiendo como conocimiento. Es así que relaciono y confronto lo que veo –no solo lo que hay allí, sino aquello que produzco con

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2  Ver: http://ceciliamolano.com/category/video/

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ello– con la idea de individuo, con el proceso en que se constituye como sujeto, con las condiciones en que se construye su figura y su identificación, con las tensiones mediales, intertextuales, espacio-temporales, en las que intenta enhebrarse. Es así que pongo en contacto estos cuerpos en constante actividad productora y gestual con el medio proyectivo y transparente en el que se dan a ver –en el que se desvanecen–, o con el carácter versátil, desestructurado y líquido de la sociedad de rendimiento. «El hombre moderno es el hombre cuya humanitas ya no es identificable, es un hombre cuya figura se borra o se ha borrado, como decía Foucault, se confunde con su borradura, que no es más que la consecución de la ausencia de respuesta a la pregunta “¿Qué es el hombre?”. Se borra así el hombre que ya no puede responder a su propia pregunta?», decía Jean-Luc Nancy en 1996 (p. 3). Este individuo en proceso constante de dilución, borrado como sujeto, des/figurado, en el transcurso de supresión de su figura, su corporalidad imaginaria, ¿de dónde sacará la consistencia necesaria para hacer frente a un mundo en sobreexcitación, que genera constante actividad simbólica basada en la seducción? «Se trata de una relación de la fuerza consigo misma […] se trata de un “pliegue” de la fuerza», había dicho Gilles Deleuze poco antes, siguiendo también la estela de Michel Foucault. Un «pliegue» que produce un individuo «ondulatorio que permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua», en constante proceso de subjetivación tal como lo entendía Deleuze (1999), para quien «la subjetivación consiste esencialmente en la invención de nuevas posibilidades vitales […] la subjetivación tiene poco que ver con el sujeto. Se trata más bien de un campo electrónico o

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magnético, una individuación que actúa mediante intensidades –bajas o altas–, campos de individuación y no personas o identidades» (p. 128). Este sujeto entendido como «modo de subjetivación» inserto en los dispositivos del poder y del saber, y no como esencialidad ahistórica y universal, forma parte ahora de una estructura social que hace uso de ese poder de control de forma diferida y evanescente, transfiriéndolo al propio individuo; pertenece a una sociedad posdisciplinaria que reordena, elimina o reduce paulatinamente las estructuras y los espacios de imposición y sumisión sustituyéndolos por redes de integración y espacios de auto-control. Lo que no implica la eliminación de prácticas coercitivas e incluso despóticas –propias de las sociedades disciplinarias o incluso de las de soberanía (Deleuze, 1991)3– sino su supeditación a un sistema de control para el rendimiento, en el que subsisten diversos modelos sociales. A diario descubrimos con escándalo que en distintos lugares subsisten o se instauran modelos brutales de explotación y sumisión de personas, prácticas semiesclavistas, ocupaciones miserables o modos de trabajo despóticos…, insertos en sistemas disciplinarios de producción y en redes y procesos de distribución y comercialización donde impera la ley de la selva. Lo que parece caracterizar la sociedad actual es que todas ellas se insertan en diferentes niveles de actividad, bajo la idea motriz del rendimiento. De manera que los espacios de organización disciplinaria y los de control difuminado se distribuyen bajo este imperativo –el del rendimiento– crean-

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3  «Puede ser que viejos medios, tomados de las sociedades de soberanía, vuelvan a la escena, pero con las adaptaciones necesarias», decía Deleuze en Posdata sobre las sociedades de control.

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do diversos planos de pertenencia, diferentes ámbitos de conectividad, distintos espacios de correlación. De la misma manera que las economías artesanas, agrarias, industriales, comerciales y de distribución, o financieras, están supeditadas a la del conocimiento, los dispositivos disciplinarios y los sistemas coercitivos están insertos en este nuevo paradigma rentable que reconocemos como sociedad de rendimiento. Foucault (1988) decía que «el poder transforma a los individuos en sujetos (entendido esto en su doble acepción): sujeto sometido a otro a través del control y la dependencia, y sujeto atado a su propia identidad por la conciencia o el conocimiento de sí mismo». Esta afirmación adquiere una extraordinaria dimensión en la sociedad de rendimiento. La sujeción se produce ahora desde el propio individuo inmerso en un constante exceso, en un magma de actividad compulsiva, en un universo de positividad en donde «todo es posible», porque todo depende de uno mismo. Es así que el impulso al rendimiento, inmerso en el señuelo de la voluntariedad y la autonomía, lleva a la auto-explotación. «El individuo soberano, semejante a sí mismo, cuya venida anunciaba Nietzsche, que está a punto de convertirse en una realidad de masa ya no es ningún superhombre soberano, sino el último hombre que tan solo trabaja», decía Alain Ehrenberg en 1998 (p. 129). Un individuo como todos, alguien impersonal, sujeto y a la vez confundido en su puesto de trabajo, construido como paisaje bordado de dorados y lentejuelas, de destellantes hilos y pequeños fragmentos suspendidos y tintineantes en cuya superficie se refleja todo lo que le rodea, una y mil veces, en constante movimiento; un espejo multiforme insertado en el espejismo de habitar la trepidante «sala de control» desde la que todo se ordena, todo se ve, todo se distribuye, todo se puede poseer. Farhad

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Moshiri lo borda sobre lienzo, como los monitores que nos trasfieren las «noticias» o los sofás decadentes reconvertidos en estudio de sonido envolvente, para hacer evidente su inserción en la tradición pictórica, para que nos reconozcamos reflejados en ella cuando percibimos nuestra imagen prendida parcial y fugazmente en cada uno de sus abalorios o sus hilos refulgentes (Fig. 5). Un sujeto que, ante la dilución de los dispositivos disciplinarios, ante la fluidez de los sistemas coercitivos, vive bajo el espejismo de la libertad, en la ilusión del autocontrol, en el simulacro de una comunicación sin límite, en la ensoñación de un intercambio sin reglas, en el señuelo de la autorregulación productiva, de una ocupación sin las ataduras de la subordinación, de la organización espacio-temporal de su capacidad de trabajo, del control de su rentabilidad. Simulaciones de una individualidad liberadora por cuanto «la supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan. Así, el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación» (Han, 2012, pp. 31-32).

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Fig. 5 Farhad Moshiri (Shiraz, Irán, 1963), Control Room  (Sala de control, 2004), bordado de lentejuelas sobre lienzo.  Stereo Surround Study (Estudio de sonido estéreo envolvente, 2005), bordado sobre tela. News (Noticias, 2004), bordado sobre lienzo.

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El flujo de datos, accesibilidad, intercambio y uso de dispositivos extraordinariamente eficaces produce, por un lado, una amenaza difusa de inadecuación de lo humano tal y como lo hemos conocido hasta ahora, en la medida en que muchas de las funciones y trabajos que necesitaban de una actividad para la nueva sociedad pueden ser asumidas por aparatos, instrumentos o programas, con lo que prende el temor de que buena parte de nuestra actividad es prescindible, salvo que su coste sea inferior y no conlleve ningún tipo de obligaciones o derechos. Y por otro, extienden un estado de ansiedad y excitación que alimenta la cultura del ímpetu y la vehemencia en una sociedad excitante, ansiosa por la exhibición, en donde se sacralizan los estímulos. Y es en este contexto en el que se nos anuncia una movilidad sin fin en un entorno en constante mutación. Es así como las computadoras y los dispositivos móviles se integran en nuestro cuerpo como prótesis. Las tecnologías digitales son un ingenio magmático al que un cerebro orientado al rendimiento envidia, porque poseen más capacidad, más resolución, más recursos y más velocidad de respuesta que nosotros mismos, y a las que acudimos en busca de «exactitud», «procesabilidad» y «rentabilidad». Producción, adaptabilidad, audacia y resolución, innovación, hiperactividad, exactitud y rentabilidad; todas ellas parecen ser las características básicas de la sociedad de rendimiento, que no es sino aquella sociedad de control que impele un modelo carente de negatividad, que tiende a producir un marco de positivación general del mundo. El caso es que

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[…] si se posee tan solo la potencia positiva de percibir algo, sin la potencia negativa de no percibir, la percepción estaría indefensa, expuesta a todos los im-

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pulsos e instintos atosigantes […] Si solo se poseyera la potencia de hacer algo, pero ninguna potencia de no hacer, se caería en una hiperactividad mortal. Si solamente se tuviera la potencia de pensar algo, el pensamiento se dispersaría en la hilera infinita de objetos. La reflexión sería imposible, porque la potencia positiva, el exceso de positividad, permite tan solo el «seguir pensando». La negatividad del «no…» es todo menos pasividad. Es un ejercicio que consiste en alcanzar en sí mismo un punto de soberanía, en ser centro. (Han, 2012, p. 59)

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Necesitamos confrontar nuestra percepción, nuestra actividad, nuestro pensamiento, nuestra experiencia, con el otro y con el mundo, para que puedan existir como tales. Porque, ¿no es la re/presentación lo que reclama la presencia, lo que la hace pensable para nosotros, lo que la subraya?, ¿no es precisamente la re/acción lo que nos permite la acción, lo que la impele a volverse contra sí misma, haciéndola emerger?, y ¿no es la re/ flexión, la reiteración de la flexión, de la combadura, del fluir alabeado del idear, del inventar, del reposar, aquello que caracteriza la reverberación de impulsos positivos y negativos generada en la propia potencia del pensar, de la actividad de la mente sobre sí misma? Es esta lógica de sobrepositividad, de falta de reflexibidad y de otredad, la que conduce a una sociedad neuronal, no ya viral, donde se produce lo que Ehrenberg llamó la «fatiga de uno mismo». El cansancio, la hartura, el agotamiento que se vuelve contra uno mismo, hasta incrustarse como agotamiento de sí. Fatiga por falta de otros, por sobrecarga de lo mismo. Fatiga que conduce a la escasez de palabras, de imágenes, de pensamientos y experiencias. La sobreabundancia de lo idéntico produce un desarme progresivo del yo, una dilución emotiva y una aceleración convulsiva de los

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comportamientos, que se manifiestan en un buen número de trastornos y patologías directamente relacionadas con una sociedad exuberante en constante huida hacia delante. De ahí que Christine Hill4, que llevaba años trabajando en el proyecto Volksboutique5, desarrollado en diversas franquicias, construyera en marzo de 2009, en la galería Ronald Feldman de Nueva York, un espacio de atención a los pacientes aficionados al arte afectados por las nuevas enfermedades del siglo xxi (Fig. 6). Un dispensario de prescripciones y productos para el tratamiento que podían ser adquiridos allí mismo.

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Fig. 6 Christine Hill, Volksboutique Armory Apothecary, 2009, Nueva York.

Se trataba según la propia autora de afrontar las «angustias existenciales contemporáneas» con medios típicamente artísticos como, por ejemplo, la inserción del paciente en un imaginario construido mediante una escenografía adecuada de mostradores, estantes y archivos; una interpretación facultativa basada en el intercambio de confidencias sobre los efectos del

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4  Christine Hill (Binghamton, Nueva York, 1968). www.uni-weimar.de/medien/wiki/ User:Volksboutique 5  www.volsboutique.org/

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trabajo –o de su carencia–, la experiencia emotiva, las aspiraciones y los deseos, el cuerpo y el dolor…; o la realización in situ de microrrelatos, esquemas y dibujos –recetarios ilustrados– cuyo objeto no es otro que el restablecimiento de la comunicación –la acción en común– mediante la conversación –la elaboración de versos en común–, como recursos indispensables para la re/acción del paciente, enfermo por exceso, por desmesura de sí mismo. 3. Hacia la imagen

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¡Sí, sí, sí!, esta parece ser la consigna del momento. Es, al menos, la idea fundacional de las pinturas de Jean Lowe (Fig. 7). Alimentadas en el furor de sobreabundancia y consumo, en la demanda compulsiva de productos y envoltorios baratos, novedosos y rutilantes, las imágenes pictóricas de Lowe muestran un mundo saturado de promesas y deseos de bajo coste, insertados en espacios nostálgicos, es decir, tomados de un inexistente pasado, de un tiempo manipulado, descontextualizado, decadente; reciclado ahora en escenario de consumo, como parodia del lujo inaccesible,

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Fig. 7 Jean Lowe (San Diego, California, 1960), Yes, Yes, Yes!, 2010, esmalte sobre panel de madera, 61 x 61 cm. Vista de la exposición Hey Sexy, en Quint Contemporary Art, abril-mayo 2012. Love for sale, esmalte sobre madera, 182,88 x 304,80 cm.

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ansiado, envidiado, espacio privilegiado –idealizado como privilegio– reconvertido en el lugar de las rebajas permanentes por la sociedad en donde todo es posible. Todo ello en un escenario saneado y perfectamente ordenado según las normas del ocio comercial. Estancias uniformemente iluminadas, sin «sombra» alguna, podríamos decir. Llenas de productos e imágenes pero sin molestos personajes que interfieran en su ensimismamiento. Escaparates objeto de deseo, a la espera de un visitante amablemente autodisciplinado y externo. «Este es el mundo saneado de la sobremodernidad: deslícese sobre él con su mirada y compórtese como se espera de usted»: parece susurrarnos una atenta voz envolvente. Petrificado, pero cordial. Sin sobresaltos. Previsible6. Se trata de promesas de felicidad imaginaria para consumo de la sociedad hiperpositiva. Un palacio bávaro del siglo xvii transmutado en hipermercado del libro, es decir, de best seller, guías de turismo, publicaciones de autoayuda, postales, cuidados para el cuerpo, pasatiempos, agendas… también catálogos de arte. O un almacén de juguetes o de zapatos, de ropa, de productos de limpieza. Escenarios que podemos encontrar en diferentes lugares del mundo. Imponentes espacios que en su día fueron palacios, edificios oficiales, cines, teatros, salas de convenciones, salones de baile o de juego… Todo edificio rutilante puede ser reconvertido en centro comercial. Poco importa. Todos aparecen ahora como lo mismo hacinado en la red de estanterías de un mundo hiperactivo, un mundo superfluo productor de excesos a bajo coste, un mundo cebado.

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6  En este sentido es recomendable la lectura de: John Lanchester: ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar, y Adam Soboczynski: El libro de los vicios.

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Al parecer, el medio más idóneo para representar esta ficción en imágenes es el de la pintura de caballete, adornada con esculturas policromadas. Arte hospitalario y sociable dispuesto para su integración en un lugar preeminente del espacio doméstico. A poder ser allí donde mostramos nuestra afinidad con la desmesura afirmando nuestra complicidad consumista. Pinturas realizadas con esmaltes refulgentes con técnica impecable, aunque algo infantilizada. Pinturas para todos los públicos. Medios y procedimientos al servicio de la acentuación de los rasgos más destacados de la glotonería social. Pinturas eficaces que integran los espacios del lujo y el arte deseados, con la sobreabundancia de productos, la acumulación fetichizada del exceso y la generalización del consumo de bajo coste. Lo que se reordena en estos collages pictóricos –equivalentes en tantos sentidos a los collages tridimensionales con los que se construye el deseo en la estructura de redes actual– es una experiencia visual verosímil que corresponda al impulso apropiacionista y depredador de la sociedad de rendimiento. Es así como una extraordinaria variedad de estampas procedentes de muy diversos contextos espacio-temporales encuentran en la pintura un lugar de integración imaginaria: el formato del cuadro agrupa y acota aquello que se encontraba disperso en diferentes espacios interpretativos, dotándoles de una cierta coherencia visual –reforzada por nuestra experiencia en un mundo de pantallas–; la colaboración de gesto y sustancia integra los elementos procedentes de muy distintos ámbitos perceptivos y atenúa las tensiones formales y referenciales de cada uno de ellos en relación a los demás; el sistema de elaboración de la autora, la intensidad del trazo, la circularidad de las formas o el espectro cromático empleado, transmiten la sensación de afinidad y correspondencia. Todo ello trabaja

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Fig. 8 Liu Bolin, Móvil, alimentos verdes y revistas Beijing, de la serie Esconderse en la ciudad, expuesta en la galería París-Beijing, de enero a marzo de 2013.

a favor de la integración de lo dispar, incluso de lo contradictorio, en un espacio posible. Es así como se justifica el medio empleado –pintura– en la medida en que forma parte del conjunto de dispositivos que conforman el contenido de la propuesta artística. Algo parecido sucede con las imágenes de Liu Bolin7, tomadas tras un lento proceso de camuflaje pictórico del cuerpo del propio autor, en diferentes escenarios (Fig. 8). En este caso, es el medio fotográfico el que naturaliza todos los elementos que aparecen en el cuadro, aunque algunos de

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7  Liu Bolin (Shandong, China, 1973). www.liubolinart.com/

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ellos estén pintados sobre el cuerpo del propio artista, inserto a su vez en el escenario de consumo. Como se sabe, la estrategia del hombre-estatua demuestra que la inmovilidad produce transparencia. Lo que se acentúa si el paisaje en el que se produce está formado por una multitud de elementos similares, agrupados además en estructuras regulares, en estanterías o muestrarios con las que nos encontramos a diario. También aquí, nuestra experiencia en la percepción de figuras pixeladas, ayuda a que restablezcamos automáticamente en nuestro cerebro las formas incompletas que podemos ver. El cuerpo pintado del artista se inserta en la trama de la abundancia sin que, aparentemente, el paisaje de la estantería se altere. Sin embargo, una mirada más atenta, más cercana, descubre una pequeña protuberancia, similar a cuando acercamos una lupa o unas gafas a un documento o una estampa. Es precisamente esta pequeña anomalía la que nos impulsa a acercarnos a la imagen «de otra manera», a repasarla, a volverla a mirar, a releerla. Recuerda Zygmunt Bauman (2007) que «la palabra “autor”, viene de auctor –el que aumenta–. Los antiguos romanos daban ese título a los generales que conquistaban nuevos territorios para el imperio» (p. 17). Esta es la forma de entender el trabajo de camuflaje de Bolin; lo que acrecienta, lo que subraya el carácter impulsivo y envolvente de la sociedad sobrepositiva es precisamente el cuerpo de las personas que se insertan en su tejido. Un cuerpo siempre dispuesto a cambiar de escena pero inmerso en una lógica pictórica de camuflaje que le haga corresponder a la estampa del tejido comercial, cultural o de ocio con el que se conforma nuestro paisaje cotidiano. El resultado fotográfico de esta combinación performa-

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tivo-pictórica no tiene por objeto la realización de una imagen-fuerza, una imagen-bella, una imagen-sabia, sino más bien la documentación de una forma de actuar, de una tenaz manera de sumergirse en los decorados de una sociedad fluida y evanescente en la que los instantes se disuelven en un tráfico de instantáneas. Porque lo que caracteriza la sociedad de rendimiento no es tanto la apropiación de unos u otros productos –tradicional acumulación fetichista– cuanto la posibilidad de poseerlos fugazmente y la capacidad de prescindir de ellos. O si se quiere: lo que permite que la capacidad de consumo siga creciendo indefinidamente es el desarrollo compulsivo de la capacidad de sustitución, de renovación. En esta lógica, la profusión de artículos no es sino la muestra de su versatilidad, de su eventualidad. Todo está a nuestro alcance. Todo es posible. Porque todo es prescindible. Para tanta oferta, para tanta invitación, se necesita una enorme capacidad de almacenaje y también de exposición en donde podamos sentirnos, también nosotros, incluidos. Contenedores que, al contenernos, expanden la idea de pertenencia, de profusión y de generalidad, como ejes vertebrales de la oferta. Auténticos espacios del anonimato, a esos sitios se va para perderse, para mimetizarse, para sentirse parte de este poder colectivo que nos anuncian; para divagar y deslizarse en la marea de impulsos y señales que nos envuelve, para sumergirse y dejarse embargar por nuestra capacidad de consumo, para admirarse en la abundancia colectiva, para sentirse parte de la gran apariencia. Las grandes superficies, cada vez más heterogéneas, se van constituyendo como uno de los espacios de concurrencia más característicos de la sociedad de rendimiento. Hacer frente a esa gran máquina de la fascinación y el asentimiento parece una labor de titanes armados de una furia revolucionaria y una

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disciplina eficaz –es decir, de sujetos de la modernidad, cultivados en la dialéctica negativa–, no de individuos impulsados hacia la afirmación sin fin y abandonados a su suerte en una sociedad líquida (Bauman, 1999), empapados en sus señuelos y sus fascinaciones e impelidos a dar brazadas en todas direcciones en busca de una abstracta rentabilidad sin fin. Sabina Keric e Yvonne Bayer formaron el grupo Urban Camouflage8 (Camuflaje Urbano) en 2007 siendo aún estudiantes, con la idea de señalar la condición inmersiva de la nueva realidad y subrayarla fundiéndose físicamente en ella. En su intervención en los almacenes Ikea de Estocolmo (Fig. 9) se trataba de insertar un elemento disonante en el impoluto y plácido paisaje comercial de la zona de distribución del almacén. Ese «elemento» no es sino el cuerpo de las autoras totalmente envuelto en los propios artículos de la tienda, rebosante de diseños-ikea, camuflada como mercancía, devenida ella misma producto. Insertarse en la cadena de suministro de una gran superficie es «jugar su mismo juego», incluir nuevos productos, en este caso vivos, en su esquema de distribución. Productos que refuerzan el carácter seductor de las mercancías. No se trata ahora de infiltrarse en las «filas enemigas» para sabotear su estrategia desde dentro sino, por el contrario, alimentarla, integrarse

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Fig. 9 Sabina Keric e Yvonne Bayer, Camuflaje urbano, intervención en Ikea, Estocolmo, marzo 2009.

8  www.urbancamouflage.de

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bien en ella para subrayarla, para mostrar su forma de operar y su inserción en el nuevo modelo de rendimiento, para remarcar su aportación a la gestión convulsiva del deseo. Y, a la vez, para sorprender e interrumpir el consumo habitual indiferente. El más mínimo movimiento altera el paisaje reajustando aquello que hasta entonces poseía un significado in/cuestionable. Es así que esta práctica artística genera imágenes como interrupción del entorno visual avasallador y en constante transitoriedad, en el que se inserta. En el caso de Camuflaje Urbano la imagen sucede cuando alguna de sus miembros decide levantarse y pasear entre los clientes, las estanterías y los expositores del almacén, con absoluta naturalidad, rompiendo así el flujo visual previsible. En el de Liu Bolin este acontecimiento precisa de un proceso específico de atención, por lo tanto de un espectador, alguien dispuesto a detenerse, a interrumpir el flujo, a contemplar. De ahí que muestre sus instantáneas en una sala de exposiciones, en un sitio en que se participa de un mirar conflictivo. La sociedad de rendimiento se caracteriza por un exceso de positividad que conduce a la excitación y la movilidad pluridireccional, al impulso, al estímulo, al procesamiento y el tráfico de códigos, no así a la comunicación, al intercambio, a la reciprocidad. Hay una extraordinaria fluidez pero falta respuesta, falta confrontación capaz de agitar los datos y convertirlos en ideas, en preguntas, en experiencias. No solo no hay réplica sino que no se la espera. Porque «el exceso de positividad modifica radicalmente la estructura y economía de la atención», atención al otro y al mundo, que solo quedan cerca de nuestro interés en tanto sujetos –tanto en el sentido de individuos disciplinados como en el de personas y cosas sujetadas, atrapadas– de complicidad en la producción, objetos supeditados a su ren-

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tabilidad. No solo «la percepción queda fragmentada y dispersa» (Han, 2012, p. 35), sino que la vida queda escindida y la experiencia reducida a una combinación acertada de códigos y una cuantificación técnica de sucesos. Como afirmaba Yves Michaud (2007), estamos ante un «nuevo régimen de atención que antepone el escaneo a la lectura, el descifrar a los contenidos». La economía de la atención, de la contemplación, de la escucha, de la tactilidad; la interferencia del cuerpo en el flujo de positividad; la producción de una cierta presencia vivificadora, de una trama acogedora, de un espacio en el que refugiarse, se vuelven así medios primordiales de reconfiguración de lo sensible. José Enrique Mateo León9 recopiló durante varios meses de seguimiento en la web, imágenes y textos de conflictos bélicos de la primera década del siglo xxi y los fue trasladando mediante dibujos a línea con rotuladores de colores sobre un enorme rollo de papel, que extendió posteriormente en la sala de exposiciones, como un mural, junto a un pequeño monitor de vigilancia (Fig. 10). La tapia del sordo (2009) partía de la «pretensión vana y frustrante de decirlo todo sobre la gigantesca avalancha de información» fluctuante, generada a partir de ellos. A la oleada de reportajes había que oponer una nueva oleada de figuras-noticia entrelazadas, solapadas y amontonadas, peleándose por sobresalir –podríamos decir–, por in-

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9  José Enrique Mateo León (Ayamonte, Huelva, 1976). www.mateoleon.com/

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Fig. 10 José Enrique Mateo León, La tapia del sordo, 2009. Madrid: Centro de Arte Joven. Vista general de la instalación y detalle.

dicar algo sustancial. Y a los flujos de instantes ininterrumpidos se opuso en este caso una propuesta de contemplación del propio acontecimiento de saturación visual. Contemplación de una trama superpuesta de líneas de colores atropelladas, que permitiera romper la apariencia de solidez de figuras y palabras en la temporalidad comprimida de los medios. El resultado de esta incorporación vibrante de la pluralidad visual en la que se diluyen las figuras de antaño muestra ahora nuevas relaciones e intersecciones de referencias, dimensiones, trazos y texturas; heterogénesis de potencialidades visuales, culturales o mediales donde se conforma una nueva sustancia imaginaria magmática y envolvente. La de rendimiento es una sociedad impulsiva y obsolescente, generadora de seducción e incertidumbre, basada en las relaciones públicas y la precariedad. Lo que hace posible que estas características paradójicas puedan inscribirse en un mismo modelo es el carácter fluido y versátil de la interrelación de tramas en donde se insertan. Stephen Bertman (2000) llama a esta cultura apresurada y a esta exigencia social del ahora, «cultural amnesia» (amnesia cultural), relacionándola con la crisis de memoria y su influencia determinante en el aprendizaje. O quizá debamos decir en el olvido, porque como dice Bauman (2007), «la forma motriz de nuestro modo de ser líquido-moderno es el olvido, no el aprendizaje» (p. 82). Pensar, mirar, reflexionar: parar. No en el sentido reaccionario de oposición a lo nuevo y nostalgia por algo anterior que nunca existió. Sino como respuesta reflexiva y emotiva en una sociedad rica en recursos y muy pobre en su gestión. Para tomar contacto con lo otro y con los otros. Se trata de que «la existencia se establece en base a una estructura relacional» (Nancy, 1996, p. 3) y de que la comprensión de lo humano –y por lo tanto,

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de todas y cada una de las personas– no se agota en los modelos ya ensayados (Foucault, 1988), sino que se reformula en la actividad, en el intercambio y el contacto de sus miembros, en la reconfiguración sensible e intelectiva que producen (Rancière). Es así como la producción de presencia (Gumbrecht, 2005) adquiere un valor extraordinario en tanto instrumento de reflexividad y mecanismo de reverberación del lenguaje en lo sensible. Recordaba Gumbrecht que «“presencia”, en sentido etimológico, viene de pre-esse, es decir, “estar enfrente”», o sea, tiene una importante dimensión espacial y no solamente temporal. Y que, etimológicamente, «producción» viene de «pro-ducere», lo que quiere decir llevar delante (Mazzucchelli, 2005, p. 188). La presencia, por lo tanto, es aquello que está delante, lo que encuentra la producción y le permite reconocerse como tal. Porque sin una presencia donde reflejarse la producción deviene pura dispersión y agotamiento. En la «existencia», dice Nancy (1996),

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[…] lo que cuenta o lo que más pesa […] es el momento de la salida y del afuera, ese momento que Heidegger subraya escribiendo «ek-sistence», y que ya no es un momento, sino la cosa entera. La existencia ya solo es ese ex […] y ello no solo en el sentido de un ser arrancado de su suelo, ex solum, sino […] como acción del exul, el que sale, el que parte absolutamente […] habría que pensar este exilio como la dimensión misma de lo propio […] como apertura y salida. (pp. 4 y 9)

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Lo común es ese exilio que afecta al cuerpo, al lenguaje y a los otros, y que encuentra en ellos el asilo necesario a su comprensión. «La relación con los

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otros que no es ni la interioridad y la propiedad de algo “común”, ni la exterioridad de la multitud o de la masa y el osario, sino el “junto a” […] Ni todos juntos, ni todos dispersados, sino los unos “con” los otros, encontrando a la vez en ese “con” el exilio y el asilo de su “ser en común”» (Nancy, 1996, p. 11). La sociedad del conocimiento promueve convulsivamente el traslado del rendimiento y la responsabilidad a cada sujeto. La descentralización, la saturación y la atomización de la producción se imponen, sin que el sistema esté en condiciones de generar o cumplir una función de equilibrio, contraposición y negatividad que permitan la existencia de una acción colectiva, de una comunidad –un «con» los otros–. Por el contrario, solo parece capaz de proponer la restitución de los mecanismos individualistas, propietarios y de segregación que sitúan al individuo en su propia saturación, en constante retorno a sí mismo. Promover el encuentro –este tipo de encuentro que hace que exilio y auxilio concuerden– esta parece ser una necesidad imperiosa de la sociedad actual. De ahí la proliferación de prácticas artísticas que impulsan nuevas iniciativas colaborativas, que revisan la idea de lo colectivo mediante una actividad común y que generan la formación de grupos, colectividades y comunidades de autogestión, de espacios en los que el exilio de cada uno encuentra asilo en el otro. El grupo C.A.S.I.T.A. –Loreto Alonso, Eduardo Galvagni y Diego del Pozo Barriuso–10, instaló en Matadero-Madrid, entre abril y julio de 2007, una propuesta alegórica sobre «el trabajo y las condiciones de producción actuales» en la que, entre otros recursos, construyó un lugar de encuen-

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10  www.ganarselavida.net

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Fig. 11 C.A.S.I.T.A., vistas de la instalación de El ente transparente, abril-julio de 2007, en Matadero-Madrid.

tro junto a una sala oscura que tituló El ente transparente (Fig. 11). En la pantalla principal del espacio de reunión se proyectaba una película de treinta minutos sobre las relaciones de sesenta personas con el trabajo, y en los laterales, cuatro proyecciones de animación sobre las implicaciones en los procesos de subjetivación y las relaciones con el otro, de algunas de las nuevas formas de trabajo, agrupadas en cuatro prototipos: El atareado serial, El distraído desenfocado, El provecho infinito y Los Gemelos (Fig. 12). En la pared del fondo y junto al Obrador, se encontraba un esquema en forma de cinta de Moebius, denominado Decálogo, que representaba «las líneas de fuerza del proyecto: la producción simbólica, el tejido social y la construcción de subjetividad». Reconocemos el montaje, las estructuras y los dispositivos empleados en la instalación según el modelo de pabellones en colectividades autogestionarias o, en el arte reciente, en las propuestas relacionales. Salvo en dos aspectos importantes, la falta de un diseño específico –sustituido por

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Fig. 12 Muestra de las cuatro caracterizaciones: El atareado serial, El distraído desenfocado, El provecho infinito, y Los Gemelos (Abundancia espontánea y Necesidad programada).

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la sobriedad de medios– y la condición descriptiva de todos y cada uno de los elementos que componen los diversos entornos: de visionado o lectura, de conversación o de trabajo. Presentado en un centro de arte como parte del proceso de producción, exhibición y distribución de ideas sobre la realidad del trabajo, gran parte de sus resultados se manifiestan mediante materiales gráficos y audiovisuales, lo que da una dimensión conversacional –accidental y reflexiva, a la vez– a la propia actividad artística. Presentado como arte, es decir, en el espacio más evidente de la falta de seguridades y respuestas. Todo ello, por tanto, tan opuesto, tan enfrentado al modelo de rendimiento. Las imágenes que se generan desde un proyecto basado en la búsqueda de alternativas y «vías de debate sobre las nuevas formas de trabajo», que «pretende reflexionar sobre las consecuencias del cambio de paradigma productivo», poseen particularidades de interés, que indican algunas de las nuevas formalizaciones imaginarias producidas por la intersección de lo transtextual y lo transvisual. Todas estas imágenes son aleatorias, es decir, podrían ser sustituidas por otra u otras de entre una multitud. Tanto desde el punto de vista formal del reportaje como desde la selección de las preguntas o incluso de los sesenta participantes en la entrevista proyectada, no parece existir una potente particularidad que las haga imprescindibles. Algo parecido podemos afirmar de las cuatro películas de animación o el esquema en forma de cinta de Moebius del Decálogo: el dibujo a línea o el diseño diagramático están integrados hace tiempo como técnicas de representación indiferenciada. Su adaptabilidad aparece como el resultado de la combinación de la imagen-cristal y la imagen-flujo (Buci-Glucksmann, 2002), de representaciones de

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realidades y simulacros actuando en el mismo escenario de interrogación. Curiosamente, las animaciones poseen aquí una mayor carga de «realidad», una mayor capacidad de comunicación que las respuestas previsibles de los encuestados, virtualmente indiferentes. Al parecer, para tratar acerca de «la realidad del Trabajo» se precisa un escenario performativo virtu-real. Se trata de imágenes descriptivas. Lo que es especialmente evidente en el diagrama del Decálogo, pero también en las videoproyecciones o la sala de reuniones e, incluso, en el cuarto elemento vertebral de la instalación –la sala oscura– que plantea una suerte de ausencia de imagen, de antivisión, de lugar para el desarrollo de la experiencia mental, convirtiendo así las imágenes circundantes en «diagramas de la idea». Cada una de las imágenes carece de la fuerza identificadora que las haga irremplazables, que «fuercen la mirada y retengan la atención». Sin embargo el conjunto actúa como una sustancia imaginaria en la que se sumergen y de la que se contaminan los participantes y sus procesos de indagación y comunicación. Es esta condición magmática, por encima de la posible afirmación de cada uno de sus componentes, la que diluye la percepción y a la vez la caracteriza.

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LA IMAGEN DE LAS COSAS: CUERPO Y OBJETO ANTE LA CRISIS DE CONSUMO Jaime Vindel Gamonal Tu giovane, in quel maggio in cui l´errore / era ancora vita, in quel maggio italiano / che alla vita aggiungeva almeno ardore, / quanto meno sventato e impuramente sano / dei nostri padri –non padri, ma umile / fratello– / già con la tua magra mano / delineavi l`ideale che illumina/ […] questo silenzio 1. Pier Paolo Pasolini

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Hemos perdido a un hombre valeroso, más valiente que muchos de sus conciudadanos y coetáneos. Este hombre valeroso era diferente, sí: su diferencia consistía en el valor de decir la verdad, o lo que él creía la verdad, y cuando se cree decir la verdad, hay algo que nos hace decirla, sobre todo si se es una persona como Pasolini, […] de altísima inteligencia y de un sentir muy, muy atento a lo real. Hemos perdido, por tanto, a un testigo, un testigo diferente. ¿Por qué diferente, una vez más? Porque en cierto modo él trataba […] de provocar reacciones activas y benéficas en el cuerpo inerte de la sociedad italiana. Su diferencia consistía justo en esta provocación benéfica, que provenía de una absoluta falta de cálculo, de componendas, de prudencia. Él era diferente, precisamente porque era desinteresado.

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Alberto Moravia, en el funeral de Pier Paolo Pasolini 1  «Tú joven, en aquel mayo en que el error / era aún vida, en aquel mayo italiano / que añadía a la vida por lo menos ardor, / al menos alocado e impuramente sano / de nuestros padres –nunca padre / sino humilde hermano– ya con tu mano delgada / delineabas el ideal que ilumina / […] este silencio» (Pasolini, 2009b, pp. 145-146).

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Una semiótica de las cosas. Naturaleza y cultura En una conferencia del año 2012, organizada por el Centro de Arte 2 de Mayo (CA2M), Maurizio Lazzarato recuperaba la distinción establecida por Félix Guattari entre tres tipos de códigos semióticos: la semiótica significante, vinculada al lenguaje; la semiótica asignificante, vinculada a formas de expresión y signos como la música o las matemáticas; y la semiótica simbólica, vinculada a la fisicidad y expresividad del cuerpo. El filósofo italiano subrayaba la preponderancia concedida en sus análisis críticos por diferentes ramas del saber –desde el estructuralismo a la sociología, pasando por la filosofía analítica o el psicoanálisis– a la primera de esas semióticas y a su correlato subjetivo, el sujeto moderno occidental. Esta tendencia habría dejado el terreno libre a la industria cultural para la construcción de las subjetividades neocapitalistas tras la Segunda Guerra Mundial, un proceso en el cual el acento se situó en el uso instrumental de la semiótica asignificante y de la semiótica simbólica. Al igual que Guattari, Pier Paolo Pasolini también se interesó por explorar los terrenos de la semiótica más allá de la vertiente significante del lenguaje literario, planteando una crítica del logocentrismo. En su concepción del cinematógrafo como el medio técnico cuyo código se identificaba con el de la realidad, Pasolini veía en el cine de poesía, por contraposición a la semiótica del cine de prosa, una vía de acceso al universo onírico de la memoria y a las sensaciones que el ser humano experimenta de la realidad de modo previo a o al margen de su acceso al logos. Los lenguajes literarios encontraban así su contrapunto en un código que, sin embargo, no se declaraba como asignificante: esa realidad ya portaba, de por sí, un

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significado, el vinculado a la acción humana y a su interacción vital con el mundo. Las secuencias cinematográficas se asociaban en el pensamiento del cineasta italiano a una serie de «imágenes significantes» –denominadas por Pasolini como «im-signos»– que plasmaban la realidad pregramatical de los sueños y los recuerdos. Este código presentaría dos peculiaridades: en primer lugar, a diferencia de los asertos surrealistas, no se hallaría por encima de la realidad, sino que reproduciría nuestra experiencia del mundo en un sentido antropológico. Por otra parte, Pasolini se distancia en algunos aspectos de la concepción de la técnica en autores como Walter Benjamin. Para el cineasta italiano, el cinematógrafo no modificaría históricamente, tal y como había sugerido Benjamin, nuestra percepción de la realidad, sino que desdoblaría ante nuestros ojos el lenguaje pregramatical de la misma. En segundo lugar, ese código se hallaría condicionado por una suerte de «simpatía por el caos», puesto que, a diferencia del escritor literario, el autor cinematográfico no extraería sus signos de un dispositivo estructurado de la langue como el diccionario, sino del conjunto de las cosas del mundo: «[…] es por esto que es lícita la operación del autor cinematográfico: elegir una serie de objetos o cosas o paisajes o personas como sintagmas (signos de un lenguaje simbólico) que, si tienen una historia gramatical inventada en ese momento […] tienen sin embargo una historia pre-gramatical más larga e intensa» (Pasolini, 2005, pp. 233-239). En su polémica con Christian Metz, Pasolini (2005) señalaba que más que identificar al lenguaje cinematográfico con una «impresión de realidad», cabía hablar de este como «realidad tout court» (p. 277). El cinematógrafo habría anticipado entonces la ambición fenomenológica del método de Edmund Husserl por concretar una filosofía que fuera

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«a las cosas mismas». Este lenguaje de la aparición tendría por unidad mínima «los diversos objetos reales que componen un encuadre» (Pasolini, 2005, p. 278) y se constituiría como un lenguaje del origen o Ur-Código no-verbal, que las lenguas verbales no harían sino traducir en signos de un lenguaje que, en su afán instrumental-comunicativo, vertería una capa de olvido sobre aquel primer lenguaje de la praxis vital. Es posible establecer una relación directa entre esa concepción del signo cinematográfico en Pasolini y la alternancia que sus películas muestran entre la denuncia política del emergente neocapitalismo y el registro poético de aquello que está en trance de desaparecer por causa del desarrollo moderno: en su elegía del subproletariado romano, Pasolini era sin embargo demasiado inconformista como para tan solo dejarnos una imagen crepuscular de ese mundo tan querido –y, por qué no decirlo, idolatrado– que se desvanecía. Ante la prematura constatación del triunfo neoliberal en el campo subjetivo, Pasolini trató de hallar un nuevo sujeto revolucionario en otros confines de la tierra, esbozando una mirada que, no siempre exenta de rasgos orientalistas y reacia a visiones «tercermundistas», se aproximó a realidades históricas que después han explorado áreas del saber como los estudios poscoloniales. Uno de esos referentes fue la India, que le fascinara durante su viaje en 1961 a ese país junto al escritor y periodista Alberto Moravia y la escritora Elsa Morante. Las impresiones que ese viaje produjo en Pasolini fueron compiladas en el libro El olor de la India (1962). Moravia, por su parte, reflejó su experiencia del mismo en otra publicación de ese año, titulada Un´idea dell´India (1962). La posición de los dos autores respecto a la India resultaba antagónica, si bien en los dos casos no se perdía de vista el referente occidental de procedencia. Mientras que para Pasolini

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el desarrollo industrial y el consumismo impuesto por la burguesía india atentaba contra la cultura de aquel país, Moravia lamentaba que ese impulso capitalista no se hubiera implantado aún de modo más extenso. A diferencia de Pasolini, que identificó el sujeto político de la independencia india con la nueva burguesía, alejada de las castas populares, buena parte de los teóricos vinculados el Grupo de Estudios Subalternos han enfatizado el papel del campesinado en ese proceso. Su posición se distancia de ese modo de la exaltación del sujeto revolucionario clásico identificado por el marxismo ortodoxo en su visión sociologista del proletariado. En esas narraciones eurocentradas, el proletariado se presentaba como un estadio superior de concienciación, subjetivación y organización política que habría superado el espontaneísmo prepolítico de las masas (Dipesh Chakrabarty). Los estudios poscoloniales del Grupo de Estudios Subalternos rechazaron esta idea desarrollista del hacerse político, llegando a afirmar que el supuesto atraso en la formación política del campesinado indio podía contemplarse como una ventaja. Inspirándose en los escritos de Mao Zedong y Antonio Gramsci como una alternativa al marxismo soviético o leninista, los integrantes del grupo cuestionaron el miedo a las masas y depositaron su confianza en ellas como expresión política de la subalternidad. Justamente la teoría política de Gramsci –a quien dedicó su libro de poemas más conocido, Las cenizas de Gramsci (1957)– y la expresión histórica de la voz del subalterno fueron dos de los temas que interesaron profundamente a Pasolini. Este último aspecto no se refleja únicamente en sus reflexiones de crítica social y política, entre las que cabe destacar aquellas que realizara hacia el final de su vida, denunciando anticipada-

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mente el «genocidio cultural» que el aún incipiente capitalismo posfordista perpetraba al erradicar la conciencia y la identidad resistentes del subproletariado romano bajo la forma de un proceso de homogeneización subjetiva impulsado por la ideología del consumo –una buena muestra son los artículos de prensa recopilados en los libros Escritos corsarios (1975) y Cartas luteranas (1976)–, sino que reaparece también y con una dimensión sumamente singular en su producción fílmica. Así sucede en obras como el documental Apuntes para una Orestiada africana (1968-1973). Al trasladar la tragedia de Esquilo al contexto poscolonial africano, Pasolini se interesa por contrastar su visión de ese proceso histórico con la de un grupo de estudiantes africanos radicados en Roma. Mediante el discurso indirecto libre, el cineasta italiano logra que la voz de esos estudiantes resuene en conflicto, o incluso en oposición, a la suya propia2. Esta figura del discurso indirecto libre presenta una respuesta posible a la pregunta lanzada por Gayatri Spivak acerca de si puede hablar el sujeto subalterno. Para Spivak (2008), una de las mayores aportaciones del Grupo de Estudios Subalternos, a contrapelo de la tendencia predominante en la izquierda ortodoxa –de la que, sin duda, no podemos considerar parte a Pasolini, cuya heterodoxia también le lleva a atender el tema de la subalternidad–, consistió en subrayar «la emergente conciencia del subalterno» frente a «aquella tendencia del marxismo occidental que le niega conciencia-de-clase al subalterno precapitalista, especialmente en los escenarios del imperialismo» (p. 47). A

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2  Con todo, habría que señalar la pervivencia de rasgos eurocéntricos en las marcas corporales de la escena. Como me apunta Fernanda Carvajal, los estudiantes africanos que dialogan con Pasolini hablan en italiano y aparecen vestidos según la moda occidental.

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través del recurso a la forma enunciativa del indirecto libre, Pasolini consigue que el Otro hable por sí mismo en contraste con su propia voz, sin caer en la exaltación acrítica de la subalternidad como un sujeto soberano cuyo deseo o conciencia se encontrarían al margen de las irrigaciones del poder, un problema que Spivak (2008) detectaba en la filosofía posestructuralista de Michel Foucault y Gilles Deleuze: «[…] el/la intelectual radical en Occidente se halla, o bien atrapado/a en una deliberada opción por la Subalternidad, otorgando al oprimido la misma subjetividad expresiva que critica, o bien en la posición de una total irrepresentabilidad» (p. 51). La heterogeneidad dialéctica de estas voces debería relacionarse, por otra parte, con el concepto de realismo que Pasolini recupera a partir de la obra de Erich Auerbach. Frente a la concepción habitual del realismo como una representación transparente de lo real que esconde las marcas de su carácter simbólico, Pasolini contrapone al dogmatismo experimentalista de la vanguardia –sumido en la maquinaria de la transgresión «consolatoria»– un concepto de realismo entendido como la hibridación de materiales lingüísticos, estilos y aproximaciones intelectuales de muy diversa índole, que mezclan la cultura popular, la marginalidad sexual y la alta cultura con el marxismo, el psicoanálisis, la antropología, la etnografía y la teología, de modo que, lejos de llegar a una síntesis conciliadora, esa hibridación genera un exceso poético que habilita la irrupción de lo real en el terreno de lo simbólico. El carácter «bárbaro» del realismo que asoma en el cine de Pasolini ya era parte de su producción literaria, especialmente de aquella que el poeta escribiera en el dialecto friulano de su niñez. Según ha señalado Eduardo Grüner (2001), ese componente bárbaro de lo real que emergía en la poesía friulana de Pasolini posee una connotación positiva,

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en tanto se opone «al italiano normalizado y tecnocrático del neocapitalismo, que ha sepultado las experiencias culturales de los sectores sociales subalternos y oprimidos»3. Un neocapitalismo que inflige, en opinión de Pasolini, un mismo padecimiento a los subalternos del primer y del tercer mundo, cuya voz singular agonizaría con la instauración de la globalización desde finales de la década de los sesenta. En una carta abierta dirigida al escritor Italo Calvino en 1974, Pasolini (2009a) explicaba:

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El universo campesino –al que pertenecen las culturas subproletarias urbanas y, hasta hace pocos años, las de las minorías obreras […]– es un universo transnacional, que incluso no reconoce las naciones. Es el resto de una civilización anterior […] Este ilimitado mundo campesino prenacional y preindustrial, que sobrevivió hasta hace unos años, es lo que añoro –no en vano paso todo el tiempo que puedo en países del Tercer Mundo, donde aún sobrevive, aunque el Tercer Mundo también está entrando en la órbita del llamado Desarrollo– […] He dicho, y lo repito, que la aculturación del Centro Consumista ha destruido las culturas del Tercer Mundo muy semejantes a las culturas campesinas italianas: el modelo cultural que se ofrece a los italianos –y a todos los hombres del planeta– es único. (pp. 66-67)

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La representación del sujeto subalterno en la obra de Pasolini se halla vinculada a una redefinición del documental que lo conduce a alumbrar un nuevo subgénero cinematográfico, el filme-ensayo, como forma pri3  Comunicación personal del autor. El texto puede consultarse en http://www.lafuga.cl/ los-soles-de-pasolini/384

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vilegiada de lo que él llamara una «semiótica de lo real». Así sucede en obras como los cuadernos de viaje Sopralluoghi in Palestina (1963-1964), que realizó durante un viaje a Oriente Próximo con el objetivo de preparar el rodaje de El Evangelio según San Mateo (1964)4, Apuntes para una película sobre la India (1969) y la ya mencionada Apuntes para una Orestiada africana. Según resaltara Silvestra Mariniello (1999), los fragmentos documentales rescatados por Pasolini en esas obras son montados por el cineasta de manera que reemplazan el «orden cronológico o lógico por el orden “político-poético” de un discurso nuevo que no intenta representar la realidad, sino adherirse a su materialidad haciéndola emerger en su complejidad y produciéndola en la pantalla» (p. 213). La resistencia a la asunción del fascismo cultural que Pasolini detectara, al menos hasta los años setenta, en las figuras del subproletariado romano, el obrero industrial, el campesinado italiano y el subalterno del tercer mundo, fue interpretada por Moravia como un «marxismo cristiano», en el que el «mito del subproletariado» era «similar a los pobres de los tiempos de Jesús» (Pasolini, 2006, p. 118). En la comparación que Pasolini establecía entre el fascismo histórico y este fascismo cultural de nuevo cuño encontramos también una coincidencia con la figura del tránsito desde las sociedades disciplinarias a las sociedades de control tematizada por filósofos posestructuralistas como Michel Foucault o Gilles Deleuze. La disociación

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4  No parece tampoco casual, por seguir con los nexos entre la obra pasoliniana y los estudios poscoloniales, que el intelectual palestino Edward Said, también vinculado al Grupo de Estudios Subalternos, reconociera en el prefacio a la reedición de 1985 de su libro Orientalismos la influencia del cineasta italiano, interesado por la marginalidad étnicocultural de la subalternidad.

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entre el comportamiento y la conciencia que aún pervivía en un período anterior se veía ahora diluida por la implantación del neocapitalismo. Con todo, hay que señalar que Pasolini (2009a) no desmerecía, al contrario de lo que sucede en las teorías de la subjetividad más recientes, el papel de la conciencia como último reducto de resistencia: vi «con mis sentidos» cómo el comportamiento impuesto por el poder del consumo rehacía y deformaba la conciencia del pueblo italiano, hasta una degradación irreversible. Algo que no había ocurrido durante el fascismo fascista, un periodo en que el comportamiento estaba completamente disociado de la conciencia. En vano se obstinaba el poder «totalitario» en imponer sus modelos de comportamiento: la conciencia no estaba implicada5. (p. 159)

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En lo que tiene de metafórica y de contextual, observamos que la construcción mítica de ese imaginario de resistencia contramoderno responde ante todo a un conato de rebeldía, a una vitalidad desesperada ante la violencia implementada por las tesis desarrollistas sobre el cuerpo social, que por lo demás conecta directamente con la concepción semiótica de Pasolini y su rescate de todo ese universo pregramatical cohibido por el logocentrismo occidental. La aproximación a las cosas como lenguaje o Ur-Código en Pasolini implicaba de por sí un cuestionamiento radical de

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5  Este fragmento está extraído del conocido como el «artículo de las luciérnagas», publicado en el Corriere della Sera el 1 de febrero de 1975 bajo el título «El vacío de poder en Italia», que inspira la respuesta esperanzada del hermoso libro de Didi-Huberman (2012) Supervivencia de las luciérnagas.

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la dicotomía entre naturaleza y cultura –el cineasta italiano replicaría a Umberto Eco que su semiótica, lejos de suponer una «naturalización de la cultura» apostaba, definitivamente, por la «culturización de la naturaleza»– que resuena poderosamente en la aproximación al animismo planteada por autores como el propio Guattari. La naturaleza, para las sociedades arcaicas que Pasolini plasmó en películas como Medea (1969), no estaba al margen del lenguaje o de la historia. Únicamente se encontraba desplazada de los conceptos de lenguaje e historia definidos por la filosofía occidental en su contraposición dicotómica con el concepto de cultura. Sin embargo, si la ecología panteísta del centauro pasoliniano insistía, en una suerte de crítica de la modernidad que recuerda, por momentos, la Dialéctica de la Ilustración (1944) de Theodor Adorno y Max Horkheimer, en que «todo es sagrado» por el hecho de que «no hay nada de natural en la naturaleza» habitada por los dioses, la ecología maquínica de Guattari representa una recuperación positiva de la técnica en un concepto desplazado, sin duda, de los usos instrumentales de la modernidad capitalista –y del socialismo real– y en sus posibilidades de conexión con el animismo:

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Aquello que nos parece natural –los torrentes, las rocas– está cargado de historia para los pueblos aborígenes, que practican formas de totemismo, que por tanto son culturales, no naturales […] La oposición entre naturaleza y cultura constriñe nuestro pensamiento […] Es todavía nuestro paradigma, en tanto continuamos fantaseando en torno a pueblos naturales, ambientes naturales, acerca de que debemos preservar la naturaleza […] La cuestión del medio ambiente no es realmente proteger la naturaleza deteniendo la polución. Al contrario, es necesario investirlo con nuevas formas de ensamblaje y mecanismos culturales. (Melitopoulos y Lazzarato)

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Micropolítica y macropolítica. Vanguardia cultural y vanguardia política Como es conocido, la idea de máquina alumbrada por Deleuze y Guattari se encuentra asociada en el pensamiento de ambos autores a conceptos como lo rizomático, lo molecular –en este caso con una connotación alejada de la empleada por Gramsci para definir las transformaciones asociadas a la guerra de posiciones que habilitarían la conquista del Estado por el proletariado a través del partido6– o la micropolítica, que la literatura al uso de la crítica cultural hegemónica ha elogiado hasta la saciedad en tanto contrapunto de las formas jerárquicas, molares y macropolíticas de organización, cosmovisión y subjetividad vinculadas a eso que, en una fuga hacia adelante caricaturesca e históricamente adulterada, se ha dado en llamar la

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6  En uno de los escritos contenidos en sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci (1981) explicaba del siguiente modo su concepción de lo molecular, fuertemente vinculada a sus reflexiones sobre la hegemonía: «Se podría estudiar en concreto la formación de un movimiento histórico colectivo, analizándolo en todas sus fases moleculares, lo que habitualmente no se hace porque tornaría pesado el análisis. Se toman en cambio las corrientes de opinión ya constituidas en torno a un grupo o a una personalidad dominante. Es el problema que modernamente se expresa en términos de partido o de coaliciones de partidos afines: cómo se inicia la constitución de un partido, cómo se desarrolla su fuerza organizada y su influencia social, etc. Se trata de un proceso molecular, minucioso, de análisis extremo, capilar, cuya documentación está constituida por una cantidad interminable de libros, folletos, de artículos de revistas y de periódicos, de conversaciones y debates orales que se repiten infinidad de veces y que en su conjunto gigantesco representan ese lento trabajo del cual nace una voluntad colectiva con un cierto grado de homogeneidad, con el grado necesario y suficiente para determinar una acción coordinada y simultánea en el tiempo y en el espacio geográfico en el que se verifica el hecho histórico» (p. 314).

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«izquierda tradicional». Afortunadamente, la percepción de las relaciones entre lo micro y lo macro aparecía en Guattari de una manera mucho más matizada que en los usufructuarios culturales de su herencia, con demasiada frecuencia bien relacionados o complacientes con los poderes macropolíticos. Para empezar, Guattari no abogaba por un desplazamiento del plano macropolítico al micropolítico, sino más bien por la superación de tal oposición no como proyección futura –al modo de la reconciliación estética posrevolucionaria glosada por el instrumentalismo marxista–, sino como punto de partida. Al ser interrogado durante la década de los setenta acerca de si era posible separar los alcances micro y macro de la guerra de clases, la respuesta de Guattari (2007) no pudo ser más rotunda: «No más de lo que es posible separar la química atómica de la química molecular»7 (p. 149). La hipótesis (y la hipóstasis) micropolítica ha sido adoptada como sancta sanctorum tanto por el grueso de la producción discursiva en torno a los movimientos sociales y sus sinergias con el activismo artístico como por las estéticas relacionales que, al interior de las instituciones culturales, reproducen de manera ingenua o fraudulenta esas ambiciones. La afirmación liberadora de un sujeto colectivo entendida como una especie de revolución en proceso, corporal, múltiple, descentrada y posestadocéntrica tiende a ignorar, en la exaltación de su emergencia como acontecimiento, los condicionantes históricos impuestos por las relaciones de producción capitalistas sobre el cuerpo social. Al disolver «el carácter histórico-estructural de los procesos sociales y políticos en la singularidad de los cuerpos que conforman la multitud» (Borón, 2003) el problema se plantea cuando

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7  Debo esta cita a Pablo Martínez.

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en estos enfoques la reivindicación de la potencia del cuerpo como matriz de subjetivación va de la mano de una visión extática del acontecimiento en tanto manifestación genuina y expresión pura de la política, ante la cual todo proceso ulterior de organización movimentista, de producción de relato histórico, de análisis político de la realidad y de construcción de alternativas que aspiren a la toma de poder parece quedar de antemano degradado. Tal romantización del acontecimiento ha de ser superada en una coyuntura política como la actual, donde todos los instrumentos que acabo de mencionar parecen imprescindibles para prolongar y ramificar las luchas que el acontecimiento al que deseamos ser fieles posibilita. La renuencia que suele acompañar estos planteamientos a contemplar el Estado como un posible instrumento de cambio social debería ser revisada críticamente a la luz de ciertos procesos políticos de las últimas décadas, en los que el movimentismo social y la toma de poder han mantenido y mantienen unas relaciones de retroalimentación y tensión tan conflictivas como positivas. Parece entonces necesario considerar las relaciones entre los paradigmas y las temporalidades del acontecimiento político y de la representación democrática en términos tan radicales como dialécticos. De no hacerlo, corremos el riesgo de caer en la tentación un tanto esteticista de esconder tras la exaltación micropolítica del acontecimiento la aceptación –o la administración libidinal– de la derrota de la izquierda en el plano macropolítico. Alimentada por la comprensión de la estética de la política en autores como Jacques Rancière, la consideración bajo la teoría cultural de la aproximación del arte a la política, en tanto que experiencia viva, ha llevado aparejada una comprensión purista y extática de esta última suma-

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mente paralizante cuando lo que está en juego no es solo la experiencia de la ruptura sino su consolidación en las relaciones de poder. Durante los próximos días, meses o años se atisba urgente conjugar de nuevo y de manera diferente la liberación y la intencionalidad. El problema de fondo que parece enfrentar la fusión de partida entre la micro y la macropolítica ambicionada por Guattari es la supeditación de aquella por esta en base a la lógica teleológica y sacrificial que habría atravesado un segmento relevante de las luchas de la izquierda durante el siglo xx. Ahora bien, cuestionar con justicia ese tiranicidio no implica, de por sí, arrojar sin más el concepto de sacrificio, así como el pensamiento y la acción intencionales, al vertedero de la historia. Es posible detectar el modo en que la reciente teoría de la vanguardia ha seguido ese patrón. Intelectuales como Susan Buck-Morss (2004), en su por lo demás enormemente valioso estudio de las primeras experiencias de la vanguardia soviética, han insistido en oponer la singularidad política del arte vanguardista a las consecuencias para la política revolucionaria de la asunción como propia de la temporalidad decimonónica del progreso histórico. En un intento históricamente difícil de sostener que parece perseguir resguardar la experimentación vanguardista soviética de las garras modernizantes del leninismo y el estalinismo, se identifica en la vanguardia cultural una resistencia a las imposiciones teleológicas de la vanguardia política, asociada con «la temporalidad cosmológica que caracteriza a la concepción hegeliano-marxista» (p. 82). Este análisis debería ser cuestionado desde los cimientos estructurales de su antítesis conceptual, que podría hacernos pensar que, en el seno de los desarrollos de la vanguardia, la politización revolucionaria implica necesariamente un abandono de la experimentación –con sus

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efectos sensoriales y micropolíticos asociados– y no su reformulación bajo formas más difícilmente identificables por la historia occidental del arte de vanguardia. Con frecuencia, las exaltaciones autotélicas de la vanguardia experimental desdeñan implícitamente toda intencionalidad revolucionaria, asociada de inmediato con un instrumentalismo vulgar, como si esta debiera someterse indefectiblemente a los designios proyectivos de la utopía futura. Resulta en este sentido interesante releer la tesis número 12 de las Tesis sobre filosofía de la historia de Benjamin (1940) –un autor paradójicamente tan citado por esa nueva teoría de la vanguardia–, donde vincula la teleología histórica que la posmodernidad ha acabado por asociar grosso modo al gran relato de la dialéctica marxista en su conjunto, con una de sus proyecciones históricas: la de la socialdemocracia alemana, que sería la responsable de supeditar el odio memorial y la voluntad sacrificial de la «clase vengadora» en el presente a los cálculos parlamentarios que asegurarían el «ideal de los descendientes liberados». Frente a esa interpretación socialdemócrata de la superación dialéctica del capital, el carácter sublime de la revolución comunista respondería a la conexión generacional con los explotados y las víctimas del pasado en el fulgurante «instante del peligro»: la fuerza de su contenido, según dejara claro Karl Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (1852), quedaba expresada por su capacidad de desbordar de manera constante la asignación de una forma predeterminada. Pero eso no suponía de por sí abandonar el campo de la acción intencional, que representa, ante todo, una respuesta racional-afectiva a la emergencia del deseo revolucionario fruto de la reconexión mesiánica con las luchas del pasado. Desde esta perspectiva, ni la figura esteticista del acontecimiento vanguar-

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dista ni el idealismo instrumental del arte al servicio de la política parecen paradigmas epistemológicos y políticos útiles a la hora no solo de aproximarnos a las experiencias históricas de la vanguardia artística y política del pasado siglo, sino también ante la necesidad imperiosa de redefinir radicalmente su sentido en la actualidad. Según apunta Terry Eagleton (2011a), la crítica del instrumentalismo del pensamiento político revolucionario, tan recurrente en el discurso posmarxista, no debe implicar dar por sentado que todo relato es de por sí autoritario con la particularidad del presente o que el abandono de la intencionalidad equivale sin más a una liberación de las fuerzas del acontecimiento (p. 72). Hay relatos que potencian esa particularidad, del mismo modo que la intencionalidad puede reconciliar la apertura de mundos con la responsabilidad histórica del sujeto político. La justa crítica a la idea de progreso tecno-moderno implícita en planteamientos como los de Buck-Morss parece olvidar, por otra parte, que la dislocación del tiempo del capital no fue, durante el siglo xx, patrimonio exclusivo de la vanguardia artística. La revolución política –mediante la ruptura con el orden vigente– y la huelga general –mediante la detención de la producción– incorporaban de hecho de manera radical esta idea. Ante la claudicación de las expectativas revolucionarias de la izquierda occidental tras la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento occidental de la segunda mitad del pasado siglo ha tendido, incluso en su vertiente explícitamente marxista, a minimizar los trabajos dedicados a la teoría revolucionaria, privilegiando otros ámbitos de reflexión como la estética8. Cabría

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8  Sobre este particular, siguen resultando de enorme interés las reflexiones planteadas por Perry Anderson (1979).

