Neoconstitucionalismo y última palabra Gil Domínguez, Andrés Voces ...

y en interés de la comunidad como un todo” (op. cit. pág. 44). (49) Ver BIANCHI, Alberto A., "Control de constitucionalidad", Tomo I, pág. 221,. Abaco, Argentina ...
156KB Größe 68 Downloads 188 vistas
Neoconstitucionalismo y última palabra Gil Domínguez, Andrés Voces DERECHO CONSTITUCIONAL ~ ESTADO DE DERECHO ~ CONSTITUCION NACIONAL ~ FILOSOFIA DEL DERECHO ~ CONSTITUCIONALIDAD Título: Neoconstitucionalismo y última palabra Autor: Gil Domínguez, Andrés Publicado en: LA LEY 2008-B, 985-Derecho Constitucional - Doctrinas Esenciales Tomo I, 1171 Sumario: SUMARIO: I. Introducción. — II. La postura clásica del modelo deliberativo. — III. La tesis revisionista de Robert Alexy. — IV. La polémica Prieto Sanchís-García Amado. — V. La postura desde el imperio de la ley de Francisco J. Laporta. — VI. Reflexiones finales.

I. Introducción 1. Las Constituciones del Estado constitucional de derecho están ancladas a una dimensión sustancial integrada por derechos fundamentales estructurados como normas de principio —esto es, enunciados abiertos e indeterminados— con el objeto de poder subsumir todas las biografías existentes en una sociedad de distintos, y consecuentemente, garantizar el pluralismo y la tolerancia. Como sostiene Luigi Ferrajoli (1) "las constituciones son pactos de convivencia tanto más necesarios y justificados cuanto más heterogéneas y conflictuales son las subjetividades políticas, culturales y sociales que están llamadas a garantizar". En una de sus cuatro acepciones posibles el neoconstitucionalismo explicita una ideología o filosofía política que justifica o defiende el paradigma de Estado constitucional de derecho (como el mejor modelo posible frente a la alternativa del Estado legislativo del derecho) en donde subyace un alto grado de tensión entre Democracia y Constitución (2). Un punto crucial donde se expresa esta situación de tirantez, se ubica en la determinación del órgano que tiene la última palabra en la interpretación de las normas constitucionales. En otras palabras, la cuestión arduamente debatida se orienta a definir quién ostenta la potestad de último intérprete de la Constitución quedando en su decisión el cierre del sistema. Cuando me refiero a última palabra o potestad de cierre esto no implica, como sucede en las ciencias duras, que exista un solo resultado posible al cual se arriba mediante la realización de un determinado procedimiento científico verificado o que lo resuelto sea indiscutible. Por el contrario, dicha potestad implica realizar una elección entre

múltiples alternativas posibles, sin desconocer las tensiones que se generan y las imperfecciones que siempre se presentan. 2. Una de las notas estructurales que presenta el Estado constitucional de derecho es la omnipotencia judicial En este paradigma, el órgano judicial se encuentra en una situación temporal de detentador de la última palabra respecto de las decisiones colectivas (aun aquellas que tienen que ver con los derechos fundamentales), lo cual genera un natural desplazamiento del legislador. Lo expuesto implica una elección a favor de la legalidad constitucional y de la argumentación judicial, respecto de la formulación del modelo de democracia por deliberación, al considerarlo como la mejor opción posible en torno a la custodia de la fuerza normativa constitucional. La mencionada opción no significa que desde la Constitución se impongan límites sustanciales al legislador democrático, sino que en la determinación de los derechos se sustituye el procedimiento legislativo por el judicial: en lugar de ser la mayoría del Parlamento quien acuerda qué derechos tenemos, es la mayoría del tribunal que titulariza el control de constitucionalidad quien lo hace. Los legisladores siguen ejerciendo sus facultades plenamente, siempre y cuando, no vulneren aquello que los jueces constitucionales consideran que es el contenido de los derechos fundamentales (3). 3. Las mencionadas tensiones entre la legitimidad democrática de los legisladores (propia de Estado legislativo de derecho y de una democracia deliberativa) y la legitimidad argumental del control de constitucionalidad (emergente del Estado constitucional de derecho y de una democracia sustancial) han originado desde el seno del neoconstitucionalismo posturas revisionistas de la facultad de cierre que detenta el órgano judicial (como la desarrollada por Robert Alexy) (4), arduas y enriquecedoras polémicas sobre el alcance de la última palabra (como la generada en España entre Luís Prieto Sanchís (5) y Juan A. García Amado) (6), o bien, posturas que analizan la objeción contramayoritaria desde una concepción que persigue reivindicar el imperio de la ley como el "alma del funcionamiento de la máquina jurídica en nuestras sociedades" (como la expuesta por Francisco J. Laporta) (7). En este punto, es muy importante distinguir entre dos clases de objeciones democráticas respecto de la Constitución. La primera impugna la exigencia de que por encima de las leyes emanadas del órgano legislativo exista un texto jurídico que tenga primacía sobre ellas (al que se llama comúnmente Constitución). La segunda se vincula con la idea que postula que la supremacía de la Constitución sobre la ley debe garantizarse recurriendo a procedimientos judiciales sustanciados ante órganos del Poder Judicial (8). 4. El objeto del presente trabajo consiste en analizar los alcances de estas nuevas posturas, a partir del análisis de los postulados básicos de la corriente que objeta la legitimidad democrática del control judicial de constitucionalidad.

II. La postura clásica del modelo deliberativo 5. Las objeciones a la opción que realiza el Estado constitucional de derecho provienen de la corriente que sostiene que el Poder Judicial es contramayoritario y, por ende, carece del valor epistémico suficiente para titularizar la última palabra (9). Se funda en que los jueces no son elegidos directamente por el pueblo ni responden por sus decisiones ante él a través del debate colectivo, su legitimidad es indirecta (por cuanto son elegidos por autoridades democráticas) y se diluye con el correr del tiempo (especialmente en aquellos sistemas en donde ostentan los cargos de forma vitalicia y el consenso colectivo puede haber cambiado considerablemente desde el momento en que tuvo alguna incidencia en su designación) (10). Otros argumentos expresan que, por la rigidez de la Constitución, el Congreso no puede neutralizar fácilmente (a través de una reforma constitucional) la decisión del juez de declarar inconstitucional la ley, pues la Constitución sólo puede reformarse a través de un procedimiento que es considerablemente gravoso. Por último, la tercera objeción radica en la controvertibilidad interpretativa de la Constitución (especialmente en materia de derechos y libertades) dada la abundancia de conceptos esencialmente abiertos y de las colisiones que se derivan de las diversas disposiciones (11). 6. Roberto Gargarella (12) planteó la cuestión mediante los siguientes interrogantes: ¿por qué, si vivimos en una sociedad democrática, debemos aceptar la primacía de la opinión de los jueces en lo que atañe a cuestiones constitucionalmente fundamentales? ¿por qué la rama del poder menos democrática (en tanto no elegimos directamente a sus miembros, ni podemos removerlos cuando estamos en descuerdo con ellos) puede "derrotar" a las ramas que se encuentran bajo nuestro control? ¿qué es lo que justifica que dicho Poder Judicial preserve el derecho a pronunciar la "última palabra" institucional? Las respuestas a favor de la crítica contramayoritaria elaboradas por Gargarella son las siguientes: a) El control de constitucionalidad de las leyes como defensa de la "voluntad popular" es difícil de sostener si examinamos el origen de la mayoría de las Constituciones (generadas a partir de exclusiones sociales). Aunque tuvieran un origen irreprochable: ¿por qué no suponer que las más altas expresiones actuales del consenso social respetan la verdadera voluntad del pueblo?; b) No existe evidencia empírica acerca de que el control judicial como control democrático que respete a la mayoría y a la minoría (entendiendo esto en el sentido de que todos tengan una "voz igual") sea más efectivo que otras alternativas; c) La crisis de representación de los órganos políticos no puede derivar en su sustitución por el órgano judicial; si se parte de una visión de la democracia que se basa en deferir a las mayorías o a sus representantes la interpretación de la Constitución, lo que corresponde es perfeccionar los mecanismos mayoritarios y no deshacerse de ellos; d) Del hecho que los jueces no representen a las mayorías numéricamente hablando no se deriva que los mismos representen o tengan interés en servir a las minorías;