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preguntarse si la asignación exclusiva de la interrupción vanguardista a este último campo no responde a una posición política que, admitiendo la derrota de los proyectos emancipatorios de la izquierda revolucionaria, carga su pluma crítica contra ella sin valorar en sus análisis los condicionamientos específicos en que esos procesos acontecieron; un punto de vista que sin duda contribuye a reforzar los relatos históricos –y del fin de la historia– de quienes salieron vencedores de aquella confrontación. Por otra parte, esa posición fortalece la autonomía del arte en base a la defensa de una vanguardia experimental que, recluida a los círculos de la historia del arte académica, deja de quedar mancillada por las tensiones –y los errores– de los proyectos revolucionarios que la acompañaron y en los que un día ambicionó inscribirse. En opinión de Guattari (2006), una de las principales características del capitalismo tardío es su capacidad para escindir «los universos semióticos de las producciones subjetivas» (p. 36). Al primer campo quedarían adscritas los territorios de la ideología y la representación. El segundo, vinculado al ámbito de la expresión, sería explotado subjetivamente por los estímulos sensoriales de la semiótica simbólica y asignificante asociados al régimen visual de la cultura del espectáculo. Para Guattari, la problemática de la micropolítica se situaría en este espacio y no en el nivel de la representación, pues «se refiere a los modos de expresión que pasan no solo por el lenguaje, sino también por niveles semióticos heterogéneos» (p. 42). En un libro escrito junto con Toni Negri, Guattari (1999) insistía nuevamente en esta cuestión, en esta ocasión vinculándola a las formas de expresión de los sujetos marginales, una posición que nuevamente nos hace recordar la sensibilidad pasoliniana hacia la subalternidad:

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El aspecto externo, físico, corpóreo, plástico, de las experiencias de liberación de los sujetos marginales, se convierte […] en la materia de una nueva forma de expresión y de creación. La lengua, las imágenes no son aquí nunca ideológicas, sino siempre corporeizadas. Aquí, más que en cualquier otra parte, pueden revelarse los síntomas de la aparición de un nuevo derecho a la transformación y a la vida comunitaria, bajo el empuje de las subjetividades en rebelión. (p. 71)

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La necesidad de luchar micropolíticamente –y aquí sin duda a las imágenes del arte les cabe reclamar un papel– no debería, sin embargo, impedirnos pugnar igualmente en el plano de la representación. Después de todo, las representaciones también se experimentan corporalmente, en un orden de temporalidad que no es el de la performatividad de la imagen-acontecimiento, pero que no por ello resulta menos relevante desde el punto de vista político. El desdén por la representación a favor de la imagen performativa reproduce en el ámbito de la reflexión estética el desprecio más o menos confesado por el conocimiento histórico que con frecuencia acompaña a la exaltación movimentista del acontecimiento. En la medida en que, desde el estructuralismo, la objetividad de aquel fue negada bajo sus pretensiones empiristas, la historia –y sus representaciones– debieron claudicar ante los presupuestos efectos de las expresiones de la teoría sobre la activación de las luchas. Este es el terreno en el que, con contadas excepciones, se desplegó el posestructuralismo y sus diversas variantes, cada vez más vanguardistas y más adaptadas a los requerimientos de novedad propios de las instituciones culturales: el posoperaísmo quizá representa en la actualidad su versión más sublimada. En este tipo de planteamientos,

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el deseo, la inmediatez y la democracia directa forman una triada tan indisoluble como de un alcance político relativo. Es posible afirmar que parte de la desazón que afecta en el presente a los movimientos sociales procede justamente de su hipóstasis. No se trata de desmerecer el potencial político del deseo o la democracia directa, sino de cuestionar su sujeción a la inmediatez. Entre la concepción inmediatista de la democracia directa y el secuestro de la soberanía popular por las democracias representativas del capitalismo neoliberal existen posiciones intermedias que no podemos obviar. Antoni Domènech (2004) ha retrotraído la concepción moderna de la democracia directa, generalmente atribuida a la recepción jacobina del pensamiento de Rousseau, a un filósofo tachado injustamente de liberal como John Locke, pues allí se encuentra el germen de la preeminencia del poder legislativo y de la revocabilidad republicanas de acuerdo a la lógica fiduciaria entre el fideicomitente –el elector– y el fideicomisario –el representante–, según la cual este último puede ser depuesto en cualquier momento mediante la simple expresión de la voluntad popular (p. 79). Si el materialismo histórico es aquella aproximación rigurosa y no teológica a la complejidad del pasado que nos permite entender –sin condicionar– nuestro presente e idear nuevas estrategias de apertura radical de este hacia el futuro, es difícil hallar un momento más oportuno para volverlo a reivindicar. Ello implicará, sin duda, la apertura de la discusión en torno a la performatividad de las representaciones. En ese sentido, convendría deshacerse cuanto antes de cierto equívoco de ascendencia posmodernista por el cual se asimila la objetividad histórica al historicismo positivista. Que uno niegue las pretensiones de este último no ha de implicar necesariamente cuestionar la objetividad del conocimiento histórico como una

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reconstrucción siempre parcial, provisional y, por tanto, falsable –como sucede en la epistemología científica– del pasado. En ese esquema pareciera que o se es positivista o, en base al rechazo de toda objetividad, se defiende concebir la narración histórica en beneficio de la proyección de sus efectos sobre el presente, sin que quede claro por qué esa pretensión es per se más relevante desde un punto de vista estrictamente político para aquel que una aproximación objetiva –en términos no absolutos– al pasado. Esa posición suele ignorar, por lo demás, que el carácter objetivo y constructivo de la narración histórica no son de ningún modo incompatibles (Kracauer, 2010), al tiempo que evidencia una polaridad entre conocimiento y valor a reconsiderar críticamente. Que todo conocimiento histórico deba de ser parcial –en base a la presencia del sujeto en el plano de inmanencia– no implica que no sea verdadero, más bien al contrario, pues desde un lugar suprahistórico y apocalíptico –por encima y al final de los tiempos– no se puede dar cuenta de las fuerzas que atraviesan la realidad (Foucault, 2000). Esto es aún más cierto en el plano del «conocimiento táctico o informal» que acompaña al conflicto social, especialmente en «las situaciones en las que un bando tiene una parte mucho más grande de verdad que el otro; lo cual quiere decir en todas las situaciones políticas importantes» (Eagleton, 2005, p. 145). La objetividad no es lo contrario de la subjetividad, sino de la ecuanimidad liberal. Es por ello que Benjamin (2008) pudo afirmar, en la tesis que citábamos más arriba, que «el sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que lucha» (p. 313). Aceptando con Guattari (2006) que «cualquier revolución a nivel macropolítico concierne también a la producción de subjetividad» (p. 45), no podemos obviar que aquella es la condición sine qua non para que las

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transformaciones en el nivel micropolítico se tornen socialmente liberadoras, más allá de quedar jurídicamente reconocidas en el plano de los derechos liberales –sin minusvalorar por ello estas conquistas–. Si bien es cierto que cualquier revolución democrática pasa por «entrar en el campo de la economía subjetiva y no restringirse al de la economía política» (p. 48), no lo es menos que la aproximación a cualquier economía subjetiva no puede desmerecer sus interrelaciones con el campo de la economía política. Como bien sabía Guattari, la hegemonía neoliberal se caracteriza, como ningún otro período del capitalismo moderno, por estrechar los lazos entre economía y producción de subjetividad, un hecho ante el que llama poderosamente la atención el modo en que la filosofía política posmarxista se ha despreocupado acerca de las relaciones entre ambas esferas, asumiendo que la negación del determinismo economicista implicaba de por sí la ausencia de toda vinculación material entre economía y subjetivación política. Como es sabido, la economía de la deuda es un punto nodal de la matriz subjetiva neoliberal. Una economía que se traduce no solo en la supeditación de la soberanía nacional a las imposiciones de los organismos acreedores internacionales, sino que se infiltra igualmente en la vida cotidiana tanto en forma de imagen cardiogramática del shock como bajo la progresiva privatización de los servicios públicos y la generalización del crédito desde finales de los setenta como modo de acceso a la cultura del consumo. Paradójicamente, la superación del determinismo economicista ha venido de la mano en la retórica política en boga en la esfera cultural de un determinismo tecnológico que asoma en las exaltaciones de las potencialidades emancipatorias del universo digital y del sujeto revolucionario

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posfordista: el famoso cognitariado. Como subraya Domènech en su introducción al extraordinario libro de E. P. Thompson La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), uno de los grandes méritos del historiador inglés fue contraatacar la interpretación progresista-desarrollista de la historia desplegada por la academia contemporánea y el estalinismo –según la cual la revolución industrial supuso una mejora en las condiciones de vida de las clases trabajadoras–, alumbrando los sufrimientos reales de la población que se vio forzada a proletarizarse en base a los mecanismos desposesivos implantados por esa fase del capitalismo. La emergencia del asalariado aparecía determinada en los planteamientos del marxismo etapista como futuro enterrador de la burguesía en base al despliegue de las fuerzas productivas derivado del desarrollo técnico-científico, prefigurando el mismo gesto teórico de los postulados en torno al cognitariado posmoderno como sujeto revolucionario de una era digital que habría superado, supuestamente y para bien, la configuración del trabajo asalariado característica del capitalismo industrial. Una tesis evolucionista que resulta aún más llamativa por el modo en que redobla el eurocentrismo del marxismo tradicional, puesto que el trabajo asalariado, más que desaparecer ha experimentado un desplazamiento geográfico de la mano de los procesos de reconversión neoliberal de las sociedades occidentales. La voluntad de tornar molecular el antagonismo, de acuerdo con las dificultades para determinar el origen de la irrigación del poder sobre la subjetividad, ha llevado con frecuencia, de la mano de la superación del paradigma obrerista, a una exaltación micropolítica de los agenciamientos colectivos que se adaptaría mejor a la condición contemporánea del «obrero social» y trascendería la dialéctica amigo-enemigo característica

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del movimiento comunista clásico. La lucha de clases parecía de ese modo redefinida, cuando no aparentemente clausurada. Esta posición suele ignorar que, en lo mejor de la praxis comunista y de la teoría marxista, la «clase» no se definía como una categoría sociológica ni como una entidad pura, sino más bien como un proceso de «formación» de un entramado social heterogéneo que, sin embargo, no impedía la identificación de un adversario definido y de unos intereses comunes. Un proceso que, por otra parte, junto a la creación de organizaciones de clase no se concebía sin la producción de aquellas formas de subjetividad propias –una «cultura material de vida», Gramsci dixit– que, sin duda, han de acompañar a toda política radical. El propio Thompson (2012) lo expresaba con rotundidad en el libro que acabamos de mencionar:

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[…] el hecho destacable del período comprendido entre 1790 y 1830 es la formación de «la clase obrera». Esto se revela, primero, en el desarrollo de la conciencia de clase; la conciencia de una identidad de intereses a la vez entre todos esos grupos diversos de población trabajadora y contra los intereses de otras clases. Y, en segundo lugar, en el desarrollo de las formas correspondientes de organización política y laboral. Hacia 1832, había instituciones obreras –sindicatos, sociedades de correo mutuo, movimientos educativos y religiosos, organizaciones políticas, publicaciones periódicas– sólidamente arraigadas, tradiciones intelectuales obreras, pautas obreras de comportamiento colectivo y una concepción obrera de la sensibilidad 9. (p. 220)

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9  La cursiva es mía. Thompson desarrollaría más tarde estas ideas en su libro Tradición, revuelta y consciencia de clase (1984, pp. 34-38).

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En el marco de las discusiones entre micro y macropolítica, un error garrafal desde el punto de vista político del pensamiento posmoderno, demasiado enfático –o perezoso– en sus políticas de lo fragmentario, ha sido desvincular su loable interés por la recuperación de la importancia del cuerpo para las políticas liberadoras de la reflexión sobre su interacción subjetiva con cuestiones como el Estado, los conflictos de clase y los modos de producción (Eagleton, 2011b, p. 58). En su justa crítica del desdén por el cuerpo en el marxismo vulgar al uso, el inmediatismo de una cierta «ética sucedánea» de lo corporal, en la que la sexualidad sobredetermina de manera abusiva –en lugar de las relaciones de producción– el conjunto de la subjetividad, deriva en demasiadas ocasiones en procesos de autoafirmación fácilmente asimilables por el poder. La concepción del deseo que asoma en muchos de estos planteamientos lo afirma como algo dado, renunciando a indagar su configuración ideológica en los niveles cultural y estructural, así como a recuperar una racionalidad erótica que vislumbre motivaciones de segundo orden y permita revivir una cultura moral en la que lo individual y lo colectivo se toquen en una tangente ética (Domènech, 1989). Para tratarse de una filosofía deconstructora de la idea de sujeto, llama la atención que el pensamiento posmoderno se haya mostrado tan sujeto al deseo. Esa sujeción a un deseo de primer orden es la que le hace confundir con frecuencia toda moral racional con el moralismo puritano. La exaltación del cuerpo cae así en un materialismo igualmente banal en el que, por otra parte, se desprecian los procesos de subjetivación y los vínculos de solidaridad que el pensamiento político abstracto –la tan denostada conciencia, incluyendo, desde luego, la de clase– puede activar a escala local, nacional y global. El carácter posmarxista de este punto de

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vista, situado ya muy lejos de la articulación pasoliniana entre el cuerpo, el gesto y la conciencia, puede explicarnos también un hecho que cada vez resulta más extravagante: la tendencia a obviar el análisis de las relaciones entre capital y trabajo –al margen de los éxtasis inmateriales– en los proyectos culturales que apuestan por abordar los vínculos entre el arte, el cuerpo y la política, una dinámica que reproduce en ese campo un problema que no deja de afectar a los movimientos sociales. En la deriva voluntarista hacia el activismo político estos tienden a obviar una crítica radical de las relaciones sociales de producción como fundamento de toda política democrática, sustituyéndola por un espontaneísmo vitalista y expresivo cuya relevancia revolucionaria en ocasiones adquiere los perfiles del dogma de fe. Teniendo en mente estas reflexiones, parece urgente encarar en la coyuntura política actual de crisis capitalista global algunas preguntas: 1) ¿Cómo puede evitarse una sublimación de las transgresiones corporales, en ocasiones reducidas a una concepción de la sexualidad sujeta a la misma prohibición que trata de vulnerar, de manera que aquellas se desborden hacia una ética que demande una reconfiguración radical del estado estructural de lo común? 2) ¿Qué modos de afección corporal liberadora y de contrapoder social incentivan las imágenes del arte en particular y las de la producción visual en general frente a los procesos de reificación derivados de las determinaciones contemporáneas de la cultura del espectáculo? 3) Sin dejar de constatar el modo flagrante en que los discursos de ascendencia posmoderna que tanto circulan por los museos de arte omiten el hecho palmario de que buena parte del pensamiento marxista parte de

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categorías estéticas, de que el problema del cuerpo y de la producción de formas de vida bajo el capitalismo fue, en origen, central para la izquierda radical, parece necesario preguntarse cómo puede articularse la crítica de la configuración identitaria del sujeto trascendental con la evidencia de que, en la actualidad, nuestra principal necesidad no pasa tanto por la invención de nuevas subjetividades –en demasiadas ocasiones asimilables, incluso promovidas, por el capitalismo avanzado– como por la recuperación de una (des-)identidad olvidada: esa identidad de identidades, ese concepto político-performativo –no sociológico-descriptivo–, ese devenir un «otro-común» que algún día activó el término «proletariado»10. 4) ¿Qué rol cumpliría una nueva imagen-cuerpo como dispositivo de subjetivación en ese proceso? Es difícil responder a estas preguntas, pero tal vez quepa abocetar algunas ideas que abran un camino intermedio a la polaridad señalada por David Harvey (2007) entre el «reduccionismo del cuerpo» que detectamos entre los planteamientos de estirpe posmoderna y la autonomía moral del sujeto liberal definido por el pensamiento ilustrado (p. 143). La primera tal vez pase por afirmar que el territorio de la ética y la moral no han de pertenecer necesariamente a la superestructura de la ideología burguesa, como se suele dar por presupuesto en los textos posmarxistas que, por

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10  El propio Guattari (2002) detectó el carácter performativo del concepto de «proletariado» como «agenciamiento de enunciación» (p. 88). Maurizio Lazzarato (2013) lo ha explicado del siguiente modo: «Para Guattari, la afirmación de esta autonomía política se expresó por primera vez en función de la ruptura subjetiva creada por la Primera Internacional, que “literalmente” inventó una clase trabajadora que aún no existía (el comunismo de Marx contaba con el apoyo fundamental de los artesanos y de los miembros del gremio)» (p. 35).

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ejemplo, denuncian la inflación ética del arte político. Bien al contrario, en las tradiciones materialistas de Baruch Spinoza y Marx ambos dominios están estéticamente atravesados, entendiendo aquí la estética en el sentido clásico y moderno –según han recordado recientemente autores como Buck-Morss (2005b) o Eagleton (2011b)– como aquella ciencia de la sensibilidad que abarca las relaciones entre nuestro cuerpo y el mundo. Si la ética spinoziana actualiza la potencia del cuerpo en base a nociones comunes y formas de autoafección, en el pensamiento marxista la moral estrecha su vínculo con la estética en tanto aquella depende de las condiciones materiales que satisfagan las necesidades humanas para la autorrealización de las capacidades sensibles del cuerpo, lo cual implica a su vez una superación estructural del modo de producción capitalista. Se trataría entonces de incentivar la articulación entre modos de producción, intercambio y consumo y relaciones afectivas, formas discursivas y creaciones estéticas que incorporen valores que transgredan el concepto de valor derivado del régimen capitalista de producción en los niveles económico y subjetivo. ¿Cuáles serían esos valores, cómo podrían oponerse al valor de cambio como una representación del valor de un tiempo de trabajo que, al extenderse contemporáneamente al conjunto de la vida individual y social, acaba por confundirse, al modo borgiano, con su representación misma?

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La cuestión del consumo El esteticismo idealista de cierta crítica del arte político –cuyo exponente más sólido es, sin duda, la obra de Rancière– se centra en desmontar los presupuestos sobre los que se asienta la sedicente eficacia de este para pro-

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poner, por contraposición, un modelo de arte emancipador basado en un régimen estético que salva la institucionalidad burguesa del arte de la crítica sociológica. En realidad, ese modelo parte igualmente de su presupuesta cualidad liberadora, esta vez basada en una rehabilitación epifánica de la contemplación suspendida y desinteresada de los objetos artísticos en una liana histórica que anuda a Friedrich Schiller con Rainer Maria Rilke. Es sin duda necesario que los artistas que desean hacer política habiliten, en la medida de lo posible, modos de verificación de las consecuencias de sus propuestas que repliquen la crítica rancièriana, pero ese hecho solo ha de ser una consecuencia de la determinación de elegir, entre un arte intencional sin efectos políticos asegurados y un arte esteticista despreocupado de estos, el primero de ellos. En su obcecación posmarxista, Rancière (2005) llega a afirmar que si la pretensión del arte crítico es «hacer conscientes los mecanismos de la dominación para transformar al espectador en actor consciente de la transformación del mundo», su objetivo es baldío porque, en realidad, «los explotados no suelen necesitar que les expliquen las leyes de la explotación» (p. 38). Es probable que el éxtasis estético de esta afirmación libre a su autor de cualquier comprobación empírica de su validez, pero parece difícil sostenerla ante la constatación de que, a través de la proletarización del consumo, durante las últimas décadas una creciente masa de trabajadores del mundo occidental ha experimentado un particular proceso de burguesización del que solo ahora11, con el galope de la crisis económica, empiezan tímidamente a despertar, sin reconocerse ne-

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11  Immanuel Wallerstein (2004, pp. 300-317) analiza la singularidad de ese proceso de emergencia de una nueva burguesía consumista y no rentista.

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cesariamente por ello como sujetos explotados, en buena medida porque esa autopercepción pasa también, al contrario de lo que afirma Rancière, por adquirir conciencia histórica y conceptual sobre «los mecanismos de la dominación». En sus loables énfasis micropolíticos, autores como Michel de Certeau, cuya obra ha influido extensamente sobre las prácticas artísticas colaborativas de décadas recientes, apostaron por recuperar positivamente el consumo como un modo de hacer que reinventara tácticamente las resistencias cotidianas en medio de la debacle estratégica de la izquierda en el nivel macropolítico. Esa actividad se opondría tanto a la pasividad del sujeto estético rancièriano como al análisis de los «habitus» en la obra de sociólogos como Pierre Bourdieu, donde esas prácticas tienden a ser consideradas como «estrategias de reproducción» de la ideología dominante. Para De Certeau (2007), más que el momento final del ciclo productivo básico (producción-intercambio-consumo), el consumo constituiría en sí mismo una forma de producción que, frente a la

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[…] producción racionalizada, expansionista, centralizada, espectacular y ruidosa […], tiene como características sus ardides, su desmoronamiento al capricho de las ocasiones, sus cacerías furtivas, su clandestinidad, su murmullo incansable, en suma una especie de invisibilidad pues no se distingue casi nada por productos propios (¿dónde tendría su lugar?), sino por el arte de utilizar los que le son impuestos. (pp. 37-38)

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Autores como Bernard Stiegler (2009) han detectado igualmente en el consumo un momento de la producción, pero no de carácter resistente o sub-

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versivo, sino de la generación de valor como desplazamiento, complemento y extensión de la plusvalía asociada a la historia del trabajo bajo el capitalismo industrial. En ella, la burguesización y la proletarización confluirían de manera paradójica, dificultando todo atisbo de articulación entre la toma de conciencia y la resistencia subjetiva en la medida en que ese estado ha supuesto el borrado de toda una gama de saberes-vivir asociados a la cultura de las clases subalternas12. Es posible que sea esta extensión de la producción al consumo el ámbito de síntesis donde la economía política y la economía subjetiva han adquirido perfiles más singulares en las sociedades capitalistas avanzadas durante las últimas décadas. Para Santiago Alba Rico (2011), la «desmaterialización» que afecta al capitalismo contemporáneo no se ha de detectar tanto en el espacio de la producción –al modo del pensamiento posoperaísta– como en el de la circulación de mercancías:

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Si se puede hablar de «desmaterialización» no hay que dirigir la mirada al campo de la producción, donde el capitalismo, en este nuevo proceso de acumulación originaria, mientras introduce nuevas tecnologías que aceleran la extracción de plusvalor, despliega al mismo tiempo toda clase de variantes de explotación ya conocidas, algunas de las cuales son decimonónicas: personas en las fábricas-prisión en aguas extraterritoriales, en las maquiladoras, en los talleres off-shore o en el trabajo infantil, etc. Donde se ha producido la desmaterialización es en el nivel de la mercancía; es decir, en la esfera de la circulación y no en la esfera de la producción. (p. 18)

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12  Puede consultarse una versión del texto de Stiegler en español en: http://brumaria. net/wp-content/uploads/2011/10/271.pdf

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Esa desmaterialización se basaría en el señalamiento realizado por Marx (2012) en El capital de la conversión fetichista del carácter social del trabajo colectivo en «una propiedad material de los productos mismos del trabajo» según la cual «las relaciones sociales de los productores con el trabajo colectivo» se transfiguran en «una relación social de objetos que aparecen al margen de ellos» (p. 103). Si bien es cierto que el concepto de fetichismo proviene de los estudios de antropología cultural sobre las sociedades primitivas y se encuentra asociado a cosmovisiones como el animismo, la reivindicación que realiza Alba Rico del objeto y las cosas como aquello que se opone a la fetichización de la mercancía complementa algunas de las reflexiones sobre naturaleza y cultura que más arriba analizábamos a propósito de la obra de Pasolini. Lo que finalmente ocasionaría la circulación capitalista de mercancías sería una naturalización de las relaciones sociales bajo una forma objetual específica –la mercancía– que obliteraría la memoria de la historia productiva y práctica de las cosas y los objetos, supeditándolos a la representación del valor bajo la forma del valor de cambio y condicionando su valor de uso. La falta de memoria y la pobreza de experiencias del hombre contemporáneo no residirían, en opinión de Alba Rico, en la objetualización del mundo, sino en la ausencia de una cosificación autónoma de toda determinación capitalista que permita la reproducción social y cultural de la especie humana en condiciones de liberación. Lo citamos extensamente:

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El paso del trabajo vivo al trabajo muerto no es sino la cristalización de la energía muscular, corporal, pero también de los saberes y conocimientos en objetos que solo bajo determinadas condiciones de producción devienen

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mercancías. Donde hay que buscar una oposición no es tanto entre la energía y el objeto sino entre el objeto mismo y su carácter de mercancía capitalista, y esa oposición solo es asociable a un determinado contexto histórico y a unas determinadas condiciones de producción […] Lo que hace Marx en El Capital […] es precisamente reivindicar el objeto como algo diferente de la mercancía […] De alguna manera hay que desenterrar, exhumar, el objeto que está sepultado bajo la forma mercancía: eso que, en definitiva, podemos llamar para entendernos cosas. [Los seres humanos] para reproducirse social y culturalmente producen cosas. Producen objetos. Producen mediaciones. En algunos casos fungibles, como herramientas o utensilios, vestidos, zapatos; y producen también objetos expuestos a la mirada, objetos para mirar o para pensar. (p. 22)

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La conversión del trabajo vivo en trabajo muerto como valor de uso constituiría en el planteamiento de Alba Rico ese código pregramatical no revelado de la realidad que captaba la atención del Pasolini cineasta. El filósofo y politólogo español aboga, sin embargo, por verter sobre él una mirada sociológica que explique ese proceso traduciéndolo al lenguaje simbólico del relato:

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Las cosas se acaban, como los buenos cuentos, como las buenas historias, y en esa medida precisamente pueden convertirse en lo que son: en contratos, en símbolos –pues símbolo, en griego, quiere decir precisamente contrato– […] [Las cosas] son depósitos materiales de memoria y manuales de instrucciones […] Las cosas nos cuentan una historia. Todo objeto es un cuento que se puede memorizar. Es algo así como el pasado delante de nuestros ojos, ese trabajo muerto materializado con características particulares que lo distinguen de otros

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objetos en el mundo, que sirve para determinadas cosas y no para otras, y que, además de contarnos una historia, incluye algo así como un manual de instrucciones13. (pp. 22-23)

¿Qué punto de intersección cabe imaginar para la confluencia de los «im-signos» pasolinianos y esta recuperación praxiológica de la narrativa simbólica? Esa intersección parece estar constituida por una articulación espectral de las imágenes como relato poético-político de la actividad humana en su relación corporeizada –y, por tanto, histórica– con los seres, las cosas y el mundo; como un diagrama de fuerzas alerta ante cualquier deriva antropocéntrica y atento a la razón ecológica que esbozábamos en el primer epígrafe de este texto. Hasta qué punto podamos albergar en esa imagen-cuerpo la esperanza de una alternativa radical y liberadora a la imposición subjetiva del modelo socializador de la cultura de consumo es una cuestión difícil de determinar. Igualmente peregrino sería aventurar una hipótesis fuerte acerca de qué papel podría cumplir esa imagen en una recomposición y una reactivación de la lucha de clases. Pero eso no

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13  Esta comprensión de las cosas por parte de Alba Rico recuerda la crítica que Joseph Beuys lanzara contra Marcel Duchamp al afirmar que su silencio estaba sobrevalorado: «Duchamp se apropió de objetos acabados, tales como el famoso urinario que, por cierto, no fue creado por él mismo, sino que son el resultado de un proceso complejo que remite a la vida económica moderna basada en la división del trabajo […] El urinario no es el producto de un solo hombre. Miles de personas trabajaron en él: aquellos que extrajeron el caolín de la tierra, los que lo trajeron en barco a Europa, aquellos que transformaron la materia prima y, finalmente, las innumerables personas que cooperan en el interior de la fábrica para hacer de todo ello un producto acabado» (Chevrier, 2013, pp. 22-23).

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nos impide contraponerla dialécticamente a la celebración entusiasta de las imágenes nómadas, sustraídas a su origen, que ha caracterizado buena parte de los postulados surgidos en torno a ramas del saber como los estudios visuales, a menudo excesivamente presurosos a la hora de superar la dicotomía entre apariencia y verdad de la didáctica hegeliano-marxista14. Esa condición fugitiva de la imagen contemporánea en la esfera digital oscila en el plano político entre la creación de redes de agitación y socialización y formas de parálisis y alienación derivadas de una conectividad social asociada a comunidades más autorreferenciales de lo que podríamos reconocer en una primera impresión. La ideología procedimentalista que acompaña a los proyectos democráticos de la izquierda tecnofílica suele obviar las condiciones materiales y sociales de producción. Como ha destacado César Rendueles (2013), «el fetichismo de las redes de comunicación ha impactado profundamente en nuestras expectativas políticas: básicamente, las ha reducido […] Creo que este ciberutopismo es una forma de autoengaño. Nos impide entender que las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización» (pp. 34-35). Hoy en día proliferan en la esfera cultural toda una gama de discursos que quieren ver en los afectos colaborativos de las plataformas de trabajo reticular una superación de las lógicas disciplinarias de las formas tradicionales de militancia de la izquier-

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14  Un buen ejemplo de ello lo encontramos en Buck-Morss (2005), quien al definir una tercera concepción de la Estética igualmente distanciada del formalismo kantianogreenberguiano y de la sospecha marxista sobre las imágenes, apostaba por abandonar «la búsqueda de lo que puede estar detrás de la imagen. La verdad de los objetos es precisamente la superficie que presentan al ser capturados» (p. 154).

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da, un punto de vista difícil de sostener con seriedad si valoramos que, con todas sus ambivalencias históricas, el grado de compromiso, apoyo mutuo y fortaleza institucional del movimiento obrero distaba años luz del vínculo gaseoso propiciado por el universo digital. Al acercarnos a los orígenes de la historia occidental de la emancipación anticapitalista nos percatamos de que los profetas del afecto y el cuerpo como núcleos del nuevo movimentismo social responden, con demasiada frecuencia, a una mezcla fatal de olvido y presunción. Pasan por alto que, en su eclosión, la disciplina del movimiento obrero no fue el resultado de la jerarquización burocrática o la deriva militarizante, sino que respondió al deseo de autoorganizarse para ser efectivo políticamente y satisfacer motivaciones corporales tan perentorias como el hambre. Algo cuya memoria podría contagiar de manera positiva las luchas presentes. En un contexto de crisis de sobreproducción como el actual, en el que el receso del flujo crediticio reduce los niveles de consumo de las capas medias y bajas de las sociedades «desarrolladas», la vacuidad subjetiva que podría generar la insatisfacción de esa necesidad compulsiva es reemplazada hábilmente por el aparato mediático mediante una estrategia del shock generada a través de la estética de la deuda, un elemento que, paradójicamente, ha cumplido un rol decisivo, ante la congelación de los salarios reales, en la posibilidad de acrecentar los niveles de consumo de la población occidental desde los años setenta. Hablo de estética y no de anestésica porque tal estrategia del shock se basa en una sobreestimulación del aparato sensorial, en una hiperestética ante cuyos efectos «desidentificadores» parecería necesario replantearse críticamente los ataques del pensamiento posmoderno al concepto de identidad y los excesos retóricos de sus poé-

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ticas de lo fragmentario. Llama poderosamente la atención que el alegato teórico de la superación de esa matriz de subjetivación se haya producido durante el período histórico en que el capitalismo lanzaba su ataque más furibundo contra la cultura material de vida de las clases trabajadoras, tornándose más global y totalizante que nunca. Uno está tentado de decir con Eagleton que, visto lo visto, quizá solo hay una cosa peor que tener una identidad: no tener ninguna. Y quizá haya algo mejor: una identidad común. La construcción de esa identidad común requiere reinventar, no el principio de individuación al que apela Alba Rico, pero sí la idea de un sujeto crítico dispuesto a sentir lo real en el límite epidérmico entre la conciencia y el cuerpo.

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UN ACERCAMIENTO A INTERFACES HÚMEDOS Loreto Alonso Atienza

1. Partimos de un panorama apantallado

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Advertid que se quieren cubrir todas las calles de París con vidrios y que eso va a producir bonitos invernaderos, viviremos dentro como melones. (Brazier, Gabriel y Dumersan (1827) Los pasajes y las calles. Vodevil en un acto, en Benjamin, 2005, p. 86)

Aquellas imágenes-mercancía que, según Walter Benjamin (2005), se confundían con los ociosos flâneurs en las galerías comerciales del París del xix, se han expandido a los soportes electrónicos y amenazan con invadir todos los ámbitos de la vida, desde las telecomunicaciones personales hasta los espacios que considerábamos públicos. En este siglo xxi, lo cultural como mercancía se configura como el principal motor de desarrollo de la tecnología; la transmisión cultural está mediada fundamentalmente por procesos informáticos que posibilitan una producción y recepción de datos no solo masiva sino también desespacializada y simultánea. Todo indica que los dispositivos de mediación y sus configuraciones futuras seguirán la tendencia de multiplicar sus funciones

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y ámbitos de influencia, controlando toda nuestra atención y colonizando los cuerpos vivos asimilados en modos ensamblados.

EDITORIAL Figs. 1 y 2 Registros de pantalla de dos vídeos promocionales de nuevos dispositivos en los que se especula con el futuro.

La multiplicación de interfaces que estamos presenciando favorece una creciente movilidad de las imágenes, que tienden a presentarse como fases de un proceso indeterminado de mediación que afecta y es afectado continuamente por dispositivos tecnológicos y por cuerpos vivos. Un nuevo panorama de velocidades electrónicas está transformando las concepciones espaciales y temporales que compartimos, los lugares parecen haberse vuelto intercambiables y los tiempos inmediatos e instantáneos. Como ya anticipó en los años noventa Paul Virilio (2009), el esquema perspectivo de los espacios ha sido sustituido por la «falsa perspectiva de las máquinas luz», en la que el tiempo no representa más que una «superficie-soporte de la inscripción» (p. 6).

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No solo se complican los esquemas espacio-temporales, sino que también los propios referentes sociales parecen relativizarse. El aumento de las posibilidades de conexión y procesamiento del que somos testigos favorece que la reproducción de data se perciba a tiempo real, facilitando la reciprocidad casi instantánea entre emisores y receptores de todos los lugares y todas las épocas. De esta continua interconexión entre flujos y nodos surge lo que Manuel Castells (2000) describe como una «sociedad-red». Las esferas públicas que favorece esta dimensión entramada y movilizada han sido definidas como «migratorias» (Appadurai, 2006, pp. 584-604) y «en diáspora» (Bauman, 1998). Lo que tradicionalmente identificábamos como una comunidad de espectadores parece reconfigurarse, en la cultura visual global, en audiencias fragmentadas en las que los cuerpos se encuentran en tránsito y las imágenes en disolución y recombinación constante. Este paradigma de asociaciones disgregadas y leves contrasta con la concentración e intensidad de la inmersión sensorial a la que tiende el

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Figs. 3 y 4 Vídeos caseros sobre las nuevas gafas Google.

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conjunto de los desarrollos tecnológicos y que promueve la eliminación de los puntos de referencia que separan a los que miran, de lo mirado. Pero, como señala Tania Castellano (2014), «hemos de diferenciar el carácter de este cuerpo común de espectadores, que reacciona orgánicamente, del de formaciones colectivas modernas contemporáneas a él, que dan lugar a un espectáculo total» (p. 252). La inmersión en el mismo flujo no nos construye como comunidad, al tiempo que los agentes transmisores de los imaginarios de las industrias culturales cubren prácticamente todos los espacios y tiempos destinados a la construcción de representaciones de nosotros mismos y de los demás. La falta de un distanciamiento provoca la percepción ensamblada de contenidos y sus modos de circulación por dispositivos y cuerpos vivos, convertidos ellos mismos en programadores, procesadores y almacenes de datos intercambiables con las máquinas y con operaciones mercantiles. En una realidad en la que los dispositivos electrónicos y las redes están cada vez más presentes y menos visibles, lo tangible de las interfaces contrasta con lo virtual de las imágenes digitales y sus posibilidades ubicuas en tiempos y espacios; las interfaces constituyen aún la parte que se muestra, física y determinada, susceptible de ofrecer algunas perspectivas sobre las condiciones en las que aparecen las imágenes, como señala Benjamin (2005):

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Fig. 5 Aparición/Afectación/Incorporación.

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«[…] el índice histórico de las imágenes no solo dice a qué tiempo determinado pertenecen, dice sobre todo que sólo en un tiempo determinado alcanzan legibilidad» (p. 465). El acercamiento a las imágenes en pantalla no se realiza en la búsqueda del origen o el contenido visible de las mismas, sino en las nuevas configuraciones de marcos donde se inscriben momentáneamente. En este sentido nos enmarcamos aquí en el ámbito de acción del proyecto propuesto por Aurora Fernández Polanco (2012), como ella señala: «Al giro icónico, el viraje hacia la imagen que realizaron casi de modo consecutivo W. J. T. Mitchell y Gottfried Boehm, giro necesario para estar teóricamente a la altura de un mundo que se había visto invadido por las imágenes, le seguiría –no es necesariamente consecutivo– este “giro performativo”» (n.p.). Desde esta perspectiva proponemos pensar desde las interfaces ¿qué movimientos replican los cuerpos? ¿Con qué configuraciones específicas circulan las imágenes entre ellos? ¿Cómo se van transformando recíprocamente?

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2. Aparecen imágenes digitales y transcodificables

D E L IElR I Obásico de una época y sus impulsos contenido

inadvertidos se aclaran mutuamente (Kracauer, 2006, p. 257)

Las condiciones en las que aparecen las imágenes en interfaces nos remiten a muy distintas propiedades que tienen efectos no solo en las imágenes sino fundamentalmente en los agenciamientos que hacemos con ellas. La naturaleza digital de las imágenes y las condiciones de los marcos tecno-

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lógicos constituyen aún diferencias entre las interfaces electrónicas y las orgánicas que resulta importante señalar, para no reducir las posibilidades de los cuerpos vivos ante experiencias inmersivas con estas imágenes flotantes y en trepidante re-mediación. Lo que percibimos como imágenes en las pantallas son datos descritos en términos matemáticos y susceptibles de ser manipulados algorítmicamente; son, al fin y al cabo, representaciones numéricas que permiten su reproducción y transmisión automatizada. Siguiendo a Lev Manovich (2006, pp. 8-19), la modularidad, la variabilidad y la posibilidad de transcodificarse son tres características fundamentales de lo digital. La modularidad y la variabilidad de los componentes de las imágenes digitales, ligados a la discretización en píxeles, polígonos, vóxeles, caracteres o scripts, contribuyen al control y la estandarización de los contenidos que, aunque se encuentren en proceso permanente en forma de mutaciones o versiones, siempre tienden a repetir los mismos módulos establecidos y a variar dentro de la misma lógica posindustrial de producción, flexible, estandarizada y customizada, susceptible de distribuirse «justo a tiempo» y bajo pedido. La transcodificación, la posibilidad de traducción entre el lenguaje informático y distintas materialidades que ostentan los objetos tecnológicos, nos obliga a extender nuestra reflexión sobre los elementos no tangibles que componen estas imágenes en forma de código y de programación así como de dispositivo cultural. Como escribe Manovich (2006), «el proceso, el paquete, la clasificación, la concordancia, la función variable, el lenguaje informático y la estructura de datos», propios de lo digital, están modificando y modelando elementos desarrollados culturalmente como «la mímesis, la catarsis, la tragedia, la comedia, la historia, la trama, la com-

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posición, el punto de vista, etc.» (p. 19). Una influencia de las lógicas de los dispositivos sobre nuestros desarrollos culturales que nos lleva a preguntarnos sobre el lugar que ocupará la inabarcable heterogeneidad de modos expresivos y afectivos que hemos desarrollado culturalmente y que no puedan ser correctamente «transcodificados». 3. Las máquinas miran por mí

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Las imágenes aparecen en los dispositivos electrónicos, no solo literalmente encuadradas sino sujetas a un régimen de interpretación que tiene que ver con códigos y capacidades de procesamiento. La labor de las máquinas que crean e interpretan códigos a los que ya no tenemos acceso directo está contribuyendo, por un lado, a la eliminación del rastro de la operación encuadradora y, por otro, a la aceleración de dichas operaciones. La tendencia tecnológica y en concreto la investigación sobre la llamada inteligencia artificial, amplían cada vez más las posibilidades de automatización de todas las operatorias sobre las imágenes, no solo en su elaboración sino sobre todo generando lógicas de archivo, búsqueda y reconocimiento. Estas lógicas, unidas al aumento de la velocidad de transmisión, favorecen un flujo intensivo de imágenes que aparecen, desaparecen y se intercambian entre dispositivos, sin dejar ya un intervalo para el reconocimiento reflexivo por parte de los humanos. Tanto Benjamin en La obra de arte en los tiempos de su reproductibilidad técnica (2003) como Siegfried Kracauer en El ornamento de la masa (2006, pp. 257275) adelantan, en los años veinte, lo que ellos identifican con una «industrialización de la mirada» y señalan a las imágenes tecnológicas de su tiempo

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como agentes activos en la anulación de mundos intersubjetivos. Siguiendo su misma lógica, la reducción actual de las oportunidades –tiempos y espacios– en los que los cuerpos intercambian sus miradas podría estar promoviendo una «industrialización posfordista de las miradas», una modificación profunda de los marcos del sentido que quizá hayan abandonado la línea de montaje pero no su dimensión disciplinada, masiva y maquinal. 4. Encuadradas pero flotantes

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Podría decirse que las imágenes flotan entre interfaces sin llegar a constituir el producto final de un procedimiento –analógico o digital–. Precisamente lo propio de la «e-imagen», como la denominará José Luis Brea, es que «flota sin permanencia» (2002, p. 155). En desvinculación estable a un soporte, en su dimensión más efímera, parecen haberse convertido en un proceso en sí mismas, imponiendo una temporalidad que nos remite a procesos de repetición y actualización, secuencias que ya no responden a un orden narrativo sino que tienden a percibirse como organizaciones aleatorias. En este sentido, los modelos comunicativos de transmisión de las imágenes en interfaces no favorecen establecer un principio y un final, un emisor y un receptor, y podrían entenderse mejor a partir de la noción de medio. Un medio que no funciona como elemento independiente ni estable en un espacio de significación cultural puro y separado, sino como parte de una mediación en la que se dificulta distinguir cualquier punto exterior, pues el contenido de cualquier medio resulta ser siempre otro medio. Para Jay David Bolter y Richard Grusin (2000), lo que denominan «re-mediación» responde a la doble lógica de la inmediación –aparente

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no mediación– y su opuesto, la hipermediación. La inmediación implica una tendencia a la invisibilización de los elementos y agentes mediadores; se trata de borrar las huellas de las operaciones que se realizan y con ello también invisibilizar sus interfaces. La hipermediación se plantea como una multiplicación de mediaciones que además migran de formato; en los nuevos datos, imagen, sonido, texto, hipertexto, animación y vídeo se combinan y recombinan en ese circuito que ya no responde al esquema de inicio, desarrollo y final. Es interesante destacar que, tanto los medios transparentizados como los hipermedios son interpretados por estos autores como manifestaciones culturales «del deseo de sobrepasar los límites de la representación y de alcanzar lo real» (p. 53) muy cercanas a ambiciones tradicionalmente asociadas a la experiencia estética como la ha estudiado la Historia del Arte. Ambas lógicas parecen conducirnos a una situación de inmersión en la que se complica precisar los marcos de las experiencias y además resulta imposible identificar a los agentes e intereses que intervienen.

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5. Inmersas en economías de la atención

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Es como si estuviéramos atrapados dentro de un teatro y tuviéramos que presenciar la obra que se representa en el escenario, lo queramos o no convirtiéndola, una y otra vez, en objeto de pensamiento y conversación. (Benjamin, 2011, p. 26)

Desde los inicios de la modernidad se ha vinculado la transformación de los modos de transmisión de las experiencias a factores de índole tecno-

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lógico; al tiempo que «la publicidad luminosa se eleva en el cielo donde ya no quedan ángeles» (Kracauer, 2006, p. 251) las máquinas de la primera guerra mundial se apagaban y «la gente volvía enmudecida del campo de batalla» (Benjamin, 1936, n.p.). Ambos testimonios comparten una misma inquietud, la intensificación de la recepción de imágenes a costa de otras formas de interacción humanas. En el entorno actual, la constante exposición a las imágenes sigue provocando consecuencias en nuestros modos de sentir, cada vez más ansiosos y sobreexcitados. Para Bernard Stiegler, la saturación cognitiva produce, además de una pérdida de cognición, una saturación afectiva que es consecuencia directa de la hipersocialización de la atención (2006, n.p.). Intoxicación y dependencia adictiva son el destino que augura el autor; la combinación de las saturaciones cognitiva y afectiva conduce a los sujetos a un estado desafectado y desafecto. La atención parece constituirse como un recurso imprescindible para la mayoría de los intercambios expresivos y comunicativos de las sociedades contemporáneas; se trata además de un bien bastante escaso en un entorno en el que multitud de imágenes y estímulos compiten por destacarse como punto de interés. El prestar atención se ha entendido históricamente en relación con otro polo, el de la acción; proponemos añadir a esta disyuntiva entre la vida activa y la vida contemplativa un nuevo eje en el que operan distintas estrategias de inclusión y de exclusión respecto de la atención que nos remite al amplísimo ámbito de las percepciones y sensaciones, conscientes y no conscientes, significantes y sin aparente transmisión de significados.

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Fig. 6 Atención/Acción - Inclusión/Exclusión.

Desde otro punto de vista, la dispersión de la atención podría considerarse un concepto liberador; Paolo Virno (2003) señala la ambivalencia de la «formación difusa» a la que nos someten los medios de comunicación, que supone «una contemplación voraz, pero, por así decirlo, una contemplación realizada siempre y únicamente con el rabillo del ojo» (p. 43). Se trata de una estrategia que podemos encontrar ampliamente en las prácticas artísticas contemporáneas y en los modos de recepción a los que nos invitan (Alonso Atienza, 2011, pp. 30-53). Resulta especialmente relevante reconsiderar los modos en los que se articula la atención y la distracción en los contextos cada vez más inmer-

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Fig. 7 Fotografía tomada en el aeropuerto de la ciudad de México y dentro del avión, en el momento del despegue, en el que las pantallas retransmitían el punto de vista del piloto.

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sivos e interactivos que propician los nuevos dispositivos electrónicos. Existe la tendencia a que los cuerpos compartan el mismo plano que las máquinas de visión y existe la posibilidad de que esos mismos cuerpos vivos puedan ser modificados por tecnologías digitales. Pareciera que más que cuestionar los modos de representación, los cuerpos y los dispositivos electrónicos convertidos en interfaces, fueran a enfrentarse a verdaderas formas de in-corporación.

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6. Explotación transmedial y convergencia de intereses

El control de los procesos de atención se combina con una creciente explotación económica y transmedial de los mercados de las industrias culturales, convertidas ahora en industrias del entretenimiento. Las interfaces tecnológicas contribuyen a la expansión de las audiencias pero también al aumento de beneficios, procurando una intimidad de los medios de comunicación masivos con las esferas sociales tradicionales. Estas industrias culturales constituyen un sector modélico de la convergencia tecnológica entre viejos y nuevos medios descrita por Henry Jenkins (2006). Organizadas en inmensos holdings y totalmente diversificadas, las empresas creativas generan indistintamente contenidos culturales y aparatos electrónicos, sin olvidar el amplio espectro del merchandising de objetos y experiencias. Una estrategia de explotación que corre el riesgo de producir una reducción de agentes activos de interpretación, en favor de la inmersión en un circuito mixto en el que imágenes, personas y dispositivos se ensamblan y desensamblan ajenos a sus propios intereses.

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Figs. 8 y 9 Proyecto «jointonation» del Kaji-Lab: un dispositivo táctil crea una representación robotizada del cuerpo del usuario y reciente noticia sobre suicidio retransmitido en Facebook.

EDITORIAL 7. De ensamblajes maquínicos y visuales inconscientes El peligro de que «los afectos, las percepciones, las emociones funcionen como piezas componentes input/output de máquinas semióticas» (Lazzarato, 2006, n.p.) nos lleva a preguntarnos sobre las consecuencias de estos ensamblajes maquínicos que, más allá de la comunicación, intervienen en funciones expresivas y afectivas y probablemente muchas otras aún no exploradas en profundidad. Siguiendo a Lazzarato en su texto homenaje a Félix Guattari (2006, n.p.), podríamos distinguir dos modelos. El primero considera estas interacciones en su transmisión de significados y representaciones identificables, que gobiernan mediante la individualización, formando parte de la problemática de constitución del sujeto. El segundo modelo se articula desde lo que Guattari define como registro maquínico y actúa sobre «semióticas asignificantes» que el autor describe como «componentes preindividuales y preverbales de la subjetividad» (2006, n.p.). La activación de estos elementos presubjetivos escapan tanto al esquema de

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lo individual como de lo colectivo; su funcionamiento no depende exclusivamente del significante, lo que es vehiculado y compartido no son solo cadenas lingüísticas sino ruidos, ritmos, músicas y el propio cuerpo, sus posturas y sus gestos. Más que al esquema de contemplación visual, este segundo modelo puede entenderse en relación con la recepción musical, que percibimos carente de un significado discursivo pero que tiene una gran capacidad para afectarnos pues despliega e impone dispositivos de modulación de las emociones y de la imaginación. Ya Benjamin señalaba un visual inconsciente asociado a los dispositivos técnicos; gracias al cine, este inconsciente ha dejado de tener un carácter particular y se ha vuelto en cierto modo colectivo. «[…] la percepción colectiva se apropia de los modos de percepción individuales del psicótico o del soñador» (Benjamin 2003, p. 87). La ampliación de las posibilidades de conexión y el aumento de interfaces están ofreciendo a este «sueño colectivo», que Benjamin ejemplificaba en el ratón Mickey, la omnipresencia. El sueño colectivizado de los cuerpos parece haberse convertido en este presente mediatizado y maquinizado en su propio habitat.

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8. Hacia las interfaces húmedas

Los aparatos hacen época porque inventan nuevas temporalidades y provocan la llegada de nuevas espacialidades (Déotte, 2009, n.p.)

Los desarrollos tecnológicos animan procedimientos en los cuales las imágenes no solo han dejado de remitirnos a un original, sino que su repro-

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ducción se presenta desbordada de límites; ya no son imágenes múltiples, son imágenes-masa, indiferenciadas y desprovistas de una identidad propia y específica en favor de procedimientos y procesos difíciles de identificar. Aunque sabemos que existe un protocolo preciso (Galloway, 2004) no podríamos señalar cuándo y cómo se produce la interiorización de las formas de programar, procesar y almacenar datos, en favor de los modos propios de los dispositivos tecnológicos. Así mismo, las interfaces electrónicas actúan cada vez más cercanas a los cuerpos vivos, tanto en sus lógicas de uso –ergonomías y movilidad– como en su composición –introducción de transmisores orgánicos– y en sus funciones –afectivas, creativas y relacionales–. Además, el proceso de naturalización que de ellos hacemos parece estar volviéndolos cada vez más imperceptibles. Como consecuencia de estas tendencias, imágenes e interfaces parecen fundirse en un medio ambiente en el que el observador/receptor tampoco se percibe claramente diferenciado sino inmerso; se podría decir que ante la desaparición del marco que las situaba y nos situaba ya no experimentamos estas imágenes y estas interfaces como algo totalmente ajeno, sino como una especie de bajo continuo persistente sobre el que ya no focalizamos atención pero que sigue operando en nosotros poderosamente. La inmersión, que es una condición que frecuentemente encontramos vinculada a las posibilidades de interacción que permiten los medios electrónicos en entornos virtuales, se expande inevitablemente a los ambientes físicos de la vida cotidiana. Muchas de las distinciones que nos ayudaban a establecer posiciones críticas parecen desdibujarse; se dificulta distinguir componentes priva-

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dos y públicos, locales y globales, individuales y colectivos, maquinales y humanos. Los medios tienden a adquirir una cualidad que podríamos metafóricamente considerar «húmeda», pues se encuentran conformados por elementos inorgánicos, medios «secos» y por las células y otros organismos de sustrato biológico más complejos –individuos, grupos, sociedades– que podríamos entender como «medios mojados». Formalmente estos «medios húmedos» se organizan en ensamblajes constituidos tanto por silicio –dryware: soft y hardware– como por células orgánicas –wetware– y ya son susceptibles de ser expresados, digitalizados y codificados tanto en píxeles, como en bits, como en ADN. La metáfora de lo húmedo en referencia a los medios de transmisión requiere ampliar algunos esquemas comunicacionales del siglo xx en los que sujetos y objetos se distinguen perfectamente como, por ejemplo, el modelo defendido por Shannon y Weaver, basado en un análisis cuantitativo que omite considerar los posibles sentidos del mensaje y las implicaciones de los contextos. Precisamente resultarán más útiles los acercamientos al tema que propone Gilbert Simondon (2007), que otorgan más importancia al concepto de «medio», en el que la señal y el ruido toman forma. Esta dimensión húmeda también requiere reformular la tradicional distinción entre lo natural y lo artificial, pues tanto las tecnologías como la naturaleza pueden considerarse construcciones culturales y al mismo tiempo forman parte de la evolución natural del hombre. En la actualidad resulta difícil encontrar un interior aislado para el individuo y mucho menos una lógica cultural independiente de la de la técnica. Podría decirse que muchas de las tradicionales diferenciaciones colapsan en las interfaces. El desarrollo cibernético apunta hacia la integración

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de la información con la biología de los cuerpos: las extensiones electrónicas se fusionan a las de los organismos vivos. Señalamos una tendencia creciente de desaparición de interfaces identificables y de desarrollo de dispositivos cada vez más cercanos a los sistemas biológicos y más complejos en sus formas de percibir y en sus modos de interactuar. 9. Un pensamiento ilusorio

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Las imágenes que discurren entre estas interfaces húmedas presentan un horizonte problemático respecto a los procesos subjetivos y sociales, un territorio de lucha. Parece necesario reivindicar un cierto derecho de desconexión que aún en nuestros días no es reconocido sino opacado por la celebración entusiasta de nuevos modos de incorporación y ensamblaje. Las interfaces vivas operan ensambladas con las electrónicas entre realidades físicas y mediáticas. Nos gustaría pensar que estos cuerpos vivos constituyen membranas elásticas pero no vacías, sino llenas de experiencias personales, sentidos particulares e intereses colectivos, capaces de trastornar los componentes del ensamblaje, de cambiar imprevisiblemente de dirección, intensidad, sentido y función.

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15M. ACONTECIMIENTO Y REPRESENTACIÓN Daniel Lupión Romero

El 11 de mayo de 2012 el diario digital elespectador.com publicó un artículo cuyo título «Las mejores pancartas de los “Indignados del 15M” a un año de su creación»1 declara sin tapujos el desinterés de los medios de comunicación por la naturaleza política de los acontecimientos sociales recientes. El artículo invita al lector a rememorar el 15M desde una perspectiva amable y entretenida. La publicación de una selección de imágenes de «las mejores pancartas», en base a criterios como el grado de humor, la contundencia del mensaje reivindicativo o el ingenio popular2 –que son implícitamente asimilados en el imaginario del entretenimiento– es de hecho una operación de atomización y descontextualización del movimiento. La información publicada no se presta a la apreciación crítica, no genera conocimiento y desde luego no moviliza políticamente porque,

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1  http://www.elespectador.com/noticias/elmundo/articulo-345524-mejores-pancartasde-los-indignados-del-15m-un-ano-de-su-creacio 2  Algunos eslóganes resuenan todavía: «¡Democracia real ya!», «Otro mundo es posible», «No hay pan pa tanto chorizo», «Violencia es cobrar 600€», «Pienso, luego estorbo», «Silencio €stamo$ en Democracia», «Apaga la tele, enciende tu mente», «¡¡Tu salario y tu pensión no se defienden en el sillón!!», «La banca al banquillo», «No es mi crisis, es tu estafa», «No podemos apretarnos el cinturón y bajarnos los pantalones al mismo tiempo», etc.

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entre otras cosas, el lector no dispone de los instrumentos para cuestionar la validez de los criterios selectivos de las «mejores pancartas». En realidad ni siquiera se plantea la posibilidad de cuestionarlos. En las imágenes de pancartas publicadas junto al artículo el foco se centra en el rótulo aislado, en el eslogan, sin apenas tener en cuenta el contexto de su aparición. La operación que separa la pancarta de la multitud en movimiento, del entorno vivo, contagioso y festivo del 15M, –donde cualquier pancarta remite a una idea, pero también identifica a los participantes como individuos sumidos en una acción colectiva– es un proceso de reducción y atrofia del acontecimiento que indica un evidente desinterés por sus modos cooperativos, por su complejidad y creatividad relacional. Es, en suma, una negación de la potencia política del acontecimiento y de su capacidad para transformar la sociedad. Estos mecanismos de separación y división son extremadamente insidiosos porque ocurren con independencia de la información escrita en el artículo –en este caso, los numerosos actos conmemorativos del 15M en el día de su primer aniversario (por EFE)–. Basta con leer el título para percibir implícitamente la orden de una determinada sensibilidad e inteligibilidad hacia el acontecimiento 15M a la que pretenden someternos: aquella que conduce a su despolitización y que afectará la lectura e interpretación de los demás contenidos del artículo. La muestra sesgada y sin criterios explícitos de las imágenes de pancartas participa de la misma lógica y refrenda la orden. Esta forma de expresión periodística, tan corriente en la actualidad, reproduce una lógica comunicacional generalizada en nuestras sociedades que aniquila –o eso pretende– toda posibilidad de construcción de un sentido diferenciado de los acontecimientos por parte del lector/espectador. La información

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se enrosca sobre sí misma sin pretensión de abrir el mundo conocido a nuevas interpretaciones. No pretendo realizar aquí una crítica de los medios de comunicación, ahí no reside el problema que nos ocupa. Ahora bien, los medios son un buen punto de partida para centrar el problema: la función de la representación en la construcción por una parte, y transformación, por otra, de la subjetividad social. Cualquier ciudadano, participase de forma directa o indirecta en el 15M, estuviese o no de acuerdo con ello, incorpora, al igual que los medios, dicha lógica maquínica y tiene, en consecuencia, una predisposición hacia la pasividad política al interpretar el acontecimiento desde fuera. En la lógica maquínica del capital, como veremos más adelante, no se contemplan los actores de la relación, sino las relaciones en sí. Tanto los sujetos que reciben e interpretan la información como los medios que la producen están unidos por la relación maquínica. Sin embargo, en el seno del acontecimiento se produce una ruptura de dicha relación y la potencia política del eslogan puede liberarse. Las pancartas cargadas de enunciados e imágenes se leen y experimentan en un contexto diferenciado, empiezan a activar mentes y cuerpos, a entrever e instituir «otro mundo posible». A continuación analizamos esa doble articulación de los enunciados, los signos y las imágenes.

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El desencuentro del acontecimiento y la representación Los medios reproducen los «mecanismos de sujeción» social (Foucault, 1983, p. 11), polarizan las ideas y fabrican los públicos –generan la opinión pública– pero no producen el sentido subjetivo de cada sujeto. Son poderosos agentes en esta empresa de consolidación y distribución de formas de vida que fuerzan «al individuo a volver a sí mismo», atándolo a «su propia identidad de forma constrictiva» (Foucault, 1983, p. 9). No producen sentido sino solo representaciones sociales en las que el sujeto se reconoce. De acuerdo con la psicología social, el sentido, como hecho crítico y creativo, es siempre una elaboración del sujeto3. Se genera como diferencia (diferendo) y se produce en la traducción singular de las representaciones sociales que estos medios difunden. A mayor sujeción, mayor sometimiento a una determinada subjetividad social y menor producción de sentido diferenciado. La subjetividad social, siempre según Michel Foucault, basa su eficacia en la sujeción a las ideas de realidad e identidad social. Se construye en el contacto prolongado con determinados agentes sociales. Los medios, pero también las instituciones, las re-

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3  Más adelante abordamos el concepto de «sentido subjetivo» de Fernando González-Rey en relación con el de «representación subjetiva».

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laciones sociales e individuales, la economía y la política entre otros generan las representaciones y narraciones que actúan como campos de fuerzas ininterrumpidos. La interrelación de todos construye la sensibilidad y la aprehensión intelectual del mundo. La subjetividad social es producto de dichos flujos y encuentra su expresión en las representaciones sociales. Todo intento de situarse en otro lugar por parte del sujeto, de pensar de otro modo, de imaginar al margen de las representaciones sociales dominantes, de producir un sentido diferenciado, requiere forzosamente una resistencia, una implicación y creación política permanente que no dependen de él, sino de los acontecimientos que le han tocado vivir. Las representaciones sociales de una determinada realidad e identidad preexisten a los medios de comunicación en el imaginario colectivo4. Podemos afirmar entonces que el sentido, ya sea inducido o subjetivo, se ubica fuera del alcance inmediato de los individuos. Se manifiesta en las disparidades entre sujetos, a través de los síntomas producidos por una subjetividad diferenciada. A esta producción de sentido Félix Guattari la llama «proceso de singularización»:

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4  No importa que los medios de comunicación sean de distinta tendencia ideológica, todos al fin y al cabo están implicados en la sujeción social. Todos fomentan, de una manera u otra, las representaciones sociales dominantes. Incluso en los ámbitos más afines al 15M encontramos publicaciones y artículos que, pese a su oposición ideológica y estratégica, hacen uso de una lógica representacional semejante a la de publicaciones más conservadoras. Por ejemplo Democracia Real Ya, plataforma social convocante de las primeras movilizaciones del 15M, propone en su página web –www.democraciarealya. es– un ranking de los mejores lemas que no dista mucho de la selección de pancartas de elespectador.com El famoso «No hay pan pa tanto chorizo» ocupa la sexta posición.

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A esa máquina de producción de subjetividad opondría la idea de que es posible desarrollar modos de subjetivación singulares, aquello que podríamos llamar «procesos de singularización»: una manera de rechazar todos esos modos de codificación preestablecidos, todos esos modos de manipulación y de control a distancia, rechazarlos para construir modos de sensibilidad, modos de relación con el otro, modos de producción, modos de creatividad que produzcan una subjetividad singular. Una singularización existencial que coincida con un deseo, con un determinado gusto por vivir, con una voluntad de construir el mundo en el cual nos encontramos, con la instauración de dispositivos para cambiar los tipos de sociedad, los tipos de valores que no son nuestros. (Guattari, Rolnik, 2006, p. 29)

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En este sentido, la creación de pancartas en el 15M es un «proceso de singularización» donde cada cual, más allá de mostrar su descontento con el sistema, expresa sus anhelos y deseos a la vez que asimila los de los demás. La producción de sentido se localiza ahí dónde surge una diferencia entre las formas de vida posibles en el seno del movimiento y las de la cotidianeidad regulada por las representaciones sociales. Las pancartas aparecen entonces como desvíos, desplazamientos de dichas representaciones. Para contrarrestar la producción de sentido subjetivo, considerado peligroso porque contiene el germen de un cambio social, las máquinas de expresión del capitalismo, entre las que se encuentran los medios de comunicación, se esfuerzan en la representación de los movimientos políticos de la sociedad civil dentro de cauces establecidos que dejan el orden del mundo intacto. Las imágenes, los eslóganes, los manifiestos se inscriben nuevamente en lo conocido, en lo familiar, en lo mismo. La apertura hacia

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lo indeterminado que produce la dinámica propia del acontecimiento es obviada e interpretada, en el mejor de los casos, como tercera vía política. Esta no deja de ser una opción contemplada dentro de la lógica neoliberal del mundo tal y como lo conocemos. La puesta en escena de las imágenes de pancartas en los medios de comunicación produce un efecto neutralizante de su potencial político, que refuerza la idea de un solo mundo viable, el que conocemos. Por el contrario, en el 15M el conjunto heterogéneo de los eslóganes, vitoreados y repetidos en las concentraciones ciudadanas, aparecen como expresiones genuinas y espontáneas integradas en el magma reactivo del acontecimiento. Aquí las mentes y el mundo parecen estar cambiando permanentemente. Tratándose de las mismas pancartas que las publicadas en los medios de comunicación llama la atención el antagonismo de las fuerzas que se ejercen simultáneamente sobre un mismo individuo: por un lado el impulso hacia la movilización ciudadana, por el otro la desmovilización y la vuelta a lo mismo. El análisis del escenario 15M pone de manifiesto la doble articulación de las imágenes y los enunciados, la pugna incesante entre determinación e indeterminación, entre estabilización y transformación social. Intuimos que, en dichos escenarios, las imágenes, los eslóganes, las pancartas y las consignas pueden llegar a ser activadores reales del cambio político, en lugar de instrumentos de refuerzo de las representaciones sociales dominantes; o, dicho de otro modo, que pueden trabajar al margen de la pro-

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ducción de subjetividad propia de la lógica capitalista5. Para verificar esta intuición nos planteamos en primer lugar el análisis, a través de los mecanismos de la representación, del ejemplo concreto de la denominación del 15M como «movimiento de los indignados» y, en segundo lugar, el análisis desde la teoría del acontecimiento de una experiencia diferenciada de los enunciados y las imágenes en el seno del movimiento, aplicada de nuevo a la apelación indignados. Tras el academicismo teórico de las imágenes, basado en la idea de representación6, que sugiere que distintas modalidades de producción, difusión y uso de las imágenes determinan realidades diferentes, abordamos la teoría del acontecimiento que señala que las temporalidades y espacialidades singulares de cada acontecimiento están en el origen de esas diferencias. Desde sus inicios, el 15M ha sido representado en los medios como un todo, haciendo caso omiso a sus múltiples e irreductibles expresiones. La heterogeneidad que le ha caracterizado en todo momento no era tolerable, había que definirlo rápidamente, encontrar un denominador común

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5  Pablo Martínez, en su texto La abstracción de la masa incluido en el presente volumen, analiza la contribución de las imágenes en la construcción de nuevos espacios para la práctica política. Plantea que las imágenes del pueblo como «masa» son capaces de crear espacios desde los que responder de forma efectiva a la continua desaparición del espacio público por un lado y, por otro, a la atomización a la que la clase trabajadora ha sido sometida en las últimas décadas para su conversión en diversos públicos por parte de los dispositivos que suministra el poder. 6  Véase, por ejemplo, la teoría semiótica de las imágenes que, en línea con el giro lingüístico, las concibe como lenguajes visuales que no solo median entre sujetos y realidad sino que determinan dichas realidades.

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para neutralizar su expansión sin medida. Sin embargo, a pesar de estos intentos, su indeterminación, probablemente su mayor arma política, ha seguido generando malestar e irritación. Desde los ámbitos de poder, pero también en cierta medida desde la opinión pública general, se han reclamado en vano al movimiento mayor definición y concreción en sus objetivos. En el cruce de fuerzas opuestas surge la expresión indignados, como aglutinante de todas las manifestaciones del 15M 7. No cabe duda de que la expresión indignados sigue gozando de gran consenso8 para referirse a aquellos acontecimientos. Se la considera aconflictiva e incluyente. Tanto los manifestantes, como los medios y las instancias de poder, parecen haber encontrado un territorio común, un término con el que identificarse e identificar. Sin embargo, como ocurre en el caso de las pancartas, es un arma de doble filo. Moviliza la ciudadanía y la desmovili-

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7  Hay que señalar que la expresión 15M –que remite a la fecha de la primera ocupación de la Puerta del Sol el 15 de mayo de 2011– ha sido aceptada ampliamente para remitir a todo lo relativo a aquellos acontecimientos y a su desarrollo posterior. Pero, al parecer, en los medios informativos se la considera demasiado neutra e insuficiente en cuanto al contenido político de las reivindicaciones. De ahí que se la acompañe con expresiones del tipo «el movimiento de los indignados». En sus inicios aparecieron otras que no obtuvieron el mismo grado de consenso debido a su clara intención descalificadora y han acabado en desuso. Se llegó a hablar de un movimiento de perroflautas, de «radicales antiglobalización», de «populismo demagógico», de «resentimiento de masas», claros síntomas de los miedos más profundos despertados en los ámbitos más conservadores por la grieta difusa del 15M.