e) El razonamiento judicial no garantiza la toma de decisiones imparciales como sí lo hace la deliberación colectiva, por cuanto el "diálogo" entre jueces y ciudadanos no es equitativo en la medida que sólo una de las partes (la representada por la justicia) aparece dotada con la última palabra y con mantener su posición inmodificada por el tiempo que desee. En primer lugar, la postura de Gargarella no tiene en cuenta la dimensión alcanzada por los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, los cuales a partir de la Segunda Guerra Mundial y por medio de distintos mecanismos de incorporación, han "rematerializado" los contenidos de las "viejas" Constituciones dándole un carácter universal y expansivo. De esto se desprende que la primera objeción es válida, siempre y cuando se plantee en modelos constitucionales como el norteamericano que niegan sistemáticamente el derecho de los derechos humanos. Tampoco las más altas expresiones del consenso social, han demostrado en el campo de lo fáctico que puedan ser siempre, y en todos los casos, una opción que manifieste ser superior al control judicial como último intérprete de lo establecido por las mayorías agravadas en las reglas de reconocimiento constitucional. Al contrario, muchos de estos supuestos teóricos parten de la base de modelos ideales de sociedades inexistentes hasta el presente. Indudablemente, el punto de partida es la sobrevaloración de los mecanismos representativos sin que pueda justificarse dicha elección con fácticos concretos. En segundo lugar, es posible constatar mayores antecedentes históricos de mayorías abrumadoras que desembocaron en quiebres del sistema democrático, que poderes judiciales que condujeran a idéntico resultado. El control judicial de constitucionalidad reafirma los pilares procedimentales de la democracia por cuanto se habilitan dos formas distintas de sujeción que se retroalimentan permanentemente: la política (que se enmarca en el campo de la deliberación) y la judicial (que garantiza la participación). En tercer lugar, también es posible mejorar los mecanismos de control judicial en lo atinente a la selección, designación, duración, remoción y capacitación de los jueces y, de esta manera, superar muchas de las actuales críticas que se le imputan. En cuarto lugar, la función judicial no está exclusivamente orientada para servir a las minorías, sino para garantizar la plena vigencia de los derechos fundamentales para todos por igual, y evitar de esta manera la existencia de mayorías coyunturales que intenten arrasar con el sistema de derechos. A lo largo de la historia, se han registrado numerosos casos de mayorías que desembocaron en modelos autoritarios que conculcaron sistemáticamente los derechos fundamentales; en cambio la famosa "dictadura de los jueces" es un estribillo "ridículo y aberrante" por cuanto es la única dictadura que nunca existió en la historia (13). Un claro ejemplo lo podemos observar en la Argentina: en la crisis social, económica, financiera, cultural y ética más profunda de su historia (que comenzó en diciembre de 2001 y perdura hasta nuestros días) fueron los jueces federales de primera y segunda instancia los que defendieron el sistema de derechos frente a una constante avalancha normativa por parte del Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo que, funcionando como verdaderos poderes contramayoritarios, conculcaban a diario distintos derechos fundamentales. Esto demuestra que todo modelo esgrimido en el plano de la teoría general necesariamente debe ser analizado a la luz de las distintas realidades empíricas que emergen en un tiempo y lugar determinado (14).