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8  Libros de gran popularidad como ¡Indignaos! del año 2010, escrito por Stéphane Hessel y prologado por José Luis Sampedro, contribuyeron sin duda a reforzar el uso generalizado del término.

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za, activa las mentes y las desactiva, en un juego de fuerzas contrapuestas. En efecto, por un lado no deja de ser una definición del movimiento que tiende a neutralizarlo, encauzándolo y fijándolo dentro del mapa social conocido –y controlable–, mermando su eficacia política. Desde esta perspectiva, se ha generado la sensación en la prensa, y probablemente en la opinión pública en general, de que el 15M ha consistido en un movimiento despolitizado y dócil, en la medida en que mostraba desacuerdo con el sistema pero no capacidad para cambiarlo. Por otro lado, en el seno de los movimientos sociales, la identidad con los indignados se percibe como una contribución dinamizadora y aglutinante del movimiento. Germán Cano nos invita a reflexionar sobre el efecto de neutralización política, que aparece bajo dos formas: en primer lugar como efecto de una burda manipulación política del término que presenta el 15M como un movimiento ilegítimo y violento. Para este autor el problema surge cuando los medios rearticularon el acontecimiento exclusivamente en términos de indignación:

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[…] para que así fuera compatible con las relaciones de poder existentes (ejemplo: neutralizando en un segundo momento el filo político mostrando que esa indignación moral no era exclusiva del movimiento, sino de sus presuntos damnificados inmediatos: comerciantes, policías o políticos). De este modo, también se aplicaba un cordón sanitario: toda protesta de desobediencia civil legítima no articulada bajo las buenas formas «democráticas» devenía inmediata e intrínsecamente totalitaria, violenta, objeto de criminalización. (Cano, 2012, p. 15)

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Es evidente que bajo las formas hegemónicas neoliberales se renunció de entrada a repensar la tensión política del acontecimiento, percibido en última instancia como una auténtica amenaza. La causa de tanto hostigamiento hacia el 15M, más allá de las interferencias en el espacio público, tantas veces señaladas y denunciadas, está en su persistencia en el tiempo que se intuye como posibilidad de una verdadera desestabilización del orden social tal y como lo entendemos, un ensayo, a tientas de momento, de una nueva práctica política. Así lo entiende Juan Pedro García del Campo:

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Más allá de las consignas («lo llaman democracia y no lo es», «que no nos representan»), cargadas de sentidos necesariamente polisémicos, la práctica del 15M y sus «instituciones» (las asambleas, siempre abiertas y horizontales y la exigencia autoimpuesta de la búsqueda del consenso, sin prisas, sin más urgencia que el análisis común y la decisión compartida) inauguran un nuevo modo de entender la política y, también, un nuevo modo de ponerla en práctica: sin que las diferencias y el conflicto puedan ser «resueltas» por «los que saben»; sin caer en la tentación de la representación ni siquiera como elemento organizativo.9 (García del Campo, 2011, n.p.)

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9  ¿Imagen idílica la que nos presenta Juan Pedro García del Campo? En absoluto. En las plazas hay y hubo tensiones, fricciones. Por otra parte, los malos hábitos adquiridos durante mucho tiempo –machismo, prepotencia, narcisismo, intolerancia– también tienden a reproducirse. Sin embargo, lo interesante de todo este aprendizaje, este campo de entrenamiento de valores comunes, por así decirlo, es su situación de encrucijada entre las demandas individuales y las políticas. No ha sido raro en este sentido comprobar cómo activistas izquierdistas curtidos ideológicamente han renunciado a enquistarse en sus posiciones a la hora de buscar consensos.

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En segundo lugar, tenemos un proceso de despolitización del 15M de mayor calado. Reside en el seno de los lenguajes propios de la lógica maquínica capitalista, de modo que actúa a pesar de cualquier voluntad o ideología política. Estar indignado es un estado de victimización, de protesta, de irritación, en el que podemos reconocer al otro –y reconocernos– dentro de lo que entendemos por «ciudadano comprometido». La representación del sujeto como un indignado, un denunciante o una víctima, como un objeto identificable de la política en suma, se aleja de un sujeto político real. En este caso, la representación actúa dentro de la lógica capitalista que tiende a reducir cualquier individuo pensante y activo a un objeto reconocible y controlable, a un estereotipo. Bajo la lógica de la representación, que todo lo objetualiza, el escenario del 15M queda de antemano reducido a una confrontación que opone sin matices el objeto de la indignación quejumbrosa de unas masas, presuntamente informes y ajenas a la política, y esos otros objetos que son los actores políticos supuestamente reales, bajo la forma del Estado, las instituciones y los partidos políticos. Un conflicto, en pocas palabras, entre la facción del poder y la del no poder. Un mundo en el que no reinan ya clases ni desajustes estructurales, sino polaridades éticas absolutas: poder y resistencia, Estado y sociedad civil. Cano precisa que es bajo el registro de este pensamiento dicotómico que:

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[...] el concepto patético de «indignados» sirvió también en un primer momento para garantizar un discurso mediático sin fricciones con la realidad y así silenciar, hablando en su nombre, los discursos de la gente de carne y hueso que aprendía a organizarse, con muchos contratiempos, bajo estructuras polí-

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ticas propias. En realidad, cuanto más hablaban los medios, más se silenciaba y moralizaba el acontecimiento y, por tanto, menos análisis empírico sobre el terreno se realizaba. Los oportunistas abogados mediáticos podían así hablar de un «pueblo» tanto más «indignado» –este es el matiz decisivo– cuanto más idealizado, cuanto más pasivo y políticamente impotente, cuanto más reducido a una simple «queja» naturalizada, más privado de discurso y menos necesitado de explicaciones teóricas respecto a su situación. (Cano, 2012, p. 17)

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Con el tiempo el concepto indignados ha sedimentado en los lenguajes y en las representaciones como reacción al ataque perpetrado por los políticos contra los derechos y libertades de los ciudadanos. Tal representación de la indignación constituye una respuesta contemplada dentro del marco estructural del discurso liberal y, en consecuencia, un modo de desarticular la práctica social y emancipadora en juego. La repetición acompasada del término indignado por parte de todos los medios de comunicación provoca que el propio concepto se comporte como un estereotipo10; un determinado modo de entender la indignación de forma individual, victimista y apolítica. En la lógica maquínica del capital, todas las entidades en juego deben caracterizarse en una economía de objetos e identidades. El estereotipo, como estrategia de repetición representacional, implica una clasificación especial e interesada de los indi-

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10  Según Blai Guarné «[…] el estereotipo organiza, como práctica cultural, los vínculos sociales en afectos y desafectos, en agregaciones y discriminaciones, a partir de privilegiar o descuidar diferencias y similitudes, de singularizar desde la arbitrariedad de las fronteras, “nuestro” mundo frente al mundo de los “otros”, de asumir “nuestro” espacio como seguro frente a la inseguridad de los “otros” mundos». (Guarné, 2004, p. 106).

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viduos, una demarcación en categorías que tiene por objetivo subsumirlos jerárquicamente, clasificarlos a partir de criterios ideológicos, morales y políticos generalmente no explicitados. Resumiendo podemos decir que la lógica maquínica reduce un acontecimiento político de la envergadura del 15M a simple expresión de indignación apolítica a partir de la repetición estereotipada de una representación social. Si, como acabamos de ver, los mecanismos de la representación son instrumentos del poder, que objetualizan y dividen el mundo en categorías controlables, entonces es necesario cambiar el aparato teórico de la representación para analizar los movimientos sociales y no volver a caer en las categorías al uso. El reto consiste en mantener vivo en el análisis todo el potencial político de los movimientos sociales, sin reducir sus imágenes y enunciados a simples expresiones de protesta, de desacuerdo o de indignación; como hemos podido comprobar una y otra vez en las representaciones de los movimientos ciudadanos en cualquier lugar del mundo: el 15M, Occupy Wall Street, las jornadas de Seattle, o las ocupaciones de plazas durante la Primavera árabe. En este sentido Maurizio Lazzarato ha analizado en un texto del año 2003 (Lazzarato, 2003), es decir antes de los acontecimientos del 15M, los procesos de cambio como dinámicas acontecimentales en los colectivos sociales antiglobalización durante las Jornadas de Seattle. Nos apoyamos en su aparato teórico para abordar el 15M desde una perspectiva acontecimental11.

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11  Salvando las diferencias históricas y geopolíticas, existe entre ambos acontecimientos suficientes semejanzas como para poder aplicar el análisis de Lazzarato sobre Seattle al

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Es necesario, nos dice, desacreditar la representación como modelo de aprehensión de la realidad social. Las figuras de la representación no hacen justicia al calado político real de los cambios en marcha, son incapaces de dar cuenta de movimientos que están vivos y en pleno proceso de cambio, no respetan sus flujos, su imprevisibilidad, su devenir. Más bien al contrario, tienden a fijar estas fuerzas mutantes en categorías conceptuales preestablecidas, objetualizando sus agentes y aniquilando su poder transformador. Para repensar la acción política de los movimientos sociales –a los que él denomina «movimientos políticos postsocialistas»–, al margen de las formas predominantes de producción simbólica del capitalismo, Lazzarato propone pasar del paradigma de la representación al paradigma del acontecimiento:

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La representación […] está fundada sobre el paradigma sujeto-trabajo. En este paradigma, las imágenes, los signos y los enunciados tienen como función representar el objeto, el mundo; mientras que, en el paradigma del acontecimiento, las imágenes, los signos y los enunciados contribuyen a hacer surgir un mundo. Las imágenes, los signos y los enunciados no representan nada, sino que crean mundos posibles. (Lazzarato, 2003, n.p.)

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Lazzarato considera que la representación y la significación son los instrumentos predilectos del capitalismo para producir realidades previsibles –lo representado siempre es un objeto reconocible–. Estos «operadores escenario del 15M. En ambos casos encontramos convocatorias espontáneas, inclusión de todo tipo de ideologías y objetivos socio-políticos, conversaciones abiertas, necesidad de autoorganización, asambleas horizontales, búsqueda del consenso a toda costa, y puesta en marcha experimental de nuevas prácticas políticas.

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semióticos» son los que posibilitan la existencia de las sociedades de control y se ejercen en el refuerzo incesante de la dicotomía sujeto/objeto en el imaginario común; una forma de lograr, en suma, la adhesión incondicional a las formas de vida del capitalismo. La creencia en un mundo constituido por lenguajes y representaciones –un mundo de objetos identificables y controlables– refuerza la idea falaz de que somos sujetos de la representación, sujetos políticos, y nunca objetos de esos mismos lenguajes y representaciones:

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El sistema capitalista produce y distribuye, a través de la representación y la significación, roles y funciones; nos equipa con una subjetividad y nos asigna una individuación (identidad, sexo, profesión, nacionalidad, etc.), de manera que todo el mundo está apresado en una trampa semiótica significante y representativa. (Lazzarato, 2006b, n.p.)

Sin embargo, en el acontecimiento12 se produce una transformación de la subjetividad y de la sensibilidad. Los sujetos, en lugar de permanecer como observadores inmutables y objetualizados de un mundo que se transforma ante sus ojos, son arrastrados por los mismos flujos del cambio. Debido a las dinámicas propias del acontecimiento, las imágenes, los signos y los enunciados son una apertura hacia lo diferente, lo impensable hasta ese

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12  Lazzarato fundamenta su teoría del acontecimiento en la idea de «giro acontecimental» de Mijaíl Bajtín. «El modo del acontecimiento es la problemática. Un acontecimiento no es la solución de un problema, sino la apertura de posibles. Así, para el filósofo ruso Mijaíl Bajtín, el acontecimiento revela la naturaleza del ser como pregunta o como problema, de manera que la esfera del ser es la de las respuestas y las preguntas» (Lazzarato, 2006, p. 45).

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momento. No representan ya el mundo conocido. De repente se ha actualizado un mundo posible en la imaginación, se ha hecho real en la imaginación de la gente, y solo queda hacerlo real en las prácticas y las conductas. Para ello se inventan, en el seno mismo del acontecimiento, nuevas formas de organización y relación, nuevos agenciamientos corporales. Al hacer surgir una nueva sensibilidad, el acontecimiento crea una nueva evaluación: «se observa lo intolerable de una época y las nuevas posibilidades de vida que implica»13 (Lazzarato, 2003, n.p.). Lazzarato profundiza en la crítica del modelo de la representación y de la significación advirtiendo que además de estar sometidos a las semióticas significantes –representacionales– que producen «sujeción social» preestableciendo identidades y roles dentro de una «subjetividad racionalista capitalista», también estamos atrapados en la «servidumbre maquínica» de

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13  En su análisis de los días de Seattle –Seattle 1999, movimientos antiglobalización y colectivos sociales durante el tercer encuentro de la Organización Mundial del Comercio– Lazzarato afirma que ningún régimen de enunciación conocido podía mantenerse sin perderse el acontecimiento en sí. «Todo el mundo llegó con sus máquinas corporales y sus máquinas de expresión, y volvió a casa con la necesidad de definirlas en relación a lo que se ha hecho y lo que se ha dicho. Las formas de organización política (de cofuncionamiento de los cuerpos) y las formas de enunciación (las teorías y los enunciados sobre el capitalismo, los sujetos, las formas de explotación, etc.) se deben medir en relación al acontecimiento. Hasta los troskistas están obligados a preguntarse: ¿qué es lo que ha pasado?, ¿qué está pasando?, ¿qué va a pasar?; y están obligados a poner en relación tanto lo que hacen (la organización) como lo que dicen (su discurso) con el acontecimiento» (Lazzarato, 2003, n.p.).

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las semióticas asignificantes que movilizan los cuerpos, las sensibilidades y los afectos. En un ejercicio de perversión asombroso, el capitalismo oculta el trabajo de las semióticas asignificantes manteniendo como único modelo posible de aprehensión de la realidad el que se desprende de la representación, de las semióticas significantes, subordinando de paso la multiplicidad y la heterogeneidad de todo acontecimiento. Como hemos visto en el ejemplo del 15M, la representación del movimiento bajo el concepto de indignados, aniquila tanto su multiplicidad como su potencia política. Estas semióticas actúan por lo tanto enredando la producción de subjetividad a nuestras espaldas. Lazzarato sitúa las semióticas asignificantes en los usos y conductas inducidas, por ejemplo, por la moneda, las máquinas analógicas o digitales de producción de imágenes, sonidos e informaciones; las ecuaciones, las funciones, los diagramas de la ciencia, la música, etc.:

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[…] que pueden poner en juego signos que tienen un efecto simbólico o significante, pero cuyo funcionamiento propiamente dicho no es simbólico ni significante. Este segundo registro no se dirige a la constitución del sujeto, sino a la captura y la activación de elementos presubjetivos y preindividuales (afectos, emociones, percepciones) para hacerlos funcionar como piezas de la máquina semiótica del capital. (Lazzarato, 2006b, n.p.)

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En este sentido, no solo los movimientos sociales, sino también el capitalismo es un generador permanente de acontecimientos. La diferencia radica en que los acontecimientos generados en su seno adoptan la apariencia de representaciones y significaciones conocidas –semióticas significantes–. Una maquinaria perversa capaz de instaurar nuevas formas de vida

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y de consumo ocultas bajo el velo de un orden que no levanta sospechas. La publicidad, por ejemplo, como todo acontecimiento, «distribuye ante todo las maneras de sentir para inducir maneras de vivir; actualiza las maneras de afectar y ser afectados en el alma, para realizarlas en los cuerpos» (Lazzarato, 2003, n.p.). El proceso de constitución de la diferencia propio del acontecimiento es explotado a favor del capital, desnaturalizándolo y haciéndolo depender de su lógica de valorización. En definitiva, para Lazzarato, todo cambio real pasa por la lógica del acontecimiento, a pesar del empeño de la historia y de la filosofía occidental en anteponerle el advenimiento de alguna ideología construida en el orden del discurso y la representación. A las dinámicas de sujeción y control de la representación, este autor opone las dinámicas de flujos y cuerpos en movimiento del acontecimiento como auténtico motor del cambio político e histórico. Ahora bien, una vez dicho esto, ¿debemos desechar por completo la idea de representación? No cabe duda de que los mecanismos de representación están en el origen de los mecanismos de sujeción pero, tal vez, al evacuar la representación estemos minorando la capacidad de los sujetos para entender y dar continuidad a las acciones emprendidas en el seno de los movimientos sociales. Además cabe la sospecha de que algunos de los procesos descritos por Lazzarato mantienen una razonable similitud con los mecanismos descritos en los procesos de representación, sobre todo en cuanto a constitución de nuevos órdenes y realidades se refiere. Es más, creo que tirando de teoría semiótica podemos detallar algunos procesos de agenciamiento con mayor precisión. Partiendo de que la distinción entre acontecimiento y representación es imprescindible hoy para entender la

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«producción de subjetividad» (Guattari, Rolnik, 2006, pp. 46-51) en nuestras sociedades, la idea de «agenciamiento colectivo de enunciación» que propone Lazzarato, correlativa a una nueva organización de los cuerpos y a una nueva práctica política, es tal vez más afín de lo que parece con la idea de representación social. Lazzarato limita la función de los signos, imágenes y enunciados a señalar un nuevo posible. Algo posible existe, incluso cuando no existe fuera de su propia expresión –ciertas imágenes de la televisión, por ejemplo–. A ese posible, para poseer una cierta realidad, le bastaría expresarse mediante un signo, como preconiza Gilles Deleuze. En este sentido un signo nunca representa un pre-existente sino siempre algo nuevo. Se presupone así que la función referencial de los signos –su capacidad de remisión– no es real. El mecanismo referencial, fundamental en la teoría semiótica por ejemplo, debería entenderse aquí como una falacia inducida por el corte racionalista de las semióticas dominantes. ¿Cómo explicar entonces el papel de la significación en los procesos de cambio –siempre ligada a referencias cognitivas anteriores–? ¿Acaso la lectura y significación de imágenes y signos no son mecanismos relevantes? ¿Podemos desligar a los sujetos de sus hábitos de representación e interpretación del movimiento que protagonizan? En definitiva, aún asumiendo el carácter impositivo, objetualizador e interesado de la representación, ¿puede algo construirse al margen de la huella histórica de estos procesos? Son cuestiones que no encuentran respuesta en la teoría del acontecimiento. Para el filósofo Slavoj Žižek toda oposición entre un conocimiento articulado –representaciones– y otro desarticulado –acontecimientos,

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encuentros, afectos, flujos– es un falso binomio, en tanto que no ofrece ningún espacio en el que articular la distinción clave entre las dos lógicas distintas de conexión entre lo micro –político– y lo macro –político–, lo local y lo global14 (Žižek, 2002, n.p.). En la segunda parte del texto propongo repensar, a modo de introducción y con ánimo de contribuir a la reflexión sobre el campo de fuerzas del 15M, la vigencia de la representación como engranaje necesario en la creación y cohesión de los movimientos sociales. En paralelo a los mecanismos de sujeción y servidumbre, la representación promueve procesos creativos –a partir de diferendos conceptuales– y genera conocimiento –que orienta acciones futuras–. Hablamos entonces de una «representación subjetiva», síntoma de las disparidades entre sujetos y producto de una reinterpretación singular de las representaciones sociales al uso. Se trata de aportar algunos elementos de análisis sobre el papel de la representación en la construcción de nuevas subjetividades. La peculiaridad de estos mecanismos representacionales es que no determinan objetos

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14  Remito aquí al texto de Jaime Vindel, contenido en el presente volumen, y en concreto a la segunda parte, Micropolítica y macropolítica. Vanguardia cultural y vanguardia política. Según Vindel, la teoría del acontecimiento exalta el punto de vista micropolítico sin tener suficientemente en cuenta los condicionantes históricos que actúan sobre el cuerpo social, ampliando así la idea de encontrar un espacio en el que superar la oposición entre un conocimiento articulado –macropolítico– y otro desarticulado –micropolítico–. «La afirmación liberadora de un sujeto colectivo entendida como una especie de revolución en proceso, corporal, múltiple, descentrada y posestadocéntrica tiende a ignorar, en la exaltación de su emergencia como acontecimiento, los condicionantes históricos impuestos por las relaciones de producción capitalistas sobre el cuerpo social». (Vindel, 2014, p. 65).

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clausurados y estables sino realidades e identidades rearticuladas como flujo y mutación por la dinámica propia del acontecimiento. De modo similar a lo que viene ocurriendo en determinadas prácticas artísticas colaborativas, la dimensión colectiva de los movimientos sociales conlleva un cambio en los modos de hacer. La gestión de las formas, los tiempos y los espacios exige una negociación y una decisión compartida entre todos los participantes. Esta gestión conduce generalmente a resultados imprevisibles. El modo dialógico del trabajo colaborativo permite que quienes participan en el proyecto se apropien de los medios y saberes de la producción. Al desactivar las relaciones de autoridad y poder de las representaciones sociales dominantes generan una comunidad de producción y recepción de saberes que instituye nuevos modos de hacer. En ella se convoca incesantemente «otra» mirada, de naturaleza probablemente más dialógica, implicada en la producción colectiva de afectos, subjetividades y formas de relación social. Observamos en este sentido que no todas las pancartas del 15M eran pancartas al uso, con un autor y un mensaje. Algunas se producían o modificaban «sobre la marcha» en consonancia con los acontecimientos. Muchas acababan su itinerario en auténticos muros-collage conformando el tejido conceptual, plural y heterogéneo del movimiento. Otras, como la pancarta colectiva sobre fondo de Guernica (véase imagen adjunta), estaban más cerca de la puesta en escena de imágenes propia de algunas estrategias del arte contemporáneo.

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Las anotaciones espontáneas sobre una pintura en forma de cita picassiana suponen un ejercicio de re-escritura subjetiva de lo que todos conocemos como el Guernica, una actualización de la representación social del «pueblo oprimido» al presente del pueblo en democracia; y a su vez provocan una relativización temporal, un distanciamiento del presente continuo del 15M, una inscripción del acontecimiento en la corriente de la historia. Representación y pensamiento subjetivo

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En el paradigma del acontecimiento, la significación jamás aparece como la aportación de un sujeto pensante, singular, subjetiva, sino adherida a una subjetividad ya realizada. La posibilidad de existencia de dicho sujeto en los procesos de cambio político queda así excluida. El acontecimiento, como una exterioridad, actúa de nuevo en el sentido maquínico del capitalismo, re-agenciando los cuerpos en nuevas disposiciones, a pesar de los propios sujetos. En este proceso, la representación no opera más que como una virtualidad, un anzuelo que tiende la maquinaria capitalista al sujeto para que mantenga viva y actualizada la dicotomía sujeto/objeto, principio básico del modo de la representación. Sin embargo, a la luz de la psicología social que recupera la idea de sentido subjetivo, podemos pensar que en el trabajo de la representación el sujeto es alternativamente objeto y sujeto, en lugar de lo uno o lo otro. Podemos imaginar entonces un sujeto pensante que activa nuevas representaciones en el seno del movimiento político acontecimental, y que este es a su vez pensado por las imágenes puestas en escena, instaladas. No hablamos solo ya de un sujeto producido y agenciado por el acontecimiento, sino también de un sujeto

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activo en el seno de una situación fluctuante, un sujeto capaz de diseñar pancartas en la interrelación con los demás. La socióloga Denise Jodelet considera que en general las corrientes del pensamiento occidental han procedido a «la eliminación de la idea de sujeto como entidad psíquica y mental […] excluyendo todo un espacio relacionado con la dinámica psíquica que subtiende la producción del pensamiento y de la acción, externalizando los fenómenos de representación» (Jodelet, 2008, p. 27). Una reacción a estas carencias puede encontrarse en los estudios recientes de la psicología social, donde se vuelve a problematizar la relación entre sujeto y representación, denostada, como hemos visto, por Lazzarato y Guattari entre otros muchos pensadores occidentales influyentes. Las coyunturas históricas y epistemológicas que han marcado el fin de siglo han conducido al cuestionamiento de los paradigmas hasta entonces dominantes, provocando una inversión de las posiciones. De repente se ha vislumbrado la posibilidad de rehabilitar la noción de sujeto asociado al reconocimiento de la representación como fenómeno creativo en el cambio social. Por un lado, autores del ámbito de la psicología social como Serge Moscovici, Jodelet o Fernando González-Rey están tratando en la actualidad la redefinición de las representaciones sociales a partir del trabajo del pensamiento subjetivo. Por el otro, Žižek plantea el problema de lo subjetivo al señalar la expulsión del sujeto cartesiano por las principales corrientes de la filosofía occidental. Según este autor, ni las teorías posestructuralistas ni las posmodernas han sabido articular la potencia política de lo subjetivo. Su propuesta pasa por reafirmar el «sujeto cartesiano» latente en toda teoría de la subjetividad, a pesar del pacto tácito sobre su rechazo:

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Por supuesto no se trata de proponer una vuelta al cogito bajo la forma en que esta noción ha dominado el pensamiento moderno (el sujeto pensante transparente a sí mismo), sino de esclarecer su reverso olvidado, el núcleo no reconocido, siempre en exceso, del cogito, que se sitúa muy lejos de la imagen pacífica del Yo transparente. (Žižek, 2001, p. 19)

Podemos vislumbrar entonces la posibilidad de un sujeto cartesiano problemático, en pugna permanente con el conocimiento de sí mismo y del mundo. Un sujeto que piensa produciendo representaciones provisionales de mundos posibles y que a su vez es sometido a la sujeción social por las representaciones dominantes. Tal sería la complejidad del sujeto hoy: piensa porque se relaciona conscientemente con el mundo a través de la producción de representaciones subjetivas que, a su vez, son fruto de las representaciones sociales15 dominantes. Si bien en la idea de sujeción de Foucault la representación interviene en los procesos de subjetivación y fijación, como el «conjunto de ideas»16

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15  Para Denise Jodelet: «El concepto de representación social designa una forma de conocimiento específico, el saber de sentido común, cuyos contenidos manifiestan la operación de procesos generativos y funcionales socialmente caracterizados. En sentido más amplio, designa una forma de pensamiento social. Las representaciones sociales constituyen modalidades de pensamiento práctico orientados hacia la comunicación, la comprensión y el dominio del entorno social, material e ideal. En tanto que tales [sic], presentan características específicas a nivel de organización de los contenidos, las operaciones mentales y la lógica» (Jodelet, 1986, p. 474). 16  Foucault no trata en sus escritos la noción de representación como un problema específico, salvo tal vez en su texto L´Herméneutique du sujet (La hermenéutica del

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que agencian al sujeto en las subjetividades dominantes, en la psicología social, en cambio, la representación inscribe activamente al sujeto en el mundo desde una perspectiva histórica y política. Intentaremos a continuación mostrar en qué se distingue la representación subjetiva del modelo representacional que hemos descrito en la primera parte. El psicólogo social González-Rey se ha interesado especialmente por el poder creativo de lo subjetivo mostrándonos así el «carácter generador» del sujeto en los espacios sociales en los que actúa. Este último, en interacción permanente con su medio social produce «sentido subjetivo» que a su vez revierte en una transformación del mismo medio. El sentido subjetivo es fruto de la expresión de las producciones simbólicas y emocionales, configuradas en las dimensiones histórica y social de las actividades humanas:

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Todo el material simbólico y emocional que constituye los sentidos subjetivos se produce en la experiencia de vida de las personas, pero no como operaciones que se interiorizan, sino como producciones que resultan de la confrontación e interrelación entre las configuraciones subjetivas de los sujetos individuales implicados en un campo de actividad social y los sentidos subjetivos que emergen de las acciones y procesos vividos por esos sujetos en esos espacios, que son inseparables de las configuraciones de la subjetividad social en la cual cada espacio de vida social está integrado. (González-Rey, 2008, p. 234)

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sujeto, 1981-82), donde esta noción aparece con relativa frecuencia (veintiséis veces) a lo largo de sus veintitrés clases. (Foucault, 2001a).

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Las representaciones subjetivas son el material simbólico y emocional con el que se construyen los sentidos subjetivos. Hay que entender entonces la idea de representación subjetiva, ya no como mímesis o semiótica del referente, sino como producción subjetiva vinculada al contacto con lo indeterminado del acontecimiento, como un modo de significarlo, aunque solo sea de forma provisional. En el régimen de la expresión, las significaciones en pugna durante el proceso de surgimiento de un mundo deben ser articuladas para permitir, desde la perspectiva técnica, la comunicación en una comunidad lingüística –visual-verbal– y, desde la política, el agenciamiento de nuevos conocimientos como valores en esa misma comunidad. Para Moscovici la representación social es:

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[…] una modalidad particular de conocimiento cuya función es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre los individuos. Es un corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psíquicas gracias a las cuales los hombres hacen inteligible la realidad física y social, se integran en un grupo o en una relación cotidiana de intercambios, liberan los poderes de su imaginación. (Moscovici, 1979, pp. 17-18)

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Para este autor, dos son los procesos a través de los cuales se generan las representaciones sociales. El primero es definido como anclaje y supone un proceso de categorización a través del cual clasificamos y damos un nombre a las cosas y a las personas. Este proceso permite transformar lo desconocido en un sistema de categorías controlable y comunicable. El segundo proceso es definido como objetivación y consiste en transformar entidades abstractas en algo concreto y material, los productos del pen-

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samiento en realidades físicas, los conceptos en imágenes. Estos mecanismos, a través de los cuales se forman las representaciones sociales, sirven para la definición de los grupos sociales al tiempo que guían su acción. Subjetividad y sentido subjetivo encuentran en la psicología social una nueva articulación que permite abordar la problemática construcción de un sujeto pensante y pensado: «[…] conviene distinguir las representaciones que el sujeto elabora activamente [representaciones subjetivas] de las que interioriza pasivamente [representaciones sociales]. La pertenencia al mundo y la participación en la intersubjetividad pasa por el cuerpo: no hay pensamiento desencarnado, flotando en el aire» (Jodelet, 2008, p. 38). Si bien las representaciones subjetivas son expresiones del pensamiento singular de cada individuo ante la experiencia vivida, que «pasa por el cuerpo», la recepción de dicha expresión se realiza siempre de un modo aproximado y deficitario en el marco de las representaciones sociales. La recepción incorpora así una carencia, un resto. Y es precisamente este resto el elemento creativo, clave en la actualización de la subjetividad desde el punto de vista cognitivo. La interdependencia señalada por Jodelet entre subjetividad y cuerpo nos recuerda al paradigma acontecimental de Lazzarato donde nuevos agenciamientos de enunciación conllevan nuevos agenciamientos corporales, pero se distingue fundamentalmente en que incorpora los procesos cognitivos en los agenciamientos de enunciación. El conocimiento que se produce en la capacidad subjetiva de representar dota al individuo de una consciencia de sí mismo, de sujeto situado:

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Porque hablar del sujeto en el campo de estudios de las representaciones sociales es hablar del pensamiento, es decir referirse a procesos que implican

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dimensiones psíquicas y cognitivas, la reflexividad por cuestionamiento y posicionamiento frente a la experiencia, a los conocimientos y al saber, la apertura hacia el mundo y los otros. Procesos que adquieren una forma concreta en contenidos representacionales expresados en actos y palabras, formas de vida, discursos, intercambios dialógicos, afiliaciones y conflictos. (Jodelet, 2008, p. 44)

El conocimiento que el sujeto adquiere a través de la representación subjetiva, aunque incompleto y provisional, permite, por un lado, la producción de interpretaciones y significaciones singulares de la realidad y de sí mismo; por otro lado, el trabajo de la intersubjetividad –de repetición y difusión de dicho conocimiento entre múltiples sujetos– instituye nuevas subjetividades al desplazar y redefinir las identidades disponibles. La representación, en este sentido, no se constituye solamente bajo los modos de la adhesión y sumisión social, sino que es generadora indirecta de nuevas realidades. A partir de una intervención consciente sobre las representaciones sociales endosadas por cada uno, el sujeto puede contribuir a un cambio de la subjetividad y de la sensibilidad de una comunidad. Para ser más preciso, podemos decir que una producción consciente conduce a redefiniciones inconscientes de las subjetividades. La transformación se produce en base a pequeñas actualizaciones subjetivas aportadas por cada sujeto y puestas en común en el juego intersubjetivo. Lo hemos podido comprobar cuando, por ejemplo, en las asambleas del 15M los individuos expresan acuerdos y desacuerdos a propósito de objetos de interés común, conscientes de la dimensión política de su práctica. La representación subjetiva, es decir la expresión de una interpretación divergente de cada participante, conduce a una resignificación final de la representación social común a todos ellos. Así la expresión «otro

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mundo es posible» deja de ser una idea utópica y se actualiza en las mentes y los cuerpos de los participantes como algo real, no solo por su efectiva puesta en práctica, como asegura Lazzarato, sino también por su aprehensión cognitiva –proceso de anclaje–. La captación inteligible de un acontecimiento será diferente de un individuo a otro porque las representaciones que se actualizan en las mentes son diferentes. En el contexto de horizontalidad de los movimientos asamblearios recientes –15M, Occupy Wall Street, etc.– la puesta en común de una multiplicidad de sentidos subjetivos, irreductibles entre sí –y sin imponerse los unos sobre los otros–, fuerza a los participantes a lograr acuerdos en el disenso. Nadie alcanza la plena coincidencia con lo que deseaba, todos ceden algo y es precisamente esa falta de identidad, ese resto en el acuerdo alcanzado y en la expresión del otro, el germen de nuevas representaciones sociales e identitarias. Tal es la dimensión creativa de la representación subrayada por González-Rey:

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Las representaciones sociales representan una producción de la subjetividad social capaz de integrar sentidos y configuraciones subjetivas que se desarrollan dentro de la multiplicidad de discursos, consecuencias y efectos colaterales de un orden social con diferentes niveles simultáneos de organización y con procesos en desarrollo que no siempre van en la dirección de las formas hegemónicas de institucionalización social. (González-Rey, 2008, p. 235)

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En síntesis podemos decir que la representación subjetiva está en la base del trabajo de disenso17. Sin la representación subjetiva solo habría acuer17  Para saber más sobre la diferencia entre el trabajo de consenso del arte político y

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dos en base a ideas ya conocidas, es decir consensos. Desde el punto de vista cognitivo de la psicología social, son los sujetos, entendidos como entes pensantes –y no solo como conductas inducidas–, quienes representan un momento activo de contradicción, de resistencia y cambio en los espacios sociales. Fruto del disenso de enunciados, signos e imágenes, surgen nuevos agenciamientos de expresión que los resitúan en otro marco interpretativo –proceso de objetivación–. De modo que en algunos casos es necesario acuñar una nueva palabra para evitar la confusión con su significación en el anterior espacio de las representaciones sociales dominantes. La palabra asamblearse, por ejemplo, surge en el tumulto del propio acontecimiento. Ahora ha pasado a formar parte del repertorio discursivo de aquellos que han asimilado una nueva subjetividad política tras las vivencias del 15M. Asamblearse, una palabra, una expresión de lo común, de un lugar donde se puede producir la identificación con una comunidad diferente, inmersa en procesos diferentes. Para Juan Domingo Sánchez Espot, estos nuevos términos, se contraponen a los que configuran el lenguaje del poder:

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Lo que los términos del poder no son y lo que no son términos del poder. Estrictamente se trata de significantes, de palabras en su sentido material, de emisiones sonoras o imágenes gráficas, consideradas independientemente de su significado, en su contraposición con otras a las que se oponen, como pueden el de disenso recomiendo la lectura de Estética y política: las paradojas del arte político del filósofo Jacques Rancière (Rancière, 2006, pp. 30-34).

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oponerse entre sí los rasgos de un fonema y los de otro. Son palabras que producen efectos, que inspiran o reorientan prácticas. (Sánchez Espot, 2012, p. 2)

Si bien para este autor, de acuerdo con las ideas de Lazzarato, la representación es la antítesis de las nuevas prácticas políticas de los movimientos sociales, insisto sin embargo, en que debe ser reconsiderada en el marco de una aprehensión cognitiva e identitaria. Me parece que es una condición necesaria, propia del juego de las mentes en cualquier dinámica acontecimental. En este sentido las nuevas expresiones como asamblearse, son representaciones vacilantes de lo social, de lo político y de lo identitario, que buscan su significación en el proceso intersubjetivo. A través de estos mecanismos se forman las nuevas representaciones sociales y las nuevas adhesiones identitarias en los movimientos sociales, cuyas acciones futuras serán guiadas por el corpus de conocimientos contenidos en dichas representaciones. En el caso del 15M esta adhesión identitaria es particularmente relevante: la ocupación reivindicativa de plazas y las asambleas horizontales no solo activan nuevas prácticas políticas sino que además generan una inteligibilidad, un conocimiento capaz de legitimar las acciones presentes y futuras. La expresión de la indignación tuvo en el seno del movimiento múltiples caras. Muchas de ellas se difundieron en los medios bajo la forma de imágenes de pancartas, de manifestantes ocupando las plazas, de escritos y entrevistas publicados en los medios de comunicación. Si bien estos agenciamientos de enunciación pudieron contribuir de un lado al refuerzo de las representaciones sociales dominantes, como hemos visto en la primera parte del texto, con la despolitización de los indignados como resultado, por

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otro lado fueron revisados y reformulados en un ejercicio de reapropiación colectiva de dichas representaciones de la indignación. Sometida a la dinámica acontecimental, la representación de la indignación se redistribuye en múltiples sentidos subjetivos que fuerzan su redefinición. A la luz de lo tratado en torno a la representación subjetiva, podemos sostener que los procesos políticos constituyentes se producen en el re-agenciamiento de cuerpos en diferentes organizaciones sociales y de inteligibilidad sobre los procesos de subjetivación en curso. Según Cano, si en un principio la palabra indignación sirvió como el mínimo denominador común capaz de actuar como provisional cemento del movimiento 15M fue porque brindaba una articulación simple y afectiva de algo que había sido escondido durante demasiado tiempo bajo la alfombra de esa ideología autoafirmativa llamada el «empresario de sí» (Cano, 2012, p. 19). Aunque es cierto que, en este campo de fuerzas, la palabra indignación canalizara y sirviera como encadenamiento de un malestar común, también lo es que, una vez dado este paso, el movimiento empezó a obrar un espesor conceptual y una articulación institucional mayor. En este sentido también la sencillez del mensaje y la dimensión emocional que acarreaba el término fueron decisivos para aglutinar voluntades y configurar un espacio colectivo de identificación. En los movimientos sociales toda nueva significación generada tiene un carácter transitorio, no constituye un campo simbólico dominante. Es un jalón de sentido necesario para superar las diferentes etapas del proceso

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político constituyente. Se trata de ordenar y difundir las prácticas y acciones emprendidas, dotarlas de un sentido común provisional para guiar acciones futuras. No obviamos que el capitalismo instaura un régimen abusivo de la función representacional con la que pretende someter a los sujetos sin posibilidad de expresar su singularidad, convirtiéndolos en estereotipo de sí mismos. Esta es en mi opinión la razón más poderosa del denuesto de la representación. Sin embargo, la representación es una moneda de doble cara, que por un lado crea y por el otro fija conceptos, que es instituyente e instituida, y en todo caso consustancial a todo proceso de cambio político.

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Imágenes Las imágenes que salpican este texto han sido o bien realizadas por el autor o bien obtenidas en internet, donde circula una gran cantidad de información y documentación sobre el 15M. 148

LA ABSTRACCIÓN DE LA MASA Pablo Martínez Fernández

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El cuerpo social Las primeras imágenes en movimiento pertenecen a la salida de la fábrica de un grupo de obreros, en su mayoría mujeres, de la industria Lumière en Lyon, dedicada a la producción de materiales fotográficos, cuando las posibilidades de la fotografía aún eran únicamente materiales. Esas imágenes fueron exhibidas por primera vez a un grupo de empresarios de la fotografía en una reunión con fines comerciales (Didi-Huberman, 2009, pp. 37-50). Aquel encuentro por azar en una sala de proyección de las trabajadoras de la imagen con los industriales capitalistas fue el acto inaugural del cine como medio de reproducción de imágenes en movimiento. Situación paradójica esta, y ciertamente significativa, con la que el cine

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inició su historia: por un lado, las obreras objeto de la imagen aparecían en la pantalla para mostrar a los patrones el cotidiano movimiento de su salida del trabajo, algo que seguramente ellos no acostumbrarían a ver. Por el otro, esas mismas imágenes, cuando fueran vistas por «las sujetas» objeto de las mismas, ayudarían a construir una conciencia de clase, un proceso de subjetivación obrero1. La del obrero en la ciudad fábrica (López Petit, 2009a, p. 62), cuya organización social con mismos tiempos para el trabajo y el ocio e iguales espacios para la producción y el recreo, originaría unas formas de vida que propiciarán el surgimiento de las masas y sus movimientos sociales. Porque será este «obrero masa» quien, al mismo tiempo que se dedicaba a la producción y consumo masivos, se implicaría en los ciclos de luchas laborales y urbanas de los dos últimos siglos2.

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1  Ya Walter Benjamin en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica vio en la fotografía el «primer medio de reproducción verdaderamente revolucionario», donde señalaba además que su aparición había sido «simultánea con el inicio del socialismo» (Benjamin, 2013, p. 95). Queremos pensar que con esta afirmación Benjamin no se referiría solamente a la naturaleza múltiple de la fotografía, sino también a los temas que comenzaron a capturar las máquinas fotográficas. Estas imágenes comenzaron a hacer visibles asuntos hasta entonces ocultos para las distintas clases sociales entre sí.

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2  El operaísmo italiano entendió la fuerza de trabajo en la relación capital/trabajo no solo como mercancía sino también como fuerza de negociación. Durante el fordismo el capital resiste la oposición obrera porque es necesaria para la producción y acumulación de capital. En este sentido el proletariado como sujeto político negaba al capitalismo al mismo tiempo que servía de motor para su desarrollo. El progreso se asentaba sobre esta lógica ambivalente en la que el Estado mediaba entre el capital y el trabajador (Santiago López Petit, 2009a). Como veremos más adelante, con el posfordismo esta lógica queda quebrada porque en buena parte el capital ya no necesita de la fuerza de trabajo para su desarrollo.

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Si la historia de la comercialización del invento de los Lumière es por todos conocida, quizá lo sea menos que «el nuevo atlas del mundo en movimiento» generado en los años que seguirían a su aparición tuvo como principal objeto de interés el cuerpo social en su integridad (Didi-Huberman, 2009, p. 38). Un cuerpo social que no era otra cosa que aquella masa que había abandonado de forma progresiva su estatus de populacho desorganizado, disgregado y con tiempos dispersos, para conformar una clase obrera urbana cuya característica principal iba a ser la de su abstracta indistinción3. Es la masa que José Ortega y Gasset (2005) describiría compuesta por un prototipo de individuo que se repite hasta la saciedad en la ciudad moderna y que comparte con el «populacho» que pintara Goya en La carga de los mamelucos su capacidad para desestabilizar el orden público y aplastar a las élites culturales o «minorías especialmente cualificadas». Es

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Asimismo, cabe resaltar la centralidad de las luchas urbanas en estos procesos que, si bien tradicionalmente no han sido directamente asociadas con las luchas laborales, han de ser entendidas como una consecuencia de la explotación capitalista, que ejerce un impacto en los habitantes de la ciudad a través de los altos precios de los arrendamientos de viviendas o el transporte. (Harvey, 2013).

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3  Todos aquellos autores que aluden a la masa en su análisis de las congregaciones humanas en espacios públicos, de Sigmund Freud a Toni Negri pasando por Elias Canetti o Gustave Le Bon, refieren como rasgo distintivo de estas la indiferenciación de los sujetos que las componen. Sin embargo, para algunos autores, como veremos más adelante, este abandono de la sujeción, este desplazamiento del sujeto autoconsciente a la conformación del grupo no supondrá por fuerza el abandono a los más bajos instintos y la dejación de cualquier responsabilidad por parte del individuo, como había sido el caso en los autores arriba citados.

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la masa que vemos en las imágenes que rescata Asier Mendizabal de las revistas ilustradas de finales del siglo xix, y que analizaremos más adelante en este texto, con sujetos indefinidos y emborronados no solo como consecuencia de la desintegración que conlleva formar parte de una muchedumbre, sino además por la precariedad de las posibilidades materiales de su representación: manchas entre la tinta y la fibra del papel de las primeras imágenes fotográficas reproducidas mecánicamente4. Pero quizá el desdén de Ortega hacia la masa esconda también un desprecio por el sujeto obrero, siempre definido por su incapacidad de sentir 5. Como el que demostrara Freud en su Psicología de las masas y análisis del yo donde, siguiendo muy de cerca las propuestas teóricas reaccionarias de Le Bon y William McDougall, inscribiera los comportamientos de los individuos en masa en un estadio primitivo de la especie humana, como «una regresión de la actividad psíquica a una fase anterior», una forma de arcaísmo propia del salvaje o del niño (Freud, 2013, p. 25). Para Freud además, igual que

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4  En este sentido parecería que los propios medios de reproducción de la imagen, ya sean digitales, ya impresos de manera mecánica, se aliasen con la propia naturaleza de la masa y nos arrojasen una imagen de esta pretendidamente indefinida, sin dejarnos ver con claridad los sujetos que forman el conjunto. Así nos sucedería en la actualidad con la imagen pixelada de las manifestaciones como recientemente apuntábamos en una aproximación al trabajo de Rabih Mroué. (Martínez, 2013).

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5  En este sentido parece interesante la relación que establece Arlette Farge cuando recoge de la tradición ilustrada a través de Voltaire que el cuerpo del pobre está anestesiado debido a su cultura, sometida a un trabajo continuo desde que nace. «[…] el trabajo impide “sentir” y si por casualidad el cuerpo del pobre siente demasiado la miseria, hace “la guerra”» (2008, pp. 26-27).

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lo había sido para Le Bon, esa masa pensaría en imágenes «que se enlazan unas a otras asociativamente» (2013, p. 5). Curioso que una vez más el pensamiento con y por las imágenes fuese definido como un conocimiento menor que, por otra parte, empuja los afectos y desboca las pasiones. Porque la afectividad de los sujetos en la masa […] queda extraordinariamente intensificada y, en cambio, notablemente limitada su actividad intelectual. Ambos procesos tienden a igualar al individuo con los demás de la multitud, fin que sólo puede ser conseguido por la supresión de las inhibiciones peculiares a cada uno y la renuncia a las modalidades individuales y personales de las tendencias. (Freud, 2013, p. 10)

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La política ilustrada se había inaugurado con la imagen del cuerpo social que aparecía en la portada del Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651), de Thomas Hobbes6. En ella la sociedad aparecía identificada con una figura humana de cuerpo compacto formado por una masa de individuos sin identidad y regida por la razón de un único soberano que se asentaba sobre ese cuerpo de la multitud (Hardt y Negri, 2004, p. 375). Aquí una vez más el poder se identificaba con el Uno que había de gobernar por encima del pueblo, mediante el

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6  A este respecto recomiendo el análisis que Santiago Lucendo hace en esta misma publicación sobre la figura de Leviatán (pp. 173-198).

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uso de la razón que controla al cuerpo. El monarca se situaba además por encima de este cuerpo en la cúspide de la pirámide social. De arriba a abajo del cuerpo se desgranan los tempos de la jerarquía social, pero la cabeza irriga con su poder y su saber a los otros miembros de las clases sociales. Dentro de esta perspectiva, el pueblo pobre es la parte baja del cuerpo, la que obedece y se encuentra bajo el yugo de la realeza y de su sistema social y económico. Dentro de ese universo vivo, pues la idea de cuerpo es una metáfora social, la masa de las personas desfavorecidas se mueve sin que se le conceda ningún poder, ningún pensamiento e, incluso, ninguna inteligencia. (Farge, 2008, p. 23)

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Esta representación de la organización política aparece además sobrevolando la ciudad, como si ya se albergase la certeza de que en su control residiría el secreto de la estabilidad del poder. Al término del siglo xix, el surgimiento de la sociología y su estudio de los comportamientos de las masas tras los acontecimientos de la Comuna de París (1871), haría que estas dejasen de ser identificadas con la fuerza bruta de un cuerpo gobernado por el juicio del monarca para pasar a ser la otra cara de la mente racional, «su cruz libidinal e irrefrenable» (Mendizabal, 2014). Y es que el discurso apocalíptico de Le Bon vio en las masas agrupaciones en las que los individuos perdían «sus capacidades críticas, comprimidas y unificadas» para actuar impulsivas bajo «un proceso de mutuo contagio donde los sentimientos son exagerados –especialmente los más simples–» (Martínez Taglavia, 2013). Pero, ¿no habría tomado Le Bon una posición tan alejada de la masa que determinaría el lugar desde el que se producía su conocimiento? Ese lugar desde el que la ideología dominante del pasado siglo

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se pronunció y desde el que nunca se llegó a disolver el dualismo «entre representación y realidad, entre la casta que sostiene las claves y las masas, que son alfabetizadas y catequizadas como buenos niños» (Guattari, 2009, p. 157). Freud añadiría a las críticas realizadas por Le Bon, –que se centraban en la desaparición de la personalidad consciente, el discernimiento y la voluntad bajo el dominio de la «masa psicológica»–, la aparición de la figura del hipnotizador: el caudillo que orientará las acciones de esa masa sedienta de obedecer. En Freud, el abandono del yo en la masa se produciría en aras de una identificación con el caudillo o ser superior y en ningún caso sería generador de un proceso de desidentificación o desubjetivación. Las aseveraciones de, entre otros muchos, Freud, Le Bon, Ortega y McDougall en relación con las masas nos hacen pensar que ninguno de ellos habría sido partícipe de alguna de esas aglomeraciones amorfas y con ello no habían situado su cuerpo de intelectual burgués en el centro del cuerpo social que constituye la masa. Porque la cuestión fundamental para entender la dinámica de la masa apela al cuerpo, al sensorio. Elias Canetti parecía saberlo bien. Así nos lo narra en sus memorias, cuando afirma que, tras leer la teoría de la masa de Freud y participar en la muchedumbre que acabó por quemar el Palacio de Justicia de Viena en el verano de 1927, decidiera armar su teoría desde la experiencia y no desde la distancia del salón burgués. Para Canetti, en el interior de una muchedumbre el sujeto perdería el miedo social de sentir su cuerpo excesivamente cercano al de los otros. Los cuerpos, a diferencia de lo que señalara Freud, quien mediante la parábola de los puercoespines ateridos afirmaba que ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima a los demás, formarían una sola carne. Pues en la masa se produce una descarga en la que

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[…] se desechan las separaciones y todos se sienten iguales. En esta densidad, donde apenas hay hueco entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como a sí mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los hombres se convierten en masa. (Canetti, 2013, p. 19)

Únicamente se es consciente de la auténtica naturaleza de la masa cuando se pertenece a ella, cuando nuestro cuerpo se involucra y abandona a su poder, y se aleja de los dominios de la razón sin que ello implique que caigamos en la «noche negra de las pasiones», ya que las emociones y los afectos no se oponen a la razón. Ese cuerpo se nos aparece por fuerza atravesado por lo político y en sus emociones, palabras y signos él mismo hace política (Farge, 2008, p. 227). La política de aparición en la plaza. Cuando los cuerpos aparecen en el espacio público, son vulnerables y se exponen, desnudos ante los ojos del poder, a cualquier tipo de agresión. Son los cuerpos de las muchedumbres que se manifiestan y acampan sin autorización en lugares prohibidos y con ello se enfrentan a las fuerzas de seguridad de los Estados que, descaradamente, ya solo protegen los intereses del capital; cuerpos que son por fuerza y sin necesidad de articular palabra, políticos:

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Sin embargo, no estar protegido no es lo mismo que quedar reducido al estado de «vida nuda». Por el contrario, no estar protegido es una forma de exposición política. Es ser simultáneamente vulnerable, incluso frágil, pero también potencial y activamente rebelde, si no revolucionario. Los cuerpos reunidos que se encuentran y que se constituyen a sí mismos como «nosotros el pueblo» sacuden las abstracciones que nos harían olvidar las demandas del cuerpo. (Butler, 2013, p. 75)

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Sin embargo, el hecho de que buena parte de los totalitarismos encumbrados al poder de muy diversas formas en la década de los treinta se asentaran sobre esas masas que al mismo tiempo despreciaban, redundaría en las teorías que las consideraron como fuente de anulación y privación de criterio individual. Hasta tal punto que un personaje tan poco cercano a actitudes reaccionarias como Hannah Arendt abrazase las teorías de Le Bon y describiera la masa como una entidad política estúpida y maleable, un mob, del latín mobile vulgus, caprichoso y sin criterio (Delgado, 2014), lo que nos muestra una vez más la distinción entre los conocedores y los ignorantes, los portadores de la verdad y el juicio y el vulgo embrutecido que sigue atravesando nuestra historia. Esa crítica a las masas como legitimadoras de los fascismos y las dictaduras socialistas ha producido un elitismo intelectual que sitúa al sujeto autoconsciente en el centro de cualquier proceso de articulación política legítimo, olvidando quizá que es precisamente ese pensamiento centrado en el sujeto el que sustenta las democracias liberales y sus formas de fascismo posmoderno. La masa supondría para estos intelectuales una amenaza para el reino del sujeto responsable y con ello pondría en peligro el régimen biopolítico que se sustenta en la libertad del sujeto, que no es más que una trampa de sujeción a la forma misma del sujeto (López Petit, 2009b, p. 84).

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Procesos de subjetivación e imágenes de la masa La utilización con fines políticos de la imagen de amplios grupos de población o masas manifestándose ha sido recientemente recuperada por los movimientos de ocupación de las plazas como una forma de atacar la

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movilización global de los individuos y construir una comunidad local que responda a la fragmentación desde un lugar común. Una imagen que crea lugares desde los que responder de forma efectiva a la continua desaparición del espacio público y su reconversión en diversos públicos por parte de los dispositivos que suministra el poder. Si la clase trabajadora ha sido desarticulada en tanto que sujeto político (López Petit, 2009a, p. 16), ¿qué papel puede desempeñar la imagen para articularla? Y a la inversa, ¿cómo puede la masa luchar contra la cooptación de su imagen por la movilización financiera? En cierto sentido, parece que la irregular fortuna de la que ha disfrutado el concepto de masa en su corta historia sea consecuencia de que no siempre las masas han sido capaces de pensarse como imágenes, de controlar su representación y su forma de aparecer en la esfera pública. No en vano, merece la pena recordar que uno de los triunfos del capitalismo, merced a la maquinaria semiótica de Hollywood, ha sido que la clase trabajadora rechazase su imagen y con ello renunciase a producir sus propias representaciones del trabajo, formas de ocio y, en definitiva, sus formas de vida, en aras de construir una imagen de sí mismas más próxima al ideal burgués que al de su naturaleza obrera. Si, como decíamos al principio, es el cuerpo social el que ocupará el atlas de la imagen en movimiento, este irá abandonando de forma progresiva su presencia para dejar paso al relato del sujeto y sus relaciones interpersonales en el ámbito de lo privado, lo íntimo y lo personal7. A esto habría que añadir que

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7  En este sentido es interesante pensar con Guattari que si el capitalismo no funciona simplemente poniendo un conjunto de esclavos a trabajar, sino más bien modelando subjetividades para producir los sujetos necesarios para el consumo de sus productos,enton-

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la esfera pública burguesa ha privilegiado el discurso político sustentado en el lenguaje y que aquel de los cuerpos o las imágenes, mediante el que se articula el discurso de las masas y a través del cual se aprende la cosa pública, ha quedado siempre relegado a un segundo término, como parte del lenguaje de los subalternos. En el caso de la Revolución rusa parece claro, tal y como lo ha expresado Susan Buck-Morss (2004), que ese control de la imagen de las masas estuvo a cargo del cine y que fue fundamental para la construcción de una «identidad colectiva en cuanto masa revolucionaria» (p. 169) ya que suministraba imágenes en movimiento que facilitaban el reconocimiento de sí mismas a las masas. Un reflejo que «puede ser importante para la transformación de la multitud accidental (la masa en sí misma) en una multitud con conciencia de la propia identidad y determinada (la masa por sí misma) con al menos el potencial de representar su propio destino» (p. 162). ¿Podríamos pensar igualmente que las imágenes de las ocupaciones, acampadas y masas de los últimos tiempos han ayudado a configurar una nueva subjetividad política en el seno de nuestras democracias comerciales de sujetos atomizados?, ¿podríamos del mismo modo

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ces la producción de una subjetividad burguesa habría sido el objetivo primordial de la maquinaria cinematográfica a su servicio, mejor que una subjetividad revolucionaria como fue el caso del cine soviético (Guattari, 2009, p. 237). En el ensayo de esta misma publicación «15M. Acontecimiento y representación» Daniel Lupión (pp. 113-158) describe con acierto el análisis que Lazzarato realiza sobre las semióticas significantes –vinculadas con la representación– y la «sujeción social» que producen, frente a las semióticas asignificantes que «movilizan cuerpos, sensibilidades y afectos» y que permanecen invisibles a pesar de su poderosa producción de subjetividad y acción.

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aseverar que la «imagen» que poseemos de la clase obrera soviética es tan compacta porque tuvo un desarrollo en el cine y nuestro conocimiento sobre ella lo hemos adquirido a través de sus películas? Si esto es así, quizá estaríamos en condiciones de poder afirmar que nuestras recientes luchas solo han adquirido relevancia en tanto que «imágenes», porque nos han hecho tomar conciencia de un sentimiento de colectividad que va más allá de los intereses personales y pasa necesariamente por la creación de un espacio común. Las imágenes que han proliferado en torno a las últimas revueltas contienen además otro nivel de significación y de producción de subjetividad distinto al que tuvieron en el pasado, ya que gracias a los dispositivos móviles de captura y divulgación de las mismas, los cuerpos se ven implicados en la operación. Esta circunstancia hace que las «imágenes de la masa» posean un carácter performativo que contribuye a que ya no podamos diferenciar las luchas de nuestros cuerpos de las de estas (Steyerl, 2011) porque además las imágenes hacen saltar las «distinciones entre real y representación, entre web y cuerpo, internet y plazas, de manera viral» (Martínez Taglavia, 2012). Son en este sentido también performativas en la medida en que producen una carne social «queer» con unos cuerpos de individuos que, más allá de sus identidades sexuales, de raza o clase, socializan y se comunican entre sí (Hardt y Negri, 2004, pp. 235-236). Parte de la esencia de esa masa es la construcción de un ser que sobrepase la identidad individual y configure agenciamientos colectivos de enunciación (Guattari, 1996). Por ello, en la muchedumbre es imposible encontrar un yo con el que sentirse plenamente identificado, ya que en el proceso de construcción de la masa se produce, como ya hemos visto más arriba, el abandono de uno mismo. El yo, como le sucedía a Rabih Mroué en el

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vídeo With Soul With Blood, en el que tras una manifestación trata sin éxito de encontrarse en las imágenes tomadas de la muchedumbre protestante, aparece desdibujado, con los contornos sin definir, pixelado; un anónimo que no desaparece como subjetividad, pero cuya identidad pasa a formar parte de un «nosotros». Pero ese yo que aparece entre la multitud no tiene por fuerza que ser un yo anulado, «pasivo, condenado a la indiferencia y a la insignificancia. Es el yo que descubre la excentricidad inapropiable, y en este sentido anónima, de la vida compartida. Su voz es entonces plenamente suya porque ya no puede ser solamente suya» (Garcés, 2013, p. 16). En todas las imágenes de manifestaciones y protestas, la individualidad se emborrona para conformar un nosotros que responde a una identidad no esencialista. Son imágenes de la masa que están más allá de lo identitario, aunque no por ello dejan de activar subjetivaciones políticas que escapan de las lógicas del «yo marca» semiocapitalista –o quizá sea precisamente por ello, por estar más allá de lo identitario que permiten esos otros modos de subjetivación–. Son signos de un anonimato cuya fuerza reside, como ha formulado Santiago López Petit (2009b), en el gesto radical del abandono del yo y en la interrupción de la movilización global que transforma la naturaleza misma del acontecimiento e imposibilita su romantización8: «En la medida en que se produce una interrupción de la movilización global, el tiempo se suspende y es puesto entre paréntesis. Entonces el nosotros y

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8  En esta misma publicación Jaime Vindel (pp. 53-92) se cuestiona el modo en que el acontecimiento ha sido objeto de una romantización nada efectiva en términos políticos y, por tanto, pueda ser necesario reconsiderar «las relaciones entre los paradigmas y las temporalidades del acontecimiento político y de la representación democrática en términos tan radicales como dialécticos».

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la fuerza del anonimato se hacen espacio, se encuentran en el espacio. Así surgen los espacios del anonimato» (2009b, p. 115). La imagen que nos ofrece este gesto radical se niega además a ser nombrada; no pertenece al pueblo, ni es masa, ni es multitud, porque ninguno de estos términos sirven para denominarla. Su mejor calificativo pertenece al anonimato, que puede ser hoy todos esos términos a la vez, pero no es esencialmente ninguno. La imagen de las masas parece responder de manera efectiva a este espacio de «politización apolítica» que abre el anonimato, ya que en ella es imposible reconocer individuos sujetos al estatus de ciudadanos, tan problemático en el presente9. Esa dificultad en la distinción que comportan tanto la masa como el anonimato colisionan con la idea de multitud tal y como la definieran Michael Hardt y Toni Negri, para quienes las individualidades nunca se desdibujan. En el interior de la multitud se conforma una pluralidad atomizada que alberga un conjunto de singularidades que se resisten a la uniformidad; no se transforman las identidades, aunque sea de manera momentánea, en la fusión de los cuerpos y subjetividades. Podemos interpretar, entonces, que en esa ambigua multitud no se produciría una nueva subjetividad política y, con ello, los sujetos manifestados no se moverían del estadio previo en el que se situaban. No existe una transformación de la subjetividad y con ella la conformación de una nueva, la atomización neoliberal en públicos/

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9  Santiago López Petit (2011) ha problematizado el estatuto de ciudadanía tal y como se entiende en la actualidad y tal y como se inserta en las sociedades neoliberales. Si el ciudadano es aquel que posee una vida, que sabe gestionarla, quizá el único horizonte emancipador pase por el abandono de ese estatus. Romper el contrato social para escapar del miedo que tenemos interiorizado.

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clientes/targets no se ve perturbada y queda poco espacio para la activación de una imaginación política que rebase los límites de lo previamente establecido: «la multiplicidad de la multitud no consiste en ser diferente, sino en hacerse diferente. ¡Hazte diferente de lo que eres!», nos dicen sin atisbo de ironía en Multitud (p. 404). Pero entonces cabría preguntarse por lo que distingue a este sujeto político de aquel que en este mundo semiocapitalista se construye su yo-marca mediante la diferencia. ¿No sería quizá mucho más efectivo pensar en el potencial de subjetividades alternativas que reten incluso la tradicional construcción del yo como ente cerrado y único capaz de producir política en la ciudad? ¿Por qué redundar en la cooperación del «sujeto portador de su propia diferencia» (López Petit, 2009b, 85) para activar la cooperación que por otro lado ya existe por los modos de producción impuestos por el posfordismo? Quizá no sea tan efectivo el establecimiento de una genealogía en la que se acepte que todos los elementos que conforman los sistemas de producción puedan ser equiparados en su totalidad con las formas de guerra y articulación de la protesta. Sobre todo si tenemos en cuenta que las luchas y reivindicaciones están tan vinculadas al mundo de la producción como directamente a los modos de vida que imprime la ciudad por las formas indirectas de explotación del capital: en las rentas altas de los alquileres de las viviendas en las ciudades, las elevadas tasas de circulación, los impuestos… (Harvey, 2013). Por otro lado asumir que los sujetos sociales de la modernidad –el pueblo, la masa– son «fundamentalmente pasivos, en el sentido de que no son capaces de actuar por sí mismos, de que necesitan ser conducidos» frente a la multitud como «sujeto social activo […] internamente diferente y múltiple, cuya constitución y cuya acción no se fundan en la identidad ni

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en la unidad (ni mucho menos en la indiferenciación), sino en lo que hay en común» (Hardt y Negri, pp. 127-128) quizá sea construir una historia de las movilizaciones sociales un tanto maniquea, que desactiva además los movimientos políticos del pasado, con toda la carga que eso conlleva. Abstracción En uno de sus textos en defensa del expresionismo abstracto y de la autonomía de la obra artística, Harold Rosenberg establecía en 1960 una comparación entre la radicalidad de los eventos políticos y aquella que procuraba el expresionismo abstracto en la superficie del lienzo (Lütticken, 2012, p. 96). Los editores de Art News, donde se publicaba el artículo, yuxtapusieron en blanco y negro una pintura de aquel movimiento con una manifestación de estudiantes en Japón. Las dos imágenes aparecen ante nosotros con la misma abstracción y su leyenda nos las convierte en vestigios de una acción cuya indeterminada apariencia no les resta concreción política. Paradójicamente, desde nuestro presente posutópico no parece tan lejano aquel 1960, cuando los debates aún giraban en torno a la autonomía del arte –que no autonomía estética–. Aunque el argumento de Rosenberg nos parezca ingenuo, o más bien tendencioso, quizá podamos servirnos de él para andar su camino al revés y pensar, no tanto en la forma en que influyeron las imágenes de las revueltas en el expresionismo abstracto, sino en cómo estas nos ayudan hoy a construir unas cualidades para la imagen abstracta de la masa. O al menos así parece en el modo en el que algunos movimientos de protesta en el contexto del Estado español, ahora «mareas», construyen su imagen desde el control de la forma e inva-

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den las calles conscientes del poder de la identidad unitaria que proyectan, aunque con menos violencia y un sentido muy distinto al de los expresionistas. Como si de acrílicos se tratara, los colores de las mareas ocupan el espacio público: verdes, blancas o negras10. Si Francesca Martínez Taglavia (2012) ha utilizado imágenes de Courbet y analizado La ola en sus diferentes versiones (1866 y 1869), para referirse a la «ola global» de protestas que han sacudido el planeta desde 2011, en este caso podemos sustituir esa imagen de la «ola global» que superpone a las acampadas y ocupaciones de las plazas en el arco del Mediterráneo por la de la marea: una fuerza gravitacional que invade el espacio público y que, consciente además de su potencia física, sacude la imagen con su aparición informe. Ya Canetti incluyó el mar entre sus «símbolos de masa» por sus cualidades:

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10  Hago notar aquí que soy consciente de los peligros de la estetización de la política que advierte una larga tradición de pensamiento centroeuropeo que se remonta a Benjamin. Las posibilidades que la técnica otorga a la producción de imágenes en el acontecimiento, así como su simultánea distribución me parecen generadoras de unas posibilidades de autorrepresentación de la masa que son esenciales en el caso de las mareas. En este sentido, cabe subrayar que la conformación de aglomeraciones vestidas del mismo color en el espacio público responde a una voluntad que discurre de abajo a arriba y que es muy consciente de no estar siendo utilizada para unos fines distintos a los que ellas deciden. Ellas producen la imagen –la fabrican– y luego la distribuyen en la resaca de las redes. Este análisis, lejos de pretender exaltar las nuevas tecnologías, pretende reflexionar acerca de las posibilidades de construcción de subjetividad política con las que contribuye la imagen y que refuerza la acción política de estos movimientos. Véase la marea blanca en la Comunidad de Madrid o la marea verde en las Islas Baleares. Agradezco en este sentido el diálogo mantenido tanto con Jaime Vindel como con Aurora Fernández Polanco al respecto, en torno a este texto y a los suyos propios que contiene esta publicación.

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[…] es múltiple, está en movimiento, posee una densa cohesión. Lo múltiple en él son las olas que lo constituyen. Son incontables; quien se encuentra en el mar está rodeado de olas por todos lados. El carácter semejante de su movimiento no excluye las diferencias de tamaño entre ellas. Nunca están en entera calma. […] La densa cohesión de las olas expresa algo que también lo sienten los hombres que forman parte de una masa: una ductilidad hacia los demás como si uno fuese ellos, como si ya no se estuviese limitado en sí mismo, como si se tratase de una independencia de la que no hay escapatoria y, precisamente en contraposición, aparece una sensación de fuerza, un ímpetu que dan todos en conjunto. La índole peculiar de esta cohesión entre los hombres es desconocida. Tampoco el mar la explica, la expresa. (p. 114)

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Y al igual que el mar, que no se explica, sino que se expresa, estas mareas se piensan como imagen y articulan la protesta en el espacio público y en las redes, conscientes de que la pleamar llegará hasta las pantallas vía redes sociales. Esas mareas están compuestas por cuerpos que, cuerpo a cuerpo, articulan una protesta concreta al tiempo que componen una abstracción consciente de sus formas. El espacio, el volumen y el color se convierten en vehículos esenciales de las manifestaciones. Una imagen que ya no aparece como en El leviatán con un cuerpo dirigido por una cabeza, ni es la de un cuerpo indefinido, como lo era la masa de la modernidad. En esta ocasión, la muchedumbre es quien controla su propia imagen y sus usos, y con ello los sujetos en la protesta transforman además el uso del espacio público. Las formas articulan el discurso y la masa decide desde su interior cuál es la mejor forma de representarse.

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De un modo similar, a partir de imágenes de masas del siglo xix Asier Mendizabal ha puesto de relieve las relaciones existentes entre imagen, espacio e ideología. En la serie Tramas a la que pertenece Rotation (Rome) Mendizabal analiza la materialidad de esas imágenes que en las primeras impresiones fotomecánicas dejaban patentes los materiales con los que estaban construidas a través de la trama del papel y de la tinta que mostraban, que in-corporaban. A esa imagen original ensuciada por la materia se suma la palpable manipulación a la que Mendizabal las somete mediante un juego de reimpresión con diferente matriz. Una repetición a partir de su reproducción mecánica que conforma un grupo de nuevas imágenes, al tiempo que una nueva imagen abstracta. En su hacer, Mendizabal obvia además el principio capitalista que oculta los medios de producción de las cosas, en especial de las imágenes. En este caso, la trama y la urdimbre de la tinta y el papel ofrecen un juego abstracto que origina una imagen de indefinición pero de poderosos significados, sobre todo por su vinculación con la naturaleza de las propias masas y el modo en que encarnan la confrontación entre lo individual y lo colectivo y sus repre-

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sentaciones. La masa se multiplica como copia y adopta diferentes formas según las diversas tramas que la producen en tanto que imagen. Parece que la mejor manera de mostrar lo colectivo es desde la abstracción, la repetición y la multiplicación, mediante una operación que borre los límites y desenfoque la concreción de las cosas, bien sea como tramas y urdimbres de papel, como manchas de tinta o como píxeles. Una mezcla en la que además los sujetos y los objetos pierdan la obstinada distinción que les asignara la modernidad y se disuelvan los límites existentes también entre realidad, representación, representatividad y subjetividad. Mendizabal extrae la forma de la multitud, pero en esa abstracción permanece latente la historia: el relato del acontecimiento, que en esta ocasión no pasa por el escrutinio del lenguaje ni la dictadura del sentido. Si en su trabajo «no podemos hablar de “obras” ni de “piezas” si no es en relación a una cadena significante que se completa por contagios de vecindad, completitud y alusión a otros trabajos y textos» (Aguirre, 2006, p. 7), quizá un trabajo como No Time for Love nos ayude a comprender mejor esta Rotation, (Rome). En esta instalación con una proyección de 16 mm en bucle aparece ante nosotros la marcha de un grupo de jóvenes que caminan con una caja de cervezas. Uno de los integrantes del grupo al pasar ante la cámara levanta un dedo como gesto provocador para el que mira. La repetición de la acción que se nos muestra una y otra vez como otra y la misma cosa nos produce un extrañamiento. El del tiempo suspendido por repetido. La extraña indefinición de la acción del grupo, no se sabe qué es lo que van a hacer ni adónde se dirigen, solamente cobra sentido por la repetición. Como las de estas plazas en las que los individuos se reúnen bajo las grupas de la escultura ecuestre del monarca, caudillo local o condotiero de turno. En

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las proyecciones que se hicieron de las mujeres que salían de la fábrica Lumière, el público pedía que la proyección se repitiese (Didi-Huberman, 2009), generando casi el primer loop de la historia. Una historia circular en la que el tiempo se repite, como en No Time for Love. Pero pensar además en la potencialidad poética y política de la repetición nos parece acuciante hoy. Si buena parte de la práctica de la modernidad estuvo vertebrada por la repetición: la cadena de la fábrica, las posibilidades de la reproducción técnica de la imagen y la estricta composición de las formas de vida en torno al tiempo y el espacio de la ciudad, esta desaparece en la actualidad como patrón bajo el signo de la flexibilidad semiocapitalista y aparece con formas nuevas, que no improvisadas. La repetición es constitutiva y consustancial de la masa: «Ante la perspectiva de volver a reunirse, la masa supera una y otra vez su disolución» (Canetti, p. 17). Las imágenes que componen esas tramas apenas se distinguen unas de otras, como en el caso de Mroué analizado anteriormente. Entonces el formalismo deja de referirse exclusivamente a la forma y adquiere un nuevo sentido en la reivindicación, cuando los artistas deciden hacer uso del lenguaje de la forma y dotarlo de nuevos significados que vuelven complejo el discurso de la modernidad y nos muestran nuestra realidad de una forma menos plana. La abstracción aparece entonces como una forma resistente y con un significado distinto, radicalmente político.

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PENSAR CON LAS IMÁGENES. PENSAR CON EL MONSTRUO Santiago Lucendo Lacal I

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El monstruo es un buen ejemplo de lo que supone pensar con las imágenes. Partiendo de esta hipótesis en marcha, quiero plantear aquí un paralelismo entre pensar/imágenes y pensar/monstruo y preguntarme precisamente por esa unión «/» entre pensar y lo monstruoso. Las imágenes de lo monstruoso permiten un entendimiento profundo de los abusos y excesos del poder en el mundo contemporáneo, porque son constitutivas de este1. Y precisamente porque han jugado un papel fundamental en la configuración moderna –forman parte del tejido cultural– es pertinente preguntarnos si pueden ayudar a pensar el presente y cómo. Numerosos autores de especial relevancia en el desarrollo del pensamiento moderno y contemporáneo han recurrido a las imágenes de lo monstruoso como parte esencial de sus planteamientos teóricos, convirtiendo al monstruo en protagonista activo –vivo– y necesario del pro-

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1  Textos fundamentales como el de Martin Tropp (1999). Images of fear: How horror stories helped shape modern Culture (1818-1918) o Monster culture: Seven theses de Jeffrey Jerome Cohen (1996) desarrollan estos puntos de vista y no podemos dejar de citarlos como punto de partida para abordar el monstruo.

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pio pensamiento. Pero estos monstruos han crecido y mutado fuera de su control, variando su situación y lectura en el tiempo. Aunque su naturaleza les permite adaptarse a cada momento (Cohen, 1996, pp. 4-5) el monstruo regresa especialmente en tiempos de crisis, para problematizar el choque de los extremos (p. 6). Su estatus ontológico particular cuestiona los límites de la razón y hacen del monstruo una imagen pensante que materializa una reflexión no verbal sobre las imágenes en general. Lo monstruoso es por definición aquello que se opone al «orden regular de las cosas» (DRAE, 2001) y se opone planteando problemas desde su propia presencia y otredad. Cuando la monstruosidad es revelada, reclama nuestra atención de forma inmediata y debe ser confrontada por medio de la violencia –hostility– o el acercamiento comprensivo –hospitality– (Kearney, 2003, p. 63)2. Tanto monstruos como imágenes quieren algo de quien los mira –aunque sea que los dejen en paz– y, aunque otra cosa es que lo consigan, siempre lo demandan de forma urgente o abiertamente violenta3.

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2  En cuanto a la violencia es importante señalar que en el caso del monstruo el análisis del cuerpo muerto no implica conocimiento; estudiar los miembros disgregados de Frankenstein es volver al punto de partida. Sin embargo, como afirma Noël Carroll, «un monstruo muerto es un contraejemplo muerto, que por estar muerto no deja de ser un contraejemplo» (1990, p. 417).

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3  Esta forma de vida que atribuimos a las imágenes se argumenta en detalle en What do pictures want? de W. J. T. Mitchell, partiendo de la idea de que «Magic portraits, masks, and mirrors, living statues, and haunted houses are everywhere in both modern and traditional literary narratives, and the aura of these imaginary images seeps into both professional and popular attitudes toward real pictures» (2005, p. 31). Aunque el libro de Mitchell no se centra en las imágenes de lo monstruoso no es casual que estas ocupen un lugar importante en su libro con reapariciones constantes.

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Imágenes de «masa» en Google

El monstruo es ante todo imagen. El origen de su palabra alude al ámbito de lo visual; pero es una imagen extraña y con una presencia física ligada al asco o al miedo. Quienes evocan la imagen del monstruo especulan con la posibilidad de su presencia, lo convocan y dicen «ya está aquí» o «ya viene». El monstruo está directamente unido al miedo a ser tocado y, quizá por eso, su presencia puede movilizar una masa de individuos en su contra4. En estos casos el monstruo se convierte en chivo expiatorio, como a menudo ocurre también con las imágenes. La masa, unida como imagen y cuerpo en «aglomeraciones amorfas», puede convertirse con facilidad en el propio monstruo, al encarnar el terror de la elite intelectual, tal y como recoge Pablo Martínez en La abstracción de la masa, en este mismo libro.

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4  «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido», así comienza Elias Canetti Masa y poder (1960). Ese es precisamente el miedo del que la masa libera y por la que se conforma: «Solamente inmerso en la masa puede el hombre liberarse de este temor a ser tocado. [...] Y, de pronto, todo acontece como dentro de un solo cuerpo» (pp. 3-4).

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II Pero ¿cuál podría ser entonces esa unión adecuada entre pensar e imágenes? ¿pensar y monstruo? Volviendo a la pregunta que nos hacemos –al menos la que yo me hago en el contexto de las discusiones de este grupo– reunido bajo el título Pensar con las imágenes. ¿Pensamos con, por, para, según... o desde ellas/ellos? La elección condiciona cómo nos pre-posicionamos ante la imagen, una forma de entenderla y una forma de entender el pensamiento. Esta preposición variable como x, conforma en sí misma una metodología, donde lo único predeterminado es la compañía –las imágenes o el monstruo–. Aunque abunda el con, precisamente porque hablamos de compañía, la naturaleza –x– de dicha relación puede ampliarse en cualquier momento. Es importante apuntar que pensar-x-imágenes define un modo de trabajar, pero no por el uso de imágenes, sino por la conjugación constante de su posición: partiendo de la asociación –junto a– pero también abriéndose a un campo de investigación –sobre, desde–, un clientelismo –para–, un sacrificio –por– o llegando a la destrucción iconoclasta, contra las imágenes, o contra el monstruo. «It´s alive!», decía el Doctor Frankenstein mientras reanimaba sus sueños... Frankenstein, paradigma de la creación que escapa tanto de sus creadores como de sus perseguidores, es un collage en movimiento. Producto del Dr. Frankenstein dentro de la narración y de Mary Shelley en el papel, es construido a partir de material de desecho. Nacido de la pesadilla de su madre y del sueño de un doctor, el siniestro desdoblamiento de la criatura es la viva imagen del concepto de creación... y fuga. Emancipado de

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Zombie Clock en http://www.neatoshop.com

sus padres –Dr. Frankenstein/Shelley– forma parte del imaginario colectivo, donde reside en permanente reelaboración como el monstruo de Frankenstein. En sus constantes mutaciones, fusiones y reapariciones los monstruos son el paradigma de la imagen viva, aunque sea una vida de independencia precaria. A la hora de abordar esa actitud mágica o premoderna con respecto a las imágenes, Mitchell propone una actitud de entendimiento frente a una superación incrédula (2005, p. 30)5. Y si aceptamos esa extraña forma de vida, tanto en monstruos como en imágenes, estarán dispuestos a enseñarnos aspectos importantes relativos a su situación y a la nuestra. Al fin y al cabo son nuestros hijos, y por eso nos preguntan ¿por qué los hemos creado? (Cohen, 1996, p. 30). El monstruo –como la imagen– existe para ser leído (Cohen, 1996) pero, debido a la distancia que nos separa, a menudo se hace necesaria la traducción y la interpretación. Sabemos que en todos estos actos hay algo de traición o engaño –ventriloquia–. Un hablar por el otro que podrá en ocasiones «decir casi lo mismo» (Eco, 2008) pero que implica en cualquier

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5  «In short we are stuck with our magical, premodern attitudes toward objects, especially pictures, and our task is not to overcome these attitudes but to understand them, to work through their symptomatology» (Mitchell, 2005, p. 30). La cursiva es mía.

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caso una negociación6. Entonces, esa «x» entre el pensar y las imágenes debe basarse precisamente en la constante negociación, tal y como afirma Umberto Eco con respecto a la traducción (2008, p. 17). Por otro lado, en este proceso existe un riesgo, pues el que habla por el otro puede fácilmente fundirse con este, vampirizado. Así le sucede a Bela Lugosi, y antes a Bram Stoker, viviendo bajo la sombra de la imagen a la que prestaron vida7. Ya desde Homero sabemos que espectros e imágenes necesitan la sangre de los vivos para poder seguir adelante con su frágil vida8. Como recompensa las imágenes alimentan nuestro pensamiento, convertidas en food for thought 9.

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6  Cabe destacar que la negociación presupone alguien con quien negociar y en este sentido ahonda en la idea de vida que aplica Mitchell a las imágenes y de la que aquí partimos. 7  Bram Stoker ha permanecido desde su creación «bajo la sombra de Drácula» precisamente como se titula una de sus biografías más recientes (Murray, 2004) al igual que Bela Lugosi que vio «vampirizada» su carrera (Cortijo, 1999) desde su actuación como Drácula en la película de Tod Browning, convirtiéndose en icono viviente del vampiro de ficción.

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8  Un ejemplo clásico lo encontramos en la Odisea. Ulises tiene que derramar la sangre de varias reses para que se acerquen los muertos y poder hablar con Tiresias en el Hades: «Corría negra sangre. Del Erebo entonces se reunieron surgiendo las almas privadas de vida [...] Se acercaron en gran multitud, cada cual por un lado con clamor horroroso» hasta tal punto que el héroe tiene que contenerlas hasta hablar con Tiresias que solo vaticina el destino después de beber la «negra sangre» (Homero, 2006, pp. 171-173). 9  Food for thought: anything that provides mental stimulus for thinking (The free dictionary).

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III Las imágenes también pueden ser habitadas o recorridas, pensar en las imágenes. Tanto el monstruo como los escenarios del terror gótico que lo acompañan son espacios pensantes, que permiten un entendimiento de la realidad desde la situación. Pensar en la mazmorra, o pensar en la fábrica, en el castillo o la ciudad. Son el lugar en el que nos movemos, son nuestra casa o la de nuestro pensamiento, como las cárceles de Giovanni Battista Piranesi, donde nos podemos perder con facilidad. En La caída de la casa Usher (1839) la «casa» de Edgar Allan Poe se refiere a la familia y el lugar. Ambos se asemejan y comparten destino, están íntimamente ligados. El terror, como género literario, comienza en un castillo de ficción –el de Otranto– y desde dentro un castillo material –Strawberry Hill– construido por Horace Walpole a medida de sus fantasías10. A partir de este castillo tan familiar se proyectan y reinventan las historias del pasado, en paralelo al desarrollo del movimiento ilustrado. Se construyen «cas-

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André Malraux y su museo imaginario

10  Horace Walpole primero construyó su mansión Strawberry Hill en 1749 y a partir de ese espacio habitable, hecho a medida de sus fantasías medievales, escribió la novela que daría comienzo al género gótico, El castillo de Otranto (1765), y que dispararía la imaginación de los lectores convirtiéndose en una novela de gran éxito y en el comienzo de un género igualmente exitoso.

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tillos en el aire», equiparando el proceso «pensar-imaginar» con la imagen que lo desencadena, el castillo ruinoso. Pero también el hogar, las imágenes habitadas, se convierten en fortaleza: «tu hogar es tu castillo»11. En ocasiones lo que cobra vida es el propio lugar, como «ese rostro monstruoso que a veces me parece ver que se dibuja en la estructura de esa casa» (King, 1995, p. 158)12. O una plaza que acoge con los brazos abiertos a los peregrinos, como un gigante dispuesto a arroparlos y bendecirlos. La situación con respecto al monstruo/imagen también puede estar determinada por un tiempo, un nuevo escenario pos-apocalíptico, después

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11  «Your home is your castle» es un dicho común que también se puede invertir, eres dueño y señor de tu hogar pero también es tu último refugio. 12  Y continua: –Creo que esa casa podría ser el monumento de Hubert Marsten al mal, una especie de caja de resonancia psíquica. Un faro de lo sobrenatural, si quieres. Inmóvil allí durante todos estos años, conservando tal vez la esencia de la maldad de Hubie en sus viejas entrañas que se desmoronan. –Y ahora ha vuelto a ser habitada.

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Japanese movie poster for 1956 American film Godzilla, King of the Monsters!

del paso de Godzilla o King Kong: pensartras-las-imágenes. ¿Qué se puede decir entonces? ¿Qué se puede mostrar más allá del rastro del propio monstruo? En otras ocasiones jugamos con las imágenes fuera del tiempo y a distancia –ante, sobre–. Pero pensar-imágenes, pensar-monstruos, es también, y sobre todo, una imagen: imagen de imágenes, fragmentos –collage–, montaje o panel –yuxtaposición–, acumulación –archivo, atlas– o Historia del Arte –recolección, colección y lectura–. Las imágenes, al igual que las rarezas de la naturaleza, son objeto de colección. Producto de una recogida y elección, fascinación o reclamo. Antes cromos en el álbum, postales en una caja, ahora archivos en carpetas dentro del disco duro13. La imagen puede, y seguramente debe, ayudarnos a pensar la imagen. Entonces hablamos de metapictures o imágenes que reGabinete de curiosidades

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13  Dice Walter Benjamin a propósito del coleccionismo que «la propiedad es la más honda relación que puede establecerse con las cosas: y no porque las cosas estén vivas en él, sino que es él quien habita en ellas» (2010, p. 345).

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http://en.wikipedia.org/wiki/Cabinet_of_curiosities

EDITORIAL Google images/Pensar. Pensar con google images cual es la imagen de pensar flexionan sobre la imagen (Mitchell, 2005, p. 10), imágenes que piensan imágenes. Aunque esto quizá nos lleve por un camino sin fin. Explicar con la explicación, monstruos hechos de imágenes que piensan las imágenes. Multitud de imágenes. Así, pensar-x-imágenes o pensar-x-monstruo es más que una metodología basada en la constante reconstrucción y montaje, nos hace pensar juntos ante/por/desde/con... la imagen compartida14. Para salir de esta matrioska debemos observar que esas imágenes van dejando un rastro, de terror en el caso de lo monstruoso. Pensar-x-imágenes no es por lo tanto una tarea etérea, metafísica, por mucho que hablemos de metaimágenes o que la imagen de pensar –propuesta por Google images– sea una nube alejándose del cuerpo. Pensar es pesar, sopesar, recorrer y mu-

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14  Pensar-Imágenes es en sí una imagen compartida, dividida y discutida –un grupo algo monstruoso y dispar– donde pensar-x-locura, pensar-x-masa, pensar-x-distracción, pensarx-pensar, pensar-x-monstruo, pensar-x-vampiro... Un globo que emana como una nube de cómic desde varias cabezas, imagen de intersubjetividad.

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Matrioska, de Yeltsin a Iván el Terrible

chas veces recoger o adoptar. La mano sujeta la cabeza que piensa y que guarda las imágenes, conteniendo a los monstruos. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando recibimos una mala noticia para soportar la fuerza que ejerce la imagen que se está constituyendo. La mano del melancólico sostiene la cabeza que contiene la imagen cuyo referente ha desaparecido, dejando solo el pesar, sin la compañía de la persona que permitía soportarlo. Una mano que rasca –estimula– la cabeza, para poner en movimiento esas imágenes y fantasmas. Un peso físico sobre la cabeza, en la carpeta, o sobre la propia espalda. Las imágenes, como el íncubo o el vampiro, hunden al individuo sobre la mesa o la cama al dormir.

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A propósito de El principio poético Edgar A. Poe (1850) afirmaba que «Un poema muy corto puede producir a veces un efecto brillante y vívido, pero jamás profundo o duradero» (p. 83). Sin embargo para afirmarlo recurre a una imagen que, por su brevedad, muestra lo contrario: «Es necesario que el sello presione firmemente la cera» (p. 83). Una metaimagen persistente que explica su propia prosa. Para ejemplificar la importancia de una cierta duración en la poesía, para que se prolongue el efecto, utiliza una imagen que esconde una violencia afín a sus relatos y al funcionamiento del

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Borrador del Capricho 43 de Goya y Aby Warburg

monstruo. El sello/imagen/ monstruo moldea al lector con su diseño, como si fuera lacre. Una imagen vista ya no puede ser borrada. Mientras leo relatos como El pozo y el péndulo no logro dejar de ver a Poe como un sádico, presionando con sus imágenes firmemente sobre el lector, creando un efecto «profundo» y «duradero». Friedrich Nietzsche describía un proceso muy similar en La genealogía de la moral (1887). Cuando acaba de referirse a la lapidación, la rueda, el empalamiento y otros medios de tortura nos dice que: «Con ayuda de tales imágenes y procedimientos se acaba por retener en la memoria cinco o seis “no quiero”, respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de vivir entre las ventajas de la sociedad, –y ¡realmente!, ¡con ayuda de esa especie de memoria se acabó por llegar “a la razón”! –» (p. 90). Destaca así la importancia de la violencia en el papel fundador de la sociedad y el papel de la imagen dentro de esa perversa «mnemotecnia de la crueldad» (Lazzarato, 2012, p. 40; Lucendo, 2002)15. Imágenes de tormentos presentes y pasados graban el castigo que supone la violación

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15  La expresión «mnemotecnia de la crueldad» así como la relación con el texto de Nietzsche vienen del texto de Lazzarato (2012, p. 40) y dieron lugar al artículo en que desarrollo esta cuestión en relación con las imágenes «Mnemotecnia de la crueldad» (Lucendo, 2012). La imagen y el monstruo, de un modo especial, participan de esa mnemotecnia de la crueldad porque se graban literalmente en el cuerpo de quien las contempla.

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de las normas establecidas y vuelven al sujeto predecible en el tiempo16. Un mecanismo que Maurizio Lazzarato explica utilizando la imagen de la máquina de tortura descrita [En] la colonia penitenciaria (1919) de Franz Kafka. Es decir inscribiendo en el cuerpo del condenado el delito cometido, por medio de agujas que siguen el diseño de una plantilla. Lazzarato utiliza la imagen de Kafka para pensar el texto de Nietzsche y por medio de una breve alusión renueva el «dolor» en cualquiera que haya sufrido previamente el tormento de la rastra en la ficción de Kafka. La máquina de Kafka –que recuerda tanto al sello de Poe– sirve así de imagen pensante –generando pensamiento y peso– y al mismo tiempo de metaimagen, ya que explica el funcionamiento de las imágenes. Un funcionamiento y una mnemotecnia que el monstruo acentúa.

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Dice Hobbes en el capítulo 5 de Leviatán (1651) que el «uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas» no es admisible «cuando razonamos y buscamos la verdad» (p. 46). Pero lo dice cuando ya hemos tomado contacto

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16  En este sentido, pero de un modo más genérico, detrás de cada orden hay una amenaza: «Se imparten órdenes sin que la gente tenga conciencia de recibir simultáneamente una amenaza de muerte. Sin embargo, cualquiera que sea la naturaleza de la orden, siempre oculta esta amenaza. Y con la pena de muerte, hecho habitual en la mayoría de las sociedades, siempre se devuelve a la orden su carácter terrible. Es una advertencia: si tú o vosotros no hacéis lo que se os exige, os sucederá lo mismo que estáis viendo con vuestros propios ojos» Elias Canetti en «Conversación de Canetti con Adorno», (Canetti, 2002, p. CXXXIV).

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con el monstruo, antes de comenzar la lectura. La imagen cobija bajo su sombra todo aquello que va a tratar, constituyéndolo, completándolo y facilitando su recuerdo. Un ejemplo muy claro de cómo el monstruo participa de esa particular mnemotecnia a la que nos acabamos de referir. El terrible Leviatán se muestra como un coloso, cuyo cuerpo está formado por una multitud. Una masa, que porta la espada y el báculo, domina el paisaje y preside el texto. Para insistir en esa unión del poder civil y el eclesiástico aparecen bajo el Leviatán diversos símbolos pareados: castillo y templo, corona y mitra, etc. Por si la representación visual de este hombre-masa no fuera suficiente, y seguramente con la intención de dirigir la imagen, Hobbes explica en qué consiste esta reelaboración del Leviatán:

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La NATURALEZA, arte por el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, es imitada por el arte del hombre, como en tantas otras cosas, en que éste puede fabricar un animal artificial. Si la vida no es sino movimiento de miembros cuyo principio está radicado en alguna parte principal interna a ellos, ¿no podremos también decir que todos los automata [...] tienen vida artificial? ¿Qué es el corazón sino un muelle? ¿Qué son los nervios sino cuerdas? ¿Qué son las articulaciones sino ruedas que dan movimiento a todo cuerpo, tal y como fue concebido por el artífice? Pero el arte va aun más lejos, llegando a imitar esa obra racional y máxima de la naturaleza: el hombre. Pues es mediante el arte como se crea ese gran LEVIATAN que llamamos REPUBLICA o ESTADO, en latín CIVITAS, y no es otra cosa que un hombre artificial. Es éste de mayor estatura y fuerza que el natural, para cuya protección y defensa fue concebido. En él la soberanía actúa como alma artificial, como algo que da vida y movimiento a todo el cuerpo... [sic]. (p. 13)

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El antiguo monstruo, ya presente en la Biblia, es ahora un autómata animado por la soberanía, por «la suma de todos» y que domina a todos. Una criatura cuyas referencias explícitas casi desaparecen del texto después de la visión del frontispicio, posiblemente por no abusar de «metáforas, tropos y otras figuras retóricas» (Hobbes, 1651, p. 46) que se alejan de la razón y la ciencia como dice Hobbes. Sin embargo, su impresión inicial va a permanecer omnipresente como un espectro que da unidad al conjunto del texto, de cara al lector coetáneo así como a futuros lectores. El Leviatán se convierte desde entonces en una imagen con una nueva y larga vida artificial, renovada tras la adaptación del monstruo marino al poder terrestre17. Como dice Carl Schmitt en su ensayo El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes (1938), «el nombre de Leviathan proyecta una larga sombra; cayó sobre la obra de Thomas Hobbes y caerá también sobre este librito» (1938, prólogo). Schmitt destaca la importancia del monstruo por encima del Logotipo de la Comunidad de Madrid

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17  Entre las más recientes reescrituras del Leviatán encontramos como prueba de la vigencia del modelo la obra que Anish Kapoor realizó en el Grand Palais de París para Monumenta 2011. Véase por ejemplo el siguiente vídeo en que Kapoor lo explica brevemente y menciona expresamente el Leviatán de Hobbes. Anish Kapoor: Leviathan at Grand Palais Paris, en Youtube: http://youtu.be/12Ni0c4D27Y (visto en febrero de 2014).

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Imagen de la portada de la edición de Leviatán (1651) de Hobbes

propio contenido de la obra. Se refiere al Leviatán como una imagen que «no opera como la simple representación plástica de una idea» ni cita, ni ilustración, sino «más bien como un símbolo mítico, con un trasfondo lleno de sentido» (p. 1). Ese «Magnus corpus» que es el Leviatán «rebasa el marco de la pura teoría o construcción intelectual» por encima de cualquier otra imagen dentro de la teoría de las ideas políticas tan «rica en imágenes y en símbolos abigarrados, en iconos y en ídolos, en paradigmas y fantasmagorías, emblemas y alegorías» (Schmitt, 1938, p. 1). En su reescritura, Hobbes actualiza al monstruo marino que era el Leviatán, sacándolo a tierra y combinándolo con la figura del autómata. Los autómatas comenzaban a desarrollarse en aquel tiempo, aunque alcanzarían su apogeo en el Siglo de las Luces. La

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Caricatura de la II Guerra Mundial y El Coloso de Goya. Leviathan, Anish Kapoor, Grand Palais, Monumenta 2011

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idea del estado-gigante como una máquina con el poder terrenal absoluto, formada por individuos-pequeñas máquinas, está detrás de Leviathan y va a tener mucha proyección18. Este cuerpo político, como un mecanismo formado por autómatas individuales, posiblemente se inspiró en René Descartes. En el quinto capítulo del Discurso del método (1637) comparaba el funcionamiento del ser humano y la complejidad de la naturaleza con el autómata y las máquinas en general (p. 87)19. Nadie escapa del monstruo, ni siquiera el padre del racionalismo, que se sirve de la imagen del autómata para argumentar su Discurso 20. Como vemos, el uso de las imágenes monstruosas como mecanismo para la comunicación y el desarrollo del pensamiento, está ligado al racion-

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18  Además de la imagen del Estado como máquina, la idea del individuo como autómata esclavo dará como resultado la creación en el siglo xx del concepto «robot» en la obra de Karel Čapek R.U.R. destacando el papel desagradable y rutinario –robot– del trabajo que realiza el individuo como autómata. 19  «[C]uán diversos autómatas o máquinas movientes puede construir la industria, empleando muy pocas piezas, en comparación de la gran multitud de huesos, de músculos, de nervios, de arterias, de venas y de todas las demás partes que están en el cuerpo de cada animal, consideremos ese cuerpo como una máquina, que por haber sido hecha por Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres». (Descartes, 1637, p. 87).

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20  Podríamos entrar en la discusión de si el autómata es en realidad un monstruo. Este desde luego forma parte del vocabulario de lo siniestro y a pesar de su base racional como máquina se convierte en una figura «increíble» desde fuera por su complejidad. Descartes afirma precisamente que el humano es una máquina, con todas las connotaciones siniestras que tiene, en el sentido Unheimlich de Sigmund Freud.

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alismo y la Ilustración. Su uso anticipa en sus argumentos algunas de las figuras que el propio género gótico continuará y nos permite destacar su situación como imágenes pensantes, imágenes-reflejo en el mundo moderno21. Karl Marx y Friedrich Engels (1848) comenzaron el Manifiesto comunista (p. 39) evocando el miedo que producía el fantasma del comunismo en Europa, como si se tratara de una leyenda que el propio manifiesto habría de despejar por medio de su exposición22. El espectro que asola Europa es según sus autores solo eso, un miedo sin cuerpo propio, frente a otras criaturas sólidas como el vampiro (Marx, 1867, p. 179; p. 240) o el alquimista (Marx, 1852, p. 345) que chupan y transforman la materia. Al igual que el Leviatán de Hobbes, capaz de dominar la tierra y organizar el espacio por su condición de coloso, para surtir efecto el monstruo debe estar unido a una amenaza material real. El miedo a ser tocado contra el que la masa reacciona. Tanto Hobbes como Marx recurren a la imagen monstruosa como punto de partida en sus discursos, un miedo que tiene como base una amenaza cierta que la propia imagen nos recuerda por medio de su

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21  El concepto imagen-reflejo debe entenderse como reflexión en su sentido amplio, visual, a veces inconsciente y en otros casos conceptualmente elaborada. Este concepto parte de mi trabajo El vampiro como imagen-reflejo: estereotipo del horror en la modernidad (2009, pp. 36-39) publicada en Editorial Complutense, eprints. 22  «Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han aliado en Santa cacería contra este fantasma [...] Ha llegado la hora de que los comunistas expongan abiertamente ante el mundo entero su visión, sus objetivos, sus tendencias, y opongan a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del partido mismo» (Karl Marx y Friedrich Engels, 1848, p. 39).

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particular mnemotecnia. Pero no debemos olvidar que a ambos les sigue la exposición detallada de argumentos, del mismo modo que el texto explica el emblema e intenta orientar/utilizar el poder que esas imágenes despiertan señalando la moraleja. Todas estas figuras y monstruos forman parte y han contribuido definitivamente a la construcción de un fenómeno mayor que ya hemos llamado capitalismo gótico, aunque quizá deberíamos adoptar el término necrocapitalismo (Banerjee, 2011) de ecos más siniestros23. En cualquier caso la construcción del presente y el uso creciente del monstruo y el terror de ficción en el ámbito del pensamiento –político, económico, ético y estético– y de todo signo, forman una tendencia sostenida en el tiempo que debe ser observada y, al menos, suscitar algunas preguntas sobre sus motivos y efectividad24.

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23  Concepto a su vez derivado de necropolítica. «This is necrocapitalism!» de Bobby Banerjee: «I define necrocapitalism as specific capitalist practices of modes of organizational accumulation that involve dispossession, death, torture, suicide, slavery, destruction of livelihoods and the general organization and management of violence». Necrocapitalismo, frente a capitalismo gótico, es una imagen más directa y evocadora del terror real. Precisamente esa diferencia señala el efecto de la imagen del que estamos tratando. Capitalismo gótico alude a los orígenes de esa imaginería del siglo xviii que va a configurar el vocabulario de Marx en el siglo xix y por esa parte señala mejor el origen de esas imágenes de ficción; sin embargo el concepto gótico tiene unas connotaciones culturales positivas que no se adecuan a la realidad que se quiere describir, es más cruda y directa.

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24  Como ejemplo de la influencia de las imágenes góticas empleadas por Marx en el presente en el documental Marx Reloaded (Jason Barker, 2011), que trataba de explicar la crisis iniciada en 2008 a partir de los planteamientos de Marx, reaparece de nuevo la imagen del vampiro para explicar el capitalismo: «El capitalismo es un no-muerto [...] continúa su marcha aunque nadie tiene ya fe en él» dice Nina Power. Traducción del autor.

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Kraken de Pedro Lucendo

V Quizá es el momento de regresar al mar para pensar el mundo contemporáneo. Pensar la marea humana es necesario (Martínez, 2014, pp. 149-172) pero también sus monstruos. Devolver al Leviatán al sitio de donde lo sacó Hobbes para reflexionar con sus hermanos sobre el funcionamiento múltiple, escurridizo y tentacular en el presente. Condición múltiple y resbaladiza que las propias imágenes en red comparten con el monstruo. El pulpo gigante cuya mitología está unida tanto a la ciencia moderna –basada en puntuales hallazgos que dispararon la imaginación del siglo xix– y a mitos ancestrales –como el Kraken o el propio Leviatán– es una imagen más adecuada para completar nuestro panorama, por su viscosidad, multiplicidad y monstruosidad. Los brazos del calamar apuntan hacia esa capacidad de agarrar de todas partes, de controlarlo todo bajo una mirada de muerte, la mirada del poder que evo-

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Ilustraciones de 20.000 leguas de viaje submarino 1870, Alphonse De Neuville

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Imagen del xix recogida en vulgararmy.com

ca y reelabora la gorgona. Los monstruos siempre se mezclan y asocian. No es casual que su imagen haya sido readaptada en numerosas ocasiones a la crítica política y con mucha frecuencia ya en el siglo xix 25. El pulpo, con sus numerosos tentáculos, se asemeja a la diversificación de las estructuras de poder y las corporaciones, semejante en movilidad y siempre dispuesto a reaparecer desde las profundidades. Pero también a la red que alcanza a todas partes y en la que estamos integrados. Como una tela de araña –con la que el pulpo tiene elementos comunes– por donde circulan las arañas de Google (crawlers) que buscan imágenes para unificar la multiplicidad en una pantalla bajo un mosaico de búsqueda. Si vivimos en una sociedad líquida, de acuerdo con Zygmunt Bauman, una sociedad donde la masa adopta la forma de marea humana –verde, blanca...– entonces debemos pensar la imagen más adecuada para reescribir esos peligros que

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Cartel publicado durante la Guerra Civil

25  La web vulgararmy.com de Michelle Farran dedicada a estas imágenes recoge gran cantidad de ejemplos de los que aquí recogemos solo esta muestra (visto en febrero de 2014).

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Diferentes campañas electorales en favor de Cthulhu extraídas de internet

acechan en el mundo acuático. Puede que un «nuevo» monstruo ancestral, poderoso como el coloso de Hobbes, pero oculto a la vista. Más parecido a los pulpos que atacan al Nautilus en Veinte mil leguas de viaje submarino, reapareciendo de la nada cuando se los menciona, pero más peligroso aún. Para concluir quiero recoger y proponer, al menos provisionalmente, a Cthulhu, el conocido monstruo/dios de Howard Phillips Lovecraft, como candidato a presidir esas imágenes de lo monstruoso que piensan el presente. Lovecraft, que hizo de lo indescriptible la fuente principal del terror, y la muerte o la demencia el resultado de enfrentarse a este, dio vida a una serie de mitos que crecieron más allá de sus obras (Lovecraft et al., 2012). Los llamados mitos del Cthulhu, protagonizados por una divinidad de nombre impronunciable y cuya invocación intraducible sería quizá la representación más adecuada del nuevo Leviatán. Un monstruo inhumano (¿pre-humano? ¿pre-lingüístico?) imposible de representar –a pesar de que muchos lo hayan intentado– y cuyos adoradores pretenden despertar de su refugio en el fondo del mar. Esto a pesar de que son conscientes de que cuando lo haga lo más probable es que los devore, debido a su absoluta indiferencia con respecto al ser humano. Tan inhumano y tan familiar al mismo tiempo. «Why vote for a lesser evil?».

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Los monstruos se mezclan y recombinan, son propicios a la reescritura y la adaptación, y así podemos seguir preguntándonos sobre la efectividad y el funcionamiento desencadenado por esas imágenes del terror a través de numerosos ejemplos. A la pregunta ¿cómo actúan las imágenes sobre el pensamiento?, planteada a través de la relación pensar-x-imágenes y pensar-x-monstruo, y que depende directamente del papel que asignemos a esa «x» entre ambas, debemos sumar otra: ¿Son efectivas las imágenes-monstruo a la hora de cambiar algo en el presente? ¿Qué puede hacer Cthulhu por nosotros? Desde luego la respuesta depende de lo que entendamos por efectividad, pues es indudable que esas imágenes están actuando, causando un efecto duradero, y que desde los inicios del propio pensamiento político han formado parte de su configuración. Pero también es cierto que en los casos más significativos –como Hobbes o Marx por ejemplo– el monstruo iba acompañando, pero tomando parte, en un profundo trabajo de reflexión, sin el cual no tendría la fuerza que tiene. Tanto Hobbes y el Leviatán como Marx y el vampiro emplearon una imagen con un fuerte y previo arraigo para pensar y recontar el mundo. Quizá este es el momento de pensar Cthulhu:

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El Gigante de Goya

«Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn» (Lovecraft, 2008, p. 565)

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Bibliografía Banerjee, S. B. (2008, diciembre). Necrocapitalism. Organization Studies vol. 29, 12, 1541-1563. Londres: Sage Publications. Benjamin, W. (2010). Desembalo mi biblioteca. Un discurso sobre el arte de coleccionar. En Obras Libro IV/Vol. I. Madrid: Abada. Canetti, E. (2002). Obras completas I: Masa y poder (1960). Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Carroll, N. (2005). Filosofía del terror o paradojas del corazón (1990). Madrid: Antonio Machado Libros. Cohen, J. G. (1996). Monster culture: Seven thesis. En J. G. Cohen (Ed.), Monster theory. Minneapolis (Minnesota): University of Minnesota Press. Cortijo, J. (1999). Bela Lugosi. Drácula vampirizado. Madrid: T&B. Descartes, R. (1999). Discurso del método (1637). Madrid: Edaf. Eco, U. (2008). Decir casi lo mismo: la traducción como experiencia. Barcelona: Lumen. Hobbes, T. (1994). Leviatán (1651). Barcelona: Altaya. Homero (2006). Canto XI. Odisea. Madrid: Gredos/RBA. Kafka, F. (1972) En la colonia penitenciaria. En La condena (1919). Madrid: Alianza Editorial. Kearney, R. (2003). Aliens and others. En Strangers, gods and monsters. Londres y Nueva York: Routledge. King, S. (2003). El misterio de Salem´s Lot (1975). Barcelona: Debolsillo. Lazzarato, M. (2012). The making of the indebted man. Los Ángeles: Semiotext(e). Lovecraft, H. P. (2008). La llamada de Cthulhu. En Narrativa completa. Vol. I. Madrid: Valdemar. Lovecraft, H. P. et al (2012). Los mitos de Cthulhu. Madrid: Alianza Editorial. Lucendo, S. (2009). El vampiro como imagen-reflejo: estereotipo del horror en la modernidad. Madrid: Editorial Complutense, eprints. En http://eprints.ucm.es/9535/

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NUESTRAS IMÁGENES: BREVE GENEALOGÍA DE UN CONFLICTO DISCIPLINAR Aurora Fernández Polanco «Utilizar la propia autobiografía como EDITORIAL una resistencia a la teoría pero, al mis-

mo tiempo, y de forma igualmente crucial, utilizar la teoría y la literatura como una resistencia a la autobiografía». Shoshana Felman

Quizá escribir desde la sensación de estar en conflicto con nuestra disciplina1, especialmente cuando impartimos docencia a estudiantes que se las ven de otra manera con las imágenes, nos tranquilice –o al menos nos centre un poco– si en vez de pensar en abstracto los límites con los estudios visuales, la antropología o las ciencias de la imagen, ponemos un pie en la tierra y nos preguntamos por esa radical dependencia que los historiadores del arte hemos tenido siempre respecto a los dispositivos ópticos de reproductibilidad. Pensar pues nuestra relación con las imágenes y hacerlo

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1  Tomo prestada la palabra de Hito Steyerl (2010).

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de forma telescópica nos llevará sin duda a cuestiones epistémicas pero también políticas y estratégicas; asuntos a desvelar, recrear, denunciar o reivindicar que contribuyan a actualizar nuestro compromiso con el saber histórico2. Sir Joshua Reynolds, artista y primer presidente de la Royal Academy, nunca necesitó ilustraciones para referirse a la composición, la luz y otras características formales de las obras. Sus disertaciones «eran puras presentaciones verbales leídas en voz baja sin el más mínimo gesto o «performance»» (Fawcett, 1983, p. 442), palabras dirigidas a un ojo mental. Esta operación suponía mucha memoria visual en una audiencia compuesta por cientos de personas, además de los estudiantes y académicos3, a los que quizá les resultaría imposible ver los grabados a tanta distancia. Con todo, la «ciencia histórica de las imágenes» siempre había contado con métodos de comparación: ellas mismas eran instrumentos de su propio análisis (Bredekamp, 2010). Una ciencia que llevaba quinientos años volcada en la descripción y el comentario del patrimonio artístico para lo que se servía de grabados y reproducciones bidimensionales a escala. En el origen institucional de la historia del arte estas operaciones convivían con la ilusión de presencia inmediata que aportan las imágenes analógicas –las fotografías, las diapositivas–. No sé si, además de una batalla comercial y estética en-

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2  Este capítulo sintetiza en cierto modo las ideas a desarrollar en un proyecto editorial en curso. 3  Entre ellos, las académicas Angelica Kauffmann y Mary Moser, esta vez de carne y hueso y no «en efigie», confundidas con las escayolas y el mobiliario, tal y como aparecen en el terrible cuadro de Johann Zoffany, The Academicians of the Royal Academy (1772).

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tre estampas y fotografías (Renié, 2009), hubo aproximaciones epistémicas diferentes dado que la fotografía contaba con una cualidad particular: la de reproducir las cosas «tal y como habían sido», pretensión también de la historiografía positivista. La cuestión es que nacieron juntas y entre ellas mantienen, como ha advertido Sigfried Kracauer (2010), una «analogía fundamental». Además, las fotografías eran la copia de un original con el que, a diferencia de las estampas, había estado «en contacto». Es verdad que para ello hay que concederle excesiva importancia al carácter de huella que le otorgan muchos de sus estudiosos; sin embargo cuando la historia del arte pretendió abarcar todo lo fotografiable (Malraux, 1956), la componente de «fabricación» tuvo que desplazar en cierto modo el signo indicial. En 1894, Émile Mâle decía que la historia del arte, asunto hasta entonces de la «pasión de algunos curiosos», no se había convertido en una ciencia hasta la aparición de la fotografía porque era la fotografía la que permitía «comparar, es decir hacer ciencia» (Chirollet, 2008, p. 10). Todos estos medios e instrumentos hicieron posible un pensamiento comparativo del que se nutrió fundamentalmente la disciplina. Aunque es cierto que la tarea no resultó tan fácil:

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En 1873, especialistas reunidos en Viena para el primer congreso de Historia del Arte fueron incapaces de reconocer las obras de arte que les habían sido presentadas en diapositiva por su colega Bruno Meyer. Confrontados por vez primera a una forma inhabitual de representación, estaban exactamente en la misma situación que los indígenas neo-zelandeses o africanos confrontados a las fotografías que les presentaban los etnólogos desde los años 1920. (Girardin, 1998, pp. 33-37)

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Los colegas de Meyer no quedaron muy convencidos; uno de ellos, Carl Justi, consideraba que pese a su aparente fidelidad, las reproducciones «corrompían el ojo» (Fawcett, 1989, p. 454). Habrá que esperar a la generación de conversos, como Herman Grimm que aprovechó el impacto visual del sciopticon para convocar cursos libres destinados a una audiencia no especializada; allí, en una sala oscura y con la atención fija en las obras proyectadas a gran escala en la pared, se fundían milagrosamente palabra e imagen: «[…] ideas e imágenes sucesivas fluían juntas en la mente. Una gran cantidad de información visual podía ser comunicada en una breve secuencia de diapositivas» (Fawcett, 1989, p. 455). Heinrich Wölfflin fue quien más se entregó al método visual. Para su principio de la confrontación por pares, dos linternas mágicas de proyección de diapositivas de gran formato sobre placas de cristal –denominados «clichés de proyección»– daban cuenta de una descripción objetiva y meticulosa de formas y estilos: el renacimiento y el barroco, lo lineal y lo pictórico, la unidad y la multiplicidad; ideas de la forma concreta, más aún, «formas de la visión». Para el profesor era fundamental que las imágenes fueran de muy buena calidad y él mismo daba instrucciones para conseguirlo (Chirollet, 2008, p. 10)4. En cualquier caso, nada podía sustituir a la experiencia de la obra, quizá por ello no era partidario de usar tal comparación visual en los libros, solo la dramatización de la lectura podía presentar un argumento con mayor complejidad y permitía exageraciones, retracciones, relaciones únicamente posibles en el discurso.

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4  Bredekamp (2011) sin embargo considera que también «las publicaciones estaban marcadas por el dispositivo de la confrontación por pares».

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Con el uso de las linternas mágicas se acrecentó nuestra dimensión teatral, performativa, como diría Juan Antonio Ramírez (2007). Según Roland Recht (1995), Wölfflin era «un brillante conferenciante que sabía cautivar a su auditorio con la ayuda de una puesta en escena muy elaborada en la que la proyección minuciosa de fotografías jugaba un papel especial. La imagen se convertía en el objeto de una interpretación. Su capacidad de análisis era enorme» (p. 35). Recht cita al propio Wolfflin: «[…] desarrollar el análisis como un arte. Hacer nacer la obra produciendo un efecto totalmente sugestivo […] el curso debe tender hacia una lección magistral asimilada ella misma a un arte» (p. 46). Otro sentido cobraba la performance realizada por Aby Warburg ante sus planchas de memoria cultural, otro tipo de pensamiento comparativo que le permitía una resonancia entre las imágenes y un montaje rítmico: «[…] con su asociación metafórica con la mente consciente que persigue el saber y con la mente inconsciente, ofrece una alternativa apropiada al plan lineal del museo de visión universal y de la presentación unidireccional del manual de historia del arte o de la clase magistral» (Pollock, 2010, p. 148).

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La historia de lo que es fotografiable

Posiblemente fuera André Malraux el primero en valorar la capacidad que tenía la fotografía no ya de reproducir las obras de arte, sino de «intervenirlas». Su Museo imaginario está basado en una recopilación de imágenes que responden a objetos alejados en el tiempo y en el espacio, que cambian de escala, de encuadre, que adquieren una iluminación determinada, que cobran otro valor. No se trata de un depósito de imágenes-materiales o

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de obras que preexistan a todo el entramado que supuso su acto de producción (Didi-Huberman, 2013). Es un museo de papel que crea un lugar imaginario que no existe sino por la intervención del gesto performativo de su creador. En este sentido, es importante señalar que las fotos no ilustran o reproducen objetos exteriores, Malraux inventa unos nuevos por medio del encuadre, la iluminación, el recorte, el montaje (Loehr, 2006, p. 126). El protocolo comparativo por el que la historia del arte se había convertido en ciencia da paso a un hermanamiento proteico soñado por Malraux para la «condición humana» y hecho factible gracias a esa recreación aurática que le posibilita la fotografía. Nuestra generación vivió de cerca los métodos positivistas y formalistas; distinguíamos –quizá exagero– cada una de las imágenes del Universo de las formas, una enciclopedia fundada en 1961, precisamente por André Malraux y André Parrot. La fotografía que Maurice Jarnoux tomó en su momento de Malraux en su estudio quizá haya sido de las más reproducidas en artículos y conferencias que han venido tratando sobre asuntos relativos al archivo y al museo sin paredes5, ha prefigurado la experiencia de

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5  Desde «On the museum ruins», October, 1980, de Douglas Crimp. Crimp había dicho: «la diapositiva de la conferencia de un historiador del arte y la del examen del estudiante de historia del arte habitan el museo sin paredes».

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un museo imaginario ampliado, la instrumentalización de imágenes –una característica que compartimos con los artistas– que circulaban libremente sin necesidad de referirse a un objeto6, las que ahora intercambiamos los usuarios de la red, con las que damos nuestras clases y escribimos nuestros artículos y conferencias. Malraux estuvo preso en Camboya por robar unas piezas y a nosotros se nos amenaza con leyes restrictivas simplemente por elegir una escritura con (por medio) de las imágenes. Recientemente Dennis Adams recrea en un vídeo7 la escena de la fotografía de Jarnoux. Es interesante cómo reactualiza lo que en Malraux no parecía conflictivo. Cómo pasa de la melancolía al éxtasis y maldice una tradición del mundo convertido en imagen:

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6  Me refiero a la insistencia de Susan Buck-Morss o Hito Steyerl, por ejemplo, cuyas teorizaciones al respecto he seguido más de cerca. 7  (2012) vídeo monocanal, 42 minutos. En su vídeo Malraux’s Shoes, Dennis Adams se mete en la piel de André Malraux (1901-1976), escritor francés, aventurero, militante de la Resistencia, agitador cultural, teórico del arte, orador y apasionado archivista de la historia universal del arte. El arresto que sufrió a sus veintiún años por las autoridades coloniales francesas en Camboya por haber robado unos bajo relieves del templo de Khmer es un temprano indicio de lo que llegaría a ser su obsesiva acumulación de imágenes visuales de diferentes culturas y que culminaría con su obra Le Musée imaginaire. El escenario de Malraux’s Shoes es una reconstrucción de la ya icónica fotografía donde se ve a Malraux de pie en su estudio con las planchas de su libro El museo imaginario repartidas por el suelo delante suyo. Adams literalmente se mete en los zapatos, indumentaria y estilo de Malraux y vemos cómo camina sobre las imágenes a la vez que escuchamos un monólogo interior que es interrumpido por murmullos y desvaríos. Durante la duración del vídeo vemos que los temas de este monólogo viajan libremente desde la época de Malraux y su contexto hasta el tiempo presente. http://www.galeriampa.com/?p=2190

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«¡Si tan solo Marx hubiera sabido, si por lo menos Marx hubiera sabido que la fotografía reemplazaría al estado! […] Voy a cortarle la lengua a la fotografía, bailar otro can-cán de gusanos con Aby Warburg –juego de palabras entre cancan y ‘can of worms’: asunto peligroso, caja de Pandora, avispero…–, reescribir la historia en el orden en que se robaron los artefactos. […] ¿Qué sabía R. Mutt? Nunca cortó de cuajo, nunca se llevó con el escoplo los delicados tobillos de una estatua antigua de Camboya, nunca saboreó la belleza de los pequeños pies rotos sobre un plinto plagado de musgos de colores. Un lugar sin historia donde las víctimas llevan el nombre de sus marcas preferidas de alcohol y los vencedores hacen tratos con los gurús de lo intemporal»8.

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Nuestras imágenes: de entomólogos a cazadores de fantasmas El remake de Adams viene de alguna forma a rendir cuentas con una historia del arte que ha vivido de la reproductibilidad técnica pero que ha pasado por ella –al menos la leída por Walter Benjamin– de puntillas. Oyendo los gritos y despropósitos de Adams en el vídeo he sentido, a posteriori, el enfado contra aquello que tanto Carl Einstein como Aby Warburg deploraron: el historicismo y el estetismo. ¡Qué bonito para una mujer, nos decían por entonces, estudiar Historia del Arte! Es cierto que

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8  Fragmentos de la transcripción del vídeo cedidos amablemente por la galería Moisés Pérez de Albéniz, así como algunas de las capturas de pantalla que me facilitaron.

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fuimos adentrándonos poco a poco en el significado de las formas –entre la iconología y la sociología del Arte–, pero nos formaron esencialmente para adquirir una «mirada pericial». Esa mirada no se encontró con obras de los siglos xix y xx hasta 5º curso. Una de las primeras actuaciones de Diego Angulo, tal y como ha señalado Jesusa Vega (2007), «fue suprimir en 1949 la sección dedicada a los siglos xix y xx en el Instituto (Diego Velázquez) y la primera y durante muchos años única cátedra de historia del arte que se convocó en la Complutense fue la de arte medieval». Vega también nos recuerda que la represión franquista ya se dejó sentir en nuestro ámbito disciplinar cuando «la reivindicación de lo español, como se lee textualmente en la ley de 20 de septiembre de 1938, pasaba por el rechazo del arte actual» (p. 214). Tal vez no nos dimos cuenta, pero al pasar tardes y tardes mudas ante las imágenes que nos interpelaban desde los tomos del Universo de las formas –editados por Malraux– pudimos haber aprovechado la ocasión de salir del formalismo imperante y comprender que (y cómo) aquellos objetos nos miraban. A lo mejor esto justifica la empatía con el enfado de Adams en su remake. Estábamos lejos de comprender las imágenes como un «foco de energía» y, sobre todo, de tomar conciencia de que «las obras de arte no alcanzan su verdadero sentido más que gracias a la fuerza insurreccional que encierran»9 (Didi-Huberman, 2013, p. 16). Entregados tal vez a la «burocracia de las emociones»10. Quizá en aquellos momentos de dictadura

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9  C. Einstein, Georges Braque (1931-1932). París: Ed. Des Chroniques du Jour, 1934, p. 17. 10  C. Einstein, «Exposition des collages (galerie goemans)»en Documents, 1930, nº 4, p. 244. Citado en Didi-Huberman (2013).

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solo alcanzábamos a ver el conflicto al que nos asomaba otro de los libros de nuestra carrera: Historia del arte y lucha de clases, de Nicos Hadjinicolaou, que nos llegó en 1974 publicado por la editorial Siglo XXI. Volvimos a encapsular las imágenes. Tardaríamos muchos años en intentar devolverlas a su necesidad antropológica. Conocimos, como he dicho, la apertura hacia la iconología y la sociología del arte –«el Hauser», fue el libro recurrente por antonomasia, publicado en tres tomos por la editorial Guadarrama en 1969– y nuestras primeras tesis se acercaron a nuevos objetos de estudio: del cómic a las relaciones entre política y urbanismo o inaugurales acercamientos a una teoría e historia del arte feministas11. Es cierto que por entonces, casi a

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11  Bajo la dirección de Antonio Bonet Correa; me refiero a la tesis doctoral de Juan Antonio Ramírez: Historia y estética de la historieta española (1939-1970) defendida en 1975, y a la mía propia: Urbanismo en Madrid durante la II República. Política y ciudad 1931-1939, iniciada en 1979. No mucho más tarde, en 1981, Bonet dirigiría la primera tesis de arte feminista, la llevada a cabo por Estrella de Diego sobre mujeres pintoras en Madrid durante el siglo xix. Destaco las palabras de Ramírez: «Creo que, investido de una arrogancia que hoy me parece sonrojante, yo alimentaba una doble intención: desmontar y desacreditar la ideología del nacional-catolicismo, omnipresente en aquellos cómics, y abofetear a lo que creía que era la «historia del arte oficial» de aquel momento, consagrada al estudio de las venerables obras custodiadas en los museos. Ambos propósitos estaban entremezclados. Cuando el profesor Diego Angulo […] intentó disuadirme de mi intención de estudiar los tebeos y me propuso, como (un buen) ejemplo, dedicar mis energías intelectuales a «un escultor bueno, castellano, del siglo xvi», yo me reafirmé en mi propia decisión. Aquel consejo benevolente (y los de otros compañeros y amigos, en una línea parecida) emanaba, para mí, de la caverna apolillada de la dictadura. Nunca sabré si me equivoqué al elegir una ruptura tan radical con las orientaciones de mis antiguos profesores, pero sí está claro que el tema de la tesis determinó decisivamente mi futuro intelectual». (Ramírez, 2008, p. 510).

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punto de acabar la carrera pero coincidiendo con las asignaturas de arte contemporáneo, apareció puntualmente la traducción de un libro que nos marcó muy especialmente –¡en 1975 muere Franco y el autor al que me voy a referir llegaría a ser flamante alcalde comunista de Roma!–. Los dos tomos de El arte moderno de Giulio Carlo Argan, publicados por la mítica Fernando Torres de Valencia, nos invitaron por primera vez a una «Historia del Arte como filosofía». Allí, dialécticamente, la propia obra ordenaba un antes y un después de ella en la evolución del capitalismo moderno. Nos impresionaba ya el título de algunos capítulos –aún recuerdo el segundo: «la realidad y la conciencia»– Aún así, Argan nos hacía estar un rato largo ensimismados ante determinadas imágenes en color a las que aplicaba su hermenéutica. O quizá por cómo aplicaba esa hermenéutica: La muerte de Marat de Jacques-Louis David, El almuerzo sobre la hierba de Édouard Manet, pero también el sanatorio en Paimio o la butaca de Alvar Aalto. Eso sí, junto a las ilustraciones en color, figuraban otras en blanco y negro que formaban la «columna visual» de un libro cuyo cometido consistía en tratar de explicar en qué medida las artes visuales habían contribuido «a formar la ideología y el sistema cultural de la sociedad moderna».(Argan, 1975, p. XXIII). Quién iba a suponer que sería Argan el primero en hablar del trending topic que nos ocupa en las facultades de arte desde la instauración del Plan Bolonia: la investigación artística. La frase de su título «artistic practice as research» (1958) fue repetida constantemente en la moderna «fraseología crítica»12. Por esta época todavía Argan acuñaba, según Ana

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12  A. Vujanović (2009) http://www.deschoolingclassroom.tkh-generator.net/2009/05/17/ research-experiment-laboratory-ana-vujanovicistrazivanje-eksperiment-laboratorija-ana-vujanovic/ Citado por Aldo Milohnić (2009, p. 39).

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Vujanović (2009), el término «laboratorio artístico» para elevar el estatus del arte ante la sociedad y su producción de conocimiento. Muchos años antes, en 1919, Francisco Murillo, catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes en la Universidad de Sevilla, maestro del mayor positivista de nuestra generación de estudiantes, Diego Angulo, comenzó a denominar a su Departamento, o Cátedra, «Laboratorio»: «en tiempos de una cierta beatería positivista, solo los laboratorios podían percibir en la Universidad ayudas económicas especiales para material». (Mateo Gómez, 2002, p. 17). Comenzamos la carrera en 1972, el mismo año que finaliza sus estudios la primera promoción de historiadores del arte en España, el mismo año en que se publica en Alianza Editorial la traducción castellana de Estudios de Iconología de Erwin Panofsky, el mismo libro que le servirá a Robert Morris para su conferencia performativa, la que se ha considerado como modelo histórico de lo que actualmente se suele denominar «Teaching as Art»13: todo lo que tiene que ver con las conferencias-performance que tanta presencia tienen hoy en el Art World. Por entonces Morris nos llevaba ventaja a los jóvenes historiadores del arte. Conoció el libro Studies in Iconology que Panofsky había publicado en Nueva

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13  «Cuando las formas empiezan a hablar», en palabras de Rike Frank (2013). Selina Blasco está llevando a cabo una investigación sobre todas las prácticas artísticas –no solo las lectures/performances– que en las últimas décadas se han venido ocupando de la Academia. Véase Blasco (2013).

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York en 1939, mucho antes que nuestra generación. En febrero de 1964, en la performance denominada 21.314, el artista aparece en el Surplus Dance Theater de Nueva York vestido «como un profesor» (Blasco, 2013, p. 13) y subido a un podio desde donde repite en silencio las palabras que previamente había grabado en una casete y que explicaban las diferencias que Panofsky estableciera entre la iconografía –un sombrero que alguien levanta por la calle– y la iconología –cuando comprendo que ese gesto es un saludo–15. A medida que transcurre la conferencia deja de coincidir lo que sale de los labios de Morris y el texto que proviene de la grabadora, un sonido que invade la sala a través de unos cuantos altavoces dispuestos para ello. Este playback de-sincronizado, aplicado al gesto y al mensaje, no solo demostraba que la relación entre las palabras y las cosas no es «natural», sino que el sujeto de la enunciación tiende –recurso muy habitual en los años sesenta– a convertirse en un cómico. El décalage está servido y el hecho de tener tan clara la relación entre forma y contenido, o los

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14  La performance 21.3 retoma el título de uno de los cursos impartidos por Morris en el Hunter College; fue realizada en febrero de 1964 en el Surplus Dance Theater de New York. Se ha realizado un vídeo de 21.3 one of four remakes of Morris’s performances from the early 1960s by Babette Mangolte entitled Four Pieces by Morris (1993), first screened at Morris’s 1994 Guggenheim retrospective The Mind-Body Problem. Véase A. Lejeune, 21.3 (ou le discours claudicant) en http://www.lespressesdureel.com/extrait. php?id=1387&menu=41#6

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15  W. J. T. Mitchell propone retirar a las figuras que se saludan en los ejemplos de encuentros, el de Louis Althusser –para definir la ideología– y el de Panofsky –la iconología–; retirarlos de la «escena del crimen» para poder «examinar la escena misma, el espacio de visión y reconocimiento, la base misma que permite a las figuras aparecer» (Mitchell, 2007, p. 35).