Por último, la argumentación judicial aparece como un mecanismo que obliga a una mayor justificación en la toma de decisiones de los que supone un debate parlamentario. A esto se suma, que es posible incorporar distintos mecanismos procesales en aquellos procesos judiciales en donde la decisión abarque cuestiones de índole colectiva de forma tal de asegurar una mayor participación argumental de los posibles afectados. De esta manera, estaríamos situados en el marco de una democracia participativa por vía judicial en donde el debate y el procedimiento alcanzan un mayor grado de racionalidad que el expuesto por el debate político. 7. Carlos S. Nino (15) intentó concretar un estadio teórico que importara una superación de las posturas contramayoritarias más ortodoxas. Para el citado autor, si bien existe una superioridad epistémica, ésta depende de ciertas condiciones positivas y negativas que el proceso democrático debe cumplir. Desde este enfoque, la intuición favorable al control de constitucionalidad proviene de la existencia de situaciones en las cuales esas condiciones no son satisfechas y, consecuentemente, lo político no es epistémicamente superior al proceso judicial. Desde la visión esbozada por Carlos Nino, al control del procedimiento democrático sustancial conformado por los derechos individuales de la constitución ideal, se agregan dos nuevas excepciones a la teoría epistémica que cuestiona el control judicial de constitucionalidad: a) la autonomía personal, y b) la Constitución como una práctica social. El respeto por la autonomía de la voluntad descalifica a cualquier decisión democrática promotora de un modelo perfeccionista que tenga como fin imponer a las personas ideales de excelencia humana. La Constitución como una práctica social, promueve que en aquellos casos en donde una decisión democrática afecte negativamente de un modo serio la convención que surge de la Constitución histórica, los jueces pueden intervenir en forma justificada para invalidar la ley democrática a fin de proteger la convención constitucional que garantiza la eficacia de las decisiones democráticas. III. La tesis revisionista de Robert Alexy 8. Robert Alexy comienza su planteo analizando las posturas encontradas de Habermas (quien desde una postura que plantea un peligro de "demasiado poco", sostiene que los derechos fundamentales se debilitan al transformarse en mandatos de optimización y luego corren riesgo de esfumarse en la vorágine de una ponderación judicial irracional) y Böckenförde (quien desde una posición crítica de "demasiado mucho", expresa — siguiendo la idea de Forsthoff— que considerar a los derechos fundamentales como principios remite a una concepción de Constitución como un "huevo jurídico originario, del cual surge desde el código penal hasta la ley sobre la fabricación de termómetros", lo cual derivaría en una total pérdida de autonomía del legislador, que el proceso político democrático perdiese su significado y que se operase un cambio imparable del Estado de legislación parlamentaria al Estado jurisdiccional constitucional) (16). 9. En un segundo paso, distingue entre orden marco y orden fundamental (17). 9.1 Un orden marco se configura con todo aquello que está ordenado y prohibido por una Constitución. Aquello que se confía a la discrecionalidad del legislador —lo que no está ordenado ni prohibido— es lo que se encuentra en el interior del marco. Si lo discrecional define el margen de acción del legislador; un margen de acción estructural consiste en aquello que, por razón de los límites, una Constitución ordena y prohíbe definitivamente.

Lo expuesto, permite distinguir entre el margen de acción estructural y el margen de acción epistémico o cognitivo. Este último no deriva de los límites emergentes de una Constitución —en cuanto mandatos y prohibiciones— sino de los límites emergentes del conocimiento empírico y de los límites del conocimiento normativo. Si bien el orden marco ha sido descrito utilizando los conceptos de mandato, prohibición y discrecionalidad, también es posible referirlo mediante los conceptos de necesidad, imposibilidad y posibilidad. Por ende, aquello que está ordenado por la Constitución es constitucionalmente necesario, lo que está prohibido por la Constitución no es constitucionalmente posible y lo que la Constitución confía a la discrecionalidad del legislador es tan sólo constitucionalmente posible porque para la Constitución no es necesario ni imposible. 