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diferentes niveles de significación de la obra de arte, problematizado. Por no mencionar la falta de unidad de un cuerpo, el del profesor, que debería reconocerse como origen de su discurso, garantizar el sentido de lo dicho y asegurarse la capacidad comunicativa con el público. Un público que va perdiendo el contacto con el contenido para conformarse con la forma grotesca que tiene delante. No solo queda en un sinsentido el origen-fuente, metáfora del interior propia del artista romántico, sino el propio texto del estudioso alemán. No me parece casual la elección de Panofsky por parte de Morris, un historiador del arte que después de haber participado de la monumental aventura de Warburg se había «reterritorializado» (Didi-Huberman, 2013, p. 18) en la Universidad de Princeton y en general en un mundo anglosajón pertrechado en una disciplina iconográfica excesivamente acomodada y segura de sí misma. En 1964 todavía no se habían creado en España ni las facultades de Bellas Artes ni la carrera de Historia del Arte. Dos años después de la performance de Morris, Georges Maciunas publicaba su Expanded Arts diagram16 donde, con un cierto guiño al ordenamiento canónico realizado por Alfred Barr, ponía patas arriba toda la historia lineal del arte, utilizando para

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16  George Maciunas (1973), Diagram of Historical Development of Fluxus and Other 4 Dimensional, Aural, Optic, Olfactory, Epithelial and Tactile Art Forms, Alison Knowles (Ed.) [V.B.1.201*]

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ello las estrategias «desclasificatorias». En cuanto Maciunas entra en el museo comienza, en cierta manera, a recomendarnos a los profesores las categorías de comprensión, porque la disciplina a la que pertenezco, tal y como se ha venido entendiendo, no solo es hija de la fotografía. Tradicionalmente, las formas predominantes de la historia del arte moderno han sido «comisariales en su lógica subyacente», por decirlo con Griselda Pollock, es decir, el museo nos recomendaba (a los profesores) cómo se organizaban los objetos y nos dictaba también las «categorías de comprensión» (Pollock, 2010, p. 68). Solo en los últimos años hemos comenzado a pensar que las clasificaciones y jerarquías, los cánones marcados, encerraban al otro en una narrativa colonial y dotaban a la modernidad occidental de un discurso constituido por voces y tópicos autoritarios, de Leon Battista Alberti hasta Pablo Picasso y el MoMA. Aún más, parece decirnos Louise Lawler en esta instalación de 1986, no solo el museo dicta lo que debe ser exhibido, coleccionado, estudiado, sino que somos los profesores de arte los que hacemos subir el valor de unos artistas en detrimento de otros. Y durante muchos años, prácticamente hasta la generación de Lawler, los que visibilizamos a muchos artistas en detrimento de otras. Por eso no es casual

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la elección de las dos pantallas, ecos del gran patriarca de la Historia del Arte, que supo sacar de la «oscuridad a muchas obras» (Lee, 2004, pp. 47-48) y que, digámoslo claro, abrió un camino de periodo-artista-medio-género que entra dentro de lo que Gayatri Spivak llamará «violencia epistémica» (Pollock, 2010, p. 69). Esa historia del arte, cronológica y basada en los estilos, tal y como se ha venido proponiendo en los planes de estudios, ya está escrita. Si seguimos al Maciunas que nos habla desde el museo no tendría sentido repetirla tal cual en las clases sin cuestionarla. Queda pues «el poder transformador de la narrativa» (Trafi-Prats, 2010, p. 26), acordar con el artista una cierta complicidad, quizá por ello resulte más factible en los cursos impartidos en las facultades de Bellas Artes a futuros artistas, plantear programas en los que se puede huir del historicismo, diseñar, aunque sea con trazo grueso –dado el poco espacio que tenemos en los planes de estudio17– un análisis histórico en torno a problemas de visualidad, regímenes escópicos, prácticas de representación; confrontar los discursos dominantes desde prácticas contemporáneas, confundir los tiempos y las formas de aproximarnos al objeto de estudio, desarrollar el gusto por la transversalidad. En este punto podemos construir nuestros problemas gracias al carácter

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17  Programas de cuatro meses que abarcan «desde el renacimiento a nuestros días» o asignaturas como «Estética», «Teorías del arte contemporáneo» o «Últimas tendencias en el arte», solo son posibles generando determinados discursos que el montaje de las propias imágenes nos vayan dictando. Es decir impartiendo cada semana una «conferencia performativa». En este punto es donde me interesan las aproximaciones de este formato que los artistas presentan en los mundos del arte y nuestras tradicionales lecciones magistrales, cada vez menos frecuentes pero cada vez más cercanas a la dramaturgia del acontecimiento.

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reflexivo de las imágenes, capaces ellas mismas de plantearlos y proponer soluciones18. Cabe recordar que ser conscientes de que la imagen es una operación técnica –lo fue también Malraux pero especialmente Warburg–, implica reconocerla más allá de su pertenencia a la industria cultural, es decir, que el pensamiento por, en su interior y a través de las imágenes no reenvía a un exterior donde encontrarse con las auténticas obras de arte sino «a una arqueología técnico política de tiempos» (Domínguez Jiménez, 2011). Pensar con las imágenes, –es decir «moviéndolas», montándolas– no tiene ya que ver con el hecho de utilizar una aproximación comparativa para hablar «sobre» ellas, explicarlas o analizar sus características formales: buscar líneas de penetración visual ante los cuadros de Caravaggio o advertir la planitud de ese estupendo pegote-bodegón en la hierba en medio del cuadro de Manet. O también de pasada, por qué no. Las imágenes se mezclan en mis clases de Bellas Artes cuando en vez de acudir a la Historia, me empeño en pequeñas historias porque el carácter parcial, sensible y lacunar de las imágenes genera pequeñas narrativas que revisan críticamente nuestro pasado y lo iluminan en el presente: identidad, raza, género, memoria, magia, ecología, masas, revoluciones, colonialismo, locura, fetichismo, adivinación, culto, autobiografía y tantos temas que son trabajados de un modo semejante por artistas, historiadores del arte, teóricos y curadores. Como es el caso que nos ha ocupado en este proyecto

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18  Me refiero al carácter reflexivo de las imágenes, en este caso del «arte», capaces de proponer y solucionar ellas mismas los problemas, algo que han trabajado autores como Hubert Damisch, Mieke Bal, Ernst van Alphen. En este sentido los trabajos de Victor Stoichita, como La instauración del cuadro, uno de los textos más leídos entre nuestros alumnos, ejemplifican el «razonamiento figural» defendido por estos autores.

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de I+D, Imágenes del arte y reescritura de las narrativas en la cultura visual global. Pueden ser imágenes19 que ya pertenecen a la historia (del arte), pueden ser anónimas, –aparentemente– descontextualizadas, dado que cada cual tenemos nuestro software de lectura construido con las imágenes que –dice Hans Belting (2010)– habitan en nuestro cuerpo. Pueden ser imágenes mentales, recuerdos de la experiencia ante determinadas prácticas, cine, danza, performance, pintura, vídeos, instalaciones, objetos. Pueden ser las imágenes concretas que han propiciado esa experiencia, en el museo, pero no necesariamente; también en YouTube o en cualquier sitio web. Puede tener que ver con ese «ámbito de imágenes» del que habla Benjamin en El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea (1929) cuando de alguna manera está anticipando su diagnóstico de una atención en estado de distracción20. Lo expone cuando habla de la iluminación profana y del modo –creo que distraído– de atender a ese ámbito de imágenes que «no se puede ya medir contemplativamente», Bildraum del que «la iluminación profana hace nuestra casa», espacio de imágenes a medio camino entre las «fácticas» que nos proporciona el exterior y las propias elaboradas en un juego de imaginación muy alejado de la fantasía, muy cercano al aspecto productivo que Charles Baudelaire le atribuye. Comenzamos hace ya muchos años viajando por el tiempo y el espacio, buscando secretas afinidades entre las ninfeas de Claude Monet y las ex-

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19  Imagen como bild; en alemán, no hacen diferencia entre la imagen material (picture) y la imagen mental. Me es útil ahora esta indiferencia. 20  Ver en este mismo volumen el texto de Tania Castellano, Be water, my friend, así como Castellano (2012).

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cursiones de Richard Long, algo que ya venía haciendo también la museografía «posmoderna» en el ordenamiento de sus colecciones. Coincidimos con los artistas que construían sus ensayos audiovisuales con imágenes encontradas –toda la tradición del cine y el vídeo ensayo, la estela de la «forma que piensa» de Godard–. Y acabamos considerando que «escribir (desde el montaje) es otra forma de exponer» (Fernández Polanco, 2013, p. 105) como propone la revista Journal for Artistic Research cuando cambia el nombre de artículos por «exposición», «un nuevo marco de apoyo a la metodología y epistemología de la práctica artística como investigación» (Grande, 2013, p. 85). Si además abandonamos la autoridad que procura la transmisión de conocimiento, lo que haremos en nuestra escritura con las imágenes y en nuestras lecciones académicas21 será provocar, confundir, abrir los discursos ayudados por esos fantasmas que atraviesan el tiempo, cercanos a la imagen mariposa (Didi-Huberman, 2010). Es indudable que en este recorrido nos las vemos también con el propio pensamiento de las imágenes, es decir, su condición de «objetos teóricos» (Damisch, 1972). «¿En qué piensan las películas?», se preguntaba hace años Jacques Aumont (1989). «Sé en lo que estás pensando», aparece sobreimpreso en una fusión de la Nana de Manet y la mujer ante el licor de ciruela en las Histoire(s) du cinema de Jean-Luc Godard (Ruiz, 2009). El teórico se pregunta. El artista parece saber la respuesta porque ha dialogado con ellas, con las imágenes, no con las mujeres representadas en ellas. Pese al coqueteo de Godard, son las propias imágenes las primeras en plantear

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21  También la práctica curatorial como Denkraum (Warburg), espacio de pensamiento, será revisada en este mismo volumen por el texto de Diana Weschler.

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el problema: «pregúntate en qué pienso». Pero ésta es otra forma de entender la preposición de la frase que me ocupa: «Pensar con las imágenes». «Con» denota aquí colaboración, cooperación, pensar con-juntamente con imágenes que ya ellas están pensando, planteándose problemas en términos visuales (Damisch, Bal, Van Alphen); porque son pensativas en el sentido en el que para el Roland Barthes de La cámara lúcida son subversivas o para Jacques Rancière (2010) necesariamente ociosas22. Utilizar la preposición «con» como sinónimo de «medio, modo o instrumento que sirve para hacer algo», conlleva abrirse a todo tipo de imágenes, con el Warburg leído por Didi-Huberman –de la mano de Freud también– en Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? o cercanos al «mostrar» benjaminiano que retoma Susan Buck-Morss a quien sus colegas aconsejaron que asegurara su puesto en la Academia si realmente quería hacer «una filosofía con imágenes». En definitiva todos los trabajos –que van del ensayo literario al fílmico, del trabajo curatorial a la conferencia-performance y de esta a la lección magistral o el trabajo de un estudiante– que coinciden en que «el índice histórico de las imágenes no solo dice a qué tiempo determinado pertenecen, [sino] sobre todo que sólo en un tiempo determinado alcanzan legibilidad» (Benjamin, 2004, p. 465).

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22  J. Ranciére «¿Las imágenes quieren realmente vivir?» (Les images veulent-elles vraiment vivre?). Emmanuel Alloa, editor del libro Penser l’image, decide colocarlo inmediatamente después del de W. J. T. Mitchell «¿Qué quieren en realidad las imágenes?» (What do pictures «really» want?). Véase Alloa (2011).

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Descentramientos, dispersiones Cinco años después de que a Robert Morris le fuera imposible asegurar el sentido de su discurso y comunicarse con su público, esto es, en 1969, el profesor de la Universidad de Fráncfort del Meno, Theodor Adorno, que en El ensayo como forma (1958) había conseguido hacer suyas las aficiones de Benjamin por lo fragmentario, el ocio de lo infantil y lo inacabado, encarga pintar de gris el auditorio donde impartía sus clases para asegurarse al menos la concentración de los estudiantes. Hito Steyerl ha revisado este gesto en un vídeo en el que, junto a los restauradores que tratan de recuperar esa capa de gris, una voz en off cuenta la historia de la que fue al parecer la última clase del filósofo cuando se presentaron dos alumnas en top-less y comenzaron a bailar delante de él23. La vida, como en aquel poema en

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23  Hito Steyerl, Adorno’s Grey, 2012, single channel HD video projection (14.20min).

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prosa de Stéphane Mallarmé sobre el espectáculo de feria, había irrumpido inesperadamente. Adorno no lo pudo soportar, recogió sus papeles y abandonó inmediatamente la sala. Nuestro auditorio, mis estudiantes del Plan Bolonia, pero también, por «situar» este texto, los que han salido a las plazas y viven las condiciones precarias de un trabajo inmaterial, están todavía y no están ya en el espacio teatral fantasmagórico de las clásicas lecciones de historia del arte, un lugar en el que convergen la voz y el sentido alrededor de la imagen, donde la oscuridad procura una relación cercana con ella y al mismo tiempo invita al anonimato. Tampoco en el espacio gris que llama a la concentración y que Adorno requería en su auditorio. Me temo que los estudiantes comienzan a escuchar el discurso del profesor de-sincronizado, como preconizara Morris: movemos los labios, es cierto, pero la voz (las voces) vienen de más de una fuente. Ahora nuestro discurso no pretende moldear la visión de la audiencia con un lenguaje cargado de deícticos, esas expresiones heredadas de nuestros profesores cuando se acercaban a la pantalla y aislaban formas y colores y, como ha señalado Robert S. Nelson (2000, p. 419), convertían al estudiante en un espectador «moderno» (modernist). A veces tengo la impresión de que nuestras clases magistrales transcurren a medio camino entre las clases científicas –que argumentaban con las imágenes– y los entretenimientos populares de anta-

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ño, –como los Bänkelsänger, cantastoria, cantores de feria–, ya que, al eludir la historia lineal de los estilos, como hemos dicho anteriormente, acabamos en realidad contando historias con imágenes. Algo nos aleja sin embargo del cantastoria, linternista o narrador de los panoramas, también del conferenciante científico24. Empezamos a contar las historias en común, con materiales visuales accesibles y populares25. Cada uno con sus dispositivos electrónicos26 y el power point proyectado en la pared «mostrando» imágenes muchas veces sugeridas por los estudiantes. Mientras tanto, en los textos, proyectos visuales o curatoriales –por

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24  «La diferencia no es tan profunda ya que las demostraciones científicas llegaron a ser formas populares de divertimento e instrucción en el siglo xix» (Nelson, 2000, p. 426). Vuelvo a remitir a la nota 20. 25  La portabilidad y educabilidad de la cantastoria fue utilizada en 1999 por los activistas de Seattle. «While the simple technology of cantastoria encourages us to think of it as an incredibly antiquated anomaly, we should also keep in mind its utterly post-modern attributes. The use of pastiche, the ability to jump forwards and backwards in time, the multiple personas of the singer (who often embodies the characters within the narrative, yet also provides metacommentary as a narrator outside of the story), the visual allegory and double-and-triple meanings of the pictures–all are things that seem very much a part of this current age of video montage, cinematic quick-cuts, multiple identities and interrupted narratives». («El vocabulario de la cantastoria es bien conocido por el espectador moderno. Aunque es possible que no nos demos cuenta. La presentación tecnológica utilizada en clases y negocios, como power-point, pizarras vileda y flipcharts se hacen eco de su ancestro, la pintura-performance». Clare Dolan, About sounds paintings or Cantastoria. museumofeverydaylife.org/.../About-Sung-Paintings.

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26  Ver en estas mismas páginas el artículo de Loreto Alonso Un acercamiento a interfaces húmedos.

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volver a nuestro grupo –véase www.imaginarrar.net– seguimos intentando rescatar el potencial epistémico de las imágenes y su capacidad para generar rupturas en las narrativas lineales y hegemónicas, un ensayo visual crítico –en distintos formatos– muy próximo en su proceder al mencionado El ensayo como forma de Adorno. Quizá la experiencia de la dispersión que vivimos en nuestras clases nos haga considerar, como propone Steyerl (2012), si la propuesta de Adorno ha sido reemplazada por «el ensayo como conformismo». Si es «la forma dominante de la narrativa en tiempos de la globalización posfordista» (p. 101) y refleja «la ideología copia y pega de las nuevas cadenas de producción» (p. 102), habrá que reconsiderar cómo podemos recuperar lo discontinuo y heterogéneo para producir «nuevas formas de visión, conocimiento y campos de discusión» (p. 103). Quizá los dispositivos electrónicos que utilizamos, con todo lo que esto supone de formas horizontales de comunicación, influyan en otra producción de conocimiento. Ahora ya no tratamos de ilustraciones como «hechos visuales (visual facts) positivistas» (Fawcett, 1983); se trata de buscar, por decirlo con palabras de Steyerl, «visual bonds» –lazos visuales, como los había llamado Dziga Vértov, capaces de articular «discursos y visiones compartidas» (Steyerl, 2012, p. 103)–:

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Los portátiles, las cámaras amateur y las bases de datos están ligadas con «lazos visuales» basados en la discontinuidad, como en el ensayo de Adorno. Combinan productores individuales, espectadores, craked software, pockets de esfera pública y ámbitos de discusión en sorprendentes constelaciones en movimiento. (Steyerl, 2012, p. 110)

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De manera que no queda más alternativa que revisar las condiciones de producción de conocimiento. ¿Se podrá aprovechar este descentramiento y esta dispersión y que la muerte del origen-fuente del lenguaje del profesor que anticipara Morris en su conferencia-performance nos haga concebir otro como un remolino de conversaciones, mensajes y miradas cruzadas? ¿Se podrán «crear nuevas posibilidades emancipadoras en oposición a la abrumadora instrumentalización del general intelect en el semiocapitalismo»?27 Nuestros estudiantes quizá hayan dado el paso de la representación a la «agencia», tal y como ha ocurrido en las imágenes de las ocupaciones y acampadas de los últimos años28. En los niños y adolescentes, dice Serge Tisseron (2002, pp. 15-21), acostumbrados desde los cuatro años a la interactividad con la imagen concebida como otro, estas dejan de ser para ellos reflejos identificatorios para pasar a ser construcciones y escenificaciones. No son el resultado de una intención sino «el resultado de interacciones y obstáculos a través de un colectivo». El impulso de crear entornos virtuales y vivir en ellos significa el deseo de recuperar la «agencia». En este sentido no solo los «usuarios, espectadores y navegadores entran en un continuum de relaciones del que no se pueden desvincular» (Burnett,

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27  Es una pregunta que, entre otras, se planteó en el coloquio The psychopathologies of cognitive capitalism. parte II ICI, Berlín, marzo de 2013. En http://www.ici-berlin.org/event/476 28  Ver el texto de Pablo Martínez de este mismo volumen. Más concretamente, del mismo autor: «Agujerear la realidad: sobre cuerpos, imágenes y plazas», en Re-visiones, nº 1, 2011.Ver asimismo el número que dedicamos en la revista Re-visiones nº 2, 2012, a los Usos performativos de las imágenes. http://re-visiones.imaginarrar.net/spip.php?rubrique29

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2005, p. 73) sino que las imágenes tienen tanta capacidad de agencia como los sujetos. Todo lo dicho estaría necesitado de un desarrollo espectral que excede el contenido de estas páginas. No pretendo en modo alguno hacer un canto a la sociedad flexible en la que vivimos, uno de cuyos síntomas, la fatiga y el deterioro de los afectos, está tratado por Josu Larrañaga en otro de los artículos del presente volumen. Dejo esbozados únicamente algunos interrogantes, animada por esa posibilidad que tienen las imágenes de interactuar y generar vínculos además de agujerear la maquinaria de las economías audiovisuales del mainstream. ¿Para ello tendremos que proponer formatos radicales dentro de la academia? ¿Es posible no considerar «dentro» lo que «fuera» ya es un hecho: que cada vez más «los límites entre la práctica artística, la escritura teórica, la geo-crítica y el activismo tienden a difuminarse»29? Si a la performatividad de las imágenes se le añade la importancia que está cobrando lo dialógico, ¿sigue siendo necesaria esa insistencia en los ámbitos separados (pensar, hacer, escribir, mostrar)30, a los que nos tiene habituada la acade-

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29  http://peioaguirre.blogspot.com.es/2012_06_01_archive.html 30  El espacio de las facultades de Bellas Artes se podía aprovechar «beyond the boundaries of academic convention» en el sentido que proponen Gerald Raunig y Klaus Schönberger, bajo el slogan «Theory is booming…» La Zurich Art University acaba de publicitar un curso, dirigido por Raunig para estudiar teoría «Embedded in the BA Media & Art at the Zurich University of the Arts, it experiments with new forms of text and theory production, of aesthetic and political intervention». http://www.zhdk.ch/?vth. La negrita es mía. Además: «[…] interplay between advanced theory and the free space of the art school». Y: «students develop textual, conceptual, and organizational skills enabling them to analyze, shape and reinvent cultural practices».

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mia? Cabría tener más presente que mientras muchos artistas y activistas están trabajando con el potencial performativo de las imágenes no podemos seguir en nuestras clases viéndonosla únicamente con el fantasma de la representación31.

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31  «This is not Research. This is not Theory. This is not Art». (Frank, 2013). Así comenzó Steyerl su conferencia-performance titulada precisamente La retirada de la representación.

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EL ACTOR-ESPECTADOR Y EL ESPECTADOR-ACTOR: CONTEMPLACIÓN, DISTANCIAMIENTO Y CATARSIS CINEMATOGRÁFICA Fernando Baños Fidalgo Porque parece que hay dos maneras de comportarse EDITORIAL

en presencia de los deseos, la activa y la contemplativa, y aunque las dos vengan a dar el mismo resultado, mis preferencias, supongo que por una cuestión de temperamento, se inclinaban hacia la segunda. Molloy, Samuel Beckett

El arte debe proporcionar una imagen practicable del mundo, como única forma de incidir en el mundo. Escritos sobre teatro, Bertolt Brecht

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En el largo plano que abre Kárhozat (La condena, Béla Tarr, 1988), unas enormes cubetas móviles maniobran suspendidas de unos cables en un ir y venir sin fin hacia algún lugar desconocido. Lentamente, la cámara co-

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Fotogramas de La condena (Béla Tarr, 1988)

mienza a retirarse –abriendo plano– hasta que se sitúa detrás de la ventana de un apartamento. Lo que había sido un plano exterior se convierte, primero, en un marco interior –un marco dentro del marco– y después en el plano subjetivo de un hombre mirando por la ventana. Así, nos rendimos al hecho de que lo que hemos estado viendo desde un principio es lo que el hombre contempla, siendo su presencia al final del plano la que borra aquella imagen original de las cubetas (enfatizado por la sombría mancha de su cabeza difuminando la realidad exterior), imagen que ahora es suya, como siempre lo había sido. Como señala Jacques Rancière (2012), con este «contra-movimiento» de cámara «no se trata de mostrar el decorado de una pequeña ciudad industrial donde se sitúa la acción de los personajes, sino de ver que lo que ellos ven como acción no es, en última instancia, más que el efecto de lo que ellos perciben y sienten» (p. 33). «Efecto» que será revelado por el propio personaje cuando ha transcurrido una hora de película:

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Me siento en la ventana a mirar fuera, completamente en vano. Llevo años sentándome aquí y algo siempre me dice que en un instante me volveré loco. Pero no me vuelvo loco en un instante y no tengo miedo de volverme loco porque temer a la locura significaría que tengo que aferrarme a algo. Pero no me aferro a nada. No me aferro a nada pero todo se aferra a mí. Ellos quieren

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que les mire. Para mirar la desesperación de las cosas. Para que mire cómo un perro fuera de mi ventana debajo del cielo estañado en la lluvia torrencial camina hasta un charco y tiene su bebida. Quieren que mire el lamentable esfuerzo que hacen todos intentando hablar antes de caer en el sepulcro. Pero no hay tiempo porque ya están cayendo. Y quieren que esta irrevocabilidad de las cosas me vuelva loco pero al momento me piden que no me vuelva loco. (La condena, Béla Tarr, 1988)

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El personaje observa con atención las cubetas en movimiento. Su valor simbólico le acerca al límite de la locura y se siente «afectado» por ese ir y venir rutinario, desubicado y ruidoso. El personaje establece con el mundo exterior una relación temporal de orden contemplativo. Porque, parafraseando a Peter Bürger (1996), es como si un impulso interno le sacara de la corriente infinita de su voluntad y arrancara el conocimiento de la esclavitud de la misma. «Su atención ya no estará orientada por los motivos de la voluntad, sino que contemplará las cosas libres de su relación con la voluntad, por lo tanto con interés, sin subjetividad, de modo puramente objetivo» (p. 165). Estas palabras de Bürger se refieren al concepto de contemplación en Arthur Schopenhauer, quien recuerda que la contemplación –«la capacidad de mantenerse en la intuición pura y perderse en ella»– es un modo específico de conocimiento que no tiene relación alguna con la voluntad, un «conocimiento puro». Un conocimiento que se opone, según Schopenhauer, al conocimiento conceptual, que somete las relaciones de las cosas en el espacio, el tiempo y la causalidad a la voluntad (Bürger, 1996, p. 164).

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Así, el personaje de La condena situado frente a la ventana contemplando el exterior sería un sujeto de conocimiento puro, sin voluntad, lo que probablemente haya llevado a Rancière (2012) a afirmar que se trate de un personaje tan schopenhaueriano como su inventor, el escritor y guionista László Krasznahorkai (p. 37). Un estado contemplativo que presume un compromiso del sujeto con el objeto contemplado, es decir, una capacidad de concentración tal que se renuncia a la satisfacción inmediata de las necesidades actuales (Bürger, 1996, p. 169). En este estado de inmersión, de contemplación pura, de pérdida del objeto y olvido de la individualidad, se suprime el conocimiento racional y relacional en beneficio de un conocimiento exento de voluntad, en el que el sujeto y el objeto han escapado de la presión del tiempo. Los personajes que observan el mundo exterior a través de un vidrio son recurrentes en el cine de Béla Tarr: el doctor que interpreta Peter Berling en Sátántangó (1994), el protagonista de A londoni férfi (El hombre de Londres, 2007) o la familia Ohlsdorfer (padre e hija) de A torinói ló (El caballo de Turín, 2011)1. En esta última vemos cómo padre e hija se sientan frente a una ventana, de espaldas al espectador, y contemplan (de forma periódica y alterna a lo largo de todo el filme) los movimientos de las rachas de viento sobre la pradera que hay frente a su casa. Sin embargo, ese mundo exterior que observan no es un objeto con el que identificarse y ante el

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1  El caballo de Turín será la última película que rodará Béla Tarr: «Before the shooting I knew this would be my last film», en Petkovic, V. Béla Tarr. Director. En http://cineuropa.org/it.aspx?t=interview&lang=en&documentID=198131 (visto el 8 de noviembre de 2013).

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cual la voluntad se pueda ver anulada, sino un objeto que les devuelve a los personajes su propia realidad2. La visión del mundo exterior se abstrae y, dominados por su propia voluntad, los personajes se «distancian» y pasan a la acción. «Es solo el horizonte mismo, barrido por el viento, el que empuja a los personajes a irse y el que les envía de vuelta a la casa. El paso de lo social a lo cósmico, dice a menudo el cineasta. Pero este cósmico no es el mundo de la contemplación pura. Es un mundo absolutamente realista, absolutamente material...» (Rancière, 2012, pp. 10-11). Una «distancia» que, a diferencia de la escena de La condena, impide la contemplación pura.

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2  El viento no cesa en toda la película. El mundo exterior (de la casa) pone en evidencia una realidad degradada, condenada al abismo, sin esperanza. Así lo describe Bernhard, el visitante que llega a la casa de los Ohlsdorfer en busca de licor: «Todo ha sido degradado, pero puedo decir que ellos han arruinado y degradado todo. Porque esto no es algún tipo de cataclismo que cae sobre los humanos. Por el contrario se trata del propio juicio del hombre, su propio juicio en sí mismo, con, por supuesto, la ayuda de Dios, o me atrevo a decir: con Dios formando parte (...) ¡Todo, todo está perdido para siempre! Y las nobles, grandes y excelentes personas se pararon aquí, si puedo decirlo así. Se detuvieron a esta altura y tuvieron que entender y aceptar que no hay Dios o Dioses. Y el excelente, el grande y el noble tuvieron que entender y aceptar esto, desde el principio (...) Y todos a la vez se dieron cuenta de que no hay ni Dios o Dioses. Todos a la vez vieron que no hay ni bien ni mal. ¡Entonces todos vieron y entendieron que si esto era así, entonces ellos mismos ni siquiera existían! (...) Y un día –aquí en esta zona– tuve que darme cuenta, y me di cuenta, de que estaba equivocado; estaba realmente equivocado cuando pensé que nunca hubo y nunca pudo haber algún cambio aquí en la tierra. Porque, créeme, ahora sé que este cambio ya es una realidad». Extracto del monólogo de Bernhard en El caballo de Turín.

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Fotogramas de El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011)

Fue Bertolt Brecht quien, en sintonía con la filosofía marxista que profesaba3, proclamó la aspiración de un cambio radical en la actitud del actor ante el hecho a representar y del espectador ante el hecho representado: de favorecer la interpretación del mundo a través de su imitación, a ayudar a cambiarlo a través de una reflexión crítica del mismo. En el espectador distanciado también se produciría una catarsis pero, al contrario de lo que ocurría en la dramática aristotélica, donde la catarsis provenía de la identificación del espectador con los actores que representaban (imitaban) acciones que provocaban espanto y compasión, con el distanciamiento la catarsis siempre sería «crítica» con la representación. «Lo que se ha eliminado en la dramaturgia brechtiana es la catharsis [sic] aristotélica» (Benjamin, 1975, p. 36)4. Con el distanciamiento se sustituye la «compe-

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3  «Si la realidad ha de ser reproducida de manera que, gracias a esa reproducción, se pueda producir una intervención en esa realidad, los métodos han de cambiarse o renovarse en atención a la situación social siempre cambiante en la que debe producirse la intervención» (Brecht, 2010, p. 95). 4  A pesar de existir una versión traducida más actual de los escritos sobre el teatro épico de Brecht por parte de Walter Benjamin (Obras. Libro II/vol2. Madrid: Abada, 2010), utilizaré aquí la versión clásica de la editorial Taurus, traducida por Jesús Aguirre, en (Benjamin, 1975).

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netración» del espectador por el «asombro» y de esta forma, como afirma Georges Didi-Huberman (2008), se accede a las diferencias, pues lo que ve el espectador no es más que «la cosa misma que la imagen representa» (p. 76)5. Así, el espectador es capaz de adoptar una actitud crítica y analítica frente al hecho representado. Lo que no significa que no se pueda «contemplar activamente» a través del distanciamiento. Para comprender esto es necesario ver el término contemplación sin prejuicios ni restricciones. En A propósito de Brecht, Antonio Buero Vallejo (1963) señala que la palabra contemplación suele ser sospechosa de «estatismo e irracionalidad», motivo por el que Brecht, como buen marxista, prefería hablar de «transformación». Sin embargo, continúa, plantear el dilema «¿conocimiento o transformación?, ¿contemplación o acción?» es erróneo y, de hecho, el arte se caracteriza por ser una síntesis que supera este dilema, siendo una especie de «contemplación activa». Este es el sentido que quiero darle al modo contemplativo asociado con el distanciamiento: un modo «no agotable por explicaciones discursivas» (pp. 200-201). El distanciamiento de los personajes de El caballo de Turín se manifiesta en la constatación de que el mundo exterior ha pasado de ser un «objeto corriente, conocido y directamente comprensible, a ser un objeto especial, sorprendente, inesperado» (Brecht, 2010, p. 148). Frente a la contempla-

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5  En la segunda versión de ¿Qué es el teatro épico?, Benjamin (1975) señala: «El teatro épico, opina Brecht, no tiene que desarrollar acciones tanto como representar situaciones» (p. 36). Y en la primera versión dice que «la tarea suprema de una dirección épica reside en expresar la relación de la acción que se representa con la que está dada en el hecho de representar» (p. 27). Si esta relación está bien expresada, el espectador no tendrá más remedio que distanciarse ante lo que ve.

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ción pura (identificación y conocimiento) del personaje de La condena se sitúa la contemplación activa (distanciamiento y transformación) de El caballo de Turín. Sin embargo, como espectadores asistimos en ambos filmes a unas puestas en escena semejantes –lánguidas, prolongadas, lentas– que, gracias a un magistral empleo del plano secuencia6, nos dejan, como señala Jarmo Valkola (2001), «mucho tiempo para reconocer que nos estamos formando expectativas acerca de donde irán a continuación el personaje o la cámara», y nos ofrecen la oportunidad de «despertar y frustrar las expectativas» (pp. 211-213). En el cine de Tarr la tensión se concentra menos en el desenlace y más en los sucesos –como en el teatro épico y al contrario que en el teatro trágico–. El habitual ritmo acelerado del montaje de acción y suspense se «aplana» y la relación que se establece con el paso del tiempo (la experimentación subjetiva de la duración) es diferente. Todo ello es determinante en la participación del espectador ya que, como señalaba Benjamin (1975) en referencia al teatro épico en Brecht y a la implicación de su espectador, la «armadura artística» de la representación (la propia película) es transparente y nuestra propia experiencia es la que parece controlar los hechos representados (p. 33). Así, en mi opinión, como espectadores del cine de Béla Tarr solo tenemos una opción: el «distanciamiento».

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6  En respuesta al porqué del uso de los largos planos secuencia tan característicos de su cine, Béla Tarr responde que «la gente de esta generación solo conoce información cortada (“information-cut”). Pueden seguir la lógica de la misma, la lógica de la historia, pero no pueden seguir la lógica de la vida». Para Tarr el cine se arrima a la dimensión de la vida donde existen otras cosas que son las que no se ven en las noticias de televisión y que él resume como «información no verbal». (Ballard, 2004).

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II El cineasta ruso Andréi Tarkovski tuvo que mirar miles de metros de celuloide para encontrar, definitivamente, la marcha del ejército soviético por el lago Sivach durante la Segunda Guerra Mundial. Anteriormente ya había visto dramatizaciones no demasiado buenas de ese mismo acontecimiento: materiales preparados de antemano, muy poco auténticos, que aparentaban ser tomas documentales de la «vida cotidiana» en el frente. Hasta que se encontró con este episodio que «se desarrollaba en una unidad de tiempo, lugar y acción, narrando uno de los acontecimientos más dramáticos del 43» (Tarkovski, 2006, p. 156). Un material «absolutamente único» que se convertiría en el corazón de Zerkalo (El espejo, 1974). Tarkovski se quedó impresionado por la «toma única» del material (rodado, según el director ruso, por una persona de gran talento fallecida el mismo día del rodaje); una «toma única» que, parafraseando a Jean-Louis Comolli (2010), le pesó ante todo como una restricción y, por durar, se abrió a continuación a su presencia y le dejó habitarlo con su fantasía (p. 121); una «toma única» que suscitó tal recuerdo que decidiría el devenir de El espejo. Sin embargo, esta secuencia fue eliminada por exigencias de los estudios Goskino, pues: «Las imágenes narraban las torturas y los sufrimientos con los que se consigue el llamado “progreso histórico”, los innumerables sacrificios humanos en los que siempre se basará. Era imposible creer, aunque solo fuera durante un

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Fotograma de El Espejo (Andréi Tarkovski, 1974)

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segundo, en aquellos sufrimientos, en su absoluta falta de sentido» (Tarkovski, 2006, p. 156). Lo que los estudios Goskino no podían admitir era el hecho de que Tarkovski se hubiera tomado la molestia de «leer las imágenes», es decir, «analizarlas, descomponerlas, remontarlas, interpretarlas, distanciarlas fuera de los “clichés lingüísticos” que suscitan en tanto “clichés visuales”» (Didi-Huberman, 2008, p. 44). Es como si el director ruso hubiera encontrado en esas imágenes el suceso detrás del suceso (representado) al que se refería Bertolt Brecht (2010, p. 39). «Leer la imagen», porque una imagen que no se lee es como un oscuro jeroglífico7. Afortunadamente, en la versión actual del filme estas imágenes sí están incluidas, las podemos ver mientras escuchamos una voz que recita un poema del padre de Tarkovski: «la muerte no existe, todos son inmortales...»8. El espejo no es una película sencilla, no desata emociones ni por su belleza o lirismo ni por el grado de identificación que obtenemos con la historia o con los personajes (menos aún sabiendo que se trata de un filme autobiográfico construido en torno al poso de los recuerdos de infancia de Tarkovski y que en origen iba a ser una película sobre la madre del

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7  Tan oscuro que, si no son leídas, puede que no quieran decir nada. En el videoensayo Como se ve (1986), Harun Farocki dice que «las imágenes no quieren decir nada, solo deben estimular al ojo». 8  Tarkovksi reconoce que este material de archivo hablaba de la «inmortalidad y que la poesía de Arseni Tarkovski era como el marco para aquel episodio, el marco que lo perfeccionaba» (Tarkovski, 2006, p. 158). La colección de poemas de Arseni Tarkovski que se recitan en El espejo se encuentran recogidos en http://el-placard.blogspot.com.es/2011/12/ poemas-de-el-espejo-arseny-Tarkovski.html (visto el 8 de noviembre de 2013).

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cineasta). Ese carácter complejo –disperso– de su estructura argumental y formal es el que obliga al espectador a tomar una actitud diferente, a «distanciarse» y «contemplar activamente». Ahora bien, el primer distanciamiento se produce antes de su concepción, cuando Tarkovski encuentra las imágenes del lago Sivach. Aquí, haciendo uso del razonamiento de Brecht (2010), el distanciamiento se produce como un procedimiento de la vida cotidiana: esas imágenes corrientes de archivo fijan la atención del director ruso, él las vuelve especiales y «lo que se entiende por sí mismo se vuelve incomprensible, pero solo para, a partir de ahí, ser tanto más comprensible» (p. 149). Será el director ruso quien reconocerá que la «dimensión y profundidad especiales de aquellos minutos registrados en celuloide [despertaron en él] sentimientos muy cercanos al sobrecogimiento, a la catarsis» (Tarkovski, 2006, p. 158). Tarkovski supo leer las imágenes, supo apartarse de ellas para ver las diferencias, supo alejarlas de cualquier cliché y las desmontó para volverlas a montar, auténtico valor del distanciamiento. El segundo distanciamiento es el del actor. Para entenderlo, es necesario comprender que El espejo es probablemente la película que marca un antes y un después en el cine de Tarkovski. No solamente por tratarse de un filme autobiográfico de marcado carácter poético sino por la particular caligrafía de la cámara y sus desplazamientos entre realidades y temporalidades de distinto orden. En esta película, la cámara prescinde en numerosas ocasiones de los personajes para mostrar objetos y espacios diversos que están relacionados con sus característicos estados emocionales u oníricos. Sin embargo, esta autonomía de la cámara en El espejo va mucho más allá: «la visión de la cámara coincide más bien con un enunciado del discurso

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omnisciente y que solo de vez en vez se encarna en su propia narración en forma de personaje» (Sobreviela, 2003, p. 142). Es decir, la cámara misma es Tarkovski, sus idas y venidas, sus recorridos temporales por la compleja escenografía de su propia vida convertida en película. Carlos Losilla se refiere a esta particularidad de la cámara en Tarkovski de la siguiente forma: La cámara flota en planos que nunca se detienen en algo concreto, porque todo es pura ilusión, apariencia que a veces no se atreve a traspasar. Y la vida gira en torno a ellos siguiendo un descentrado permanente: lo único que quiere el cine de Tarkovski es librarse de todas las ataduras, prescindir de todas las convenciones para que el pensamiento fluya puro y nítido, en su tersa opacidad, frente a una humanidad resignadamente atónita. (Losilla, 2006, p. 60)

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Todos los movimientos de cámara en El espejo son así, flotantes. En una de las secuencias, dos niños que están comiendo en una mesa son alertados por su madre de un fuego en el exterior de la casa. El plano comienza en el momento en que ambos se levantan de la mesa, si bien el movimiento de la cámara no les acompaña mientras abandonan la estancia. Con gran sutileza, la cámara permanece en ella hasta que una botella tumbada en la mesa cae al suelo. Se oyen los ladridos de un perro, un reloj da la hora y unas voces hablan mientras los niños aparecen de nuevo reflejados en un espejo observando el fuego. Finalmente, la cámara acompaña a otro niño hacia el exterior, hacia una casa en llamas, hacia el fuego, hacia la contemplación del fuego. Después del Tarkovski espectador, los siguientes espectadores distanciados son los propios actores, no solo porque su primera obligación como tales fuera la de ser espectadores sino por sen-

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tirse obligados a contemplarse como ajenos a su propia función interpretativa dentro del filme: «la casa que se quema no se encuentra vinculada a la acción de un sujeto (...) los actores del escenario son exclusivamente espectadores. Incapaces ante la acción, solo cobijados por una mirada perpleja» (Martínez Samper, 2009, p. 72). Los actores son los personajes que muestran, los que invitan al espectador del filme al distanciamiento definitivo. Tanto ellos como la acción están liberados de cualquier aspecto obvio, familiar o conocido provocando asombro y curiosidad; es decir, están distanciados y el espectador ya no ve representada la inmutabilidad, esto es, la identificación (Brecht, 2010, pp. 83-84). Porque, como afirmaba Brecht, el espectador, como el historiador, se interesa por el cambio de las cosas y el actor es el que debe expresar, mostrar el cambio de las cosas9. Un cambio que es mostrado sin desarrollar aparentemente ningún tema –despojando a la escena de su «sensacionalismo temático» (Benjamin, 1975, p. 34)–. Mostrar, porque se trata de cine: «Que el mundo no es omnivisible, que ver es ver más allá del encuadre, ver que hay un fuera de campo que no está encuadrado. El fuera de campo no es únicamente lo que el encuadre10

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Fotograma de El Espejo (Andréi Tarkovski, 1974)

9  Ver (Brecht, 2010, p. 290). O en palabras de Benjamin (1975): «el actor tiene que reservarse la posibilidad de salirse de su papel artísticamente. No debe dejarse quitar la posibilidad de, en el momento dado, hacer el papel de pensante (sobre su papel)» (p. 39). 10  El encuadre es definido por Comolli (2010) como «una oscilación entre la conciencia del entorno y la conciencia del espectador» (p. 37).

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oculta al mostrar, es todo lo que se mantiene al margen de la posibilidad de ver, al margen del lugar del espectador» (Comolli, 2010, p. 127). Mostrar sin desarrollar. En el cine de Tarkovski, parafraseando a Pilar Carrera (2008), la trama aparenta ser inmóvil, ni ella ni los personajes avanzan (p. 70). Esta «inmovilidad móvil» o «movilidad quieta» es la que nos impide cualquier signo de identificación, la que en conjunto nos muestra las no posibilidades del ver, la que nos invita al distanciamiento, a la toma de posición, a la contemplación activa y a la catarsis crítica.

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III La mano de Dios que aparece aislada en el cielo es un lugar común en el arte medieval. Por lo general siempre se muestra toda la mano, bien con sus dedos extendidos y a la vista, bien en la postura de la benedictio graeca (con la palma visible). Representar la mano al completo es un símbolo de la presencia divina libre de velos y obstáculos. Sin embargo, en La renuncia de los bienes (1297-99), Giotto di Bondone representó la presencia de Dios por medio de una mano de perfil, en un gesto en el que los dedos anular y meñique están ligeramente recogidos y el pulgar no puede ser visto. Una mano tendida, de apro-

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Giotto La renuncia a los bienes (1297-99). Asís, Iglesia Superior de San Francisco

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bación hacia el gesto servil y renunciador de Francisco de Asís quien, en posición de oración, es el único que contempla la presencia divina. Parece evidente que el deseo de Giotto era transmitir una interpretación diferente de la mano de Dios. Si bien se trata de un gesto que, parafraseando a Moshe Barasch (1999), ni conlleva connotaciones morales o religiosas bien definidas ni está reservado exclusivamente a la presencia divina, la mano aislada de perfil evoca de un modo sibilino la bendición al mismo tiempo que es esa mano elocuente que transmite la buena nueva11. En una secuencia de Topio stin omichli (Paisaje en la niebla, Theo Angelopoulos, 1988), un helicóptero militar extrae del fondo del mar una gigantesca mano de piedra –probablemente de alguna antigua escultura griega– que es transportada lentamente por encima de la playa de una ciudad helénica hasta desaparecer en el horizonte. Mientras esto sucede, tres personajes contemplan imperturbables el acontecimiento. La reflexión de Andrew Horton (2001) al respecto es que la experiencia de ver alzarse la mano crea una sensación de «potencialidad» (p. 22), es decir, gran capacidad de generar «efectos» y, por qué no, «afectos». Estos tres personajes recuerdan aquellos que contemplaban el fuego ante la casa incendiada de El espejo. También muestran que son espectadores obligados a contemplarse como ajenos a su propia función (la actoral), que no es ni más ni menos que la de contemplar un objeto que no han de comprender o quizá sí12. Un

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11  Para más información sobre la representación aislada de la «mano de Dios», tanto en Giotto como en el arte medieval, ver (Barasch, 1999). 12  «El no-sino. En todos los puntos esenciales el actor, además de lo que hace, ha de descubrir, nombrar y hacer perceptible algo que no hace» (Brecht, 2010, pp. 281-282).

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objeto: una mano «rescatada» del mar, el rastro de una civilización pasada, cuna de la Grecia actual y del mundo occidental, un símbolo icónico que conecta la Antigüedad con un presente histórico en decadencia –a imagen y semejanza del fin de la Grecia clásica hacia la que apunta–. Pero también es esa mano mítica hacia la que la cultura occidental cristiana siempre se ha sentido temerosa, la mano de ese Dios que bien pintó Giotto siete siglos atrás, esa mano divina que, caída de los cielos, sigue hoy presente en el inconsciente colectivo amenazando un futuro incierto: la mano de un Dios omnipresente y todopoderoso que, impedida ahora para la bendición (su dedo índice está casualmente fracturado), parece anunciar el fin de la buena nueva, el fin del tiempo del hombre, el fin del tiempo de la historia. Esta secuencia de Paisaje en la niebla se corresponde con un tiempo indefinido, tanto en un modo historicista como cinematográfico. Una forma del tiempo que interesaba mucho al director griego, para el que el autollamado «tiempo muerto» no debía «ser fabricado a través de cortes y de ritmos internos lentos, sino existir internamente en el plano» (Fainaru, 2001, pp. 72-73). Este «tiempo muerto» cinematográfico, en forma de silencio o de interrupción momentánea del discurrir de los acontecimientos, es el elemento esencial para establecer «una relación particular con el espectador, a quien la película deja vía libre a su imaginación» (Valkola, 2007, p.

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Fotogramas de Paisaje en la niebla (Theo Angelopoulos, 1988)

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134)13. Porque el valor heurístico del pensamiento, no lo olvidemos, es fundamental para el espectador distanciado. Al igual que para Tarkovski, a Angelopoulos no le interesan los sucesos, sino los sucesos detrás de los sucesos que determinan el destino de los hombres –auténtico sentido brechtiano de la forma épica–, donde el «detrás» conlleva, como afirma Didi-Huberman (2008), una «red de relaciones», es decir, «una extensión virtual que pide al observador (...) multiplicar heurísticamente sus puntos de vista» (p. 70). Este «tiempo muerto», el tiempo que nunca nos es dado a experimentar en nuestro consumo diario de imágenes televisivas, donde el recuerdo y olvido se dan al unísono14, bien pudiera ser, como he apuntado, una metáfora del tiempo histórico. Porque Angelopoulos es un cineasta de la memoria (la de su país, Grecia, y la de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial), un artista que, parafraseando a Miguel Ángel Hernández-Navarro (2012), construye el presente a partir del pasado, a partir de los restos que la historia deja tirados en la cuneta, a partir de los «sueños –incumplidos– del pasado» (pp. 54-55). Metáfora, digo, porque ese «tiempo muerto» (el que es definido por los personajes contemplando

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13  En este mismo sentido Tony Mitchell (1980) recoge las siguientes palabras de Angelopoulos: «Las pausas, el tiempo muerto, dan [al espectador] la oportunidad no solo de evaluar racionalmente la película, sino de crear, o completar, los diferentes significados de una secuencia» (p. 33). 14  «... la saturación y obesidad de los sistemas de información, la capacidad para grabarlo, filmarlo y archivarlo todo, acaba produciendo una especie de síndrome de Funes el Memorioso (...) De esta manera, al recordarlo todo, nuestra sociedad no tiene tiempo de volver a las memorias acumuladas, de modo que el pasado queda separado, almacenado para siempre, sin posibilidad de actuar en el presente (...) Así, recordándolo todo, en el fondo, lo olvidamos todo» (Hernández-Navarro, 2012, p. 21).

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la gran mano suspendida y su posterior alejamiento) es el tiempo necesario para que la Historia se sienta «atravesada» por la memoria15, esa «latencia afectiva» que nada tiene que ver con la memoria muerta, desafectada y desconectada del pasado que es la Historia (p. 29). La inclusión del «tiempo muerto» como algo consustancial al plano, esta atenuación rítmica de la trama, es lo que produce esa sensación de que lo que vemos transcurre en un tiempo que no nos corresponde, de que los planos parecen más largos de lo que realmente son y de que nuestra única posibilidad como espectadores es la de tomar distancia. De ahí que el movimiento de la cámara dentro del plano se vuelva trascendental, pues a su inherente función reveladora de los detalles de la escena se le añade una función transformadora de los mismos, con el objeto de variar la configuración general (Valkola, 2007, p. 137). Y sí, probablemente estas secuencias de ritmo lento «despierten el interés y la atención del espectador tanto como le frustran» (Valkola, 2007, p. 135). No hay nada «obvio» en ellas16. Porque mientras que lo «obvio», lo incuestionable –especificidad de la identificación–, induce al espectador a pensar «sobre» el objeto representado, la transformación –contemplación activa– que se produce en el espectador distanciado es la de pensar el objeto representado –acción– «a través» de él.

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15  «Porque estamos hablando de un sentido de la Historia particular y concreto que es necesario matizar. Un sentido particular del tiempo, pero también de la escritura de ese tiempo. La Historia, de este modo, como escritura del tiempo con aspiración a verdad y justicia, y la memoria como el objeto fundamental que la atraviesa y que hace que el pasado afecte el presente» (Hernández-Navarro, 2012, p. 31). 16  En referencia a la distancia necesaria para que algo pueda comprenderse, Brecht (2010) señala que «cuando todo es “obvio” se renuncia sencillamente a comprender» (p. 45).

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BE WATER, MY FRIEND. EL OLEAJE COMO RECEPCIÓN DE LAS IMÁGENES DEL ARTE Tania Castellano San Jacinto

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La doble dimensión de la que el cine participa, el estatismo de los fotogramas y el dinamismo de su sucesión en la pantalla, establece un paralelismo con otro de los factores del fenómeno cinematográfico: la sala de proyección. Allí, un público clásicamente sentado en sus butacas también se mueve paradójicamente a golpe de pantalla. Al cuerpo estático del espectador le mueven, al tiempo que le «remueven» y «conmueven», los cambios entre planos (como defendieron Serguéi Eisenstein y Walter Benjamin), entre fotogramas (como contrapone Peter Kubelka), o determinados elementos que pudiendo destacar a lo barthesiano, como punctum sobre studium (Barthes, 1980, pp. 48-49), hacen de este espectador un flâneur, tal y como sugiere Siegfried Kracauer (1960, p. 170), que se transporta entre los tiempos de sus recuerdos y el presente de lo que percibe en pantalla. Existe por tanto un movimiento interior, pero algo de él también se exterioriza confirmando el impacto o shock del cine: bien en forma de sobresalto o bien como risa. Benjamin considera dicho shock, estandarte de la cualidad táctil del género cinematográfico, un entrenamiento para la vida moderna en la metrópoli –una vida amenazada por las aglomeraciones, el

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tráfico, los rótulos, las prisas–. La risa, en cambio, supone una reacción que Benjamin (2004) afina, considerándola más bien una detonación contra todas aquellas agresiones. El hecho de reírse en el cine ejercerá una función terapéutica en la medida en la que equivaldrá a un excelente punto de partida para la reflexión del público; pues, para el autor, «las mociones del diafragma parecen ser más productivas que las conmociones del alma» (p. 55). A esto hay que añadir otro factor esencial de la risa y es el hecho de suponer una puesta en común de los individuos que se hallan en la misma sala de proyección. Todos ellos participan de reacciones comunes (por lo natural de las mismas y por el hecho de compartirlas) que les hace funcionar como un solo cuerpo. Sin embargo, hemos de diferenciar el carácter de este cuerpo común de espectadores, que reacciona orgánicamente, del de formaciones colectivas modernas contemporáneas a él, que dan lugar a un espectáculo total. Un ejemplo de ello son las Tiller Girls a las que se refería Kracauer (2006), unas bailarinas que, como un conjunto de partículas indiferenciadas en un solo cuerpo, se mueven al mismo son predeterminado de la seriación industrial. Una formación, la de esas jóvenes, totalmente opuesta al «desorden de la sociedad» (p. 220) presente en la masa del público cinematográfico que el mismo autor identifica solo «cuando la distracción no es un fin en sí mismo» (p. 220). Es entonces cuando, según Kracauer, el individuo recupera el contacto con la propia naturaleza, ya que dicho estado desordenado capacita a la masa «para suscitar y conservar en memoria esa tensión que debe preceder al necesario vuelco» (p. 220). Es precisamente el tejido irregular que Kracauer distingue en los espectadores de ese tipo de cine, el mismo que se refleja en el cuerpo colectivo

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benjaminiano1, que igualmente se aleja del aspecto de la trama regular y conforma un tejido desigual, con agujeros incluso, materializado según un patrón frankensteiniano. Benjamin situará dicho cuerpo colectivo tanto en el cine como en el teatro de Bertolt Brecht y destacará de él que «[los espectadores] tienen que sentirse como “masa compacta”» para ser «capaces de reaccionar» (Benjamin, 1990, p. 76) y para integrar su «conocimiento de clase» (Benjamin, 2008, p. 34). Una condición, la de este cuerpo común desordenado, que en ambos autores coincide en compartir tanto una predisposición reactiva como una capacidad reflexiva2. Es en una de sus obras más referenciales, el ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, donde Benjamin (2008) interpreta a este público cinematográfico como molde –«La masa es una matriz» (p. 42)– y como mar –«la envuelve [a la obra de arte] en su oleaje» (p. 43)–. Estas imágenes de la masa definen distintos cometidos de la misma: adaptar e integrar, respectivamente. La masa-matriz renueva «la conducta habitual hacia las obras de arte» (p. 42), mientras que la masa-oleaje sumerge «por su parte la obra de arte dentro de sí» (p. 43). Ambos ejemplos suscitan la idea de una envoltura que cubre, a la vez que da forma, a la pieza artística. Esto supone una circunstancia totalmente opuesta al ejemplo benjaminiano del aficionado a la pintura que, por su parte, se deja absorber por

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1  «El colectivo es corporal» (Kollektivum ist leibhaft) (Benjamin, 2007, p. 316). Miriam Hansen (2012), por su parte, define ese cuerpo benjaminiano como Kollektivleib o cuerpo colectivo (p. 178). 2  En relación con esto, véase el capítulo de Pablo Martínez La abstracción de la masa en este libro.

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la obra con un claro carácter pasivo. Un rasgo que el autor también ve reproducido en el caso de la compenetración emotiva del espectador con el héroe de la historia, la base del teatro o el cine comercial de su tiempo, describiéndolo como «el movimiento de la ola que arrastra consigo al público» (Benjamin, 1990, p. 64)3. Por lo que, tanto en la obra aurática pictórica como en la de cine o de teatro basada en patrones aristotélicos, sería la misma obra la que cubre al espectador. Ciertamente Benjamin le da la vuelta a esas relaciones en el caso del espectador cinematográfico de determinado tipo de cine, como el de Charles Chaplin o el de realizadores soviéticos como Eisenstein, que es el que defiende una vez constatada la degradación comercial de este género. En ese otro cine el juego de cubrir o de absorber se invierte de un factor a otro, del público a la obra en vez de la obra al público, con el mismo espíritu con el que Benjamin prefiere acariciar la historia a contrapelo. Volvamos ahora al concepto de matriz que definía al espectador de cine benjaminiano. El hecho de que el público dé forma a la obra supone al mismo tiempo una re-forma de la misma. Si el productor de arte resulta ser el que perfila la pieza, es el espectador el que la amolda mediante su recepción. Para Benjamin, el llamado feedback supone entonces no solo un nutriente que el público aporta a la obra, sino una mano que reescribe aquella historia que acaba de ser contada por ella. No es en la ingestión sino en la deglución del espectador donde verdaderamente se genera la obra de arte. La agencia del público, para descargar su subjetividad y transformar

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3  Un estado equivalente al «de inmersión, de contemplación pura, de pérdida del objeto y olvido de la individualidad» que Fernando Baños (2014, p. 232), en su capítulo, atribuye al personaje de La condena (1988).

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la pieza artística, resulta por tanto manifiesta en la perspectiva benjaminiana, que propone como «interés original y legítimo de las masas» hacia el cine el «autoconocimiento» y el «conocimiento de clase» (Benjamin, 2008, p. 34). En ese caso, tanto la matriz que modifica como el oleaje del cuerpo colectivo que engulle la obra, equivalen a un aporte de conciencia, de imaginación, de reflexión. Benjamin cree en la capacidad del cine para mover a las masas pero más aún para movilizarlas. Este mismo enfoque es el que Francesca Martínez Tagliavia (2011) emplea al hablar sobre la imagen de la ola presente en varios cuadros que Gustave Courbet pinta entre 1869 y 1870. Según la autora, esas pinturas reflejan «el cambio que Courbet, personalmente, opera en su vida y la resistencia al imperio de Napoleón III»4. Un cambio capaz de quebrar la dominancia del poder imperante a base de un espíritu productivo que burla continuamente lo inmóvil. La brecha que Martínez Tagliavia sitúa en esas pinturas equivale a un «acontecimiento creativo» similar a la ruptura que según Maurizio Lazzarato (2013) debe operar la subjetivación para así «volver a atravesar y reconfigurar lo económico, lo social, lo político» (p. 61). Algo que, por otra parte, recuerda al carácter destructivo benjaminiano: una apertura al porvenir a base de destrucción. Benjamin (2010) dirá de él: «El carácter destructivo no percibe nada duradero. Y precisamente por esa razón va encontrando caminos por doquier. Allí donde otros chocan con enormes murallas o montañas, él descubre un camino. Y como ve un camino por doquier, tiene que ir despejando por doquier el camino» (p. 347).

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4  Salvo que se indique la referencia de una edición en español, todas las traducciones son de la autora.

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Detalle y vista de la instalación Rain Theorem (2009), Allexey Kallima

EDITORIAL No obstante, si analizamos más detenidamente la morfología del oleaje mediante el que el público se moviliza, distinguiremos que su cota más alta se encuadra entre dos valles. Estos momentos de baja intensidad no rodean simplemente la ola, sino que constituyen parte del fenómeno: tanto su inicio como su fin. A toda ola de excitación y acontecimiento le precede y le sucede un valle de baja intensidad. Benjamin (1992) describe algo similar cuando se refiere a que «La atención y el acostumbramiento, el escandalizarse y el aceptar, son la cresta y el valle de la ola en el mar del espíritu» (p. 127). Una faceta, la de este desnivel de intensidades, que Alexéi Kallima recoge en su obra Rain Theorem (2009), donde el fervor de un público deportivo va creciendo progresivamente bajo una luz fluorescente, hasta que cesa por completo con un brusco blanco que ilumina el vacío de la sala. A partir de ahí, la secuencia vuelve a empezar de nuevo con idéntico final. El cese de la ola comporta otro plano muy distinto al tipo de destruc-

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ción como carácter que antes veíamos en el papel de brecha de subjetividad y por el que la misma ola arranca. Esta otra destrucción correspondiente al declive del oleaje, a la vez que al contexto de donde parte la siguiente ola, equivale a la destrucción de la propia obra de arte. Pues el público, a base de integrar sus efectos, también desgasta la pieza artística. Su ola la envuelve, pero en ese mismo movimiento deshace cualquier reacción parecida a la primera. Arrasa con lo acontecido en el estreno de la experiencia artística y remite a un punto cero. En eso se convierte la dinámica de este cuerpo masivo destructivo, no solo por el simple hecho de desgastar, sino también por perpetuar su movilidad. El deslustre que imprime el oleaje le sustrae a la obra sus posibilidades de repercutir tal y como lo hizo en un principio, algo contra lo que la obra aurática se hallaba inmunizada gracias a su distanciamiento. El espectador se convierte entonces en una especie de Rey Midas: en la medida en que establece un contacto cercano con la obra de arte, genera un valor de talante económico que a su vez resta utilidad a la obra. A partir de ahí no será tan fácil que la pieza vuelva a imprimir una moción en el público, inclusive la conmoción y la emoción. Se podría decir por tanto que una vez atravesada la fase de la cresta el oleaje del público hunde la obra de arte en las profundidades del agua pasada. Un vivo reflejo del espíritu moderno de la moda, conocido por idolatrar lo momentáneo y condenar al olvido el pasado más reciente, el más vacío de los tiempos según su criterio, el más demodé. «El público destructivo» en su doble vertiente –tanto por su carácter, como por el final que impone a la obra de arte– repite su dinámica en la

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misma línea que el eterno retorno nietzscheano5. Pero el aumento de la celeridad de esa secuencia va a jugar hoy un papel clave. Si la frecuencia con que el oleaje sucede se ha visto aumentada desde la mitad del pasado siglo xx, es comprensible que este tipo de fenómeno ya no genere un acontecimiento con el mismo carácter que antes. Dentro del ritmo acelerado que establece la sucesión de olas posmoderna, el valle de la ola supondría más bien un oportuno descanso. De las oleadas del público a principios del siglo xx y su repercusión político-social, pasaríamos a un público al que muchas veces no le queda más remedio que «hacer la ola» en función de una efusividad momentánea con poca repercusión. El «hacer la ola» o el «hacerse la ola» efectivamente no equivalen al «ser ola» que planteaba Benjamin en la experiencia fílmica. Tal y como ocurre en la obra de Thierry Kuntzel The Waves (2003), el oleaje pierde dinamismo y se decolora cuando uno intenta aproximarse a él desde fuera, sin encarnar uno mismo ese fenómeno. El aumento del número de productos de consumo político-cultural y la multiplicación de su alcance parecen alterar el efecto de la envoltura del oleaje. Por lo que paradójicamente la ola benjaminiana haría aguas en buena parte de la situación actual. Pero parece ser que la fórmula de Benjamin ya planteaba ciertos interrogantes desde el comienzo. Frente a la postura de su autor, que argumentaba cómo el oleaje o la matriz del público se vierte sobre un cine

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5  «Según esta idea [de eterno retorno], toda tradición, incluida la más reciente, se convierte en algo que ya se ha dado en la impensable noche de los tiempos. La tradición adquiere con ello los rasgos de una fantasmagoría en la que la prehistoria sale a escena vestida con las más modernas galas» (Benjamin, 2005, p. 141).

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específico que evita la evasión y se muestra crítico con su tiempo, Theodor W. Adorno llamaba la atención sobre la permanencia del aspecto aurático en el conjunto del medio fílmico. Discrepancias que Christine Ross (2001) constata en el siguiente siglo, al argumentar cómo el ojo del espectador «ha sido absorbido dentro de la pantalla» gracias a la cámara «que ingiere y vuelve a ingerir al espectador que busca mantener» (p. 92). Un esquema que se opone totalmente al que Benjamin (2001) planteaba en un principio entre público cinematográfico y película. Ross lo justifica afirmando que «la cámara ha sido dotada de una subjetividad que fundamenta un espectro de absorción, de perder el sentido de la propia identidad por medio de la ingestión tecnológica» (p. 92). Pero tal y como la cámara parece adoptar la misma postura absorbente que Benjamin señalaba en la pintura antes de los ismos, hoy encontramos cómo la misma respuesta de la envoltura del público supone un movimiento perceptible también en ámbitos comerciales. De la misma manera que Benjamin asumía como posible la combinación de instrucción y diversión, para las posturas críticas hoy en día es difícil, si no imposible, librarse de ocupar una posición intracapitalista. Al hilo de estos planteamientos, la instalación The Transfinite (2011) de Ryoji Ikeda hace surgir cuestiones que tienen que ver con la envoltura

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Diferentes vistas de The Transfinite (2011), Ryoji Ikeda

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del público y su carácter. En la línea de otros proyectos anteriores, como Datamatics (2006) y Test Pattern (2008), el artista emplea una especie de código binario con el que presenta datos de las más variadas fuentes (textos, sonidos, fotos, películas) sobre una pantalla a escala monumental que abarca muro y suelo del Park Avenue Armory de Nueva York. Una sucesión vertiginosa de formas blancas y negras se ofrece sin ninguna pauta para la interpretación, por lo que el público únicamente puede dedicarse a percibirla y, dado el caso, a elucubrar acerca de ella. Quizá se trate de asumir que nos encontramos a un nivel de habituación para con los medios en el que la proyección ya «nos habla», tal y como la niebla en la pantalla de televisión se comunicaba con Caroline, la protagonista de Poltergeist (1982). Ikeda nos ofrece una película sin símbolos, vacía como una cinta sin imágenes, donde metonímicamente intenta transmitir una imagen de la multiplicidad del mundo. En función de ello, el mismo título nos advierte de un infinito estructurado y conmensurable y, por lo tanto, abarcable en teoría para ese gran oleaje perceptivo. Todos esos datos traducidos a blanco y negro se ofrecen a un espectador un tanto perplejo al principio, impresionado quizá por las dimensiones de la obra. Pero lo realmente sorprendente es que de la reacción general no surge el rechazo, sino que, al menos como masa, el público tiende a disfrutar la obra. ¿Podríamos habernos imaginado que llegaríamos a ocupar de buen

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Poltergeist (2014), Gil Kenan

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grado el papel de Caroline como espectadora de una niebla continua en la pantalla? Si Benjamin se refería a la técnica cinematográfica como aquella que había conseguido eliminar la distancia aurática, llegando a tocar así al espectador, en este caso observamos cómo no solo el público se ha dejado tocar por la obra audiovisual, sino que pierde todo el miedo y se ve incluso capaz de envolver al elemento más extraño e inabarcable. No ocurría así con el que podríamos denominar su antecedente: Arnulf Rainer (1960) de Peter Kubelka. Al igual que Ikeda, en esta obra Kubelka se vale exclusivamente de un código binario que, en su caso, descarga sobre el espectador en forma de fotogramas monocromos de distintas duraciones y en una sucesión que, aunque con cierto sentido, resulta imposible de apreciar por su celeridad. La propuesta de Kubelka apunta en su momento a hacer regresar al cine a un estado embrionario a base de ceñirse a la mínima unidad fílmica, el fotograma, y de limitarse al elemento más esencial, la luz. Esta ruptura radical en la cinematografía, que ya emprendían otros movimientos como la Nouvelle Vague en los años cincuenta, se acerca por otra parte a actitudes propias del dadaísmo, al que Benjamin (1991) denomina un «torpe» y «exagerado» precursor del cine (p. 1.041). Al igual que las manifestaciones dadaístas, Arnulf Rainer tiende a confrontarse con el espectador, no ofreciéndose a ver, sino retándole a ver, o más bien, no dejándole ver, o quizá haciéndolo aun a costa de las migrañas ópticas y ataques epilépticos del público, como ocurre con ciertas obras del movimiento de la que la obra de Kubelka fue uno de sus precedentes y que más tarde se denominará Flicker Film, una variante a su vez del Structural Film. Tanto los dadaístas precursores del cine como las regresiones de los estructuralistas rodean al fenómeno cinematográfico propiamente

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dicho. Sin embargo, dentro de ese último campo, podemos apreciar cómo existen transformaciones en la aceptación de un público que poco a poco transige con las nuevas propuestas artísticas y logra tolerar, e incluso dejarse llevar, por obras sorprendentemente similares a Arnulf Rainer como The Flicker (1966), de Tony Conrad. A esta película, a diferencia del rechazo mayoritario que despierta Arnulf Rainer en la época, la describen como una experiencia fácilmente inmersiva, similar a los efectos alucinatorios del LSD. Puede que las transiciones y los ritmos de Conrad, mucho menos pronunciados que los de Kubelka, ayudaran a este efecto; pero quizá se tratase más bien de una ventaja sobre su antecedente por el simple hecho de darse después y contar con un público iniciado en el Flicker Film. Si el sujeto moderno hubo de adaptar su sistema perceptivo y nervioso desde finales del siglo xix, el sujeto del siglo xxi se ha visto obligado a hacer lo propio en la era digital. Por lo que, a la hora de volver a The Transfinite, habremos de asumir medio siglo de por medio entre las manifestaciones estructuralistas y esta obra, en el que el público de hoy ha transformado claramente sus hábitos perceptivos. Seguramente debido a esto el nivel

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Fotogramas de Arnulf Rainer (1960), Peter Kubelka y The Flicker (1966), Tony Conrad

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Diferentes vistas de The Weather Project (2003), Olafur Eliasson

EDITORIAL perceptivo en el que ahora se encuentra el sujeto le permite ser capaz de inmunizarse ante el shock de encuentros tales como The Transfinite y desplegar su envoltura sobre ella, cuando a principios del siglo xx todavía resultara inimaginable. Sin embargo, el oleaje desplegado en esta obra supone una movilización del público muy distinta a la que se refería Benjamin en su ensayo. La pantalla extensiva de Ikeda permite al público liberarse de la posición ordenada en butacas y disfrutar del espectáculo a su antojo: caminando, sentado, tumbado, hablando con los otros, por el móvil… Un movimiento físico tiene lugar. Pese a que la proyección constituye un elemento indiscutiblemente presente y llamativo, la música electrónica y el libre albedrío a la hora de disfrutar la pieza más bien parecen convertir la instalación en un chill out que en la obra de arte de una galería. En ese sentido, The Transfinite tiene que ver con otra instalación: The Weather Project (2003) de Olafur Eliasson, ubicada en la Tate Modern londinense. En su caso, Eliasson se muestra complacido en cuanto al comportamiento de la gente, muy similar al del público de Ikeda, al desentenderse del hecho de

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que ocupan un museo o galería y, según el artista, transformándolo así en parte de la ciudad. Eliasson concluye que «la experiencia del espacio tiene la capacidad de poner ese espacio en contexto» (Aitken, 2006, p. 114). A este efecto, el público que percibe la obra de Ikeda tendría que ver, más que con los visitantes de un museo o galería, con los que disfrutan de un día cualquiera en Central Park. La actitud de pasar un día en el parque parece obligar a los elementos formales de la obra –proyección y sonido– a competir con la misma experiencia del espectador en el espacio. Una movilización, la del espectador, si la podemos seguir denominando así, ambigua cuanto menos. Por otra parte, la glitch music como pista sonora de la instalación no invita a la gente a moverse y mucho menos empuja a los asistentes a levantarse y bailar, tal y como Lindsay Waters (2003) defendía respecto de la música rock (p. 212). Al igual que su aspecto visual, la complejidad y la extrañeza que suscita la dimensión sonora de The Transfinite marca una distancia con el público que, por lo general, no puede reconocer lo que escucha. El aspecto sonoro se reduce entonces a una especie de ruido blanco y en blanco sobre el que dibujar un recorrido antojadizo del cuerpo. Tanto el aspecto visual de la proyección en forma de telón de fondo, como la pista sonora en su función de ruido de fondo parecen generar un escenario literal, donde ocurre una experiencia artística sobre la que merece la pena cuestionarse. Si, como hemos visto, Arnulf Rainer retaba al espectador en los años sesenta del siglo xx con una estética radical capaz de provocar ataques epilépticos, en los años diez del presente siglo Ikeda adapta patrones similares a un fondo donde tumbarse y disfrutar del espectáculo. Aparte del aparente descrédito que pudiera suscitar la última, este picnic del arte parece

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confirmar así la integración de una ruptura acontecida en torno a la mitad del siglo xx, pero también la conquista de la misma. Como hemos visto, el oleaje del público es capaz de disolver el efecto de la obra de arte aliado con la caducidad impuesta por las industrias culturales. Por otra parte, el hecho de que los medios nos hayan brindado la oportunidad de manejar una imagen global altera tanto las dimensiones como la repercusión del oleaje al que nos referimos. En este estado de cosas, el oleaje masivo se convierte en una ola global, en un tsunami que arrasa a su paso. El público no desgasta la obra en cuestión, sino que la devasta. A su vez, esta forma amplificada de oleaje obtiene un papel fundamental en los circuitos más comerciales del arte. En ese contexto la erosión ejercida en la obra sucede en tal medida que la convierte aceleradamente en un objeto informe y anodino, desgastándolo hasta el desinterés. Es ahí donde reside el peligro para aquellos productos culturales que pretenden mantenerse al margen de objetivos exclusivamente comerciales. Puesto que si se aplica ese mismo patrón de recepción dentro de lo que hasta ahora venía recibiendo una aceptación minoritaria, este otro objeto del arte obtendría la misma respuesta amplificada, además de un similar y efímero interés. A partir de aquí, ¿deberíamos seguir pensando que «la envoltura» del público benjaminiano puede continuar ejerciendo una función emancipatoria? Porque, ¿la imagen global supone una batalla perdida o vencida? Aquella ruptura operada desde la subjetividad a la que se refería Lazzarato (2013, p. 61) –dentro de la que podríamos considerar los elementos de la contracultura, las estéticas radicales, los movimientos antisistema– con el tiempo se remienda en un tejido común con el fin de integrarla en un devenir histórico, de superarla como estadio y comenzar a partir de ahí.

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Esto no supondría nada nuevo hasta ahora, de no ser por lo inquietante que resulta la celeridad con la que ocurre la puesta en marcha del siguiente producto cultural. Dicha dinámica recuerda precisamente al comienzo de una canción a la que Benjamin (1990) se refería: «No te demores en la ola que se rompe a tus pies; mientras estén estos en el agua, se romperán en ellos olas nuevas» (p. 29). Mientras las olas se rompen sin descanso a los pies del sujeto, parece invertirse de nuevo el patrón benjaminiano y es la obra de la cultura global la que resulta sumergir al espectador en un vertiginoso ritmo de atracciones6. Es entonces cuando distinguimos ese «hacer la ola» como signo momentáneo de excitación. Esos momentos acumulados como picos de intensidad poco tienen que ver con la construcción de la identidad cultural o de la conciencia de clase en el espectador. De ello resulta una cultura global que en palabras de Anthony D. Smith «no responde a una necesidad viva ni contiene ningún recuerdo. Si la memoria colectiva es básica para la identidad, entonces no podemos estipular ninguna identidad global que sea captada en proceso de surgir» (Beck, 2005, p. 46). Al «hacer la ola» el espectador global no fundamenta nada, la intensidad surge y se deshace en un vacío que es cubierto sin descanso por otra cota de excitación. En este caso el público se concentra en una continua ingestión de productos culturales, que traga apenas sin masticar.

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6  Esto no supondría ninguna novedad de no ser por el alcance mediático y la premura con la que se suceden dichas atracciones. Recordemos cómo, por ejemplo, Georg Simmel presenta a finales del siglo xix y principios del xx un enfoque similar: «Por un lado, la vida se le vuelve al individuo infinitamente fácil, pues de todas partes se le ofrecen incitaciones, estímulos, ocasiones de colmar el tiempo y la conciencia, que lo arrastran en su corriente al grado de dispensarlo de tener que nadar por sí mismo» (Simmel, 2013, pp. 56-57).

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Surge así la duda de si, en esa situación, podría ocurrir todavía una moción mayor, una movilización más trascendente en un público absorbido por la ola cultural, azotado por el impacto y siempre a la espera de recibir una nueva ola que llega. «Be water, my friend», esa mítica frase de Bruce Lee7, nos recuerda de qué lado debería estar el oleaje para mostrar la efectividad de lo que verdaderamente puede considerarse una ruptura subjetiva, a la vez que masiva. Quizá una imagen de ello sea la obra de Francis Alÿs When Faith Moves Mountains (2002). En ella se convoca a cerca de quinientos voluntarios a las afueras de Lima para que, armados con palas, trasladen una duna en el plazo de un día. Esas quinientas personas alineadas erosionan en conjunto la formación de arena, barriendo su relieve de principio a fin. La obra, que pone en práctica una dinámica de grupo con un principio claro: «Máximo esfuerzo, mínimo resultado» (Alÿs en Ferguson, 2007, p. 109) y un objetivo definido: trasladar la duna, hace frente al ritmo económico impuesto por la

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DELIRIO Imágenes de la documentación de When Faith Moves Mountains (2002), Francis Alÿs

7  Popularmente extendida a partir del estreno del anuncio publicitario del automóvil BMW X3 en octubre de 2006. Surge así un posible ejemplo de la convivencia entre corrientes de diferentes direcciones a la que seguidamente aludiremos.

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sociedad de consumo. Lo que Alÿs promueve es realizar un gran esfuerzo improductivo bajo una perspectiva capitalista que, en común, haga realidad un imposible. Una forma, diríamos, de crear a contrapelo que apunta a una toma de conciencia del espectador como agente de la masa. Hasta donde somos capaces de ver en este punto, distinguimos una guerra de oleajes en distintas direcciones. Por una parte, el de aquellos productos culturales destinados a envolver al sujeto en una fiebre de consumo y espectáculo. Por otra, el de un público que, consciente de su situación social, se alza en busca de una perspectiva crítica y se lanza sobre los objetos de su tiempo. De la unión de estas dos corrientes surge un régimen turbulento, en el que conviven elementos de ambos lados. En la turbulencia todo se mezcla y a veces resulta indiscernible saber si realmente nos encontramos fuera o dentro del sistema. Quizá sea esa la manera de poder discurrir dentro de este planteamiento contradictorio: participar de la turbulencia. Así lo hacen obras como Reverse Television (1983) de Bill Viola, que durante pausas publicitarias en un canal de televisión introduce la imagen de un espectador mirando fijamente al televisor; los paneles publicitarios ocupados por la cama vacía de Félix González-Torres en Untitled (1991); o los clásicos rótulos de truismos de Jenny Holzer, que aparecen dentro de entornos públicos tan visibles como Times Square (1983-85). Tan solo unos pocos ejemplos que dan cuenta de una actitud extendida tanto en la producción artística como en diferentes manifestaciones sociales. El empleo de las estructuras capitalistas a favor del impulso sociocultural es un hecho que las mismas plataformas mediáticas transmiten. Es entonces cuando el público, la masa que conforma esta sociedad, deja de ahogarse y se convierte ella misma en agua. Ahora bien, también puede

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ocurrir que ese movimiento aparezca en un sentido inverso en el caso de que las industrias culturales fagociten aquellos elementos dinamizadores y constitutivos de la movilización social. En esta lucha entre corrientes y oleajes existen determinados objetos que logran surgir de nuevo a la superficie de la actualidad. Se trata de aquellos elementos que, aunque engullidos por la masa, suponen una digestión difícil de llevar a cabo y emergen de nuevo a la superficie visible. Si antes nombrábamos el ejemplo de Arnulf Rainer como antecedente de The Transfinite, también podríamos considerar este último como un re-make del primero. Sin desmarcarnos del contexto fílmico, encontramos el ejemplo de varios artistas que reinterpretan películas populares y juegan a despertar aspectos de las mismas solo perceptibles en las obras artísticas. Así, Candice Breitz, entre tantos otros autores, muestra con Mother + Father (2005), Him + Her (2008) o Becoming (2003) una clara intención de reorganizar y reinterpretar los papeles de los personajes cinematográficos. Una tendencia que combina a la perfección con la pulsión coleccionista de Christian Marclay en Telephones (1995), Video Quartet (2002) y The Clock (2010), a la vez que con las duplicaciones y manipulaciones que Douglas Gordon presenta en obras tales como Film Noir (Twins) (1993), Confessions of a Justified Sinner (1996), Between Darkness and Light (After William Blake) (1997), Through a Looking Glass (1999) o Back and Forth, and To and Fro (2008). Todo un registro de experimentaciones audiovisuales, similar al que Ken Jacobs decía haber realizado cuando veía Rose Hobart, la película de su entonces jefe Joseph Cornell: «[…] de todas las formas posibles: en el techo, en espejos, alternando su proyección en todos los espacios de la habitación, en las esquinas, enfocada, desenfocada, con un filtro azul que me había

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dado Cornell, sin él, hacia atrás» (Sitney, 2002, p. 331). Curiosamente, en una de sus obras más conocidas, Tom, Tom the Piper’s Son (1969-71), Jacobs prolonga durante hora y media una antigua película americana de 1905, de unos diez minutos de duración, a base de una variada serie de experimentaciones fílmicas. Otra excesiva dilatación de la obra original es 24 Hour Psycho (1993) de Douglas Gordon, quien convierte los cientonueve minutos del filme original de Alfred Hitchcock en una proyección que se extiende durante un día entero. El re-montaje operado en las obras anteriores requiere del desmontaje de un montaje original. Desmontar, desarmar o deconstruir una unidad coherente ya dada denota un interés por los desechos del montaje. Aquellos mismos restos que surgían de la devastación de la ola del público son los que ahora participan de una nueva vida. Unos desechos similares a las ruinas que Benjamin promovía reciclar en otro cuerpo distinto, devolviéndoles su valor de uso y aportándoles una nueva legibilidad. Como resultado final surge una reedición con parte aún de lo que fue y, sin embargo, nunca llegando a ser algo nuevo del todo. No se trata tanto de realizar versiones de obras pasadas sino de reciclar su forma y contenido para configurar un nuevo cuerpo en el que es inevitable obviar la presencia de

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Vistas de las instalaciones Video Quartet (2002), Christian Marclay; Through a Looking Glass (1999), Douglas Gordon y Him and Her (2008), Candice Breitz

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la materia prima. Algo, por otra parte, intrínseco en la naturaleza humana y que Benjamin (2010) refleja cuando argumenta que «los niños se sienten irresistiblemente atraídos por la basura que se produce en la construcción […] En los productos de desecho reconocen el rostro que el mundo de las cosas les va mostrando a ellos, solo a ellos […] relacionándolos de una nueva manera» (p. 13). El hecho de que artistas como los anteriores rescaten obras pasadas y las vuelvan a montar quiere decir que remontan en varios sentidos. Por una parte, lo que estos productores de imágenes exhiben en realidad es una faceta como espectadores de las obras originales materializada en forma de obra artística. Como testimonio de ello, Gordon (2011) admite que el proceso artístico de sus obras comienza al «ver las películas de cierta manera y a no hacer casi nada sobre ellas excepto representar el modo en que serían vistas o podrían ser vistas». Esto supone la alteración de la materia original sin grandes efectos, llevada a cabo con poco más que los comandos del reproductor de vídeo. Gracias a la fragmentación operada por las paradas, retrocesos, bucles, ralentizaciones y zumes que permiten los nuevos medios de reproducción, cualquier espectador puede transformarse en aquel «espectador pensativo» del que hablaba Raymond Bellour (2002, p. 75), que reflexiona en la pausa de la imagen en movimiento del primer cine experimental. Según el autor, este género contiene instantes que, además de detenerse, «detienen al espectador» (p. 133) y «siempre revelan un tipo de montaje interior» (p. 110). Surge así un montaje subjetivo y con toma de conciencia, que convierte al público en «espectadores pensativos». Ese montaje interior obtiene continuidad en el montaje particular del usuario medio y mediático, que se materializa en una nueva olea-

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da de experimentaciones tecnológicas. Tal y como apunta Laura Mulvey (2009), en este espectador aflorará «la curiosidad y el deseo de descifrar la pantalla» (p. 191). Curiosidad que le lleva a ver, pero también a conocer, por lo que el anterior «espectador pensativo» de Bellour se transformaría en el «espectador curioso» de Mulvey en la era digital. La lectura de las anteriores formas cinematográficas se vuelve reescritura de la narratividad fílmica bajo la opción del mando a distancia o, lo que es lo mismo, bajo «el mandato de la distancia» que logra impedir al espectador su inmersión en la ficción. Algo que el cine no permitía en un principio, con excepción de directores y montadores, democratizando esa posibilidad cuando se trasvasa a soportes como el VHS, el DVD o los sucesivos formatos digitales. El otro sentido de este re-montaje es el de remontar en la misma línea en que lo emplea Georges Didi-Huberman (2000), como aquella acción que confronta la inercia del curso de las cosas, que va «al encuentro de sus accidentes, de sus bifurcaciones, de sus discontinuidades» (p. 36). Si antes constatábamos lo difícil de la movilización del público que «hacía la ola», el nuevo impulso que imprime el agenciamiento del espectador gracias a los nuevos medios remonta su posición y le permite levantar un oleaje de nuevo. La actitud del público benjaminiano, con conciencia de clase, enlazaría con la del espectador pensativo de Bellour y con la del espectador curioso de Mulvey. En ellos podríamos entonces identificar a ese público que disfrutaba y aprendía en común para obtener un mejor conocimiento de su lugar en el mundo. Una masa de público que en este caso no siempre recibe congregada a la obra de arte, sino conectada. En este mar tormentoso del que venimos hablando, donde olas de diferentes direcciones se cruzan, lo vital para el espectador es salir a flote.

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Habrá momentos en los que tenga que dejarse llevar y participar de la corriente; otros en los que utilizará la misma fuerza del oleaje a su favor. Pero algo a tener presente es que él es uno de los elementos constitutivos de esas aguas y, como agua, puede en conjunto ser capaz de arrancar una ola con la fuerza suficiente como para dar forma a su mundo. Una ola tras otra, una ola tras otra.

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LA SELVA DOCUMENTAL: «HIPERTELIA» TEXTO E INSIGNIFICANCIA EN LAS IMÁGENES DE BURDEN OF DREAMS Carlos Fernández Pello

EDITORIAL Apenas pasado el primer cuarto de hora del documental Burden of Dreams de Les Blank (traducido en algunos países hispanohablantes como Un montón de sueños) podemos ver un par de pies frotándose mutuamente a conciencia. Hay en su movimiento una atracción hipnótica, absurda, reforzada por lo anecdótico que resulta ese plano para el conjunto del relato documental: venimos de escuchar que Fitzcarraldo, el protagonista de la película del mismo nombre, vive en el distrito de Belén, en la ciudad de Iquitos, un barrio de pequeñas casas que se alzan sobre las aguas crecidas de la rivera del Amazonas y que apenas ha cambiado en los últimos cien años. Los pies se encuentran en una tarima que comparte nivel con el agua del río, empapando la madera y creando un charco minúsculo –diría que per-

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Les Blank, fotograma de Burden of Dreams, 1982

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tenecen a un niño del plano anterior pero el montaje aquí es equívoco1–. De fondo, suena la melodía popular loretana «vamos a Belén» que nos lleva acompañando desde el comienzo de la escena. Llama la atención la extraña armonía de movimientos en la que el metatarso se frota contra el tarso, las yemas rascan sobre los nudillos y la planta se acopla al empeine. Ambos pies se traban en una danza peculiar, un ritmo que podría perfectamente formar parte de una coreografía de Cunningham, sin más pretensión que la de ser reproducida indefinidamente. No es difícil imaginarse el fragmento en un bucle continuo, a cada reproducción más abstracto, los pies cada vez más manos, más cosa musical, como garras de un gran felino en relieve, dignas de la leona herida de Asurbanipal. Toda la operación recuerda a cuando repetimos incansablemente una palabra y, conforme pierde su sentido, recuperamos la conciencia perdida de sus formas vocales y abstractas. Hay un detalle más: pese a la sensación de limpieza y al tesón que ponen los pies en la friega existe un depósito de barro que se resiste a desaparecer de los pliegues laterales de la uña y la cutícula. Una mugre placentera por despreocupada. Una suciedad insignificante que parece no importar. Este descuido me produce en primer lugar una inquietud; un deseo irrefrenable de vaciar los pliegues de roña y ceder a los placeres obsesivos de la higiene corporal. Inmediatamente después y ante la evidente imposibilidad de hacerlo es, sin embargo, ese mismo detalle el que me reconforta. De alguna manera parece confirmar la sospecha inicial de que, en efecto, también

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1  En el guion impreso Burden of Dreams (Bogan, 1984) sí se especifica: «Child washes feet» aunque no especifica qué niño, p. 26.

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para el niño se trata de un concierto despreocupado de las formas del pie y no de su higiene. Un recital inútil y, por inútil, relajante. Desplaza el foco de atención de la suciedad inadvertida al placer del descuido: del cuidado que se pone en ciertos descuidos. Siento que la imagen le presenta una partitura al cuerpo y que es esa textualidad sin palabras la que yo reproduzco aunque no me mueva de la silla. Es casi como si nos cayera encima un recuerdo primordial, prehistórico, de que lavarse los pies siempre es, además, un placer corporal de lengua innombrable, un gesto lingüístico desarticulado, o la búsqueda de una perfección higiénicamente ineficiente. Que a lo mejor simplemente se está rascando y que rascarse sigue siendo un misterio2.

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DELIRIO 2  En un estudio dermatológico reciente (Yosipovitch, 2008) se afirma que por primera vez existe evidencia científica de por qué rascarse alivia el picor. De acuerdo al artículo la actividad de rascarse produce una «reducción de la actividad cerebral del córtex cingulado, asociado a la memoria» pero el estudio no es concluyente y admite haber realizado las pruebas de rascado en ausencia de picor real. Es por eso que el ejercicio de alivio por saturación, de aumentar la sensación en aquel lugar donde se siente molestia, sigue sin ser comprendido científicamente en su totalidad.

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Un istmo dentro de otro istmo There was a historical figure whose name was Carlos Fermín Fitzcarrald, a caoutchouc baron. I must say the story of this caoutchouc baron did not interest me so much. What interested me more was one single detail, that was he crossed an isthmus from one river system into another with a boat. Werner Herzog, hablando a cámara en Burden of Dreams

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En biología la hipertelia sería el término dado al desarrollo exagerado de un órgano cuyo propósito inicial se ha visto superado, desbordado, en aras de otra función o disfunción. Para Roger Caillois (1962), los medios puestos en el camuflaje de los insectos sobrepasan el grado de imitación útil, de tal forma que es precisamente a través de la hipertelia que se describe «la especie de delirio de perfección sin objeto» de ciertas especies (p. 107). En otros casos, precisa, el camuflaje no es sino una fórmula para intensificar la visibilidad, potenciando su capacidad de intimidación en el momento de ser descubiertos y no como una manera eficaz de escondite (p. 109). Esto último se entiende mejor si pensamos que la confrontación con un depredador que normalmente caza con la combinación de vista, oído y olfato es inevitable, antes o después. El camuflaje sería entonces una manera de intensificar la calma que precede a la tempestad, de aparentar que las defensas de la presa son más fuertes de lo que son previamente, al surgir

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inexplicablemente en medio de un olor o ruido familiar. En cualquiera de los casos, ocultación o intensificación, es interesante subrayar la manera en la que la hipertelia describe una saturación de las formas naturales y por consiguiente del relato científico: se trata de un exceso de perfección biológica, de lo vivo, que desplaza la narrativa tradicional de la naturaleza «sabia y eficiente» hacia otros tipos de naturaleza ensimismada, irónica o simplemente inexplicable. La película Burden of Dreams (1982) –making-of de Fitzcarraldo– participa de un desplazamiento de la narrativa muy similar. Dirigida por Werner Herzog, Fitzcarraldo –mejor dirección en el festival de Cannes de ese mismo año– es famosa por verse involucrada en las pugnas indígenas sobre territorios limítrofes amazónicos, sufrir dos accidentes de avioneta, asisitir a la muerte de dos asistentes y por llevar a su director al borde de la quiebra. El autor alemán se inspiró por su parte en la historia real del cacique del caucho Carlos Fermín Fitzgerald, en su periplo por la jungla en busca de un istmo que uniera las cuencas de los ríos Ucayali y Madre de Dios en Perú, con el fin de poder rentabilizar una remota parcela rica en látex. Gracias al relato de producción de Burden of Dreams, se teje entre las tres versiones del mismo relato –historia, ficción y documental– un parentesco surrealista3 que pone en suspensión el orden entre historia y realidad: las

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3  Parafraseando a Breton nos recuerda Vicente Sánchez-Biosca (2004) que la traducción correcta de surrealismo sería más bien un término como sobrerrealismo o superrealismo: algo más realista que la realidad porque se superpone a ella, la intensifica y la desborda (p. 214). Esta apreciación puede parecer una perogrullada para el nativo francés, pero bien sea por su popularización como sinónimo de «onírico» o «subsconsciente», bien porque en castellano el prefijo «sur» nos remite a algo que está debajo u oculto, resulta del todo inte-

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resante presenciar la inversión vectorial o geométrica del término en nuestro diccionario mental. Me atrevería a decir incluso que esa recuperación de la voz francesa es en sí mismo un ejercicio de redefinición surrealista. Más aún, si seguimos saturando y decimos que se trata de una «sobrescritura sobrealista» no solo estaremos perfeccionando la traducción, acercándolo fonéticamente a la experiencia del francés, sino que al hacerlo se abre esa brecha de la exageración inútil por la que un término, hoy culto, se vulgariza con una voz evidente y fácil. La palabra se vuelve disfuncional, fea y molesta, casi una obra de poesía barata. Al decir «sobrealista» se experimenta de nuevo la vulgaridad de la contracción surrealista. El ejercicio de un rigor saturado nos permite sentir algo parecido a aquellos que escucharon la palabra por primera vez. Reproduce, que no repite, una sensación de vida que se parece, se asemeja, pero no es la misma, igual que un gemelo es genéticamente idéntico y sin embargo difiere. Y lo que es más divertido, nos hace dudar de si, de haber conocido a Breton en el momento de sugerir el término, habríamos sido de aquellos que seguramente pensaron que era un poeta de verso cutre y presuntuoso.

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Señalar que esta lógica está plenamente instaurada en las indagaciones miméticas de Caillois no es algo que a estas alturas pueda venderse como un gran hallazgo –de sobra es conocida la afinidad de este con los surrealistas–, pero sí merece la pena preguntarse el cómo esa idea de exceso afecta a la narrativa epistémica. Insisto de nuevo en el mito de la naturaleza como objeto sabio y eficiente; sobre la idea instaurada de que la sabiduría es algo indisociable de la eficiencia; inseparable de lo rentable aun cuando el producto sea crítico. Por naturaleza no me refiero solo al objeto verde y frondoso romántico, opuesto a la modernidad urbana, sino al lugar de las cosas como opuestas a los seres, de los objetos de estudio sin sujeto, o de la maquinaria que funciona de acuerdo con unas reglas consensuadas de ahorro, equilibrio y eficacia. La reproducción castellana del término surrealista que plantea aquí Sánchez-Biosca, junto a la estética de Caillois, recupera la crítica misma de ecosistema eficaz, de cultura utilitaria y, por extensión, de las formas en las que el capital cognitivo produce el conocimiento. No desde una perspectiva contrahegemónica, sino hipertélica, palimpséstica. No supone un corte, una oposición directa y una fragmentación, pues eso ya forma parte de nuestro código de prácticas responsables, sino una saturación y disfunción biológica venida del suma y sigue. El conocimiento occidental sigue sustentándose sobre

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la mitología de un objeto a desentrañar imparcialmente, como si al limpiar la maleza para entender mejor lo que se esconde en el bosque no hubiera más que sentido y neutralidad inocua. Una neutralidad y distancia rigurosamente teatrales y performativas que, no se me entienda mal, han sido y siguen siendo fundamentales para tratar de aprehender el mundo. Incluso en el último giro histórico, y ruego se me disculpe la simplificación, es porque performamos cierta separación del objeto de estudio que hemos podido definirnos nosotros mismos también como un afuera rebotado, que a su vez retroalimenta y resignifica esa realidad. Pero me pregunto si esa naturaleza objetiva fuera en última instancia saturable, subjetivamente hiperarticulada, amable (es decir, capaz de ser amada) y corporalmente promiscua, en vez de metafísica, «conceptual» y complicada, ¿estaríamos entonces en posición de decir que toda forma de conocimiento se ejerce de manera surrealista y superpuesta? Me inclino a pensar que en efecto toda forma de conocimiento, todo lo que podemos saber y decir de algo, se impone y aumenta la realidad de manera desbordante. Que la escritura y su experiencia desplazan sus fines en el transcurso de ser realizados. Y al desplazarlos crean otros nuevos sentidos imprevistos.

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En esta misma dirección, es curioso cómo algo tan acrítico como la divulgación científica tuviera en Carl Sagan ese ejemplo de episteme saturada: un firme abogado del método científico que, paradójicamente y en nombre de este, será siempre recordado por sus bellos versos de poeta aficionado, que rayan en lo místico. Inolvidables son ya sus fugas de alquimista catódico recitadas a principios de la década de los ochenta, en las que nos recordaba que el cosmos también está en nosotros; que «estamos hechos de la sustancia de estrellas»; que «somos el medio por el cual el cosmos se conoce a sí mismo». Hay una relación menos evidente, camuflada, entre esto y la mímesis animal. Lo que nos viene a sugerir la breve colección de inutilidades miméticas de Caillois es que ciertos animales parecieran ser capaces de exagerar por el mero hecho de exagerar. No igual que lo haría un humano pero sí análogamente, dentro de sus posibilidades ontológicas, sean estas las que la filosofía diga que sean. Dicho de otro modo, hay en Caillois una invitación tácita a pensar en el arte humano, mejor dicho, la función vital que este cumple, de la misma manera en que lo haríamos con la sexualidad o la reproducción, que sin ser ni mucho menos idénticas en el reino animal son sin embargo categorías compartidas de lo vivo. Cuando Caillois (1962) describe esta

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actitud de los insectos como un «escamoteo de sí» (p. 107), me viene también a la cabeza el momento en el que Angie Keefer, al observar a un pulpo disfrazado con una cáscara de coco, moviéndose disimulada y torpemente por el fondo marino, no puede reprimir el deseo de concederle a este el don de la ironía (Keefer 2011:60). Insisto en que ninguna de estas especulaciones se las toman sus autores de forma causal o teleológica. De hecho, quizá es porque se las toman precisamente muy literalmente, hiperliteralmente, como ejercicios miméticos y analógicos del pensamiento, que tienen sentido sin ser una solución final. De ambos se deduce cierta resistencia a devaluar su valor epistémico como vicios o maneras «del arte» sino como formas sensibles integradas al rigor del conocimiento humano y humanista. En otras palabras, sin hacer una alusión específica a las artes, de sus textos se destila que la especificidad de estas no está en su capacidad de producir metáforas, de la cual toda actividad humana participa (especialmente las más objetivas), sino en su capacidad de reproducir estas metáforas de forma sensible a través de la experiencia corporal. Las correspondencias profundas de las que habla Caillois son epistemológicamente fuertes porque plantan la semilla, científica y rigurosamente, de que la naturaleza parece en ciertos casos estar dotada de un subconsciente estético o un instinto reflexivo, cuyos fines son distintos de la eficacia biológica. Una actividad de imágenes «irracionales», que no responden a la lógica tradicional humana de la naturaleza y que por supuesto recuerda al «automatismo psíquico puro», al «dictado del pensamiento sin intervención de la razón», del surrealismo de Breton (Caillois, 1995, p. 44). No me parece científicamente aventurado especular que si ciertos animales se piensan a sí mismos inconscientemente a través de su capacidad de ser imágenes, este sea un juego al cual estamos abocados como seres vivos. A pesar de no ser astrofísico, y de no deducirlo a partir de la sublime imagen de lo cuántico sino de las analogías graciosas de dos aficionados a la zoología, me gustaría pensar que la proposición estética de que el conocimiento puede pensarse y reproducirse a través de su propia imagen exagerada, goza hoy del mismo respeto que la poesía científica y primordial de Sagan. Es decir, entre poco y muy poco.

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Es desde esta textualidad de las formas sensibles desde donde quiero hablar, sin saber del todo qué puede querer decir eso; intuyendo que hay algo en la forma de enunciar esa frase que consigue reproducir una sensación compartida en el lector. Creo que es en esa

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desplaza y sustituye por formas más intensas, performances de sí mismas, que se camuflan con su respectivo original, suplantándolo. El texto histórico se actualiza en la ficción de Herzog y la producción cinematográfica se materializa como documento verosímil en el trabajo de Blank. Dicho de otra manera, ambas conservan una correspondencia con su imagen de fondo, pero esta es incorporada a la experiencia y nuevamente interpretada, no en el sentido en el que un semiólogo interpreta un signo sino en el sentido en el que un actor interpreta un texto, dándole una forma física manifiesta. Esta aproximación a la historia conecta directamente con el concepto de hipertelia: con la manera en la que la naturaleza se superpone a sí misma en el camuflaje y sirve de herramienta para un conocimiento autorreflexivo e hiperbólico. La capacidad mimética de una presa le permite parecer y formar parte de un sistema más grande y peligroso: aumenta sus escasas defensas y sus posibilidades de desconcertar al depredador cuando se revele su posición. Por un momento asistimos a una representación en la que el animal se hace pasar por cosa para insuflarle vida a la jungla, para formar parte de

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proyección de semejanza, en esa telepatía o «sensación a distancia» donde nos acercamos a aquello que ninguna de las partes implicadas sabe de antemano. A lo que las separa y las une simultáneamente, como el guión de una palabra compuesta. Lo contrario sería un volcado material de datos o ítems; un trasvase de experiencia cuantificable y positiva. Me interesa por tanto el conocimiento que satura la realidad de imágenes sensibles –con la recombinación de lo existente en formas improvisadas, que no aparecen en el abstract o en el borrador, sino que surgen del montaje, del collage de una anécdota absurda que se superpone cuando organizo el sentido del texto sobre la página–. Textualidades que reproduce el cuerpo cuando escribe, habla o graba.

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esa quietud amenazante del bosque que el individuo no tiene por sí solo. Se confunde con la selva no tanto para esconderse sino para parecer y ser su fuerza dormida, revelada en el último instante y multiplicada teatralmente. Podríamos advertir cierto parecido entre esa función mimética y el documental de Blank: una episteme silenciosa que se confunde con la producción, prestándole a esta su fuerza de verosimilitud documental –tan deseada por Herzog– a cambio de una notoriedad que difícilmente podría conseguir por sí sola, aumentando así sus posibilidades de supervivencia. Dice Bill Nichols (1991) que toda producción documental participa de cierta «epistefilia», de cierto «deseo de conocer» o «placer del conocimiento». Sin embargo Nichols también afirma que el documental «invita a elaborar una episteme o axiología más que una erótica», que su acción incide sobre «el imaginario social» o la capacidad cultural de instituirse colectivamente, y no tanto sobre «la identidad sexual» (p. 178) del individuo. Quizá no podamos entender esto hoy sin ver en esa separación de Nichols cierta caricaturización de la producción documental o del conocimiento como meras herramientas didácticas. No alcanzo a entender cómo podemos rigurosamente disociar el deseo de conocimiento, esa seductora «epistefilia», de cierta condición física y material del erotismo, algo que rigurosamente no existe ni en los documentales de sobremesa de La 2 o de la BBC, que en mayor o menor grado no nos «anestesian» tanto como nos invitan a conocer y experimentar esos lugares, etnias o especímenes. En un documental como Burden of Dreams los hechos se vuelven indisociables del relato de ficción precisamente porque la presencia de una segunda cámara en el set copula con ese espejismo de realidad: redefine las identidades de los personajes porque esto «se lían», «ligan» y «aparean» con sus personas

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no guionizadas. De ahí que pensar el documental como forma placentera de conocimiento, creadora de «dinámicas subjetivas» que nos permiten «confrontarnos con el mundo histórico» (Nichols, 1991, p. 178) siga siendo tremendamente pertinente. Lo que resulta más difícil de aceptar hoy, no obstante, es que podamos defender esa operación subjetiva sin reconocer en el documental una episteme húmeda, sexuada y performativa, que también redefine al individuo en su condición fisiológica tal y como sucede en la mímesis y la reproducción animal. De igual manera que el insecto de Caillois se «trasviste» y «disfraza»4 para aparearse y ocultarse a partes iguales –para fusionarse tanto con el semejante como con la cosa inerte– el documental de Blank seduce y se ve seducido por la película que documenta: reproduce en el espectador el deseo de formar parte de esa pequeña orgía de versiones textuales para, a partir de ese placer, llegar a conocer y formar parte de ese conocimiento. A este respecto sabemos que si bien la idea de rodar algo relacionado con Herzog es inicialmente una propuesta de Blank, es el director alemán quien finalmente decide que el making-of forme parte del proyecto completo, cerrando él la financiación del documental con la televisión germana y con el productor peruano José Koechlin von Stein (Blank, 1984, pp. 1213). A través de los diarios de producción sabemos que Herzog es plenamente consciente de la fragilidad de una producción tan formidable como ruinosa; que es plenamente consciente del riesgo que entraña el quedarse solo con el registro documental de un fracaso (Blank, 1984, p. 221). Más

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4  En Medusa y Cía (1963), Roger Caillois divide el mimetismo animal en tres grandes áreas de actividad: travestismo, camuflaje e intimidación.

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allá de ser entendido como un movimiento de precaución –como un «plan b» de una empresa absurda– el gesto de facilitar el making-of y de procurarle presupuesto y autonomía a una segunda versión de su obra, viene a confirmar una apreciación por el contenido performativo de sus actos. Lo que normalmente es considerado un accesorio de la producción y una manera más de rentabilizar los gastos, es aquí tratado como una reescritura sobre la marcha y en tiempo real del relato principal. El éxito o fracaso de una producción desplaza así la función de la otra: si la película falla el documental será el único testimonio restante; si la película es un éxito será el documental el que quede relegado a un segundo plano. Ambos guiones, real y ficticio, quedan sujetos a la improvisación de los acontecimientos y esto obliga al propio Herzog a recrearse a si mismo como un protagonista cambiante, documentado, observado, que responde sereno en ocasiones y en otras desvaría como si su personaje le hubiera poseído. La evolución convergente entre lo real y lo fílmico no solo es aquí más fácilmente visible sino que atraviesa y modifica la textura definitiva con la que percibimos y sentimos ambas producciones. En cierto sentido el documental de Blank funciona como un comentario desdoblado desde dentro; como esa nota a pie de página desbordante que se come el espacio del texto original y que, con el objeto de no desviar la atención resulta justamente molesta y desviada. Es en este lugar intermedio, entre dos caudales que no se tocan, que «el acto de citar forma parte de una performance más grande, volcada por igual en producir efectos en el presente y en forjar nuevas relaciones con el pasado» (Ames, 2012, p. 154) y se altera la idea de «fuente» como una operación lineal del conocimiento.

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Se trata así de aprovechar esa convergencia entre texto y performatividad como vía de exploración que acerca las imágenes a la estética del texto y que acerca al texto a la sensibilidad de la imágenes. Más concretamente, se trata de indagar la forma en la que esta tensión se reproduce en la estética del conocimiento escrito, en la cita autocomplaciente y desmesurada, en la aclaración reiterada. El documental de Blank abre una brecha por la espesura de la veracidad fílmica y documental e inventa el istmo por el cual la historia de Herzog se encuentra y se frota consigo misma: con el histórico cauchero peruano; con los indios Aguarunas; con el río Camisea. Lo hace en origen para limpiar la imagen del primero y despejar las dudas vertidas sobre la explotación de indígenas en la producción: para suavizar la imagen tiránica y colonial de un cine hiperbólico en la selva. Pero a este respecto no es eficiente pues la sombra de la sospecha siguió pesando sobre Herzog tanto o más que durante el rodaje. El making-of no elimina pues los depósitos de roña política, ni produce un nuevo eje vertebral y axiomático de sentido, sino que nos conduce al placer de conocer por el camino embarrado y sinuoso del roce, el afecto y lo ineficaz.

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Descubrir y reescribir

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A partir de su concepto de «textualteridad» Joseph Grigely (1995) nos recuerda algo que no por sabido deja de ser útil recordar, y es que «la existencia de la cultura depende de rehacer los textos» (p. 179): de reescribirlos, interpretarlos y reconectarlos. Por encima de lo que el autor o la obra pretendan decir lo que queda finalmente es una versión actual del conjunto de mutaciones a la que se ve sometido un determinado «texto

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cultural»5 –o dicho de otro modo el conjunto cambiante de lecturas, interpretaciones, y experiencias que rodean a cualquier obra de la cultura–. Esta condición de alteridad textual, derivada de la crítica literaria y de la práctica editorial del texto, no buscaría invalidar la intención del autor, ignorar la historia, ni despreciar el acto creativo. No «mata al autor» sino que actualiza la idea de autoridad como fuente de un determinado «estado textual» irrepetible; la autoría como un momento concreto dentro del flujo continuo de metamorfosis al que está sometida toda obra del intelecto. Es decir, la obra es en sí misma un lugar donde el relato adquiere una forma material concreta que le permite verse afectada por los sucesos políticos, las relaciones personales y las anécdotas editoriales insignificantes. Como ya previera Barthes son estas variaciones de la forma las que constituyen el verdadero lugar de la crítica6, precisamente porque incurren en una distracción del objeto artístico o del autor y abandonan la idea de esencia o significado último de las cosas. Para Grigely (1995) esta práctica no tiene por qué limitarse a lo estrictamente literario sino que es aplicable a toda producción de conocimiento basada en la secuenciación de ítems, catalogación, atribución y reatribución de obras de arte, lo cual siempre «prueba que la secuencia previa era, de hecho, una ficción; un hecho que borra otro hecho, cada nuevo descubrimiento sirve para verificar su propia falta de veracidad ulterior» (p. 179). Se puede pensar en esta reescritura hecha de descubrimientos solapados a través de una imagen del documental de Blank. Estando en la cubierta de

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5  El término es de Grigely. 6  Sobre la función secundaria del contenido en la crítica literaria ver Barthes, R. (2005). Crítica y verdad.

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uno de los tres barcos construidos, vemos a Herzog repasar la ejecución de un plano con Claudia Cardinale. El director alemán está interesado en que Cardinale abra una de las puertas y mire dentro, pero ella no parece tener claro cuál es la puerta adecuada. En un momento dado la actriz abre la puerta que no debería abrir y alcanzamos a ver un barco a medias, sin más camarote al otro lado que el barco desnudo. Herzog, que está intentando abrir otra puerta a unos metros, acude a cerrarla visiblemente nervioso e insiste «esa es la única puerta que no debes abrir». Para Eric Ames (2012) el «testimonio es una forma de evidencia que no prueba nada sino que transmite por medio del afecto, el silencio y el lenguaje corporal» (p. 162). Sucede aquí que el lenguaje corporal de Herzog «evidencia» una curiosa e inexplicable necesidad de preservar el efecto de un decorado en el plano documental; de trasladar la ilusión de un barco sólido al plano de la realidad: cierra la puerta y corrige un descubrimiento que ya no puede ser obviado salvo si se omite del montaje final. Es ese intento fallido por controlar el punto de vista de un performer –el operador de cámara del documental– lo que nos genera a nosotros un desconcierto parejo al de la actriz. Es decir, la imagen nos llega como un testimonio de la incomprensión, no porque no entendamos las directrices de Herzog ni porque hayamos abierto la puerta nosotros, como le sucede a Cardinale, sino porque por motivos totalmente diferentes tampoco entendemos por qué no deberíamos haber visto lo que he-

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mos visto. No hay transmisión del conocimiento así como reproducción de sus sensaciones en nosotros. No nos sentimos identificados con la actriz miméticamente sino que ella se mimetiza con el escenario y nosotros lo hacemos con la escena y el plano. Aquí no hay pruebas ni explicaciones sino la duda inexplicable de por qué a Herzog le preocupa que un making-of muestre la parte trasera y hueca de la escena cuando ese es precisamente su cometido: enseñar los entresijos, documentar el backstage. Quizá esté en juego la veracidad del barco que será remolcado más tarde –el plano furtivo alimentando la idea de que la hazaña central de subirlo por la colina sea también igual de hueca–: el miedo a que un descubrimiento insignificante y fortuito siembre la sospecha sobre el grado y efecto de realidad de una producción cinematográfica pretendidamente veraz, sin «efectos especiales». Accedemos a este conocimiento por medio de una experiencia renovada en nosotros y no por una comprensión razonada de lo que allí sucede: no es que no entendamos a Herzog sino que no entendemos por qué Blank querría incluir en el montaje final este plano de confuso desencuentro. El descubrimiento fortuito al que nos conduce la imagen sucede en la experiencia de uno mismo como espectador e inevitablemente nos hace reescribir críticamente el relato desde dentro, formando parte de él porque nuestra experiencia se parece a la suya. Se puede ver esto mejor si desarrollamos esta idea a partir de otra

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versión de la misma imagen: en esta vemos a Herzog dirigirse a Claudia Cardinale mientras comprueba unas puertas cerradas diciendo:–Tú podrías fácilmente abrir una de estas puertas –Cardinale señala una y pregunta: –¿Por ejemplo esta? –a lo que Herzog responde: –No, esa no, esa está cerrada. –Herzog continúa hacia el fondo haciendo de Molly, el personaje de Cardinale, indicando cómo esta debe actuar sin poder abrir ninguna puerta. Al terminar vuelve hacia la cámara y añade: –Así que tú no puedes, no puedes hacer nada. –Justo en ese momento Cardinale abre la primera puerta y le hace un gesto al director de que se equivoca, que sí puede abrir la puerta, no entendiendo que este le está hablando a su personaje y no a ella. Herzog insiste con sonrisa nerviosa: –Sí, esa es la que no deberías abrir, pero intentas esta otra –cayendo en la cuenta de que se trata de lo que su personaje debe hacer, ella responde: –Así que solo intento abrir –Herzog afirma: –Así es –y reitera: –Esta es la única que no deberías abrir. Para Ames (2012) el testimonio en el documental «obliga al espectador a imaginar lo que les sucedió a los otros y a hacerlo a través del cuerpo propio» (p. 162). En este caso el desconcierto de Cardinale se hace sensible en nosotros precisamente a partir de lo que ella no llega a ver en ese instante; en la visión de un decorado hueco que pretendía pasar por sólido. Lo interesante ahora no es tanto que el punto de vista de la cámara de Blank abra una falla, ni tampoco el inexplicable interés de Herzog por no mostrar aquello que un documental de producción, por definición, debe mostrar. Ni tan siquiera importa saber a qué se debe el disimulo previo de Herzog, en lugar de decirle abiertamente a la actriz algo parecido a «no debes abrir esta puerta». Lo realmente interesante es cómo la imagen hace de istmo entre la vivencia de los personajes y la nuestra como espectadores: no nos

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tocamos y sin embargo produce un contacto. Pero lo hace de tal manera que la semejanza de la historia con nuestra experiencia no es directa ni limpia, sino llena de inutilidades e imperfecciones. Sentimos lo que siente Cardinale no porque nos pongamos en su lugar sino porque su desconcierto se contagia al visionado de la escena y eso hace que esa sensación se reproduzca en nuestro cuerpo. Para Benjamin (2001), lo que se obtiene de lo semejante «no será tanto el hallazgo de afinidades, como la reproducción de procesos que las generan» (p. 85). Así, el gesto de incomprensión se desprende del cuerpo de Cardinale pero no para repetirse en el nuestro mecánicamente, como sucede con un bostezo o con una orden. Lo hace para posarse sobre el lugar tras la puerta, sobre aquello que ella no ha visto pero nosotros sí vemos. El testimonio corporal del que habla Ames actúa aquí igual que la mariposa Agriopodes Fallax mencionada por Caillois, que al posarse sobre la corteza de un árbol desaparece precisamente porque intensifica la imagen, forma y superficie de aquello sobre lo que se posa. Es ese traslado de la performance principal a los rincones inadvertidos de la imagen, a su textura, lo que consigue reproducir la sensación de desconcierto en nosotros. Es imagen en tanto que podemos sentir su texto o partitura como parte de un repertorio que podemos hacer propio. Reescribo: es semejante no porque sea idéntica a la sensación de la actriz, ni porque repitamos sus movimientos, sino porque al desprenderse de ella y solaparse a otro lugar de la imagen la sensación sucede en nuestro plano de experiencia como espectadores. Nos revela aquello que permanece oculto para el personaje de Claudia, pero en lugar de iluminarnos reproduce en nosotros la duda y enturbia nuevamente las razones de esa ocultación. El saber se reproduce porque

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Les Blank, fotograma de Burden of Dreams, 1982

esa cópula entre texto e imagen traslada el cuerpo a las cosas que le rodean, sensibilizando el mundo. En relación con esa correspondencia mágica entre la palabra y el cuerpo hay una tercera imagen en el minuto 42 del documental de Blank en la que vemos a un grupo de indígenas practicando el tiro con arco. El plano se alterna con el autor alemán dirigiéndose a cámara y su comentario se superpone a distintos ejercicios de disparo: «Ellos (los indígenas) actúan en el filme y eso me interesa aún más. Sin embargo hay una autenticidad de su cultura y en su comportamiento, sus movimientos, su lenguaje, que desaparecerá de la faz de la tierra. No quiero vivir en un mundo donde ya no haya leones. Un mundo donde no haya pueblos que sean leones... y ellos son leones». Este impulso humano de semejanza presente en la magia y la clarividencia de los antiguos se ha volcado para Benjamin (2001) en la escritura. «En los tiempos remotos» en los que se materializó esa correspondencia entre quien escribía y lo descrito «la escritura se convirtió, junto al lenguaje, en un archivo de semejanzas extrasensoriales, de correspondencias no sensibles» (p. 88). La semejanza extrasensorial «funda una trama», una textura, entre las palabras y las cosas que estas nombran, «entre lo escrito y lo aludido» (p. 88). Es decir, la escritura asemeja y emparenta elementos de manera extrasensorial, a través del lenguaje, y establece relaciones entre símbolos que no están directamente relacionados con la percepción sen-

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sorial. La pregunta pues que se le debe hacer a Benjamin hoy es si esa correspondencia «no sensorial» de la escritura con aquello que describe sigue vigente o si está nuestro cuerpo en un proceso de mutación hacia nuevas sensorialidades no-perceptivas. Es decir, ¿hasta qué punto la percepción física, los sentidos, se aparean y cruzan con la «especie» de lo escrito? Quizá sea el momento de pensar en la manera en que esa extrasensorialidad de lo textual se conjuga hoy con la sensualidad de sus formas, reproduciendo nuevos «hombres-león» cuya estética y performatividad es indisociable de sus textos. Y no estoy pensando tanto en recuperar la hechicería, el animismo o la magia per se, literal y anacrónicamente. Me refiero más a buscar en estas imágenes documentales la forma de revivir el hacer imaginario y colectivo de aquello que es presentido; de ser y parecer ser las cosas que uno describe y los objetos que uno investiga, para recordar que el texto científico nunca escapó del todo al hacer paranoico del presentimiento. Hoy, cuando la vida es más textual y sensorial que nunca, cabe pensar que si el lenguaje es en efecto una colección de correspondencias no sensoriales, o bien hemos hecho de esa extrasensorialidad algo biológico, como una articulación del cuerpo, o bien la vida se reproduce de manera autónoma en el seno del lenguaje, animándolo y dotándolo de una conciencia propia, que desplaza la nuestra. Son los escarceos amorosos, promiscuos, húmedos e interesados entre objetos y sujetos, entre disciplinas y áreas de saber, los que traman y animan el texto cultural. Un tejido que no es solo escritura sino también su relieve táctil en la lengua y en el fondo de la cabeza. Incluso hoy detrás de esa idealización irracional y poderosa de la imagen hay a la manera de los antiguos una secuencia escrita impronunciable: un secreto digital y

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alfanumérico que solo revela su lengua ininteligible y encriptada cuando abrimos el archivo de audio, vídeo o texto con la aplicación equivocada. Esa inmanencia imperceptible de la cosa escrita en la cosa sensible no habla de una supremacía subliminal de lo textual. Habla de la siempre difícil tarea de dividir críticamente las formas del discurso bajo parámetros como lo sensorial y lo extrasensorial, la poesía y los hechos. La digitalización del meme es el ejemplo más claro de cómo la cultura digital, aquella llamada a ser el epítome de la correspondencia no sensorial, programada en forma binaria, se reproduce en la red y en el espacio tangible a través de un remix, un remake y una customización de la copia, que es a su vez el motor fundamental de los nuevos afectos y las nuevas subjetividades. La gente se escribe a dos metros y a dos mil kilómetros de distancia y eso les hacer ser más texto, más imagen, pero también más cuerpo: nunca antes hemos estado tan presentes como formas de lenguaje. De vuelta a nuestro tríptico, Fitzcarraldo está atravesado por la maneras diferentes en las que un texto se interpreta y descodifica pero también por cómo esa interpretación es en sí misma una materialidad del texto. Por materializar me refiero a la manera en la que una partitura escrita se hace movimiento en la danza; a cómo el texto teatral adquiere volumen en la voz del intérprete; a cómo la lectura de un ensayo se conecta de forma muda con las contingencias del sujeto que lo lee. No importa tanto que se haga consciente que este texto está impreso en una página o que está siendo leído en una pantalla, pues esa característica de lo material ya existe en la bidimensionalidad de todo texto escrito. Es más en el sentido en que Joshua Simons (2013) dice que la materialidad serían los minerales de los que está hecha una piedra mientras que «el materialismo es la fuerza de la gra-

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vedad, la fuerza que hace a la piedra, determinando sus relaciones con las otras cosas» (p. 20). Las tres versiones del relato del peruano son por tanto iteraciones o vibraciones, de otro modo fuerzas metonímicas del sentido que nos permiten sentir, que no adquirir, un conocimiento de la historia. Restaurar y deformar En el caso de Fitzcarraldo subir un barco de vapor por encima de una colina sin ayuda de «efectos especiales» no responde estrictamente al género del re-enactment: el Fitzgerald peruano no solo contaba con un barco cinco veces menor al que se construyó para Fitzcarraldo, sino que el cacique lo mandó desmontar en piezas y trasladarlo a lo largo de casi once kilómetros de jungla durante dos meses. Como se menciona en la cita de apertura de este artículo, Herzog deja claro que la historia del cauchero le importa bien poco a excepción de este detalle insignificante e inexistente en la historia: subir un barco por una colina. El texto original se corrompe así de forma totalmente caprichosa. No busca una revisión crítica o consciente del personaje histórico ni de la historia, sino una mera excusa donde encontrar el detalle absurdo que desate las pretensiones románticas del director. Es interesante pensar en esta forma accesoria de repetición, caprichosamente corrupta –y que a mi entender escapa al tradicional compromiso político del re-enactment– a través del «comportamiento restaurado» de Richard Schechner (1985): el «comportamiento restaurado es comportamiento vivo», tiene «vida propia»; «La verdad “original” o la “fuente” del comportamiento puede verse perdida, ignorada o contradicha –incluso cuando esa verdad o fuente están siendo aparentemente honradas y tenidas en cuenta»

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(p. 35). Esta definición del comportamiento permite así especular sobre lo que sucedió a partir de aquellos hechos o leyendas que nunca llegaron a suceder: permite darle cuerpo y materialidad a aquello que no está, sea historia o mito, con el fin de reevaluar ese relato desde la actualización de la experiencia. Para Eric Ames (2012) el concepto de comportamiento restaurado en Herzog «ayuda a explicar cómo la performance es en esencia una forma de conocer, una forma de epistemología que puede reformarse en el tiempo» (p. 152). Es decir, una forma de conocimiento históricamente especulativa y cambiante pero sensorial y materialmente empírica. A este respecto, hay en la página 192 del libro recopilatorio de Burden of Dreams una imagen de un trozo de tierra arrasado por un bulldozer ilustrado por una cita al pie, también del filme: «Al ritmo actual de destrucción, para el año 2010 la selva amazónica habrá desaparecido por completo» (Blank, 1984, p. 192). Resulta interesante pensar cómo esta combinación de frase e imagen restaura diferentes capas temporales y de sentido, a saber: que las predicciones ambientales de finales de los años setenta no se han cumplido del todo, afortunadamente; que la imagen usada para ilustrar el comentario pertenece irónicamente al istmo de la película de Herzog y no a una explotación maderera; que frase e imagen aparecen también en el documental pero separados por más de una hora de metraje; que el peligro de deforestación amazónica sigue, pese a todo, vigente. La adap-

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Les Blank, fotocopia del libro Burden of Dreams, 1984

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tación de esta nueva combinación de texto e imagen en el libro –lo que Rancière (2009) llamaría una phraseimage– no solo deforma el contenido fílmico sino que implica al lector del presente en un futuro que no se cumplió y le hace cómplice de esa brecha. La combinación desplazada de cita e imagen materializa ese lugar crítico entre el caos esquizo de ser cómplice de una tala inútil e improductiva y el consenso hegemónico de no talar ni un solo árbol del Amazonas bajo ningún concepto, especialmente si este es banalmente artístico. A esa primera capa ya de por sí problemática se le suma el hecho de que, pasado el año 2010 y al no verse cumplida la predicción que reza el pie de foto, nosotros somos testigos de esa predicción fallida. Hemos vivido ese tiempo descrito recientemente. Se trata de una experiencia que es crítica con nosotros mismos, que nos involucra y que inevitablemente sacude ciertas expectativas e inercias del presente –el cambio climático– restaurando la complejidad de aquello que ideológicamente nos puede parecer unívoco. Puede que esta actualización sea inherente a la lectura de cualquier obra pero aquí es además un montaje encima del montaje, que logra escapar del cliché ideológico: ni participa del activismo medioambiental ferviente, ni desactiva la más que pertinente reivindicación ecológica de entonces y de ahora. Es justamente esa recombinación deformada del filme en el libro lo que satura, restaura y le da cuerpo a esa complejidad física y afectiva. En cierta forma este desarreglo de la consigna política es también parte de la gramática documental: no reafirma sino que descompone el sentido de la crítica en partes inéditas, no-silábicas, asémicas (Jacobson, 2013), forzándonos a reorganizar el sentido del texto y a recuperar la sensibilidad de sus formas materiales. Hacia el final del filme de Blank, con el equipo peleándose y el barco atascado en mitad de la pendiente, amenazando con dar al traste cuatro

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años de esfuerzo, el director alemán aprovecha para instruirnos en los secretos de este conocimiento primordial y desarticulado: Este es un país inacabado. Es todavía prehistórico. Lo único que le falta son los dinosaurios. Hay como una maldición que pesa sobre todo el lugar y cualquiera que se adentre lo suficiente acaba tocado por esa misma maldición. Aquí hemos sido maldecidos. Una tierra que Dios, si existe, ha creado con rabia. Es el único lugar donde... donde la creación está a medio terminar. Hay cierta armonía en la jungla. Una armonía sobrecogedora de asesinato colectivo. En comparación con la vileza y la vulgaridad tan articulada de toda la selva... nosotros, en comparación a esa enorme articulación, sonamos solo como frases mal pronunciadas, a medio acabar. Frases de una estúpida novela suburbana. Y tenemos que ser humildes en medio de esta miseria sobrecogedora, de esta fornicación sobrecogedora, de este crecimiento sobrecogedor y esta falta de orden. Hasta las estrellas aquí se muestran hechas un desastre. No hay armonía en el universo. Tenemos que hacernos a la idea de que no hay verdadera armonía tal y como la concebimos. Pero cuando digo esto lo digo lleno de admiración por la jungla. No es que la odie, la amo. La quiero mucho. Pero la quiero en contra de mi propio sentido común. (Blank, 1984, p. 225)

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Sabemos por los diarios de producción que este monólogo fue pronunciado por Herzog horas antes, en una barca, y que es idea de Blank el re-escenificarlo en medio de la espesura de la jungla. De dotarlo de una veracidad más intensa que la inicial. Quién sabe si el discurso se pronunció exactamente igual o si, como en una película, se rodaron varias tomas. Es

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en ese sentido que también la escenificación del conocimiento en un paper, artículo o ensayo produce libre adaptación de los contenidos a los que se refiere. Es el último plano –o como sucede a menudo en el cine, el menos malo de cuantos se rodaron– de todas las combinaciones posibles de decir lo que queremos decir; la aceptación profunda de que el cometido del discurso es auspiciar la reproducción de nuevas versiones torpes, mal pronunciadas, de sí mismo. La adaptación es así una cuestión de reconciliación con las incoherencias disciplinares; un ejercicio de mimetización con la producción de sentido de aquello que estudiamos o describimos. De igual manera el rigor sería un procedimiento afectivo, cambiante, adaptado a cada caso y a cada detalle con el fin de articular en frases ese léxico inconexo de la experiencia. El conocimiento no atiende a una plantilla disciplinar sino que actúa a modo de repertorio, adaptable a cada situación, cada vez más compartido e intercambiable entre las diferentes disciplinas y aproximaciones a un objeto dado. El documental, y concretamente el making-of, sería a la manera de Maria Lind e Hito Steyerl (2008) una forma de «organizar la complejidad» (p. 22) desde la participación y colaboración con esa misma complejidad. Las prácticas documentales producen una «pluralidad radical» que «produce sus propios eventos» al documentar y «no necesita esperar a que estos acontezcan» (p. 22). Se trata de una saturación activa, de producir formas sobre la marcha con el fin de restaurar e impregnar de vida a las que ya estaban. Al igual que le sucede a Herzog con el histórico Fitzcarrald, lo que me llamó la atención de este peculiar tríptico mientras preparaba el artículo no fue el cineasta alemán ni su descabellada historia de producción cinematográfica en la jungla. Lo que me interesó inicialmente fue un único detalle

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mencionado en el diario de producción de la película en el que Herzog (2010), en un viaje al mismo lugar veinte años después, menciona que no queda rastro de la trocha salvo por una minucia imperceptible: «Solo si uno sabía por dónde habíamos subido el barco se adivinaba que la vegetación era de un verde ligeramente más claro» (p. 312). Esta percepción de lo minúsculo, del detalle absurdo que sin embargo borra el rastro de lo sucedido y lo convierte en leyenda, está íntimamente ligado a esa «conquista de lo inútil» que da título al libro. Herzog confiesa que lo que le interesa finalmente de su película Fitzcarraldo es que al terminar uno se sienta más leve, más ligero (Blank, 1984, p. 235), como si hubiera sido liberado de la pesada carga de los sueños. Esa es la metáfora central de su película. Y quizá sea también una buena manera de terminar este recorrido por una espesura de aliteraciones y correspondencias formales. Tras unos días de búsqueda y siguiendo la pista de un verde distinto logré ubicar un posible emplazamiento del istmo original del rodaje en Google Maps. El verde que me había dado la pista era no obstante más oscuro pero muy bien delimitado, casi recortado. Me obligué a pensar que quizá en determinados momentos del día la vegetación pudiera reflejarse de forma inversa vista desde el cielo. La forma de ambos ríos coincidía vagamente con la imagen del documental de Blank pero la resolución ofrecida por la aplicación era insuficiente para determinar si en efecto esa diferencia de verdor respondía a la tala del istmo. Aproveché igualmente para corregir las coordenadas en la página correspondiente a la entrada de Fitzcarraldo de la versión inglesa de Wikipedia dado que las anteriores estaban totalmente desubicadas. Y durante un tiempo eso me mantuvo satisfecho. Sin embargo cuando me plantee escribir sobre el asunto, decidí indagar sobre maneras de obtener una imagen satelital en alta resolución

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que me permitiera despejar la incógnita. Lo que vino después fue un intercambio de treinta y cuatro correos electrónicos con Brock Adam McCarthy, operario de Apollo Mapping, una empresa que se define a sí misma bajo el lema de «the image hunters». La larga cadena de mensajes respondía a la imposibilidad contractual de Brock de mostrarme otra imagen que no fuera de resolución deficiente, similar a la que ya había visto en Google Maps, con el motivo de impedir que mi curiosidad como potencial cliente quedara satisfecha sin necesidad de abonar la cantidad correspondiente. Como una cuarta versión del relato en miniatura, me vi envuelto en una breve expedición inútil lidiando con el encuadre del satélite, el tamaño final de la imagen, el precio desorbitado o la fecha de la toma. Para sorpresa del operario me interesaban imágenes lo más antiguas posibles con el fin de que la reforestación del istmo estuviera menos desarrollada y la huella del rodaje fuera más fácilmente apreciable. Finalmente Brock me adjuntó una vista preliminar del 23 de julio de 2001, que por «antigüedad» estaba a buen precio, y opté por confiar a ciegas en que la resolución ofertada mejoraría la visión de aquello que ya podía distinguirse en la imagen de baja resolución. Una vez recibida la copia hice las comparaciones pertinentes con los planos del istmo en Burden of Dreams y pude apreciar mejor la magnitud y escala de la jungla, confirmando que la mancha que yo había percibido como verde y pequeña, cubría entre diez y veinte veces el tamaño que correspondía al istmo en las tomas aéreas de Blank. La diferencia de verdor que me había llevado hasta allí no tenía nada que ver con el istmo y, sin embargo, daba la casualidad de que la huella estaba allí, unos píxeles más arriba, imperceptible en la imagen previa, pero que sí correspondía con la forma, escala y color del istmo de «un verde ligeramente más claro».