9.2 En cuanto al concepto de orden fundamental, es necesario distinguir entre una versión cuantitativa y una versión cualitativa. Para la primera, una Constitución no confía en la discrecionalidad del legislador y tiene previsto para todas las situaciones un mandato o una prohibición (esta concepción se opone al concepto de orden marco por cuanto es imposible que una Constitución sea al mismo tiempo un orden fundamental y un orden marco). Para la segunda, mediante una Constitución se establecen los asuntos fundamentales para una comunidad (esta versión permite la compatibilización entre orden fundamental y orden marco). 10. Alexy afirma que según la teoría de los principios "una buena Constitución tiene que combinar estos dos aspectos; debe ser tanto un orden fundamental como un orden marco. Esto es posible, si, en primer lugar, la Constitución ordena y prohíbe algunas cosas, es decir establece un marco; si, en segundo lugar, confía otras cosas a la discrecionalidad de los poderes públicos, o sea, deja márgenes abiertos de acción; y en tercer lugar, si mediante sus mandatos y prohibiciones decide aquellas cuestiones fundamentales para la sociedad que pueden y deben ser decididas por una Constitución"(18). 11. En la acción estructural se reconocen tres márgenes: a) el que permite fijar fines, b) el que posibilita elegir medios y c) el que utiliza la ponderación (19). En el primer supuesto, es posible distinguir entre: a) fijación de fines cuando el derecho constitucional contiene una reserva competencial de intervención que deja abiertas las razones para la intervención (en este caso, el legislador puede decidir por sí mismo si interviene en el derecho fundamental y cuáles son los fines o propósitos que persigue) y b) mención de razones para intervenir pero sin ordenar expresamente la intervención permitiendo que ésta se produzca en la medida que concurran dichas razones (en este caso, la Constitución deja en manos del legislador la decisión de hacer suyos los fines o propósitos establecidos en la cláusula que establece la reserva de intervención. El margen para la fijación de fines, se muestra en su máxima expresión cuando el legislador puede escoger por sí mismo los fines que justifican su intervención en un derecho fundamental). El segundo margen entra en escena cuando las normas de derecho fundamental ordenan la ejecución de algunas conductas positivas (como en el caso de los derechos de prestación). Si bien no genera problemas cuando los medios disponibles son igualmente idóneos para cumplir con el fin constitucionalmente establecido, éstos aparecen cuando

no se verifica dicha circunstancia, por cuanto aparece en escena el margen estructural para la ponderación. Por último, el margen para la ponderación se funda en el funcionamiento del principio de proporcionalidad y sus tres subprincipios (idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto) como test escalonado. Con la ayuda de la ponderación es posible establecer —en la mayoría de los casos— un resultado de manera racional como para que la existencia del método esté justificada. 12. Los márgenes epistémicos aparecen cuando son inciertos los límites al legislador impuestos por los derechos fundamentales. La causa de la incertidumbre puede solventarse por la falta de certezas de las premisas empíricas, o bien, de las premisas normativas. En estos casos es donde el principio formal de la competencia del legislador para decidir (que se legitima a partir del principio democrático como principio formal que no establece ningún contenido pero impone que el legislador democráticamente legitimado sea quien tome —en la mayor medida posible— las decisiones importantes para la comunidad) colisiona con el principio iusfundamental material (20). 12.1 En el supuesto de los márgenes de acción epistémicos de naturaleza empírica, entre dos soluciones extremas que hiciera prevalecer bajo cualquier circunstancia un principio sobre otro, Alexy reencauza el problema como una cuestión de grados que desemboca en la siguiente ley de ponderación: "Cuanto más intensa sea una intervención en un derecho fundamental, tanto mayor debe ser la certeza de las premisas que sustentan la intervención"(21). 12.2 Distinta situación se plantea cuando se trata de márgenes epistémicos de tipo normativo. Existen supuestos en donde existe un margen de inseguridad normativa que impide establecer con claridad de qué manera debe llevarse a cabo la ponderación. Con lo cual es posible encontrarse con un "empate estructural en la ponderación" que posibilita la adopción de medidas por parte del legislador, como así también, su omisión. Frente a un "empate estructural" entre derechos, de forma tal que cada uno de éstos auspicia una solución que le es favorable pero ninguno tiene la fuerza suficiente para inclinar la balanza a su favor, se genera una situación epistémica neutra. En dicha ocasión, el "derecho ha confiado a la discrecionalidad legislativa el resultado de esta decisión", lo cual conlleva que "...los principios iusfundamentales materiales no tienen fuerza para evitar que el principio de la competencia decisoria del Legislador democráticamente legitimado conduzca a que se le reconozca un margen epistémico para la ponderación. Cualquier otra alternativa, que intentara resolver de otro modo la tensión entre los derechos fundamentales y la democracia, sería insostenible..."(22). IV. La polémica Prieto Sanchís-García Amado 13. La polémica comienza cuando Juan Antonio García Amado (23) replica un artículo escrito por Luís Prieto Sanchís (24) en donde éste había desarrollado los aspectos