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LA MIRADA DE FOUCAULT Yayo Aznar Almazán

En mi intento de reescribir un pequeño relato, una humilde narrativa alternativa de la historia y la representación de la locura, he entendido que las imágenes han jugado un papel tan fundamental como ambiguo en ese ejercicio de poder (Aznar, 2014). Nunca intenté hacer una cartografía de todas las imágenes posibles de la locura y siempre preferí trabajar con imágenes escogidas, pero escogidas por mí por algo. En el fondo, una postura brechtiana. Imposible trabajar sin tomar posición, imposible tomar posición sin buscar saber. Ya lo decía Georges Didi-Huberman (2008), «para saber hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad de tal movimiento» (p. 11). Hay que ser algo nómadas aceptando que ese movimiento es tanto acercamiento como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo. No es, por lo tanto, pensar únicamente que las imágenes nos ayudan a conformar nuestro imaginario, a conformarnos, al fin, desde los mil sitios desde los que las recibimos constantemente, en ocasiones de un modo inconsciente; es aceptar también que esa agencia de las imágenes puede activarse desde sus latencias y fisuras, desde su mirada; a veces, incluso, desde una opacidad que puede poner en crisis el propio discurso al que, en principio, acompañan de un modo interesado. A lo mejor por eso le gusta-

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ban tan poco a Michel Foucault. Desde esa aceptación todas las imágenes merecen una mirada profundamente interesada y cargada de unas herramientas que con cierta dificultad puede apreciar un pensador que pone en la base de su discurso la sospecha sobre el ojo. Por lo tanto, desconfiemos de las imágenes pero, sobre todo, desconfiemos de los ojos. La hegemonía del ojo como modo de conocimiento ha acabado por ser, sobre todo en el pensamiento francés, un tema de sospecha persistente. Martin Jay (2007a) dedicó todo un libro a esto y en él Foucault jugaba un papel central. Muchos, como John Rajchman (1998) o Gary Shapiro (2003), le defendieron afirmando que Foucault supo distinguir entre regímenes escópicos –que representan y conforman la realidad que socialmente hemos constituido– y prácticas visuales –en tanto que singularidades formales– encontrando unas más benignas que otras. Shapiro incluso llega a afirmar que Foucault obtenía un gran placer de la pintura. No lo dudamos pero, ¿qué tipo de placer? En este sentido resulta muy insuficiente el trabajo que se toma Shapiro, y que analiza Jay (2007b), al revisitar el trabajo inacabado de Foucault sobre Édouard Manet, abandonado en 1968, contrastándolo con sus análisis, en esa misma época, sobre el panóptico. La conclusión de Shapiro es muy clara: subrayando el plano del lienzo contra el ideal de una ventana abierta al mundo, Manet interrumpe el tradicional régimen visual perspectivista de la pintura occidental. Es decir, ha llevado el marco dentro de la obra –tomando prestado el análisis de Jacques Derrida (2001) en La verdad en pintura– y ha producido un espacio imaginario en el cual las figuras planean entre la vida y la muerte. A diferencia del panóptico, que fija la mirada sobre un individuo, en Manet la mirada no encuentra objeto ni persona: es una mirada flotante.

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Entendemos que esto puede ser tomado como cierto y entendemos entonces que, a pesar de su lamento sobre estar atrapado en un imperio de la mirada, Foucault comprendió que el poder de ese imperio era limitado y que provocaba una inevitable resistencia. Sin embargo, esa resistencia no fue nunca una oposición que pudiera derribar por entero el poder hegemónico que acabaría prevaleciendo. Únicamente evitaba su completa realización. Quizá la mirada pueda ofrecer una resistencia de más calado. Ya lo ha contado Foucault (2000, p. 286) en su Historia de la locura en la época clásica. La locura tiene un «nuevo rostro» con el que trabajarán desde el siglo xix, prácticamente desde Phillipe Pinel y Jean-Étienne Dominique Esquirol, los psiquiatras. Se construye, entonces, una «narración de la locura» en la que la realidad legítima de esos cuerpos es reemplazada por una narración que la desvía, duplicándola. Hay que reconocer, por lo tanto, dos niveles de realidad al acontecimiento una vez que lo tenemos delante: su verdad de derecho, que no ha logrado ser, y su verdad de hecho (la narración clínica) que se ha impuesto usurpando los derechos de la primera. Y lo que ha usurpado esta doblez no es la existencia de tal o cual persona en tanto que singular; lo que usurpa es el hecho de que tales personas puedan existir para nosotros al margen de las narraciones institucionales. Lo cierto es que, a veces, esa verdad de derecho también puede escapar en algunas imágenes. Intentar recuperarla es lo que hace Didi-Huberman (2007) cuando en su trabajo sobre la histeria reflexiona a partir de las fotografías manipuladas de Hugh Weich Diamond. Se podría tratar, entonces, simplemente de encontrar las contradicciones, las fisuras, la «realidad» de la imagen como un «esto ha sido» –esta persona ha existido así– frente a la manipulación para convertirlas en el «caso cuadro» a las que las somete

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el psiquiatra fotógrafo. Y, sin embargo, otras imágenes no son tan fáciles. Lo cierto es que con este «nuevo rostro» también se enfrentarán los cinco retratos de locos y locas que Étienne-Jean Georget encargó a Théodore Géricault, a los que Foucault ni siquiera menciona y que están irremediablemente en el principio de la construcción de una imagen determinada de la locura, de muchas imágenes de la locura, al final todas la misma imagen. Y es que la locura tenía que leerse en los cuerpos. Pero estas imágenes son profundamente opacas y, en principio, no permiten esa lectura. Aunque todas son de monomaníacos –un término más que superado en la actualidad pero con una historia a tener en cuenta que el mismo Foucault desarrolla en su Historia de la locura–, el pensador francés no las mira. Y eso que dedica todo un capítulo a la historia de la monomanía y a los problemas que esta ambigua definición da tanto a la psiquiatría como a la justicia en ese curioso maridaje llamado «peritaje judicial» que él tan bien analiza en Los anormales (Foucault, 2001). Detengámonos un momento en este punto. El mismo Foucault, que en su nueva narración de la locura trabaja casi exclusivamente con imágenes literarias –con la honorable excepción de algunas obras de Francisco de Goya, que pudo aprovechar sin duda por el apoyo incondicional que suponían para su propio discurso sobre el encierro–, ya lo reconocía. La palabra y la imagen, ambas, ilustran la fábula de la locura. Y, sin embargo, parece que intuye problemas cuando afirma que «siguen ya dos direcciones diferentes que indican, en una hendidura apenas perceptible, lo que se convertirá en la gran línea de separación en la experiencia occidental de la locura» (Foucault, 2001, p. 34).

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Ya lo decía Gilles Deleuze (1987): «Ver y hablar siempre están inmersos en relaciones de poder que ellos suponen y actualizan» (p. 77). Por lo tanto, ambos contextos no son nunca reconciliables dentro de un sistema unificado sin ninguna tensión interna, de manera que tendremos que aceptar que los regímenes discursivos pueden ser resistidos tácitamente por sus contrapartes visuales y viceversa. El problema, como señala Jay (2007b, p. 16), es que en buena parte de la literatura sobre Foucault que subraya su desconfianza en la visualidad, la dirección de esta contestación mutua está dirigida a favor del lenguaje interfiriendo la visualidad. La otra dirección, el camino contrario, es mucho más escaso y problemático. Ya hemos visto cómo lo intenta fragmentariamente Shapiro con su análisis sobre el estudio de Manet –luego, más tarde, con René Magritte–. El problema, sobre todo con Magritte, es que no nos estamos moviendo en el campo de una pintura basada en la semejanza a un mundo exterior y es precisamente esa semejanza la que problematiza los cuadros de Géricault. Porque esos retratos son evidentemente «semejantes» a los locos que retratan –y, sin embargo, no podemos ver nada de lo que una mirada «científica» buscaría en ellos– y, al mismo tiempo, los locos son semejantes a sí mismos –locos, simples locos, retratados en toda su «idiotez»1–, nuestra forma de mirarlos entra en crisis. Por lo tanto, estamos lejos de la episteme visualmente privilegiada asociada al perspectivismo cartesiano, pero también estamos lejos de pensar que esa sea la única mirada posible, una posibilidad que Foucault ni siquiera se plantea. El pensador francés se puede reconciliar

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1  Concepto leído en base a Rosset, C. (2004). Lo real. Tratado sobre la idiotez. Valencia: Pre-Textos.

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tranquilamente con Goya porque el pintor español está mostrando el panóptico, su panóptico, pero no puede mirar a Géricault porque en esos cuadros la mirada cartesiana, efectivamente, no puede ver nada. La mirada automática y vigilante del dispositivo panóptico, por su sola posibilidad, condensa las estrategias de vigilancia que tanto le gustaba a Foucault analizar en las cárceles, las escuelas, las fábricas o los hospitales. Es la mirada que ha funcionado, entonces, como síntesis de la época moderna y desde ahí es muy sencillo relacionarse con las imágenes de Goya. Podría, incluso, parecer igual de fácil empezar a mirar las de Géricault simplemente como «imágenes que funcionan de una manera disciplinaria» sin más, sin otorgarles otro nivel de actuación, pero siguen siendo incómodas. Necesitamos otras herramientas visuales –modos de ver, entender y pensar con las imágenes– y otras herramientas discursivas que, por ejemplo, en este caso, no deberían obviar que en esos retratos lo que tenemos delante son «monomaníacos». Centrémonos en las herramientas discursivas, los argumentos sobre la monomanía, e intentemos mirar de nuevo. Y aquí llega la gran pregunta a las obras de Géricault: ¿Obedecen o no obedecen a las exigencias del encargo que le hizo Georget en la década de los veinte del siglo xix para pintar algunos locos y locas de La Salpêtrière? ¿Producen, ellas ya, un extrañamiento con respecto al discurso de la ciencia? La historiografía clásica del arte ha alejado los cuadros de Géricault del encargo de Georget alegando que los casos clínicos descritos por el psiquiatra en la nueva edición de su libro De la locura en 1823 no coinciden con los retratos del pintor. Alegando incluso la dificultad de homologar como retratos de locos otros cuadros realizados por el pintor en el mismo momento.

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Vayamos mejor a las obras. Son un total de cinco retratos seguros: Monomaníaco del robo, Monomaníaco del juego, Monomaníaco de la envidia, Monomaníaco de comandante militar y Monomaníaco del robo de niños. Son retratos, sin duda, y sin embargo se concretan en una enfermedad: la monomanía. Igual que en un apostolado –y el formato es muy parecido– se definen antes por ser apóstoles que por qué apóstol son, aquí se definen antes por ser enfermos que por ser personas. Es más, en el apostolado, al menos, cada apóstol lleva su nombre en un título y un signo o varios que lo identifican; aquí, el único que puede ser identificado ligeramente es el Monomaníaco de comandante militar a partir del gorro y la medalla. Ninguna de estas imágenes lleva como título el nombre de la persona representada. No sabemos nada de ellos; pero el título, la enfermedad, añade una información a la imagen. Toda información, como ha señalado Roland Barthes (1992, p. 35), es polisémica porque implica, subyacente a sus significantes, una cadena flotante de significados de los que el lector se permite seleccionar unos e ignorar todos los demás. Géricault, o quizá Georget, fija esa cadena flotante de significados posibles en la certeza –pretendidamente científica– de uno solo gracias al mensaje lingüístico, al título del óleo. Por lo demás, nada; podrían ser cualquiera, sin nombre, solo enfermos que ni siquiera nos devuelven la mirada pero con los que entramos en un juego especular que, al final, nos implica porque es toda su imagen la que nos mira. En su «no-mirarnos» hay un extrañamiento que a ellos los define en la locura y a nosotros nos exige una «miThéodore Géricault, Monomaníaco del rada otra» capaz de volver a contar su historia.

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robo (1821-1824), Museo de Bellas Artes, Gard

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Théodore Géricault, Monomaníaco del juego (1821-1824), Museo del Louvre, París

Théodore Géricault, Monomaníaco de la envidia (1821-1824), Museo de Bellas Artes, Lyon

Precisamente gracias a Foucault podemos hacernos algunas preguntas sobre la monomanía. El monomaníaco es introducido por primera vez por Esquirol, el maestro de Georget, en el variado mundo de las enfermedades mentales –melancolía, manía, demencia, idiotez…– apenas alterado por Pinel en la primitiva solidez de sus caracteres. La idea de monomanía está construida alrededor de un individuo que está loco respecto a un punto, pero que sigue siendo razonable respecto a todo lo demás. Es evidente que esta idea de una locura localizada en un punto, que solo desarrolla su delirio en relación con un único tema, ya estaba presente en el análisis clásico de la melancolía, tal como lo define Willis en el siglo xvii (Foucault, 2000, pp. 414 y 418). Y lo describe: los melancólicos se convierten en seres nocturnos, se hacen oscuros, opacos y tenebrosos; son locos sin delirio, caracterizados por la inercia y por una especie de estupor sombrío; sus características son la inmovilidad, el silencio, la amargura, la languidez y el deseo de soledad. Es sorprendente qué bien responde la representación de Géricault a estos, por otro lado, más que ambiguos síntomas.

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Théodore Géricault, Monomaníaco de comandante militar (1821-1824), Museo Oskar Reinhardt «Am Römerholz», Winterthur

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Théodore Géricault, Monomaníaco del robo de niños (1821-1824), Museo de Bellas Artes, Springfield (Massachusetts)

Hasta aquí lo cierto es que Géricault está muy cerca de Georget. Pero es que la monomanía es un problema en sí mismo. Para la medicina la monomanía es un escándalo, un principio de fisura, porque pone sobre la mesa el tema de la responsabilidad que se les debe o se les puede imputar a los insensatos. En otras palabras, la medicina no puede asegurar que un monomaníaco es un loco y se debate en argumentos irresolubles: la ausencia de razones para cometer un acto, ¿permite concluir la sinrazón de quien comete dicho acto?, ¿es normal que un hecho sea consumado sin razón, lejos de todo lo que podría motivarlo?, ¿puede decirse entonces que se trata de locos? Demasiado lejos de la razón (o razones), es cierto, pero demasiado cerca de lo que el lenguaje popular llamaría perder la cabeza. Por eso todas estas interrogaciones quizá están afectando a la experiencia de la locura, tal como está constituyéndose, más de lo que la medicina hubiera deseado. Y para la justicia, tan unida ahora como poder disciplinario a la psiquiatría –ya hemos mencionado ligeramente el peritaje judicial–, también va a ser un problema. En realidad, el origen de todos los problemas. La jurisprudencia anterior no conocía más que la crisis y los intervalos, es decir, sucesiones cronológicas, fases de la responsabilidad en el interior de una enfermedad dada. Pero el problema ahora se complica: ¿puede existir una enfermedad crónica que solo se manifieste en un acto y, por lo tanto, quedar exenta de responsabilidad jurídica?; o bien, ¿puede admitirse que un individuo se convierta súbitamente en otro y, por un momento, se enajene de sí mismo? Porque eso es lo que le interesa a Foucault: encontrar las fisuras del gran discurso de la psiquiatría. Es un hecho. A Foucault jamás le interesó ninguna imagen –con la excepción mencionada de las de Goya y alguna de

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El Bosco– para su narración. Ni siquiera una imagen verbal. Uno de los casos que más le llamaron la atención, y al que dedicó todo un seminario entre los años 1971 y 1972, fue el de Pierre Rivière (Foucault, 1976)2, el llamado «parricida de ojos rojizos». La primera vez que se le describe se le caracteriza como «de mirada oblicua»3 mientras que la referencia a sus «ojos rojizos» ya aparece en la sentencia de la Cámara de Acusación en Caén el 25 de julio de 1835 (Foucault, 1976, p. 55). Es cierto que Foucault llega a mencionarle bajo esta definición, pero de un modo aparentemente irónico y no por razones ingenuas. Lo que al pensador francés le interesa cuando analiza este caso en Los anormales es dinamitar ese discurso de la psiquiatría que siempre apela, y cito literalmente, «a las mismas imágenes, los mismos gestos, las mismas actitudes y las mismas escenas pueriles» (Foucault, 2001, p. 42) para poder finalmente dar el paso del monstruo excepcional al anormal del que la higiene pública tendrá que ocuparse. Lo que le interesa demostrar es cómo el poder judicial hace sitio, con toda la solemnidad necesaria, a un poder médico entronizado y que Foucault no duda en ridiculizar comparando su «prueba de realeza» con las que debían pasar en los cuentos infantiles las diferentes princesas, ya sea tener el pie muy pequeño, los dedos muy finos o una piel tan exageradamente delicada que el más mínimo guisante puesto bajo una pila de colchones de plumas la magulle (Foucault, 2001, p. 114). «La psiquiatría se dio a sí misma esta especie de prueba de reconocimiento de su realeza, prueba de reconoci-

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2  Dossier Rivière. El dossier fue recuperado en su totalidad por J. P. Peter. 3  Expediente en los Archivos de Calvados, registro 2 U 907. Tribunales de Calvados. Procesos Criminales, cuarto trimestre de 1835.

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miento de su soberanía, su poder y su saber: yo soy capaz de identificar como enfermedad, de encontrar signos en aquello que, sin embargo, nunca se señala» (p. 115). Como unos ojos rojizos, por ejemplo. Por lo tanto, para Foucault, mejor sin imágenes. Pero lo cierto es que finalmente la justicia y la medicina estarán encantadas de aceptar la monomanía como alteración porque de alguna manera supone una continuidad entre el sujeto y su gesto, todo un mundo de razones oscuras que lo fundan, lo explican y nos acechan a todos. De nuevo el paso del monstruo al anormal. Quizá Alfredo de Paz tenía más razón de lo que habíamos pensado cuando afirmaba:

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El enfermo aparece como un ser humano cuya degradación posee ciertamente una razón patológica individual, pero asume, no casualmente, formas que hacen referencia a la normalidad social: el robo, la envidia, la guerra y el juego. Se trata, en suma, de la representación emblemática de los ídolos sociales (los pecados laicos de una sociedad laica) unidos bajo el común denominador de la locura. (De Paz, 1992, pp. 320-321)

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Es decir, hay patología, desde luego, pero no reinterpretada, sino representada como patología social. Y, a partir de aquí, podremos presenciar cómo la psiquiatría abre un nuevo campo sintomatológico porque lo que va a poder destacar como síntoma de enfermedad es todo un conjunto de fenómenos que hasta entonces no tenían estatus en el orden de la enfermedad mental. Lo que hacía que antaño una conducta pudiera figurar como síntoma de enfermedad mental no era ni su rareza ni su carácter absurdo, sino el pequeño fragmento de delirio que ocultaba. De ahora en adelante

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el funcionamiento sintomatológico de una conducta, lo que va a permitir que una forma de conducta figure como un síntoma de una enfermedad posible, va a ser, por una parte, la distancia que esa conducta representa con respecto a las reglas de orden y conformidad, definidas contra un fondo de regularidad administrativa, contra un fondo de obligaciones familiares o, por fin, contra un fondo de normatividad política y social. Y, como ha señalado Foucault (2001, p. 149), al no existir la referencia obligatoria al núcleo delirante, al núcleo demencial, la psiquiatría ve abrirse ante ella, como dominio a su injerencia posible, como dominio de sus valoraciones sintomatológicas, todo el ámbito de todas las conductas posibles. Por lo tanto, en la monomanía la locura nos aguarda demasiado cerca. Y cuando no somos capaces de reconocer en los cuadros de Géricault, ya no la Locura, sino a los locos, a los locos de Georget, propiedad del psiquiatra, la amenaza nos afecta, nos punza. Nos punza no en lo que reconocemos sino precisamente en lo que no podemos reconocer, pero nos atraviesa. Es posible que Foucault creyera que las imágenes solo son capaces de asentar la narración clínica –la verdad de hecho– de la locura, pero en el fondo se intuye un cierto temor. Podríamos pensar que es como si reconociera que la imagen, a pesar de ser pura representación, va a ir «un poco por libre», va a tener su propia construcción pero, sobre todo, su propia percepción. La opacidad de las imágenes de Géricault no le ayuda mucho en este sentido… y las evita. Sin embargo, la «normalidad» casi especular de estos retratos hace tanto daño al discurso del que estaba dotándose la psiquiatría que sigue siendo inexplicable esa ceguera. Es cierto que en ellos la locura no puede leerse en los cuerpos, pero también es cierto que

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precisamente en esa «no lectura», en esa imposibilidad, estaría expuesto el dominio potencial de la psiquiatría sobre toda la población. Géricault se limita a retratar la simpleza, la «idiotez», insisto, de estos «locos» y al hacerlo pone en evidencia la expansión de dos poderes –la medicina y el derecho– que se están aliando mientras se prostituyen el uno al otro. Y esta es la base del discurso de Foucault sobre la locura. Habría que llegar más lejos: habría que pensar en la propia mirada de Foucault. No se trataría, como ya ha hecho Jay (2007b), de trabajar la relación entre la verdad y la experiencia visual en el trabajo del filósofo. Se trataría, más bien, de intentar entender cómo el modo en que Foucault miraba la pintura –e incluso la fotografía– le impidió introducir en su pensamiento el propio que las imágenes vehiculan y abrir la puerta a reflexionar por qué un filósofo que se ha ocupado puntualmente de los problemas de la representación no quiere, en su Historia de la locura en la época clásica, enfrentarlo. En este sentido es interesante la lectura que Foucault (1996) hace de Georges Bataille cuando entiende que la gran realización de este último fue minar el conocimiento filosófico especulativo de la verdad en un sujeto producido por la fantasía de una visión pura, inmaterial, poniendo en su lugar un ojo violentamente exorbitado, un ojo girado que no puede más verlo todo. Desde aquí es fácil el paso a una «recuperación» de la filosofía en el espesor de las palabras, en su «verdad ciega», dice. Y como la verdad de la filosofía en el espesor de las palabras es ciega, es perfectamente lógico no pretender representar las realidades externas «adecuadamente». ¿Inadecuadamente, sí? Obviamente eso explicaría el enorme interés que en él despertó Magritte (Foucault, 1999), por ejemplo.

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Desde el conocimiento de la historia narrada de la locura clínica, los cuadros de Géricault se nos exponen como interrupciones, contrastes, dudas del proceso más que como el proceso en sí mismo; es decir, se nos exponen como evolución de una atribución, la monomanía, hacia su pretendida verdad. Estas imágenes soportan una infernal contradicción y, por lo tanto, la fatalidad de una no-síntesis. Y aquí se eleva una potente duda. Las imágenes de Géricault se han convertido en el escenario de una dialéctica no resuelta y, desde aquí, introducen dos cuestiones fundamentales. Por un lado, una incertidumbre saludable, que puede llegar a ser crítica, sobre el conocimiento científico de la psiquiatría. Por otro, y al mismo tiempo, el hecho de que su valor documental puede ser en parte cuestionado en su estatus de imagen-conocimiento al estar el mismo conocimiento en cuestión. Desde ahí se puede abrir a una reflexión dispuesta a pensar desde sus propiedades de indeterminación y latencia. Las imágenes de los locos, como ya ha estudiado Arlette Farge (2007) que sucede con los cuerpos de los pobres en el siglo xviii, al final no solo se salen del lienzo, sino que lo desgarran, escapando a las definiciones demasiado fáciles.

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TAJOS EN LA HISTORIA: INTELECTUALES Y EL PODER EN EL CINE ENTRE CUBA Y BRASIL EN TORNO A 1973 María Íñigo Clavo

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Olviden lo que nos enseñaron. Es falsa la Historia que nos enseñaron La hora de los hornos, 1968 El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos Michel Foucault, 1971

A finales de 1972 Glauber Rocha abandonaba La Habana desilusionado con la Revolución cubana. Durante casi año y medio fue invitado especial del ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica), hospedado en Habana Libre como intelectual del tercer mundo de mayor prestigio y embajador de la causa libertaria. Esa situación privilegiada le permitió contactar con la izquierda internacional que pasó por la ciudad, punto de referencia fundamental de las redes intelectuales en aquellos años. A su partida de la isla se hacían más presentes las ideas expresadas en su texto Estética del sueño (1968), por encima de las célebres consignas en torno a la violencia del subdesarrollo que defendió años atrás en su Estética del

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hambre (1965). Apostar por el sueño significaba, antes que nada, defender la independencia crítica intelectual, una autonomía que el régimen cubano no reconocía. Remitiendo a Jorge Luis Borges, el texto de Rocha (1968) abogaba por promover una «especulación filosófica» antes que partidaria: «la irracionalidad como única salida libertaria»1. Y de eso tratan este texto y las películas que voy a analizar: por una parte, de los recursos usados por algunos cineastas para contestar las historias oficiales nacionales de los macropoderes, por otra, la toma de posición crítica ante las complejas relaciones de los intelectuales ante la política y la (escritura de la) historia durante aquella época. Si algo intuyen estos cineastas a principios de los años setenta es el enérgico debate que tendría lugar una década después en torno a la interrupción de una narrativa histórica determinada; como veremos, las posturas que adoptan estos filmes anticipan el ataque posmoderno al viejo modelo historiográfico pasado-presente-futuro, en que la función de la memoria era crear discursos de futuro y una identidad estable (Baudrillard, 1993; Fukuyama, 1994)2. Aunque estos filmes anticipen algunas de estas problemáticas no se realizaron como contestaciones al campo de la historiografía académica, sino

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1  «Las vanguardias del pensamiento no pueden dedicarse más a la tarea inútil de responder a la razón opresiva con la razón revolucionaria. La revolución es la antirrazón que comunica las tensiones y las rebeliones del más irracional de todos los fenómenos que es la pobreza» dice Rocha. http://70.32.114.117/gsdl/collect/revista/index/assoc/HASHc946/71730abf.dir/r41_15nota.pdf 2  Ver los debates en torno a .El fin de la historia (Fukuyama, 1994), o La ilusión del fin (Baudrillard, 1993). En este último caso se parte de una sobrevaloración del tiempo presente y lo inmediato en detrimento del pasado y el futuro.

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más bien sobre los discursos de verdad de los relatos nacionales, mostrando la complicidad del saber científico en este proyecto. Ello va directamente vinculado a otra cuestión que atraviesa todas las películas, la que señala la crisis del propio intelectual ante sus certezas ideológicas en su relación con la macropolítica. En todos los casos, los guiones realizan una crítica al papel del intelectual en los acontecimientos políticos, a su posición como agente, mediador, pedagogo y/o portavoz (Pécaut, 1990, p. 255)3 de esa Verdad de la historia, verdad hecha de errores como diría Michel Foucault. Vale la pena recordar que a finales de los años sesenta se realizan en Cuba y en Brasil dos filmes que pronto se convertirían en paradigmáticos de la historia del cine occidental, en los que el protagonista es un intelectual desengañado por las contradicciones del proyecto de izquierdas en que creyó y en su promesa de futuro. Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea en Cuba, que fue premiada en el festival internacional de Cannes, y Terra em Transe (Tierra en trance, 1967), de Glauber Rocha en Brasil, que fue galardonada en el Festival de Londres de 1971: «La política y la poesía son demasiado para un solo hombre» decía Sara para consolar a Paulo Martins, protagonista de Tierra en trance.

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3  En Brasil esta reflexión también era especialmente pertinente a principios de los años setenta, ya que con el endurecimiento de la dictadura tras el AI-5 los intelectuales perdían su antiguo lugar privilegiado como influyente intelligentsia nacional junto al poder político. «Desfaz-se a cultura política que tinha seu epicentro no Rio de Janeiro, deixando contudo suas marcas: não só o nacionalismo, não só a socialização marxista, mas sobretudo a convicção de que os intelectuais têm por vocação situar-se, em relação à sociedade, no mesmo plano que o Estado. O Estado autoritário não lhes fornece mais um ponto de ficção, mas também não pode impedir que eles se considerem porta-vozes da sociedade diante do Estado».

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Por eso las preguntas de estas películas van dirigidas no solo a los modos de narración de la Historia (cuya historia-en-sí-misma, como veremos, también es objeto de reflexión), sino sobre todo a la legitimación científica del intelectual que hace/escribe la historia. Para ello todas usan como pieza desestabilizadora fundamental la colonialidad. Es decir, una perspectiva que parte de los procesos coloniales contenidos en la historia para formular una relectura del pasado. De esta forma estas películas contribuyen a crear un lenguaje que nos ayuda a identificar y renombrar las estructuras de poder coloniales pasadas y presentes. La historia de la descolonización y la creación de los nuevos estados en Cuba y Brasil tuvieron grandes paralelismos. En ambos casos hubo un sólido régimen esclavista que se extendió hasta finales del siglo xix, siendo las últimas reservas del colonialismo occidental, herencia que ha dejado diversas formas de racismo en cada país. Este paralelismo me permite establecer un diálogo entre los dos contextos y su forma de afrontar las relaciones coloniales latentes, así como la posibilidad de un novedoso paradigma de lectura de la historia de aquellos años que décadas después se ha reconocido en el campo teórico. No por casualidad Roland Barthes (1986) consideraba el cine como una buena metáfora de lo ideológico («el cine de una sociedad»), donde toda la fantasmagoría que nos enmarca está preparada para que no la percibamos y no podamos despegarnos de ella. Por eso será fundamental una «distancia amorosa» para ver lo que le rodea y cómo están creados los efectos, lo que él tituló «salid del cine».

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Una historia hecha añicos La relación de Rocha con el ICAIC se había consolidado durante la década de los sesenta, cuando el cineasta se carteaba con su director, Ernesto Guevara. Realizaron intercambios de filmes, de información y encuentros entre directores tanto en Río de Janeiro como en La Habana (Martins Villaça, 2002). El movimiento del Cinema Novo fue un punto de referencia para los cineastas cubanos que participaron del intenso debate e intercambio frenético de manifiestos que circulaban por toda América Latina (Martins Villaça, 2002)4. Esta búsqueda de modelos comunes fue el caldo de cultivo para el surgimiento de lo que se llamó el Nuevo Cine Latinoamericano (Magioli, 2009). En ese contexto de intercambio, la Estética del hambre de Rocha fue crucial, junto con el texto Hacia un tercer cine, escrito por Octavio Getino y Fernando Solanas en 1968 por encargo de la OSPAAL5 y publicado en la revista Tricontinental en La Habana. En ambos se defendía el cine como herramienta política de acción y de descolonización. La propuesta tuvo una repercusión internacional inesperada y la categoría Tercer cine es usada

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4  Se habló de un cine urgente (Santiago Álvarez), cine popular (Nelson Pereira dos Santos), cinema novo (Glauber Rocha), tercer cine (Fernando Solanas y Octavio Getino) y cine imperfecto (García Espinosa). 5  Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina. Hay que pensar que mientras el manifiesto del Tercer Cine fue escrito a petición de la OOSPAL, las estéticas de Rocha fueron escritas para Génova y Nueva York, así como El cineasta tricontinental para la revista francesa Cahiers du Cinéma, cuando ya comenzaba a ser conocido como uno de los iconos del cine militante de América Latina.

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hasta nuestros días para hablar de un cine del tercer mundo en el contexto de los diálogos sur. Diez años después de su publicación, Getino escribió un post scríptum en el que aclaraba algunos puntos: uno de ellos tiene que ver con la conceptualización del propio Tercer Cine que no puede estar de ninguna forma separada del contexto de urgencia política de Argentina en aquellos años, de la creación del Grupo Cine Liberación y su película La hora de los hornos. Con ello Getino quería puntualizar que el carácter militante de su propuesta era tan solo una sub-categoría interna del Tercer Cine y no una condición primera: «La militancia política no era a favor de una determinada política, de un partido, fuera este cual fuese, sino en última instancia a favor de la vida misma o, lo que es igual, del desarrollo y la liberación de los pueblos oprimidos» (Getino y Solanas, 1973)6. Si bien los términos continuaban siendo algo ambiguos, el hecho de que Getino realizase estas aclaraciones diez años después era un síntoma de que aquel debate acerca de la conflictiva relación entre producción intelectual y política estaba fuertemente vivo (Getino, 1979) e irresuelto. Y es que la escena había cambiado mucho desde que el texto fue publicado en 1968. El caso Padilla (1971) fue otro síntoma del mismo malestar, activando públicamente un debate internacional acerca de la falta de libertad de expresión en Cuba, donde cualquier cuestionamiento o crítica era acusado de antirrevolucionario. Aunque las dictaduras cubana y brasileña tenían ideologías totalmente opuestas en aquellos primeros años de la dé-

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6  Este argumento ya había sido defendido en 1971 en el festival de cine de Viña del Mar: Cine militante: una categoría interna del Tercer Cine. Folleto mimeografiado y reproducido en Cine, cultura y descolonización.

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cada de los setenta, ambos países vivían un momento de fuerte represión que afectó profundamente a la cultura. En Brasil se hablaba de los años del vacío cultural (Buarque, Gaspari y Ventura, 2002)7, en Cuba de quinquenio gris (Fornet, 2007)8; en ambos contextos los proyectos críticos se acumulaban en los cajones de las oficinas de censura. Junto con todo ello la caída de Salvador Allende en 1973 será un punto de inflexión y división para el sueño revolucionario tricontinental. A ello se sumaba un distanciamiento de la izquierda internacional que comenzó a posicionarse críticamente ante la dirección tomada por la Revolución de Castro, cada vez más afiliada con el modelo soviético9. Rocha comenzó su exilio en La Habana en noviembre de 1971, con la intención de realizar su ambicioso proyecto Nuestra América, con el apoyo del ICAIC, inspirado en la historia de América Latina que debería rodarse en diferentes países del continente. Esta nunca llegó a realizarse y en su lugar el director se asoció con el militante Marcos Medeiros para comenzar a construir Historia do Brasil (Historia de Brasil), en cuyo proceso de realización se catalizaría el gran cambio de posición política de Rocha

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7  Acto Institucional nº 5 que marca el principio de un Estado de Excepción conservador que durará hasta 1979 y que cierra el parlamento y las garantías constitucionales.. 8  Ello estaba relacionado con una reestructuración radical de las instituciones políticas causada por la adopción del modelo soviético que hizo perder la antigua autonomía a centros como el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica. 9  Es por esa razón que el PCdoB (Partido Comunista de Brasil) también se estaba distanciado de la Revolución cubana.

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(Cardoso, 2007)10. La película solo fue terminada desde su exilio en Roma en 1974, sin incluir al ICAIC en los créditos a petición de la propia institución. Seguramente ello se debe a que en la última parte de la película Rocha cuestionaba la vía revolucionaria a partir de la reconstitución del PCdoB. Desafiando su jerarquía proponía un partido nacional formado por las masas populares que no necesariamente pasaba por el poder militar o militarizado. Para entonces Rocha había pasado de ser el cineasta de la revolución latinoamericana a ser el defensor de la idea de un cineasta tricontinental. Bajo la influencia del pensamiento de Frantz Fanon realizó varios rodajes entre España y África, centrado en las relaciones sur-sur (surcontinentales) que unían a los pueblos en permanente descolonización (Xavier, 2004). Pero vamos a detenernos en Historia de Brasil. Su duración es de dos horas y media (originalmente siete) y realiza un recorrido por la historia brasileña desde la colonización hasta la fecha de su realización, y usando exclusivamente imágenes de archivos, es decir sin ningún material rodado específicamente para la película. Para la primera parte, desde el Descubrimiento y hasta el siglo xx, Rocha y Medeiros usaron cuarenta y siete películas sobre la historia del país, pinturas paradigmáticas y documentos de su historia intelectual. Durante la primera hora y media, una voz en off casi automatizada recorre cronologías y a veces se apropia de la perspectiva de autores brasileños fundamentales como Gilberto Freyre, Darcy

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10  En 1971, mientras estaba en La Habana, escribió una carta a un exiliado brasileño anónimo que estaba en Argelia a quien pedía liderar una revolución en Brasil. Tres años después y dando un giro de 180º, justo el mismo año de terminar la película, se publicó la polémica carta en la revista Visao donde mostraba su apoyo al general brasileño Ernesto Geisel que estaba en el poder en aquel momento.

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Ribeiro, Sérgio Buarque de Holanda, Celso Furtado, etc., colocando en algunas ocasiones citas consecutivas de diversos autores que se contradicen entre ellas . Esos datos se acumulan con el material visual, fotografías, documentos, pinturas y fragmentos de películas históricas que remiten al momento comentado por el locutor. La burocrática voz en off que une las imágenes se contrasta con la gran expresividad de las titánicas secuencias escogidas o mostradas sin sonido. En una segunda parte de la película aparecen diez minutos de músicas populares brasileñas mezcladas con imágenes del carnaval y de manifestaciones religiosas. Y por fin, en una tercera y última –de casi media hora de duración–, se puede escuchar en off un diálogo entre Medeiros, Rocha y una tercera persona anónima que debaten, desde el exilio, sobre la situación política de Brasil. Aquí las posturas se desencuentran; se muestra a un Rocha que cuestiona los supuestos revolucionarios de la izquierda tradicional. Este final, donde tres voces debaten diversos puntos de vista, desafía aún más la institución histórica que se mostraba en la primera parte de la película. Si en ella ya se rompía con aquella verdad de la narración de los orígenes históricos, en esta última parte los discursos se desdoblan más que nunca, se desenfocan, se desafían, se provocan y se ponen en duda unos a otros, quedando inutilizada la función histórica identitaria. Todas las películas de este texto comparten su interés por cuestionar cierta historiografía de los orígenes que, según Foucault (1971), tan solo lleva a una «metafísica [que] obliga a creer en el trabajo oscuro de un destino que buscaría manifestarse desde el primer momento. La genealogía, por su parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones».

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Si bien los filmes de Rocha contienen siempre un «deseo de historia» (un deseo de cambio), como diría Ismael Xavier, esta vez, para Historia de Brasil presenta fragmentos: narraciones y mitos hechos añicos; los antiguos episodios titánicos se amontonan histriónicos en una tentativa de articulación discursiva precarizada. Este filme podría somatizar una desobediencia a la demanda de construcción de grandes narrativas nacionales que tanto las dictaduras de derecha como de izquierda estaban solicitando a los cineastas en América Latina durante aquellos años grises11. «No soy patrullero, no soy patrullado»12, diría Rocha en Cuba, por eso es una impertinencia una presentación visual discontinua hecha de citas que se amontonan ante una pretenciosa e imposible linealidad cronológica. Historia de Brasil habla de la historia del cine brasileño. Esta fue también la aspiración de Jean-Luc Godard en Histoire(s) du cinéma enfocado en las representaciones del cine occidental del siglo xx. Para Godard «solo el cine puede narrar grandes historias contando su propia historia», donde las imágenes del pasado, una vez más, somatizan una urgencia del presente (Godard e Ishaghpour, 2005). Ello cobra más pertinencia en un contexto represivo que hacía imposible expresar la actualidad de los problemas de forma directa. Walter Benjamin encontró en las citas y su interminable (e inacabada) colección de documentos sobre los pasajes de París un material

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11  Como Lucía (1968, Humberto Solás); La primera carga al machete (1969, Manuel Octavio Gómez), La odisea del General José (1968, José Massip). Dentro de los documentales tenemos: Hombres de mal tiempo (1968, Alejandro Saderman), Médicos mambises (1968, Santiago Villafuerte) y 1868-1968 (1970, Bernabé Hernández). 12  Rocha, Erik (2002), documental Rocha que voa.

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para hablar de la historia de la ciudad: «No tengo nada para decir, solo para mostrar» decía Benjamin. No es casual que la fragmentación sea la propuesta. «[…] el propósito del proyecto de los Pasajes era también el de diseñar una dimensión constructiva del montaje como la única forma en la que puede erigirse la filosofía moderna» como dice Susan Buck-Morss (1997, p. 94). Y es que, como sabemos, el montaje se convirtió en el método moderno de conocimiento por excelencia. A partir de aquí este estudio se divide en dos partes fundamentales, en una comentaré la ruptura con una narración de cine histórico naturalista en El otro Francisco (Sergio Giral, 1975), realizado en Cuba, y Os Inconfidentes (Joaquim Pedro de Andrade, 1972), en Brasil. En la otra, trabajaré con la cultura popular en una crítica al documental convencional en tres obras que cuestionan el papel pedagógico del intelectual así como el lugar legitimado de las ciencias que lo estudian: Coffea Arábiga (Nicolasito Guillén Landrián, 1968) en Cuba; y Congo (Arthur Omar, 1972) y Casa Grande & Senzala (Geraldo Sarno, 1978), en Brasil.

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La otra historia

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Al usar la expresión «cine histórico naturalista» pienso en la definición de Jean-Claude Bernardet cuando se refiere a formas de narración clásica, donde se supone que el espectador debería olvidarse de que está viendo una representación y donde el afán del montaje es precisamente el pasar desapercibido, disimular, distraer… «teniendo en cuenta que la Historia oficial cumple el rol de crear “efectos de verdad” y legitimar este tiempo de narración, el cine naturalista sería una herramienta más que efectiva,

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comprometida con el ocultamiento de la dominación» (Bernardet y Freire, 1988, p. 12). Por eso, romper esa temporalidad es parte de una estrategia que mostraba otra versión de los acontecimientos. Como argumenta Stephen Bann (1994), el cine, por primera vez en el campo de la representación, y a diferencia de la pintura, puede mostrar aquello que no ocurrió en la historia13. A principios de los años setenta el Estado cubano promovió filmes históricos acerca de las rebeliones esclavas pretendiendo incluir a los afrocubanos en la genealogía de la lucha revolucionaria. Dice Marie-Soledad Rodríguez que:

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Si era fácil establecer una relación entre los combatientes de las guerras de independencia de 1868 –los mambises– o 1895-1898 y los revolucionarios de 1959, la figura del esclavo había sido durante largo tiempo la del “anti-héroe”. Sin embargo a partir de la publicación de la novela Biografía de un cimarrón (1966), de Miguel Barnet, y de Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar, se empieza a reconsiderar la relación entre el esclavo y el amo, el colonizado y el colonizador. (Rodríguez, 2006, p. 144)

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Pero lo cierto es que esa operación de mirar al pasado y a la historia era solo una manera de redireccionar al pasado las problemáticas raciales que la Revolución no estaba confrontando (Martins Villaça, 2010, p. 262).

13  Para defender su argumento Bann realiza un análisis de algunas imágenes de la historia del arte desde los fusilamientos de Goya y Manet hasta los filmes de Alain Resnais.

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El otro Francisco de Sergio Giral fue una interesantísima revisión de una de las primeras novelas abolicionistas de América en el siglo xix: Francisco, de Anselmo Suárez y Romero, escrita en 1839 y no publicada hasta 1880 en Nueva York. En el filme de Sergio Giral lo que en un primer momento parece una mera adaptación literaria al cine termina por ser un cuestionamiento radical tanto de su argumento como de la historia de Cuba: la película comienza contando la historia del esclavo Francisco narrada por Suárez y Romero para luego romper la narración, en tono de investigación periodística, y así mostrar la historia que más se acerca a la vida de un esclavo del siglo xix, la historia del otro Francisco: la de Francisco es una historia romántica de desamor entre esclavos, la El otro Francisco es una película del anti-héroe, que más allá de sufrir una tragedia amorosa que lo lleva al suicidio por amor, es víctima desesperada de las consecuencias de la esclavitud. En la historia de El otro Francisco, el argumento amoroso será más que secundario para todos los personajes. Giral se documenta entonces de la situación de los esclavos: mortalidad, formas de tortura, violaciones, etc. para contar esta historia otra. El filme muestra cómo esas representaciones romantizadas y amables del siglo xix aplacaban el miedo de los criollos a las represalias de los esclavos. En Cuba estaba prohibido alimentar los rumores de lo que había ocurrido en la Revolución haitiana unos años antes, donde se sabía que los esclavos habían asesinado a sus amos para crear «una república de negros». De forma que la novela original de Suárez y Romero

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no mostraba el lado politizado de las insurrecciones esclavas en las haciendas –como sabotajes, fugas, incendios provocados–, con el objetivo de que el lector simpatizara con la idea de la abolición y no viera a los negros como enemigos. Paralela a la historia de Francisco y de El otro Francisco la película de Giral está contando una tercera historia, la del grupo literario de abolicionistas al que pertenecía el escritor de la novela original, Anselmo Suárez y Romero. El Círculo de Del Monte fue un movimiento reformista que promovía la desaparición de la trata de esclavos y el gradual blanqueamiento de la sociedad cubana desde la década de los treinta del siglo xix. A través de sus tertulias literarias y novelas realizaron una labor de sensibilización sobre la situación de los esclavos. Estas novelas fueron uno de los primeros materiales que inspiraron las investigaciones científicas de Fernando Ortiz –a principios del siglo xx– sobre la raza, ya que, a menudo, para poder construir sus relatos los escritores documentaron la vida de las haciendas de sus propias familias. Si bien la literatura gozaba de una legitimidad fundamental como fuente historiográfica durante el siglo xix estas obras pasaron a la historia como uno de los movimientos abolicionistas criollos más importantes de Cuba. Lo interesante de la película El otro Francisco de Giral era justamente cuestionar esta legitimidad mostrando como este no era en absoluto un grupo de activistas pro-derechos humanos. Estos estaban apoyados por el inglés Richard R. Madden14 que vivió en Cuba desde 1835 hasta 1839 y

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14  Su misión era nombrada de la siguiente manera desde el Reino Unido: «superintendent of the liberated Africans and judge arbitrator in the mixed court of commission».

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tenía como misión investigar la introducción ilegal de esclavos en la isla y las faltas contra los derechos humanos, a partir de que la trata fuera ilegal en muchos países desde principios del siglo xix. Presionar al gobierno cubano sobre esas faltas era un primer paso para llegar a la abolición de la esclavitud, lo que permitiría a la industria inglesa comenzar a comercializar máquinas para las plantaciones. No es casual por tanto que Madden hubiese comisionado varias de las novelas producidas por el Círculo de Del Monte con la promesa de ser publicadas en Londres. Y una de ellas fue Francisco de Suárez y Romero que, como he indicado, fue una de las primeras novelas antiesclavistas de América, precediendo al Uncle Tom’s Cabin (La cabaña del tío Tom, 1852) de Harriet Beecher Stowe15. La película del El otro Francisco va saltando de la narración sobrerromantizada –haciendo parodia del estilo romántico de Hollywood tan atacado por el Tercer Cine– hasta la versión más realista, con una voz en off explicando la trama y los propósitos de Madden; la película se acerca al estilo didáctico del realismo socialista: la cuestión es si para Giral eso era una guiño irónico o más bien una técnica políticamente correcta en aquellos momentos (Martins Villaça, 2010, p. 267). Por su parte la narración constantemente interrumpida tuvo que estar ciertamente influenciada por el

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15  Madden solo tradujo, editó y publicó en Londres la Autobiografía de Juan Francisco Manzano, que era los escritos de un esclavo cuya libertad había comprado el Círculo literario a través de una colecta promovida por Domingo del Monte, quién quedó conmovido tras una emotiva lectura de sus textos en una de sus tertulias. Entre los materiales que Del Monte le entregó para una posible edición había también un cuestionario hecho por el mismo Madden a Del Monte sobre el tráfico de esclavos en Cuba. Este cuestionario seguramente fue usado por Giral en su película El otro Francisco, recreando el diálogo entre ambos.

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distanciamiento de Bertolt Brecht. Como expone Georges Didi-Huberman (2008): «[…] la interrupción misma consiste, con toda lógica, en crear discontinuidades», en «desatar las articulaciones hasta el límite de lo posible» (Brecht) en hacer que las situaciones se «critiquen dialécticamente» las unas a las otras» (p. 72). Usando cierto tipo de distanciamiento, Giral interrumpe las historias conocidas y aprendidas para profundizar en cómo la versión oficial de la historia tiene cosas que esconder, una de ellas la instrumentalización de la cultura por parte de los intereses económicos extranjeros16. Estaba mostrando cómo la cultura puede ser una pieza fundamental para la política y la economía, un espacio de propaganda, que luego será historiada a conveniencia, una problemática muy fácil de trasladar al contexto revolucionario cubano de aquellos años de implantación del modelo soviético. Seguramente por este cuestionamiento de la historia tan radical el filme de Giral no tuvo un gran éxito en Cuba, pasó desapercibido e incluso menospreciado bajo el término de negrometraje. Os inconfidentes de Pedro Joaquim de Andrade fue presentado en 1972 y cuenta un episodio fundamental de la historia brasileña, la Inconfidência Mineira, considerada uno de los primeros intentos de independencia de Brasil a finales del siglo xviii. En ella el joven revolucionario Tiradentes murió descuartizado públicamente, condenado por conspiración contra la corona portuguesa, convirtiéndose en héroe nacional… Una vez que la conspiración fue interrumpida por las autoridades de la Corona, el guión

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16  Unos treinta años más tarde de la publicación del libro en Estados Unidos tuvo lugar en Cuba la masacre de un partido llamado Partido Independiente de Color (1812).

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de Andrade se centra en los interrogatorios que ocupan la parte más importante de la película donde los inconfidentes, para salvar sus vidas, convierten las ideologías del principio en retórica y demagogia, donde el lenguaje y los conceptos se retuercen en los interrogatorios. Los implicados, tras tres años en la cárcel, comienzan a acusarse unos a otros. De entre los intelectuales17, militares, y religiosos que participaron en la Inconfidencia, solo Tiradentes es condenado como escarmiento público. En 1970 Cildo Meireles presentaba Tiradentes: totem monumento ao preso político, donde realiza una hoguera quemando gallinas vivas alrededor de un poste de 2,5 metros clavado en la tierra que tenía en su extremo un termómetro. Interpreté en otro lugar (Aznar e Íñigo, 2000) este último elemento como el índice de una temperatura política del momento a punto de sobrepasar los límites y hacer estallar su carcasa. La representación de los interrogatorios que Pedro Joaquim de Andrade mostrada en Os inconfidentes retratan la misma cuestión a la que aludía Meireles, las desapariciones, torturas y asesinatos a principios de los años setenta18.

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17  Los ideólogos: Tomás Antonio Gonzaga y Cláudio Manuel da Costa; los activistas: Tiradentes, el teniente coronel Freire de Andrade y el sacerdote José da Silva y Oliveira Rolim; y los financistas, que dirigían Domingos de Abreu Vieira y Joaquim Silvério dos Reis. Luego se presentarían dos conjuras más: en 1792, la de la logia masónica de Los Caballeros de la Luna en Salvador de Bahía, y en 1794 en Río de Janeiro, la de la hermandad Inconfidência. 18  Pensemos que tras el secuestro del embajador estadounidense Charles Elbrick el gobierno decreta la Doutrina de Segurança Nacional, en la que se permitía el exilio y la pena de muerte a quien hiciera la «guerra psicológica adversa, revolucionaria o subversiva» al régimen. El secuestro estrechó los lazos entre el gobierno cubano y la guerrilla brasileña

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Los diálogos de Os inconfidentes están basados en poemas del Romanceiro da Inconfidência (1953) de Cecília Meireles, en los autos de procesamiento del siglo xviii y en los propios poemas de los inconfidentes. Por ello, el tono es más teatral que cinematográfico, dando un primer tajo a la narración naturalista; ese es el primer y más evidente distanciamiento. Los personajes interrogados a veces miran a cámara, interrogan al espectador, a la historia. Otro ejemplo lo vemos en la escena final donde el plano de Tiradentes en la horca da paso a la imagen de un muñeco de tamaño natural ahorcado frente a un montón de gente que asiste al espectáculo de la representación cinematográfica. Entre ellos, niños vestidos de uniforme aplaudiendo, niños que aprenden la historia; los adultos la representan y la practican. «¡Mostrad lo que mostráis!» dice Brecht19 y, añade Didi-Huberman (2008): «mostrar lo que se muestra no es mentir sobre el estatus epistémico de la representación: es hacer de la imagen una cuestión de conocimiento y no de ilusión» (p. 77). Para terminar, Andrade incluye una secuencia con imágenes de archivo de informativos oficiales donde aparecen las celebraciones multitudinarias oficiales del 21 de abril que conmemoran la Inconfidência Mineira (Freire, 2001)20. De esta forma está aludiendo a la im-

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Ação Libertadora Nacional, ya que los guerrilleros liberados a cambio del embajador fueron acogidos en Cuba. 19  BRECHT, B. Breviario de estética teatral. Buenos Aires: La Rosa Blindada, 1963. 20  La película se muestra como una alegoría de los años sesenta y setenta en Brasil.

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portancia de estos héroes en la historia brasileña: en esta última interrupción de un tiempo pasado y la irrupción del presente del espectador, se muestra la historia miserable transformada en macrodiscurso triunfalista, que se apropia de los acontecimientos para construir sus discursos de verdad. Como dice el intelectual Inácio José de Alvarenga Peixoto a su mujer en una de las escenas de la película: «Tal vez en los días que se sepan las verdades todas puras, ya serán cosas viejas, del tiempo pasado. Hay más premios en este mundo para el mal que para el bien. Las mentiras se vuelven leyenda». Como en El otro Francisco, la posición de los intelectuales es un tema crucial en Os inconfidentes, como agentes frustrados de la política, pero también como piezas instrumentalizadas por el poder para crear sus discursos de memoria. Porque Andrade, una vez más, está realizando una crítica de los intelectuales como ideólogos, «Cuya razón se resume y se vacía en la palabra y cuya inacción en ella se sublima. Esta visión de los inconfidentes letrados como falsos revolucionarios, que no pasan del nivel de la intriga palaciana, no era una constante en el arte brasileño» (Bernardet y Freire, 1988, p. 28)21. Se acusó a Andrade de que en esta película estaba defendiendo la versión de la historia de los opresores, precisamente la que aparecía en los documentos oficiales de la corona portuguesa del siglo xviii (Bilharinho,

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21  «Os inconfidentes sao, básicamente, pessoas que falam, cuja açao se resume e se esvazia na palavra e cuja inaçao nele se sublima. Esta visao dos inconfidentes letrados como falsos revolucionarios, que nao ultrapassam o nivel da intriga palaciala, nao é uma constate na arte brasileira. É uma visao oposta à interpretaçao romântica e àquela fornecida ainda recentemente por Oswald de Andrade».

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2007) que desprestigiaban la gloria de la misión independentista de la Inconfidencia. Andrade, al igual que la versión de la corona, muestra el episodio como un desafortunado encuentro de intelectuales ingenuos, dispuestos a traicionar sus ideas y a sus compañeros. Así mismo desheroifica a Tiradentes, que en la película es dueño de un esclavo. Con ello Andrade está evidenciando que si bien la Inconfidencia estaba a favor de una revolución independentista no estaba tan interesada en la abolición de la esclavitud: la propuesta era, más bien, la de una reforma con la permanencia de algunos privilegios de clase. Foucault (1971) propone encarnizarse con lo continuo. Para él la historia efectiva debe introducir lo discontinuo en nuestro mismo ser; mi propuesta es que el trabajo de estos cineastas realizó esos tajos que el filósofo le demanda al saber. Tajos en la narración, tajos en esa verdad «hecha de errores», tajos en las certidumbres, «hacer pedazos todo lo que permite el juego consolador de los reconocimientos». Raymond Williams (1989) concluye su clásico When was Modernism? sugiriendo que para escapar de la «fijación no histórica del posmodernismo habremos de buscar y contraponerle una tradición alternativa sacada de las obras que han quedado relegadas en los amplios márgenes del siglo […] y alcanzar un futuro moderno en el que pueda volver a imaginarse la comunidad» (pp. 48-52). Entre el anhelo por volver a una modernidad corregida y

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la defensa de una desestructuración identitaria y narrativa exacerbada, hay algunas propuestas intermedias que pasan por la construcción de otros paradigmas. Los tajos en la historia que proponen estas películas provienen ante todo de su atención en los procesos coloniales, como perspectiva desde la que redefinir nuestro presente. Esas obras relegadas que sugería Williams, narraciones no contadas, no vuelven ahora para permitirnos redimirlas bajo posturas inclusivas de reparación, sino que, como muy bien han sabido centrar estos directores, cumplen la función principal de redefinirnos a nosotros mismos22. Esa es la discontinuidad principal que ellas introducen.

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Antidocumentar lo popular Me preguntaba si se podría decir que gracias al montaje de citas películas como Historia de Brasil, Histoire(s) du Cinéma o el Proyecto de los pasajes realizan un giro metodológico superando la representación –de una historia, de una realidad– para pasar a presentar, en los términos definidos por Hito Steyerl . En los tres casos una serie de documentos son activados desde la relación que establecen entre ellos, la función primera de la representación está anulada y ya no nos interesan si no es como parte de una red de conexiones. Para Hito Steyerl, cuando los objetos no son representados, sino presentados, son activados para poder hablar del presente. Pienso enton-

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22  No he podido comentar aquí la película de Gutiérrez Alea, La última cena (1976), pero justamente está basada en los estudios de un historiador cubano, Manuel Moreno Fraginals, que no contaron con reconocimiento porque mostraba la superioridad de los poderes locales ante los españoles en las épocas esclavistas del siglo xix, cuestionando así el cuadro victimista de la historia de la descolonización.

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ces que cuando la historia no es representada, sino presentada, tendría un efecto similar. Para Steyerl (2006) no se trata entonces de realismo, «sino de relacionalismo: la cuestión es presentar y por tanto transformar las relaciones sociales, históricas y materiales que determinan las cosas». Es decir, no hay que representar la precariedad, sino generar nuevas articulaciones precarias entre los objetos que son documentados. ¿Hablaría este montaje de citas de cual es la relación entre la historia y su representación? ¿Qué tipo de articulaciones generan? La propuesta de Steyerl de enfatizar las relaciones entre objetos es más foucaultiana de lo que el texto quiere reconocer. Como hemos visto, Foucault critica una historia de los orígenes o las esencias y rescata la genealogía nietzscheana para proponer un análisis del «juego azaroso» de las relaciones (de poder). Steyerl actualiza este enfoque a través del concepto de traducción, donde lo más importante, dice, no serán las esencias de lo traducido sino los cambios y las conexiones que tienen lugar en esa transferencia, pues es a través de esa movilidad que habrá nuevas propuestas para redefinir la cultura. La siguiente pregunta sería, efectivamente, ¿cómo se presenta y si se representa algo en esa presentación? Los dos siguientes trabajos que voy a comentar realizan un bricolaje similar y muestran una tensión entre estos dos territorios de la presentación/representación en diálogo con lo supuestamente científico, pero esta vez se separan de las macro-historias oficiales y van en busca de lo popular. No es casual que en Historia de Brasil, Rocha y Medeiros dediquen diez minutos de la película a la cultura popular que funciona como una bisagra o intervalo de transición hacia la última parte de la película enfocada al análisis político actualizado. Aquellos episodios colosales de la historia en los filmes de Rocha están siempre en tensión con lo popular, con lo que él llamó «la mística de la pobreza» y la violencia que esta genera. En Brasil

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lo popular fue un espacio de trasmisión de las ideas revolucionarias, un lugar de comunicación con «el pueblo» a través de los Centros Populares de Cultura, un espacio que oscila entre las macrorrelaciones de poder y las micro; estoy de acuerdo con Teshome H. Gabriel (1982) en que lo popular conserva aquello que la historia oficial insiste en borrar (p. 54) y ahí reside su potencia liberadora. «La cultura popular no es lo que se llama técnicamente folclore, sino el lenguaje popular de la permanente rebelión histórica» dice Rocha en la Estética del sueño. Es cierto que, como el carnaval, los rituales tienen por función canalizar –controladamente– una violencia colectiva. Pero, al mismo tiempo, lo popular se ordena entre esas grietas de la oficialidad; puede desordenarla e interrogarla, pues es permeable a muchos tipos de catarsis y permisiva con un cuerpo que se estremece y desborda todo discurso doctrinario. Entre 1973 y 1975 Pier Paolo Pasolini escribía sus Escritos corsarios que contienen su famoso Artículo de las luciérnagas. En él habla de esos espacios de resistencia al poder fascista que, como las luciérnagas, son frágiles especies en extinción. Esos valores de la civilización paleo-industrial, del mundo de lo agrícola, la familia, el ahorro o los espacios de lo popular «ya no sirven, ni siquiera como falsos […] el espíritu popular ha desaparecido»23. Si algo le reprocha Didi-Huberman es precisamente que al hablar de destrucción de las luciérnagas, está describiendo un fracaso, una desesperación, en lugar de concentrarse en explorar sus formas de supervivencia. Unos pocos años antes de que Pasolini se lamentase de esta trágica extinción de los espacios de conocimiento tradicionales, entre 1968 y 1972, un grupo de documentalistas brasileños se embarcaban en un proyecto liderado por

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23  http://www.pasolini.net/saggistica_scrittori-argentini-su-ppp.htm

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el productor Thomaz Farkas para filmar el fértil ambiente popular del Brasil Nordestino, un material precioso que se materializó en cerca de veinte documentales que retratan el impactante entorno rural nacional24. Seguramente cuando Omar (1978) publicó su manifiesto O antidocumentário, provisoriamente en 1972 estaba realizando una crítica a estos directores, precisamente por convertir en centro de estudio una voz viva de expresión, por ostentar una exterioridad que genera objetos de conocimiento: un simple objeto, «perfectamente intercambiable con otro objeto» (pp. 405-418). Steyerl habla de documentalidad para explicitar cómo «los documentos gobiernan y se implican en la producción del poder/saber» (2006). De forma similar Omar señala cómo el lenguaje del documental no tenía ni una historia y ni un lenguaje propio de construcción de contenidos. Como fue creado dentro de la tradición del cine de ficción, por ello ha heredado su lenguaje de representación. Como consecuencia, por mucho que trate de mostrar una realidad, no hace más que generar ficciones25 solo que con la complicidad de las ciencias sociales. Omar propone una nueva «actitud» más productiva: «el filme como gesto de acción, una obra aquí y ahora», rompiendo su función en esa relación poder/saber de la documentalidad que señalaba Steyerl. Congo26, realizado ese mismo año, ejemplifica muy bien la propuesta de Omar: «[…] un filme em branco» dice su subtítulo. La congada, una fiesta

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24  En La caravana Farkas. Geraldo Sarno, Sérgio Muniz, Paulo Gil Soares, Manoel Horacio Giménez, Eduardo Escorel, Maurice Capovilla, Guido Araújo. 25  http://www.cineastaseimagensdopovo.com.br/05_01_012_textos.html 26  http://www.youtube.com/watch?v=OCkY0MG12T4

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popular brasileña, nace de danzas tradicionales tribales de Angola y Congo. Se mantuvo en el tiempo como un símbolo de la supervivencia cultural y política de los esclavos y sus signos de identidad. Pero en el filme de Omar no aparece ninguna imagen de la congada, como ocurría en cualquier documental o estudio etnográfico de la época que consideraba ese ritual un objeto de conocimiento: ciento catorce de los ciento cuarenta y ocho planos son tan solo textos, algunos de ellos basados en los estudios ilustres de Arthur Ramos, Luís da Câmara Cascudo y Mário Raul de Morais Andrade escritos a principios del siglo xx. Las veinticuatro restantes son algunas imágenes de espacios vacíos de las antiguas haciendas por las que corren niños, documentos, dibujos; un fotograma de Os inconfidentes en el que aparece Tiradentes junto a su delator e, inmediatamente después, el texto «Ginga é uma traidora». Se muestra también una panorámica de un salón en el que en cada una de sus paredes está escrito: música, poesía, patria, todas ellas piedras preciosas de nuestra civilización… Y más textos, textos que asfixian cualquier experiencia, cualquier imagen. La voz en off de una niña va leyendo los escritos de Mário de Andrade. Vacilante, ingenua e ignorante, enuncia la historia Rainha Ginga, líder del Congo que luchó contra los portugueses en el siglo xvi y adoptó el nombre europeo de Ana de Souza. Esta voz de la inocencia sin duda está respondiendo a la autoritaria voz en off del científico especialista de los documentales, de la propia posición de Andrade. En los textos inconexos Omar realiza un diálogo de opuestos, «blanco contra negro […] Rainha Ginga contra Ana de Souza […] la guerra contra la casualidad […] Misterio del mundo contra 2 más 2 son 4 (…) 1618+1972».

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Bernardet (2003) expresa muy bien cómo Omar sitúa al intelectual, los académicos y estudiosos ante la congada: De eso habla Congo. De la distancia entre nuestra cultura, nuestro medio, nuestra clase y aquello que llamamos cultura popular. Distancia que el proyecto de memoria nacional niega en nombre de la unidad nacional. Una película sobre cultura popular pero, sobre todo, acerca de la relación que establecemos con la cultura popular, pues la única y exclusiva manera de alcanzarla es a través de esa relación, ya que jamás seremos productores de ella, que será siempre otro mediatizado. (pp. 109-118)27

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Como última imagen, despechada e irreverente, Omar cierra este anti-documental con la imagen de dos perros apareándose en un descampado: animalidad, mezcla de razas, inhumanidad. «La pureza es un mito», como decía Hélio Oiticica en Tropicália (1967). El último intertítulo de Congo dice: «fizeram os negros teatro no Brasil?»,

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27  «Disso fala Congo. Da distancia entre nossa cultura, nosso meio, nossa classe e aquilo que chamamos de cultura popular. Distancia que o projeto de memoria nacional nega em Nome da unidade nacional. Um filme nao sobre a cultura popular, mas sobre a relaçao que estabelecemos com a cultura popular, pois a única e exlusiva maneira de atingirnos a cultura popular é através dessa relaçao, já que jamais seremos produtores de cultura popular, que será sempre um outro mediatizado».

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¿hacen ellos algunas de nuestras bellas artes?, ¿cuál fue su papel en todo este teatro de la historia? Guillén Landrián comienza su película Coffea Arábiga 28 con un intertítulo similar: «los negros en el cafetal como mano de obra», «los negros», «cómo?», «¡¿los negros?!», «si», «los negros»… y termina transcribiendo también la letra de la canción de Mama Inés intervenida: «todos los negros –y todos los blancos– tomamos café». Como dice Lewis Gordon (2009) comentando la obra de Fanon «aunque los negros viven en la Historia, parecen invisibles a ésta; los negros parecen ser, por decirlo con Hegel, patentemente no históricos» (p. 243). Por ello se hizo urgente incluirlos en las narrativas históricas. Combatiendo esa condición, Guillén Landrián, junto con la directora Sara Gómez –quien fue muy cercana a Glauber Rocha– trataron de crear un grupo de debate sobre asuntos raciales en el Congreso Cultural de La Habana de 1968. Cuando el ministro de Educación, Cultura y Deportes supo de los rumores de que allí se divulgaría un «manifiesto negro» se reunió con esos «pretenciosos activistas» para prohibir su participación en el congreso (Moore, 1988). Siguiendo con

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28  http://vimeo.com/16426201

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la reflexión de Gordon parecería entonces que los negros solo podían aparecer como eslabones perdidos de la historia. Los primeros cortos de Guillén Landrián Desde la Habana (1969), Ociel del Toa (1965), En un barrio viejo (1963), ya fueron causa de polémica cuando Fidel Castro los calificó de afrancesados, aludiendo al lenguaje de la Nouvelle Vague, que era considerado demasiado aburguesado y ecléctico para los ideales de la Revolución. En todos ellos había un espacio para mostrar el desorden de lo popular, mostrando las costumbres y espacios de rituales afrocubanos por primera vez en el cine cubano (Martins Villaça). Debido a eso, a su comportamiento subversivo y sus ideas “ambiguas” Guillén Landrián fue arrestado, estuvo en prisión y después en hospitales psiquiátricos. El interés de Guillén Landrián por la cultura afrocubana atraviesa toda su producción cinematográfica. Los primeros planos miran desafiantes a la cámara interrogando nuestro lugar de espectadores: «Lenguajes del pueblo, gestos, rostros: todo aquello que la historia no puede explicar en simples términos de evolución o de obsolescencia. Todo aquello que, por contraste, dibuja zonas o redes de supervivencias en el mismo punto en que se declaran su extraterritoralidad, su marginación, su resistencia, su vocación» como escribe Didi-Huberman (2009, p. 55) sobre los primeros planos de Pasolini. Gracias a su parentesco con uno de los más importantes políticos y poetas de Cuba, su tío Nicolás Guillén, el ICAIC dio una segunda opor-

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tunidad a Guillén Landrián, encargándole un trabajo para la sección de Documentales científico populares. Estos eran parte de un proyecto llamado Enciclopedia popular producido en cooperación con el Ministerio de Educación y el Ministerio de las Fuerzas Armadas: Coffea Arábiga tendría como función informar a los campesinos sobre cómo trabajar las plantaciones, las enfermedades de la planta, el cuidado del cultivo, colecta, etc., el documental sería una pieza llave del plan cafetalero de creación de plantaciones en el Cordón de La Habana. «Si ayer fue heroico combatir en la sierra y en el llano, hoy es heroico transformar la agricultura», dice uno de los intertítulos mostrados en el filme. Pero como indica Mariana Martins Villaça lo único que tiene de científico de ese documental fue el título que pertenece al nombre de un tipo de café. El filme es un collage donde también aparecían imágenes de prácticas religiosas afrocubanas que no estaban bien vistas por el régimen; sobre todo parodiaba el estilo pedagógico de los boletines oficiales cuya función era enseñar al pueblo; Un ejemplo sería como Guillén Landrián entrelaza partes del filme muy experimentales con otros donde una burocrática voz daba una información técnica para la siembra del café al tiempo que retrata campesinos desganados. Coffea Arábiga contenía una gran dosis de ambigüedad, fue considerado una burla especialmente en el momento que el proyecto del plan cafetero fracasó. Molestó especialmente el uso de la canción de The Beatles –música colonialista y subversiva–, The Fool on the Hill, que se superponía a unas imágenes de la plaza de la Revolución llena de gente esperando la

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llegada de Fidel. Esta canción fue una de las razones que se argumentaron para la censura de la película que solo fue proyectada al público tras la muerte de Guillén Landrián en 2003. Este fue expulsado del ICAIC definitivamente en 1973 por diversionismo ideológico, y conducta anti-social y vivió precariamente en Miami hasta su muerte. El último trabajo que voy a comentar es de Geraldo Sarno y se titula Casa-Grande & Senzala, es un retrato de Brasil pero también de uno de sus más importantes ideólogos, Gilberto Freyre quien había escrito en los años 30 su gran obra maestra titulada Casa-Grande & Senzala. Este libro publicado en 1933 no solo explicaba la historia colonial de Brasil sino que además generó uno de los conceptos más importantes del siglo xx, la «democracia racial». Si bien esta ha sido ya ampliamente criticada desde los grupos activistas afrobrasileños por ser un término que expone un equilibrio de poder colonial que encubre desigualdades, hoy en día es un texto fundamental que todavía goza de gran legitimidad y una de las piezas fundamentales que define los discursos de identidad brasileña. Si no hay ningún texto sobre este trabajo de Sarno puede ser por su ambivalencia; sin embargo, esa falta de definición enriquece aún más la obra. La película comienza con el plano medio de Freyre frente a la CasaGrande y la Capilla del ingenio de Massangana, donde fue criado Joaquim Nabuco, uno de los fundadores de la Academia Brasileña de letras. Su voz en off argumenta simpáticamente que su obra fue pionera no solo en Brasil sino en el mundo entero: el trabajo de un genio. Seguidamente Sarno compone citas del libro con imágenes rodadas en espacios brasileños, antiguas haciendas, casas-museo de los colonos, las iglesias, fotografías, grabados históricos. Comienza explicando cómo la historia de un país debe tomar

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como punto de partida la intimidad familiar. Poco a poco, y siempre a través de las citas del libro, fue explicando la estructura social colonial brasileña donde los esclavos mantenían la forma de producción principal del país, el azúcar y el café. El verdadero dueño de Brasil era el señor (feudal) de la Casa Grande, mucho antes que la propia iglesia o la corona portuguesa. Los momentos más importantes aparecen cuando Sarno escoge las partes del libro donde Freyre habla de las relaciones sadomasoquistas entre los señores y sus oprimidos, tanto sus esposas como las esclavas que, como indica, «no siempre eran confraternizantes en el gozo». No es nada insignificante el hecho de que Freyre no mencionaba la palabra violación: aunque eximió de culpa a los negros y los indios muestra que desde al sadismo del señor había un masoquismo «correspondiente» del lado de los oprimidos. Tras ello Sarno escoge las consecutivas citas de Casa-Grande & Senzala que trasladan ese pacto dolor/placer al gobierno brasileño de los años treinta: pues el pueblo brasileño hereda ese masoquismo hacia un poder redentor que exige sacrificios de vida o libertad personal, sin cuestionarlos. Antes de proponer una reforma prevalece el gusto por sufrir, ser víctima y sacrificarse –afirmaciones que parecen la base de muchos de los guiones del propio Rocha–; y es por ello que el equilibrio entre realidades tradicionales contradictorias se mantiene, «sadistas y masoquistas, señores y esclavos, doctores y analfabetos, individuos de cultura europeos y otros principalmente de cultura africana e indígena»… Algo interesante es cómo Sarno, a través de Freyre, muestra cómo las relaciones de poder pertenecen antes al campo del deseo que al de la ideología. Irracional y compulsivo, ese deseo ordena nuestras relaciones sociales. Didi-Huberman retoma las palabras de Giorgio Agamben para hablar de Salò o le 120 giornate di

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Sodoma (Saló o los 120 días de Sodoma, 1975) de Pasolini: «[…] la única anarquía verdadera es la del poder». (Agamben, 2008, p. 108) Ciertamente Freyre estaba culpando indirectamente al pueblo de inmadurez, ignorancia y connivencia con los opresores –como lo haría un «masoca»–, ayudando así a mantener esas estructuras de poder. En realidad estaba hablando de cómo el oprimido termina por identificarse con los valores del opresor. Sin duda, cuando Sarno está realizando esta selección de citas que apuntan a la cuestión sadomasoquista estaba hablando de la dictadura brasileña de los años 70 que en un primer momento prohibió la proyección del filme. Pero lo interesante de la película es que lo que un principio era un retrato de Brasil termina por ser un retrato del propio Gilberto Freyre, quien en la última escena pasea delante de su mansión Apipucos hablando de cómo, tras terminar su libro –también «dolorosamente escrito»–, sus amigos realizaron una gran fiesta en la que aparecían disfrazados de señor, indio o esclavo. Si algo no hizo Freyre fue cuestionar ese equilibrio de poderes, sino más bien celebrarlo como muestra en esta última parte. Por ello no es sorprendente que tanto el gobierno de Getúlio Vargas como el de la dictadura de los años sesenta y setenta tomasen los argumentos de Freyre como articuladores de sus discursos de poder. Como demuestra Renato Ortiz (1994), hay una diferencia fundamental entre la obra de Freyre y la de otros historiadores relevantes que desarrollan importantes y pioneros estudios sobre Brasil justo en esa misma época. Por una parte Sérgio Buarque de Holanda que escribe Raízes do Brasil (Raíces del Brasil) en 1936, por otra Caio da Silva Prado Jr. que publica en 1933 Evolução política do Brasil. Ambas nacen en el seno de la Univer-

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sidad de São Paulo en sus primeros esfuerzos por realizar una teoría del Brasil diferente, mientras que la obra de Freyre representó más bien una continuidad con los antiguos Institutos de Geografía e Historia, aquellos vinculados a la consolidación de ciencias racistas durante el siglo xix. Y son los ideólogos de estos institutos los que formaban parte del equipo del Consejo Cultural de la dictadura de 1964 del presidente Humberto de Alencar Castelo Branco. Por una parte se retoma el mestizaje de Freyre como directriz para definir la identidad brasileña. Pero, por otra, si bien el concepto forma parte de cuestiones raciales, ahora se va a retomar para conceptualizarse como unidad nacional ante la heterogeneidad y diversidad cultural (Pécaut, 1990), una vez más sin cuestionarla, sino diferenciando el lugar de cada uno (Da Matta, 1987) y naturalizando las diferencias sociales como si la desigualdad fuese una cuestión cultural. Todos estos filmes realizados en los setenta anticipan determinados debates sobre la escritura de la historia (De Certeau, 2006), discusiones acerca de cómo se interroga el propio aparato del saber y el lugar de la institución histórica, sobre lo que oculta la mirada del investigador y el tipo de conexión que se trata de generar con el momento presente. Espero haber mostrado cómo estas películas hablan de su presente trabajando desde las relaciones de poder que son resultado de la colonialidad, ocultada por los discursos nacionales, tanto de derecha como de izquierda y cómo a través de esta noción, la colonialidad, se puede generar un corte, un tajo que interrumpa la historia conocida y nos ayude a crear nuevas narrativas que nos proporcionen herramientas discursivas para pensar su latencia en el presente29.

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29  Mis agradecimientos a Pablo Martínez, Jaime Vindel, María José Clavo, Mariana Martins Villaça y Rafael Sánchez Mateos por sus valiosos comentarios que han sido claves para cerrar mi argumento.

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EL MUSEO COMO MIRADA Y COMO RELATO Natalia Ruiz Martínez Incluso si ya en el mundo clásico hubo propuestas para crear pinacotecas o si en términos objetivos el museo más antiguo es el Ashmolean de Oxford (1683), la historia de la museología suele empezarse con el Museo del Louvre. Lo cierto es que, por más que a lo largo del siglo xviii se abrieran algunos museos como la Galería de los Uffizi o el British Museum, las particulares características en que se inauguró el Louvre en 1793 lo convirtieron en el paradigma a la hora de transformar antiguas colecciones reales en museos estatales de acceso público1 y desde el primer momento sus galerías se poblaron de copistas y visitantes. Aunque poco después se abrirían más museos cuyas obras habían sido propiedad de reyes y aristócratas (como el Museo del Prado), el Louvre, que se configuró como tal museo por un Hubert Robert, La gran galería del Louvre, 1796. decreto del gobierno revolucionario,

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1  Sobre la diferencia sustancial de concepto que marca la apertura del Museo del Louvre frente al British Museum, véase Déotte (1994, p. 70).

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comenzó su andadura bajo el entonces novedoso concepto de patrimonio nacional. En medio de la convulsa situación que se vivía en Francia, se empezó a fraguar la idea que permitió que esos bienes confiscados a la nobleza o a la Iglesia pasaran a verse como propiedad de todos, si bien tardaría mucho en definirse tanto la función del museo como la regulación del patrimonio. Por otra parte, la creación de grandes museos en el siglo xix se desarrolló paralelamente a la configuración de la historia del arte como tal disciplina y al invento y perfeccionamiento de la fotografía. No es aventurado apuntar una relación entre estos aspectos, por mucho que no obedecieran exactamente a las mismas causas. El museo era visto no solo como contenedor sino también como centro de estudio y de exhibición, allí se mostraban ordenadamente las joyas artísticas acumuladas por las naciones (y los tesoros arrebatados a otros países). Al igual que los artistas, los viajeros y los curiosos, los historiadores pudieron por fin acceder con facilidad a lo que habían sido posesiones privadas. Cuando las reproducciones fotográficas mejoraron su calidad incluso uno podía hacerse idea de cómo eran las obras sin necesidad de viajar: después de siglos reduciendo cuadros y frescos a grabados o dibujos, una foto, por más que fuera en blanco y negro, daba mucha información sobre una obra y esta circulación de imágenes permitiría que se expandiera la enseñanza de la historia del arte2. La fotografía dio pie a libros de arte bellamente editados y también contribuyó a la propia aceleración de la historia del arte: la sucesión de

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2  Sobre el papel de las reproducciones fotográficas en la enseñanza del arte véase el capítulo de Aurora Fernández Polanco Nuestras imágenes: breve genealogía de un conflicto disciplinar.

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movimientos de vanguardia, las rápidas adhesiones y el carácter internacional de ciertas formas en buena parte se explican por la expansión de las revistas ilustradas. Poco a poco se fueron perfilando los criterios que debían organizar los museos, se crearon organismos nacionales e internacionales y se tomó conciencia de su importancia para conservar, exponer, investigar y difundir el patrimonio artístico3. Por un lado, el efecto devastador de las guerras mundiales había hecho que se prestara más atención a la conservación de las obras y, por otro, la evolución técnica y científica llevó a que esta fuera cada vez más rigurosa. Al tiempo, se trató de acercar el museo a los ciudadanos, se favoreció la divulgación del arte y empezó a surgir el formato de gran exposición, en un principio para dar a conocer obras de arte de otros lugares, aunque rápidamente esta idea fue absorbida como pieza clave de la industria cultural. Cuando se generalizó el uso del vídeo también se integró en las formas de reproducción artística: uno ya no solo se llevaba postales de los museos sino visitas virtuales por sus salas. Esta forma de recorrido virtual ha ido de simples vídeos divulgativos a creaciones de artistas que inauguran un nuevo tipo de museo (soñado, crítico, el museo como diario o como homenaje) tal y como ejemplifican las Histoire(s) du cinéma (1988-98) de Jean-

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3  En este sentido, la definición que figura en los estatutos del ICOM (Consejo Internacional de Museos) es la siguiente: «El museo es una institución permanente, sin fines lucrativos, al servicio de la sociedad y su desarrollo, abierta al público, y que realiza investigaciones que conciernen a los testimonios materiales del hombre y del medio ambiente, los adquiere, los conserva, los comunica y especialmente los expone con fines de estudio, de educación y de delectación» (Rivière, 1993, p. 103).

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Luc Godard, Russkiy kovcheg (El arca rusa, 2002) de Aleksandr Sokúrov, o Une visite au Louvre (Una visita al Louvre, 2004) de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet4. En la era de la imagen digital, internet y las cámaras en los móviles, el uso de las imágenes de las obras se ha multiplicado exponencialmente. De sencillos CD-ROM o DVD se ha pasado a páginas web con vídeos e imágenes de alta resolución. Allá donde esté permitido cualquiera puede hacer fotos con las que constatar su paso por el museo e incluso relatar su visita a un público amplio en las redes sociales o escribiendo un blog. De hecho, las propias instituciones han generado los medios para presentar la información adaptada a los nuevos formatos: desde la Nintendo del Louvre a distintas aplicaciones para iPhone como las que ofrece el Museo del Prado. Llegados a este punto, lo que resulta extraño es que ese mismo visitante que en el museo puede comprar una audioguía o videoguía o leer distintos tipos de códigos con su smartphone, se encuentra con que la contemplación de las obras (de la materia de las obras) cada vez se dificulta más. En parte esto se debe a la masificación y el turismo cultural, como decía Daniel Arasse:

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El problema es que a fuerza de hacer visibles el mayor número de cuadros posible, resulta que cada vez los vemos menos. Y esto por dos razones principales. La primera es que las exposiciones se hacen para atraer a la mayor cantidad de gente posible, cosa normal ya que la pintura es un patrimonio común y 4  Sobre estas películas y su relación con el museo puede verse una referencia más detallada en El museo en el cine en Arnaldo (ed., 2013, pp. 25-36).

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así el museo desempeña su papel de educador [...] Pero a esta intención se une la de la rentabilidad cultural. Una exposición no sólo no debe perder dinero sino recaudarlo [...] con lo que se admite demasiada gente al mismo tiempo. (Arasse, 2004, pp. 172-173)

En este sentido, resulta frustrante cuando después de hacer cola para entrar a una exposición se llega a las salas y están abarrotadas, como si no existieran medios para controlar la afluencia. Los aforos se calculan sobre la capacidad inicial de las salas y no a partir del espacio compartimentado del montaje. En ciertos museos y monumentos con una gran superficie la admisión masiva de público puede llegar a absorberse, pero en espacios más pequeños y concretos el abarrotamiento hace que uno dude de qué ha conseguido ver. Y eso, en unos tiempos donde el número de entradas vendidas a la hora está perfectamente controlado, no parece un accidente (especialmente en recintos donde se recomienda la reserva anticipada, desde la Galería de los Uffizi a las exposiciones del Centro Pompidou). Lamentablemente, el término medio no suele darse y ya no se sabe si es mejor la imagen de las grandes colas o el desolador vacío de las salas de algunos museos antes concurridos. En lo que respecta a este país, la crisis económica ha acarreado terribles recortes en el ámbito cultural, que algunas instituciones han decidido paliar subiendo cada vez más los precios de entrada. Cabría plantearse si al hacer esto los gestores pertinentes han recordado el hecho de que el mayor peso de los recortes de la crisis está recayendo sobre las clases medias y bajas, y que para muchas personas un determinado precio de entrada constituye motivo de renuncia a ampliar sus intereses culturales.

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En algunos de los museos, que no en todos, se ofrecen franjas horarias de entrada gratuita, pero, obviamente, mucha gente no puede ir en esas horas. Teniendo en cuenta los gastos múltiples y variados que tiene un museo, hay otras cosas que se pueden reducir antes de dificultar el acceso al público. Aunque con distintos estilos, casi todos los grandes museos han desplegado amplias y modernizadas webs, lo cual permite acceder a mucha y variada información antes de la visita. Pero esto, claro está, adquiere su pleno sentido cuando también se facilita dicha visita, porque la información virtual no suple la contemplación directa. Actualmente, al problema de la dificultad física para llegar hasta las obras (masificación, precios) se añade que no siempre se hacen accesibles los criterios con que son expuestas. Según se fue haciendo habitual la organización de grandes exposiciones temporales, estas fueron pasando de la tendencia a ser monografías sobre artistas o estilos a concepciones más particulares. En cierto modo, se asume que una exposición puede plantearse como un ensayo dado que por su tamaño, su carácter temporal y la posibilidad de préstamos de obras, da pie a disponer las obras en función de un discurso más personal que lo que se puede hacer con una colección permanente. En un principio el problema fue el desarrollo de la «exposición-espectáculo», algo que también se debía al papel central que juegan las exposiciones en la industria cultural: las exposiciones son muy caras, mucho, debido principalmente a lo que cuestan los seguros, pero también mueven mucho dinero (entradas, merchandising, catálogos), así que se procuró que fueran vistosas y resultaran rentables. Como señalaba Daniel Arasse:

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Vemos cada vez menos porque cada vez hay más gente y también porque tanto en museos como en exposiciones, mostrar la pintura y la escultura ha pasado a ser hacer teatro en torno a las obras de arte, dedicarse a la escenografía. [...] Lo realmente catastrófico es la especie de difusión de un tipo de puesta en escena que viene de la revista FMR [...] Hay quien pensó que sería una buena idea, elegante e inteligente, presentar las obras en color sobre un fondo negro, con proyectores que aíslan el cuadro. El resultado de este tipo de escenografías visuales en atmósferas sombrías es que invitan no a ver los cuadros sino que se vaya a rendir culto a la exposición de los cuadros. Una de las trampas de este género de exposición es que se pasa del valor de exposición de la obra al valor de culto de la exposición. (Arasse, 2004, pp. 172-174)

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En los últimos tiempos, el valor de culto de la exposición parece estar derivando hacia la puesta en valor de quien la organiza, el culto al comisario y la originalidad de sus ideas. Sin dejar de considerar que una exposición necesita de unos principios rectores que aúnen rigor y novedad, resulta preocupante que a veces se le dé más importancia a este factor que a las obras que aparentemente se quieren mostrar. Por poner un ejemplo, aunque hay otros, en la reciente exposición La invención concreta (2013) en el MNCARS, a la entrada había un pequeño texto introductorio y un código QR para descargarse los criterios curatoriales de la exposición. No se hablaba ni de los artistas ni de las obras expuestas sino de las reflexiones de los comisarios. Admitiendo que esto es del interés de muchos, puede que el lugar para explicarlo fuera un libro de ensayo o un capítulo del catálogo.

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Quizá en una exposición sean importantes las obras y no que estas sirvan bien a un discurso. Quizá las opiniones, decisiones, motivaciones de los artistas también deberían tener un lugar en este entramado. Asimismo se agradecería que los criterios curatoriales fueran claros para el público, que bastara una serie de paneles en las salas para entender por qué esas obras están ahí colocadas de esa manera en vez de tener que centrarse en descifrar las ideas del comisario. También sería importante que se cuidara la redacción de esos textos, que se utilizara un lenguaje directo y unos datos concisos: si la teoría es que las exposiciones son para acercar al público obras o aspectos particulares del arte, habría que tratar de trabajar para ello. Pero muchas veces la impresión es que en la práctica no es así, que se van cerrando recorridos, conceptos y textos al círculo especializado (críticos, historiadores, galeristas, artistas y entendidos) que, siendo optimistas, será un cinco por ciento de la población5. Luego llegan las columnas de opinión y los artículos criticando las exposiciones de masas, deplorando que a la gente le siga gustando el arte figurativo o le despierten curiosidad los nombres

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5  Este problema de a quién se dirigen las exposiciones y los museos es cuestionado de manera muy interesante en el libro Museología crítica (Santacana Mestre y Hernández Cardona, 2006). En él se plantea que a veces da la sensación de que «los museos se diseñan, se construyen y se ponen en funcionamiento para un colectivo selecto y exquisito de personas que son las únicas capaces de gozar de sus contenidos y piezas. Si este pequeño colectivo valora el museo o acude a él en alguna ocasión, la intervención está perfectamente justificada. La visita de miles de ciudadanos a algunas exposiciones se considera que se debe a la publicidad, o bien simplemente a que se trata de exposiciones en las cuales hay muchas concesiones al vulgo; en este caso la museografía huele a “parque temático”, y dicha esta frase ya se considera que el conjunto está descalificado» (p. 290).

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famosos... pero lo cierto es que tampoco se ayuda a que el público general amplíe sus gustos, aparte de que esté en su derecho a que sean los suyos. Este triunfo del comisario, parecido al triunfo del director de escena en la ópera hace unos años, recuerda vagamente a ciertos aspectos de El crítico como artista de Oscar Wilde. Sin embargo, hay que reconocer que Wilde al tiempo que adoptaba el aire de entendido elitista, aceptaba el reto de ser juzgado a diario por su obra como escritor (tristemente el juicio real fue por su vida personal, cosa muy diferente). En cambio, el papel de crítico-artista o comisario-artista es comparativamente poco arriesgado, ya que a lo sumo habrá de soportar algún comentario de un estricto ámbito especializado, pero no verá ni su nombre ni sus realizaciones sometidos al juicio del público y del mercado, como sí les sucede a los artistas. En todo caso, el carácter temporal de las exposiciones hace que el acierto o desacierto de las mismas sea efímero y tenga un efecto relativo. Mucho más preocupante es la tendencia cada vez más frecuente a reestructurar colecciones permanentes. Aunque en algunos museos esto se impone como una necesidad, las reestructuraciones no siempre se hacen siguiendo criterios evidentes: los nuevos ordenamientos obedecen a términos conceptuales o decisiones simplemente prácticas de colocación y, como resultado, los museos van difuminando su labor educativa para convertirse bien en exhibiciones para especialistas bien en meros muestrarios de obras. Ahora que existe una infinidad de medios de reproducción de imágenes para hablar como se quiera de las obras, no se entiende muy bien por qué hay que usar las obras mismas para elaborar ensayos personales, sobre todo cuando, en el caso de los museos nacionales, las obras en cuestión

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son patrimonio de todos los ciudadanos, se conservan gracias a sus impuestos, y deberían ser accesibles para todos. Cuando uno se encuentra con que los conceptos del reordenamiento ni siquiera aparecen abiertamente explicados en sala se llega a la paradoja de que para salir de las denostadas estructuras tradicionales resulta que se presenta un discurso o colocación personal que solo los especialistas van a poder admirar o desmontar para crearse una idea propia. El público no especializado entenderá o no ese nuevo discurso, pero se le dificulta notoriamente articular un discurso propio ya que previamente tendrá que descubrir por qué se le muestran las cosas así. Afortunadamente, en los últimos tiempos se ha multiplicado la labor didáctica y de mediación en los museos6. Pero habría que recordar que el mediador cultural es eso, un mediador, un interlocutor que ayuda a establecer un diálogo entre las obras y el público, alguien que puede ofrecer más información sobre diversos aspectos, pero no tendría por qué ser un médium destinado a introducirnos en los herméticos criterios de exposición. En toda esta cuestión subyace un cierto pavor a la idea de museo tradicional7. Sin duda, ya quedan lejos aquellos primeros museos con aspecto

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6  Se trata de un esfuerzo importante, que, aunque no se da en todos los espacios de exposición, trata de romper con la anterior costumbre de que «en las exposiciones temporales de la mayoría de los museos de arte, y en especial de arte contemporáneo, se excluye todo proceso de explicación, interpretación y manipulación por parte del público. Como “el arte ya habla por sí solo”, no es necesario atender a si el público visitante lo entiende». (Santacana Mestre y Hernández Cardona, 2006, p. 288). 7  En cuanto a cómo se plantea el ordenamiento de los museos y las diferencias entre «museo tradicional» y museo moderno véase Zunzunegui (1990, pp. 59-93).

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de almacenes interminables donde era casi imposible ver las obras, pero quedan otros problemas añadidos. Por un lado estaría la cuestión de la procedencia de las obras: algunos países enriquecieron sus museos con una colección arqueológica conseguida e incluso exhibida como parte de la política colonial, sin olvidar el espinoso tema de los objetos de arte rapiñados como trofeos de guerra. En cuanto a lo que ha de hacerse con las obras es un problema de difícil solución que pasa por complejas operaciones diplomáticas y en el que probablemente los historiadores del arte podamos hacer poco, aunque sí se puede hacer mucho enseñando directamente historia. Pero el aspecto que más parece preocupar ahora es salirse del antiguo ordenamiento por estilos y escuelas. Durante mucho tiempo prevaleció una explicación de la historia del arte como sucesión ordenada de estilos en la que subyacía una concepción digamos hegeliana de la historia: los estilos se sucedían en evolución hacia un progreso, luego se sobreentendía que el siguiente era mejor que el anterior. Rebatir estos términos era cosa bastante fácil, primero porque salvo en los esquemas sobre el papel los estilos nunca han ido uno detrás de otro, rara vez se da la manifestación pura de las supuestas características que definen un estilo y, en último término, porque los estilos son diferentes, ni mejores ni peores. Además, parece olvidarse que la idea de progresión ya se rebatió hace mucho tiempo, desde las relaciones formales en el tiempo del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg al concepto de «voluntad artística» de Alois Riegl8.

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8  Aunque es un tema más complejo de desarrollar, en lo que aquí nos atañe, la idea de «voluntad artística» sirvió para evitar restauraciones «imitando» otros estilos y para tratar de hacer entender aspectos como que el arte romano de la etapa bajo imperial o el primer

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Gran Galería del Louvre de Lens.

EDITORIAL Si a fin de cuentas es algo que ya hace tanto fue discutido, ¿cuál es el problema del recorrido cronológico? A estas alturas no debería confundirse sucesión temporal con discurso dominante. De hecho uno de los museos más nuevos y exitoso, la sucursal del Louvre en Lens, ha retomado esta idea, eso sí despojada de toda connotación de evolución. Frente al debate encendido que causó el anuncio de que el Louvre vendía su marca y cedía piezas para exhibirlas en una nueva sucursal en Abu Dabi9, el Louvre de Lens, quitando el trastorno ocasionado a algunos turistas que solo tienen tiempo para ver París y no para desplazarse a otros lugares, ha tenido una enorme aceptación. La idea es muy sencilla, una enorme galería (que sí, que recuerda a las grandes galerías de los museos tradicionales)

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arte medieval no es que fueran «peores» que el arte clásico canónico sino que obedecían a otros intereses que, como consecuencia, generaban otras formas. 9  Como ejemplo de la fuerte polémica que se desató en la prensa y los foros franceses puede señalarse el libro de Jean Clair Malaise dans les musées (2007) que casi por completo se dedica a cuestionar esta decisión del Louvre y lo que ello supone para este museo.

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con piezas de diferentes lugares y estilos que se van distribuyendo con un ordenamiento diáfano tanto en lo espacial (más espacio y mejor iluminación que en el propio Louvre parisino) como en lo temporal. Cuando a día de hoy los estudios obligatorios de historia y de historia del arte en la enseñanza obligatoria cada vez se reducen más, introducir un orden temporal ayuda mucho al público a establecer una relación con las piezas que están expuestas, le facilita conectarlo a sus propios conocimientos; y esto se debe también en parte a que a lo largo de la historia los artistas muchas veces han establecido relaciones, bien de influencia bien de ruptura, con lo que había antes y alrededor de ellos. Este planteamiento de claridad en el criterio expositivo (ya sea por un orden en el tiempo o en el espacio, ya sea por un concepto o relato bien explicado) no tiene necesariamente que ver con «la historia de siempre»: los microrrelatos y la infinidad de historias secundarias que quedan por contar también se pueden mostrar de forma más accesible10, posibilitando no solo que el público tenga una visión más amplia de la historia del arte sino también que pueda construir su propio discurso.

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10  Un ejemplo reciente de lo que quiero indicar sería la exposición Escenarios del cuerpo. La metamorfosis de Loïe Fuller (2014) en La Casa Encendida en Madrid. La exposición nos habla de la actividad pluridisciplinar de Loïe Fuller, apenas conocida por el público general y casi exclusivamente por haber sido una bailarina que inspiró a diferentes artistas en torno a 1900. Su trayectoria, que puede considerarse como una de las muchas historias transversales al tradicional relato de cómo fue el cambio de siglo, aparece claramente explicada según se entra en la primera sala. La precisión de la información y la puesta en valor de esta sorprendente creadora se integran en un montaje moderno que, sin descuidar el aspecto estético, está en perfecta relación con lo que se quiere enseñar y, además, se incluye una obra contemporánea que subraya aún más su relación con el presente.

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Bibliografía Arasse, D. (2004). Histoires de peintures. París: Denoël. Arnaldo, J. (ed.) (2013). Modelo Museo. El coleccionismo en la creación contemporánea. Granada: Editorial Universidad de Granada. Clair, J. (2007). Malaise dans les musées. París, Flammarion. Déotte, J.-L. (1994). Oubliez! Les Ruines, l’Europe, le Musée. París : L’Harmattan. Rivière, G. H. (1993). La museología. Curso de museología. Textos y testimonios. Madrid: Akal. Santacana Mestre, J. y Hernández Cardona, F. X. (2006). Museología crítica. Gijón: Trea. Zunzunegui, S. (1990). Metamorfosis de la mirada. El museo como espacio del sentido. Sevilla: Alfar.

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CURADURÍAS, MONTAJES, IN-DISCIPLINAS Diana B. Wechsler

Presupuestos para un ejercicio curatorial

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Este texto recoge el propósito –en el que centré trabajos anteriores– de «pensar con imágenes», en busca de situar esta presentación en serie con ellos y, a la vez, para ubicarlo entre otros textos, en diálogo, y en convergencia con otros autores. Así mismo, se propone revisar las narraciones canónicas abriendo otras preguntas capaces de iluminar zonas desatendidas de nuestro pasado y presente, una empresa que forma parte de mi objeto de investigación y curaduría y que, por esa razón, deseo introducir aquí a través de un breve itinerario de lecturas y reflexiones. Frente a una historia narrada por períodos, de manera más o menos lineal, Warburg (2010, p. 3), en su Atlas Mnemosyne, propuso aprovechar «la función polar, propia de la creación artística, entre la fantasía vibrante y la razón apaciguadora en toda la amplitud de la posible interpretación documentada de la producción de imágenes». A partir de este principio, que atribuye a las imágenes una propiedad anticaótica al ofrecer a través de sus procesos selectivos ordenaciones diversas de lo real, organizó su Atlas, un vastísimo repertorio de imágenes que desde un presente dado buscan sus referentes en imágenes preexistentes.

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Los ejercicios curatoriales que he desarrollado en los últimos años están pensados con el método warburguiano en el horizonte, aunque también con las lecturas procedentes de los estudios visuales y otras voces de la historiografía artística y cultural. Se sostiene que es posible hacer una aproximación a las imágenes desde algunos Bildatlas que se van construyendo por asociación. Ellos estarían operando en el horizonte visual de nuestro mundo cultural y, por ende, dialogarían o se imprimirían en la base de las obras contemporáneas1. Es esta una de las perspectivas desde las que trabajar abriendo nuevos caminos más allá de las ordenaciones tradicionales por movimientos, signados por fuertes marcas cronológicas, en las que el tiempo parecería ser uniforme. Por su parte, Didi-Huberman (2006), al pensar los límites de la disciplina histórico-artística, se pregunta «para qué sirve la historia del arte?». A lo que responde rápidamente que «para muy poco, si ella se satisface con clasificar sabiamente objetos ya conocidos». Sin embargo, agrega, sirve «para mucho más si consigue colocar el saber en el centro de su problemática y tornar esa problemática [...] una forma nueva de saber y así mismo de acción» (p. 12). También retoma a Warburg, construye nuevos mapas de imágenes y revisa la cuestión de las temporalidades que conviven en los

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1  Este trabajo abrevia, dialoga, recoge las preocupaciones que he planteado en ensayos anteriores y, en algunos casos, revisa un amplio repertorio de textos de diversa procedencia; citaré aquí solo algunos que se pueden intuir como las referencias más destacadas: Warburg (2010), Eco (2009), Burucúa (2002) y Ginzburg (1994), a quienes sumo Berger (1987), Crow (2008), Grüner (2001), Huyssen (2001), Didi-Huberman (2006), Benjamin (2007), Said (1996), Van Alphen (2005) y los trabajos reunidos por Fernández Polanco y Larrañaga en La distancia y la huella, entre otros.

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distintos presentes, lo que le conduce a desarrollar conceptos desestructurantes como el de los anacronismos. Una noción que resulta productiva para la práctica curatorial ya que se presenta como una estrategia para la subversión de los relatos instituidos, como un aporte para la iluminación de sentidos, como un gesto liberador de miradas, capaz de instalar la posibilidad de la polifonía y con ella invitar al espectador/lector –ya se trate de una puesta en sala o una puesta en página–, a asumir su propio gesto curatorial, desactivándose así las alternativas de lecturas únicas o fuertemente dirigidas. Por esta razón, considero que cada proyecto curatorial de estas características puede ser pensado como un ejercicio o ensayo, ya que cada uno de ellos parte de distintas hipótesis y aspira a activar diversas posibilidades de lectura presentes en las combinaciones múltiples que ofrece el conjunto de obras de una colección (o de varias, según el caso), poniendo en valor además el hecho de que cada obra es portadora de una historia que merece ser contemplada, más allá del montaje elegido, que tenderá seguramente a privilegiar unos aspectos sobre otros. Sin embargo, esto no inhibe la posibilidad de que en una muestra en la que se plantea una relación dada entre las piezas que la integran, el espectador/lector pueda ensayar otras relaciones y con ellas activar otras dimensiones de la historia de las obras. Por otra parte, la puesta de las obras en el espacio supone un estímulo para el espectador, demandándole posturas distintas de aquellas a las que apela en el momento de hojear un libro, incluso el mismo que se produce para la exposición. En la sala existe la alternativa de la simultaneidad, la posibilidad de ver de un golpe de vista el conjunto y luego, en otra instancia, desagregar cada una de las piezas para volver a ver, con la impronta precedente

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del impacto de la primera mirada, la suma, así como las relaciones que se activan de manera diversa entre ellas. La demanda sensible no solo estará dirigida a la mirada sino también al movimiento del cuerpo, su traslación en el espacio, el avanzar, detenerse, darse la vuelta, acercarse y alejarse, mirar en diagonal, en fin, desarrollar una serie de acciones que dibujan líneas en el espacio, trazan vectores con los que el que mira construye significados y elabora narraciones con las obras, con la propuesta del curador y en el espacio. Es esta condición la que permite o invita a develar otros significados ya que, insisto, es con y en el montaje propuesto donde se da para el público la acción de pensar con las imágenes, de manera que es responsabilidad del curador el plantear un tipo de relato abierto, expandido en cada pieza, que potencie sus sentidos latentes dejándolos disponibles para el itinerario elegido por cada espectador. Así, el ejercicio curatorial in-disciplinado que voy trazando en cada ensayo curatorial que desarrollo consiste en poner en el espacio, y establecer en el texto del catálogo que lo acompaña, algunos diálogos posibles entre las obras, liberando al espectador para que, a partir de estos, establezca los propios, confiando tanto en sus capacidades como en las de las piezas reunidas en la exposición. Retomemos el recorrido de lecturas. Acordamos con Fernández Polanco (2010a), que «no se trata de leer la imagen sino de encaminarnos con ella a la legibilidad», de atravesar su superficie. Nuevamente se reactiva el método warburguiano y se suma a Bal (2009, p. 368), que avanza sobre las imágenes y la relación a establecer con ellas planteando «extender la subjetividad al objeto (las obras), [...] con el cual se performa el conocimiento». Y vuelvo a Fernández Polanco (2010b) para afirmar con ella que «compartiendo este método de «pensar con imágenes» nos movemos en

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un especial régimen cognitivo, no demasiado admitido en las prácticas académicas habituales más acostumbradas a la cita o ilustración de discursos». En el giro que proponemos, «todo ocurre en el «entre» de esas imágenes». Es allí donde se pone en acción la mirada, las asociaciones, se construyen vectores nuevos, se activa la posibilidad de variadas reescrituras, se iluminan diversas historias. En este sentido me interesa agregar aquí las aportaciones de Therese Kaufmann (2011) cuando lee a Simon Sheikh y señala, situando(nos) dentro del capitalismo cognitivo, la necesidad de reivindicar la distinción entre conocimiento y pensamiento. «El primero –dice la autora– estaría caracterizado por prácticas normativas y disciplinas, mientras que el concepto de pensamiento remite a lo no disciplinario, a las posibilidades de contraponer algo a la normatividad», por lo que requiere de un espacio propio. Desde esta posición se desafía el lugar del arte, tanto en sus instancias de producción como en las de las reflexiones que se despliegan con y a partir de él, invitando a unos y otros a la in-disciplina. «Tenemos que avanzar más allá de la producción de conocimiento –sostiene citando a Sheikh– hacia lo que podemos denominar espacios de pensamiento» (Sheikh, 2009, p. 30). Pero ¿qué entiende por pensar? Justamente, pensar está ligado a la capacidad de transitar otros caminos, saltar los bordes, establecer otras redes no previstas dentro del canon, abriendo paso a cuestionamientos que sean capaces a su vez de abrir otros. Por estas vías es posible hacer una crítica del conocimiento que revise su forma mercancía tanto como su condición disciplinaria, dado que una y otra lo limitan. Por otra parte, se subraya el potencial emancipatorio ligado al concepto de conocimiento, a la vez que se lo problematiza ya que: «el conocimiento es algo

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que «restringe, que inscribe en una tradición, en determinados parámetros de lo posible». De esta suerte, se produce en todo momento una serie de descartes respecto a las posibilidades de pensamiento y de imaginación» (Sheikh, 2009, p. 32), y esto involucra tanto al plano de lo artístico, como a lo cultural, lo social y lo político. Entonces, si acordamos con esta noción de conocimiento y también con la idea de que las obras de arte son portadoras de un potencial latente capaz de contribuir al pensar, es posible entender la práctica curatorial-investigadora como una alternativa para situar un espacio de pensamiento, ya que es en el juego con las imágenes, en su puesta en común a partir de distintas estrategias de montaje, en la forma en que unas apelan a las otras, que este territorio se constituye. Cada imagen reúne un sinnúmero de elementos significativos; con ellos construye sentidos, presenta aspectos de la realidad, ofrece alternativas para su configuración y su abordaje. Es por eso que resulta un interesante desafío la posibilidad de pensar con imágenes y revisar con ellas diferentes aspectos del pasado y del presente. Ya que, como afirmara Walter Benjamin (2007), «la manera en que el pasado recibe la impresión de una actualidad más reciente está dada por la imagen en la cual se halla comprendido». Esta sentencia, que alude al problema del tiempo histórico, y con él también al poder de las imágenes, sean estas del carácter que fueren, señala aspectos que están en la base del recorrido narrativo que aquí se propone: la escritura se activa con las obras elegidas, en tanto que el relato del pasado se encuentra en el presente que lo organiza. Porque un mismo presente puede referir a diversos pasados es que estas son historias entre otras posibles, construidas a partir de una serie de preguntas desde un presente también

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plural y complejo. Son historias escritas en el encuentro con las imágenes, con diversas miradas, que buscan recuperar en sus intersecciones aquellas dimensiones intensas y activas en las visualidades contemporáneas que proceden de un imaginario enriquecido por el tiempo y la memoria. La selección de obras que integran una colección suele exponer el encuentro de imágenes distantes en el tiempo, dando lugar a la convivencia de temporalidades diversas que ha de funcionar como una alerta capaz de activar sentidos nuevos y de conectar pasados, a su vez, con un presente dado. Es a partir de esta deriva de lecturas en el cruce con las variadas experiencias de aproximación sensible a las obras de artistas, técnicas y momentos varios, que realizo diferentes ensayos curatoriales animados centralmente por el propósito de establecer en cada muestra espacios de pensamiento, uno, entre otros posibles.

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Los Estudios Curatoriales Hasta aquí transitamos los principales parámetros desde los que propongo pensar y ejercer la práctica curatorial; avancemos ahora sobre la perspectiva de un espacio disciplinar en desarrollo, complementario con la práctica curatorial, como son los Estudios Curatoriales. En los últimos tiempos, la idea de «exposición permanente» se fue desvaneciendo. Los museos no solo incorporaron el sistema de muestras periódicas como parte de las estrategias de captación de públicos y de inclusión en los circuitos del turismo cultural, el ocio, la recreación y el espectáculo, sino que también eligieron rotar y repensar periódicamente sus propias colecciones relanzando cada nueva presentación de manera

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espectacular, tanto o más que cuando se trata de una exposición temporal. Las distintas maneras de concebir una misma colección, en los diversos modos de presentación elegidos en los sucesivos montajes planteados por los curadores de cada una de ellas, la proliferación de exposiciones temporales, itinerantes o no, que pueblan las agendas de museos, centros de arte, salas de exposiciones, así como la tradición trazada por exposiciones universales, internacionales, bienales, trienales y todo tipo de acontecimiento conmemorativo o de representación nacional dentro y fuera de sus propias fronteras, más las muestras monográficas, ensayísticas, de intervención en una coyuntura dada, de investigación, entre tantas otras opciones en uso, abren cantidad de preguntas acerca de los saberes, disposiciones, propósitos, políticas, que rondan estas prácticas, del interés por analizar pormenorizadamente los distintos tipo de exposiciones y las narraciones implicadas en ellas. Centrarnos en un caso puede ampliar esto que se viene planteando. Propongo situarnos en la Exposición Internacional que tuvo lugar en el marco de la 55ª Bienal de Venecia (2013) curada por Massimiliano Gioni bajo el título de Il Palazzo Enciclopedico (El Palacio Enciclopédico). El recorrido –aunque acotado– intentará reponer/desmontar las hipótesis del curador. Al iniciar la visita al montaje de la exposición de Gioni en Giardini, y luego en Arsenale, me propuse aceptar una de las tácitas invitaciones que están siempre presentes en una muestra: recorrerla e ir descubriendo las claves de la narración construida con la selección y el montaje singular de obras allí presentes, una tarea fascinante, un desafío y a la vez, en este caso, la posibilidad de asistir a un juego maestro, dado que el título y el breve texto de la entrada fueron indicios más que suficientes para orientar el recorrido.

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El pabellón principal de la Bienal en Giardini presenta esta vez una situación curiosa, en la relación entre su exterior moderno y una primera sala poligonal que muestra pinturas de techo de cinco siglos atrás. Esta sala aloja el Libro rojo de Carl Jung –en donde recogiera sus alucinaciones con textos e imágenes cuyo aspecto parece ser el de un libro miniado de la Edad Media, alimentado por una más que activa imaginación– y da paso a la siguiente, cuyo acceso aparece parcialmente bloqueado por la máscara de André Breton, realizada por el escultor René Iché en 1929-30, y donde siguen surgiendo preguntas acerca de qué es lo que gobernará la selección de este «palacio enciclopédico», así como también se ofrece como memento mori. Al pasar el muro que la contiene y que a la vez oculta las vistas de la gran sala luminosa que sigue, las paredes aparecen pobladas –en registros horizontales– por numerosas láminas ilustradas por Rudolf Steiner en 1923, un entorno conceptual que sitúa rápidamente otro de los horizontes de pensamiento que busca ser incluido y considerado para plantear este «Palazzo Enciclopedico». Jung, Breton y Steiner, tres dimensiones del pensamiento del primer tramo del siglo xx, de algún modo lo atravesaron. Estas presencias orientan fuertemente la mirada del espectador quien encontrará en los tramos y salas sucesivas numerosas resonancias con ellas. En el centro de la sala, unas esculturas de Walter Pichler de 1962-1976 que insinúan las formas humanas y una obsesiva performance que repiten una y otra vez una mujer, un niño y unos hombres, que hacen con sus voces sonidos diversos, extraños. Presencias inquietantes, como de autómatas o alienados, como de seres que habitan sus propios mundos al margen de los espectadores que transitan la sala, se detienen, los observan, rodean o siguen indiferentes. 

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En la segunda sala numerosas vitrinas ocupan la totalidad del espacio, creando una especie de laberinto visual con los libros –scrapbooks (libros de recortes)– del japonés Shinro Ohtake (1977-2012); el cuerpo y la política son los temas que los rondan más un panorama del mundo y la cultura contemporáneos. Estos potentes libros de artista se presentan como una especie de puzle hipermatérico del mundo –algo que se asocia con la selección de libros de recortes de Xul Solar, situados en la biblioteca de la Bienal–. En las paredes, una serie de fotografías acercan otra zona del mundo: África. Así, solo en las tres primeras salas el curador está planteando la diversidad en la convivencia y todo con un presupuesto de paridad, horizontalidad, sin pretensiones de distinción o jerarquización de una cosa sobre otra. En este clima siguen sucediéndose las salas que presentan una selección vastísima de obras en serie de distintos artistas, técnicas, épocas y orígenes. Con ellos conviven también otros objetos que proceden no directamente del espacio del arte sino del de las artesanías, la cultura popular, tanto en términos reales –como cuando se incluyen las tallas de madera de animales dentro de cajitas que hizo un soldado norteamericano que había peleado en la guerra de Secesión– como paródicos –al presentar la obra de un artista suizo que es una especie de bosque de pedestales con pequeñas esculturas en arcilla toscamente trabajada que retoma todo tipo de cuestiones, desde representaciones de Alicia en el país de las maravillas hasta la imagen de un avión cayendo al mar como aquella fantasía más temida–. Además, en las salas conviven maquetas, representaciones esotéricas y diferentes modos de representación de la naturaleza y de la cultura a lo largo del arte moderno y contemporáneo, centralmente. Es en este contexto

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donde imaginaba encontrar a Xul Solar, uno de los artistas elegidos por el curador. Curiosamente se encuentra en algo que podríamos llamar como un pabellón satélite de Giardini, el principal de la Bienal, ya que está en la biblioteca, ese espacio de madera y vidrio que se encuentra en la vereda opuesta a los pabellones de España y Bélgica y que precede al pabellón principal. Allí es muy interesante observar, como indicio del pensamiento que animó al curador, que lo que seleccionó de Xul Solar son sus naipes, el pan ajedrez –azar y destreza– y sus libros de recortes, más de veinte volúmenes encuadernados –cada uno de ellos de un porte equivalente al de un tomo de la Enciclopedia Británica– con recortes de diarios y revistas reunidos por Xul Solar, una fascinante ventana a su modo de ver y leer el mundo, un material por explorar y que encontró en este montaje una inserción potente con el arte contemporáneo, con los libros de Ohtake, una especie de suma de la diversidad convocada por el curador. Volviendo a la hipótesis curatorial, entre las búsquedas presentes estuvo la de poder encontrar herramientas, claves para pensar presentes y pasados diversos, modos de configurar el mundo y por ende distintas alternativas para explicárnoslo. En Arsenale, la Biennale di Venezia asume un perfil quizá más fascinante aún, al menos como desafío intelectual de decodificación de la propuesta del curador y de su modo de establecer un nuevo punto de arribo para este centenario evento artístico internacional.  A diferencia de años anteriores, aunque cada vez la cosmética arquitectónica ha ido in crescendo, esta vez el espacio de Arsenale está enmascarado, musealizado totalmente: paredes curvas, grandes planos blancos, pisos saneados, pérdida de una visión lejana que atraviesa el espacio, son los rasgos

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de este rediseño arquitectónico del sitio que ha dejado definitivamente de ser una ruina reocupada para convertirse en un imponente espacio de exposiciones. Se ingresa por la maqueta del palacio enciclopédico del mundo, una especie de museo que fuera capaz de albergar todas las conquistas de la humanidad desde las más antiguas manufacturas hasta las obras de las vanguardias más recientes, aquel imaginado por el artista italo-norteamericano en 1955.  En la sala siguiente una enorme escultura poderosamente orgánica generativa, que retoma las formas de las proteínas, gobierna el espacio. Obra de Roberto Cuoghi, italiano, se presenta inestable y fuerte a la vez. En el tramo siguiente, la vídeo instalación de la francesa Camille Henrot sobre el origen de las especies, en una contemporánea versión narrada con la lógica quebrada del rap en combinación con la de lo aleatorio y disperso de la deriva de internet. Nuevamente, como en el pabellón de Giardini, las salas están planteadas en dos dimensiones, la de los muros hiperpoblados de imágenes –fotos, dibujos, pinturas, objetos, etc.– y las del centro de la sala, ocupado por esculturas de gran porte, instalaciones unas veces y vídeo instalaciones, otras.  Si en el vídeo de Henrot se releía en clave contemporánea el origen de las especies, sumando a la cultura en esta deriva, en el espacio que se ubica enfrente un vídeo revisa la posibilidad del aislamiento y la convivencia con animales o autos, introduciendo una perspectiva animista, ingenua –tal vez delirante– del mundo, en un trabajo de Neil Beloufa, otro habitante de París. Fotografías y dibujos rodean las salas saturando las paredes de imágenes. En el siguiente tramo, esculturas que se aproximan a la forma humana darían la idea de que se ha pensado en cierta progresión en el recorrido.

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Las esculturas son de Hans Josephsohn. Luego, una sala con películas en 16 mm de João María Gusmão y Pedro Paiva (2006-2013) exhiben obsesiones personales, microescenas cotidianas que aportan otras dimensiones de lo contemporáneo.  En la sala siguiente, la materia en bruto nuevamente, con esculturas colgantes de la británica Phyllida Barlow. El mapeo del mundo prosigue obsesivamente. El vídeo de Steve McQueen Once Upon a Time, sobre cientodieciséis diapositivas seleccionadas en los años setenta por Carl Sagan para ser enviadas al espacio como señales de lo que habita la Tierra, así lo expone. Nada parecería quedar fuera de las consideraciones de este proyecto. El universo de lo religioso aparece con obras muy sutiles, maravillosas, de Danh Vo, artista vietnamita nacionalizado danés. Se trata de la recuperación de un grupo de  telas de  terciopelo que fueron la  base de altares o retablos, paredes donde se situaron ofrendas o donde se colgaron elementos religiosos, y el esqueleto de un templo; unas y otras se presentan como vestigio, huella de tradiciones que intuimos pero que seguramente desconocemos. En la sucesión de salas se va advirtiendo una lógica de montaje que contribuye a la búsqueda de significados múltiples. Aquí, en Arsenale, las esculturas estarían ritmando junto con los vídeos la construcción de sentido. En cada espacio, estos elementos son los que dan el tono, advirtiendo o provocando la intuición acerca de cierto crescendo o progresión en el tiempo, un tiempo que se dilata y contrae en cada obra, tanto como en la simultaneidad espacio-temporal que cada zona convoca. Aparece una especie de narración construida por fragmentos que busca transitar de

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lo originario de la materia a la materialización de lo humano, dando paso luego a cosmovisiones diversas: naturales, culturales, religiosas, antiguas, contemporáneas, occidentales y no occidentales. Algo de esto se lee, por ejemplo, en el vídeo de Ed Atkins The Trick Brain,  donde el cuerpo y lo esotérico en la diversidad de las culturas se encuentran con las imágenes presentes en el recorrido lento de la cámara por un gabinete de curiosidades, que no es el de Breton pero bien podría remedarlo. La dimensión religiosa se hace presente y se banaliza a la vez en la sala siguiente, en donde las paredes están íntegramente recorridas por la caricatura del norteamericano Robert Crumb, The Book of Genesis (2009). Este espacio incluye otro, circular, en donde al entrar se ven unas vitrinas con piezas de otra cosmovisión; parecen antiguas, pero no lo son, pertenecen a un artista japonés contemporáneo: Shinichi Sawada. Una vez más arte y artesanía, pasado y presente, lo culto y lo popular, se encuentran y travisten en esta mar de objetos y significados que la exposición presenta sin pausa. Luego el mundo del inconsciente aparece en la convergencia de los trabajos de varios artistas: Arthur Bispo do Rosário, brasileño, procedente de un hospital psiquiátrico; el trabajo de Frédéric Bruly Bouabré, de Costa de Marfil, quien en infinidad de papelitos representa el conocimiento del mundo, y un vídeo de Harun Farocki de 2007, Transmission, donde explora rituales religiosos en los que observar las formas en que los peregrinos entran en contacto físico con los sitios sagrados. Es en este tramo donde se hace presente, además, el diálogo con algunas de las tramas planteadas en la última Bienal de São Paulo exhibiendo con él ciertas redes –tácitas, o no tanto– del sistema global del arte con-

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temporáneo. En particular, es interesante advertir la manera en que la idea de archivo –inevitablemente presente en la de enciclopedia– se encuentra en una y otra propuesta curatorial de ambas bienales, como si la única forma de dar cuenta del mundo fuera esta de la enumeración infinita. A continuación, la memoria, con un vídeo de Aurélien Froment, Camillo’s Idea (2013) y los trabajos de Paul McCarthy y John DeAndrea, ofrecen dos modos de aprehender/reconocer el cuerpo. Diversos muñecos se suman a estas representaciones del cuerpo como las de John Outteridge y Robert Gober y su Dollhouse; más la figura de la mujer de la parada del bus de Duane Hanson, las fotos de figuras de cera o similar de Laurie Simmons y Allan McCollum y la presencia fantasmal de los maniquíes de Vlassis Caniaris. Siguen numerosos  álbumes de fotografías, de Norbert Ghisoland y no faltan tampoco imágenes del vudú haitiano y más series de retratos fotográficos, entre ellas, The Hidden Mother, novecientos noventa y siete daguerrotipos de la sueca Linda Fregni Nagler (reunidos entre 2006 y 2013) y los exvotos del santuario de Santa Maria al Romituzzo (Poggibonsi, Siena, de finales del siglo xiv)... y podría continuar la enumeración de todas estas y otras presencias, juntas pero aisladas, como de distintos mundos o familias. Un último tramo presenta una yuxtaposición entre imagen del mundo/ imagen del arte /representación televisiva a través del cine, los medios, la tecnología rematando la zona con el Movie Mural (1968-2013) de Stan VanDerBeek, el trabajo de Bruce Nauman y el de Dieter Roth... Esta descripción solo tiene como objeto la posibilidad de comprobar la hipótesis de observación con la que se intentó desmontar esta interesante propuesta curatorial.

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«El palacio enciclopédico es una muestra sobre las obsesiones y el poder transformador de la imaginación» afirma Gioni. La pregunta que rondó, desde el momento en que se entraba al pabellón de la Bienal es: ¿cuánto tiene El palacio enciclopédico de Atlas, un mapeo warburguiano del mundo, y cuánto de la enciclopedia surrealista de Breton? Teniendo en la mira, además, las impensadas proximidades entre una y otra enciclopedia y, ¿por qué no?, entre estas y cualquier otra aspiración de reunir un saber total..., de construir borgeanamente «el mapa de China tan grande como China»? Entre las muchas preguntas que han de haber rondado el trabajo del curador, subyace esta quizá con más fuerza que otras: ¿cómo mostrar la imagen del mundo –si esa fuera en realidad una hipótesis posible– cuando el mundo mismo está hecho de infinidad de imágenes? El proyecto de Gioni estuvo montado sobre la imposibilidad. Es, en sus palabras, «una construcción compleja y frágil» a la vez, «una arquitectura del pensamiento tanto fantástica como delirante».

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Relatos curatoriales: hacia una emancipación de la mirada

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Hace ya bastante tiempo, tanto repensando la práctica curatorial y en particular revisando la reconstrucción de una serie de exposiciones de arte latinoamericano realizadas en el curso del siglo xx, comencé a ensayar la noción de relato curatorial, con el propósito de pensar este tipo singular de narraciones. Construidas con imágenes y otros dispositivos a partir de una serie de presupuestos teórico-críticos e historiográficos, no siempre conscientes o explícitos, comencé a leer –y a diseñar, desde mi propia acción

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como curadora– estos relatos como relatos políticos, como narraciones imaginarias, como reconfiguración de memorias, entre algunas de las dimensiones estudiadas en la convergencia de distintas disciplinas, desde la historia del arte, la sociología cultural, los estudios visuales, la historia de las ideas, la teoría del arte, la historiografía... De esta convergencia emergen los estudios curatoriales, llevados adelante por investigadores cuya atención empieza a centrarse en las exposiciones, las colecciones, los museos, y las distintas configuraciones conceptuales y narrativas que fueron y se van presentando ayer y hoy. Llegados a este punto se hace necesario retomar algunas líneas con las que recordar que en tiempos del tardocapitalismo la cultura ha redefinido sus usos, pasando a ocupar nuevos lugares dentro del funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Así mismo, esto dio lugar a la emergencia de nuevos actores sociales y la puesta en valor de diferentes roles dentro del campo cultural. Entre ellos, el lugar del curador ha ido alcanzando posiciones de alta visibilidad tendiendo a convertirse, en algunos casos, en una especie de árbitro de las escenas artísticas nacionales o internacionales. Sin embargo, sabemos que es mucho más que eso. El curador es el responsable de la producción y circulación de conocimientos nuevos que transitan socialmente por vías diversas, poniendo muchas veces al alcance del gran público los saberes que, de otra forma, se habrían difundido solo en el interior de los espacios académicos o entre los especialistas y conocedores. En este sentido, definimos la curaduría como una herramienta crítica. Por otra parte, el lugar del curador y su práctica están en el cruce de diferentes espacios de producción intelectual y social de la cultura: desde los ámbitos de la investigación académica hasta los de la exploración

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artística, pasando por los espacios de gestión, conservación y reflexión patrimonial. La curaduría –vinculada tanto a la investigación como a la revisión crítica y con ella a la elaboración de nuevas perspectivas sobre nuestras sociedades, nuestras percepciones del presente y del pasado, es una disciplina que permite incluir otras preguntas acerca de las producciones simbólicas y desde ellas sobre nuestras configuraciones y representaciones de lo real o de las realidades (en el sentido más extenso del término), así como invita a la introducción o reintroducción de problemáticas vinculadas a las visualidades, técnicas, tramas histórico-sociales y culturales tanto del pasado como del presente– se ofrece como un área que requiere una lectura e interpretación pormenorizadas, buscando considerar diferentes dimensiones. Es por eso que, dada la complejidad de esta nueva zona en desarrollo, en la intersección de lo que genéricamente llamaremos estudios culturales, visuales e histórico-artísticos, se constituye el espacio de los estudios curatoriales. A partir de este tipo singular de estudios, se busca desplegar –a través de espacios de formación de posgrado, de grupos de investigación y de la propia práctica curatorial– una plataforma para su despliegue, centrándose justamente en la posibilidad de pensar con imágenes. Entonces, la observación de casos como el de la curaduría de Gioni en Venecia aportan elementos para reconfirmar que ningún relato cancela otro, que el canon ha de ser constantemente revisado y que propuestas plurales y abiertas como ésta contribuyen a una emancipación de la mirada y con ella del pensamiento.

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Este libro se terminó de imprimir en septiembre de 2014