centrales del neoconstitucionalismo. Posteriormente, Prieto Sanchís (25) cierra el debate con un último artículo de respuesta a García Amado. 14. En su artículo "El constitucionalismo de los derechos" Luis Prieto Sanchís establece como punto de partida que el constitucionalismo europeo de posguerra ha dado lugar a una nueva cultura jurídica —el neoconstitucionalismo— que ha propiciado el nacimiento de una teoría del derecho distinta (y en ciertos aspectos contradictoria con la teoría positivista que sirvió de marco conceptual al Estado de derecho decimonónico) que se caracteriza por conformar un constitucionalismo de los derechos, o bien, constituciones materiales y garantizadas (26). Esta teoría recibe como una gran objeción que las Constituciones tengan respuestas para todo desde el Código Penal hasta la ley de fabricación de termómetros. En el fondo, se trata de la derrota del Estado legislativo (democrático) a manos del Estado jurisdiccional (elitista o aristocrático): "...la Constitución marco que permitía el juego de las mayorías en sede legislativa vendría a ser suplantada por una Constitución dirigente donde, por su alto grado de indeterminación, terminan siendo los jueces quienes tienen la última palabra sobre todos los asuntos"(27). De esta manera, los temores de Hans Kelsen expuestos en "La garantía jurisdiccional de la Constitución" se transformarían en una palpable realidad. 14.1 En la Constitución de los derechos no hay espacios exentos para el legislador porque todos los espacios aparecen regulados. La normativa constitucional no aparece —en general— como la decisión categórica de un grupo o ideología que, desde una filosofía política homogénea, diseña un marco unívoco y cerrado (como si fuera una regulación legal que con mayor o menor precisión trata de anudar ciertos supuestos o condiciones fácticas a determinadas consecuencias). En realidad, se conforma mediante una estructura principalista donde se recogen derechos (y sus correlativos deberes) sin especificar las posibles colisiones, ni las condiciones de preferencia de unos sobre otros, o bien, donde se fijan objetivos o conductas sin establecer el umbral mínimo de cumplimiento constitucionalmente obligado (28). 14.2 La Constitución sustantiva provee razones justificatorias distintas y tendencialmente contradictorias (y esto vale tanto para tanto para el legislador como para el juez). Ambos deben conjugar esas razones para alcanzar un punto óptimo de recíproca satisfacción (o cuando menos para evitar que ninguna de ellas quede anulada o definitivamente postergada). De esto se trata el juicio de ponderación de los Tribunales que han perfilado como herramienta para interpretar las cláusulas constitucionales materiales (especialmente los derechos) (29). Esto obliga a un necesario replanteo de la tensión siempre presente entre Constitución y democracia, entre los derechos y la ley; lo cual deriva en un cambio de modelo: de uno geográfico a uno argumentativo. El primero presume que existen fronteras nítidas entre la competencia legal y la constitucional, que hay materias o esferas petrificadas desde la Constitución y que representan límites infranqueables para el legislador; y que, de forma recíproca, existen otras materias o esferas donde la decisión mayoritaria puede moverse libremente. El segundo plantea la necesidad de que triunfen las razones que se exponen a la luz del juicio de ponderación, sin admitir que puedan existir espacios exentos de control por parte de la ley, lo que no impide una amplia libertad de configuración que bien puede desarrollarse en todos los espacios de la política

constitucional (proporcionalidad y equilibrio, en lugar de una imagen de coto vedado) (30). 15. El punto de partida de García Amado consiste en afirmar que el entramado doctrinario neoconstitucionalista tiene como trasfondo político la creciente desconfianza frente al legislador democrático y la correlativa fe en virtudes taumatúrgicas de la judicatura. Por eso, el objeto del debate que plantea es el alcance preciso del control judicial. Mientras que para los positivistas —como excitado autor— dicho control será de mínimos (como sinónimo de garantía de que no se tornen eficaces en el sistema jurídico normas que manifiestamente vulneren la semántica de los enunciados normativos) para los neoconstitucionalistas será un control de máximos (como sinónimo de garantía de que no se tornen eficaces en el sistema jurídico normas que no proporcionen en cada caso la solución que para él demanda la axiología constitucional) (31). Por los motivos expuestos, el positivista propone una jurisprudencia constitucional autocontrolada y restrictiva en materia de juicio de constitucionalidad, de manera que solamente se invalide por inconstitucionalidad aquella ley que palmariamente choca con el tenor determinado de un enunciado constitucional; esto es: a la hora de optar entre lo indeterminado, prima la decisión del legislador (in dubio pro legislatore). En tanto para el neoconstitucionalista la indeterminación semántica es un problema secundario, pues la Constitución no es un artefacto lingüístico y comunicativo, sino una entidad ideal y axiológica, cuya materialidad y concreción son independientes en gran medida de las palabras y, por tanto, no sometidas a los límites denotadores y conformadores de éstas; y puesto que lo semánticamente indeterminado de la Constitución no deja por ello de estar materialmente determinado, con la Constitución colisionan y deben ser declaradas inconstitucionales las normas legales que no contradicen lo que dice ningún enunciado constitucional (in dubio pro iudice) (32). Acierta García Amado cuando afirma que la controversia expuesta "... es que en el fondo, y sin querer dramatizar, podríamos pintar la disputa entre positivistas y neoconstitucionalista como la batalla en la trincheras mismas de la regla de reconocimiento"(33). Y él toma claramente partido por un bando al preguntarse como es posible que la Constitución material le diga más al juez que al legislador; por cuanto si dice lo mismo y con igual grado de concreción y certeza a uno y a otro: ¿cómo sabe el juez que el legislador yerra cuando ese yerro no se traduce en la incompatibilidad semántica? o bien, ¿cómo se justifica la preferencia de la opinión judicial? (34). Si la prioridad en la ponderación no la tiene el legislador democrático, con el único límite de la semántica constitucional (límite que los tribunales controlan) debería existir un método —el ponderativo— que poseen los tribunales, pero que le está vedado al legislador y que, consecuentemente, permite a los primeros elevarse a conocimientos que están prohibidos a los segundos (35). García Amado comienza su recorrido final con un aserto altisonante: "...la adicción del neoconstitucionalismo a los derechos pone a todos los derechos en riesgo de muerte por sobredosis"(36). Para las tesis positivistas, el derecho, y en especial la Constitución, delimita el territorio de la política estableciendo límites infranqueables para que todo lo demás sea políticamente posible. Si no hay ámbitos de libre configuración inmunes a la corrección por parte de los órganos judiciales, no quedará espacio para que una sociedad

ejerza la política y todas las personas pasarían a ser súbditos de un órgano político pero no democrático: la judicatura. Si toda decisión política puede ser cuestionada ante los tribunales en nombre de los derechos, la política dejará de ser una actividad social autónoma y tres cuartas partes de la Constitución habrán perdido todo sentido y razón de ser. El neoconstitucionalismo plantea un escenario en donde la saturación de los derechos sustanciales hace imposible la política y donde, por ende, los derechos procedimentales mueren a manos de la justicia (37). En este punto, García Amado expresa: "El principio democrático resulta así un principio más de los que se ponen en el cesto de lo que se pondera. Y, a falta de ´ponderómetro´, para mí eso significa que será respetada la decisión legislativa que supere el juicio valorativo del Tribunal Constitucional, que es un juicio tan subjetivo en el fondo como el mío o el de mi tía Obdulia, aunque puede ser técnicamente mejor fundado, eso sí. ¿Acaso no rige también para el Tribunal Constitucional esa prohibición de arbitrariedad que se predica para el legislador en el párrafo anterior? ¿Y cómo se garantiza en su caso si no es con una pura y muy bien intencionada presunción? Vuelta a lo de siempre: si tengo que optar entre poderes arbitrarios, mientras sigan existiendo elecciones democráticas prefiero a los del legislador, pues al menos puedo votar en su contra la próxima vez?"(38). En el final de su réplica, García Amado realiza afirmaciones dogmáticas, poco felices e innecesarias. Al analizar el alcance de los derechos sociales enuncia que cuando un tribunal impone al legislador una determinada medida de política social no está siendo más "social" que el Parlamento, sino simplemente está haciendo una política social distinta, sólo que no estará sustentada en programas previos y en votos que lo respalden. Difícilmente pueda un tribunal ser el promotor e impulsor de tales políticas, pues carece de capacidad y legitimidad. Capacidad, porque un tribunal resuelve casos, pero no hace presupuestos ni cuenta con toda la información que se requiere sobre necesidades y recursos. Legitimidad, porque un tribunal que contradiga con sus sentencias la política social del partido que ganó en las urnas es una tiranía, populista tal vez, pero tiranía, "como bien se comprueba en países de América Latina en los que la Corte Constitucional suplanta con total descaro al legislador, en nombre de una concepción populista de los derechos sociales que no tiene a veces más propósito que el lucimiento personal de magistrados ambiciosos por escalar más altas cimas en su futuro político y en su imagen mediática y académica, pero que ni se comprometen con las verdaderas necesidades de sus países ni aciertan a solucionar (ni lo pretenden la mayoría de la veces) ni uno solo de los problemas sociales con los que fingen batirse"(39). 16. En su dúplica Prieto Sanchís reafirma los alcances del modelo argumentativo como un espacio en donde el legislador y el juez están llamados a convivir, puesto que no existen espacios prohibidos para la decisión democrática y tampoco ámbitos exentos del control judicial; sin que esto signifique que todos actúan al mismo tiempo y según su voluntad, dado que existen reglas de competencia y límites institucionales que definen (mejor o peor) el cuándo y el cómo de la intervención de cada uno (40). 16.1 Que el legislador se haya pronunciado o no sobre determinada cuestión no resulta en modo alguno indiferente al juez; que éste pose su mirada sobre la Constitución no implica que haya de cerrar sus ojos a todo lo demás en especial cuando ese todo encarna la decisión del Parlamento. Por ende, una de las cosas que el juez ha de tener en cuenta y valorar con deferencia es la libertad política del legislador, además de considerar las

razones sustantivas que puedan asistirle. Y es en este punto donde Prieto Sanchís expone como respuesta el argumento más contundente: "...si hay espacios, materias o como quieran llamarse donde sólo hay un criterio, el de la ley, es mejor prescindir de una Constitución de derechos y decir las cosas como son. Más que nada para no inducir a una confusión generadora de legitimidad"(41). 16.2 Sería ilusorio y engañoso ocultar que constitucionalismo y democracia se hallan en tensión permanente e irremediable. Pero es más saludable mantener esa tensión y procurar atemperarla, que romper la cuerda por cualquiera de los extremos. Para Prieto Sanchís: "la ley es un instrumento para cambiar el mundo, pero la Constitución es un instrumento para evitar que el mundo nos cambie a nosotros"(42). V. La postura desde el imperio de la ley de Francisco J. Laporta 17. La objeción democrática sobre la que desarrolla su posición Laporta es aquella que plantea que si existe un órgano legislativo que representa de manera fidedigna a la mayoría de los ciudadanos (y por lo tanto, su pluralidad de convicciones, opiniones y preferencias) y que adopta sus decisiones mediante la regla de la mayoría: ¿cuál puede ser la razón que justifique la existencia de un texto constitucional que se superponga a ese órgano y limite sus competencias legislativas dificultando o excluyendo de sus deliberaciones y decisiones determinadas materias? En este punto la noción de "democracia constitucional" puede ser considerada un oxímoron, puesto que si un sistema político es democrático, entonces no admite ninguna limitación constitucional; y si es constitucional, no admite la decisión democrática sobre algunas materias importantes (43). La fuerza de la objeción democrática expuesta se basa en que establecer un "coto vedado" mediante el "atrincheramiento constitucional" de determinados derechos frente a la reflexión y decisión de la persona implica negarle a éste la capacidad de reflexionar (y ello supone tratarlo como un sujeto incompetente). Pero, a la vez, cuál es la razón — si es un incompetente— para atribuirle los derechos del "coto vedado". Para Laporta ante el argumento expuesto es necesario replantear aquellas relaciones entre ley y Constitución e iniciar un movimiento en favor de la "pleamar" entre la ley y la ubicación de los temas constitucionales atrincherados en sus justos límites (44). 17.1 Como las espinosas cuestiones del ámbito de la democracia (como por ejemplo, ¿quién debe votar?) no pueden ser resueltas por el mismo procedimiento democrático, por cuanto el establecimiento de ese procedimiento supone que se ha determinado de algún modo el ámbito que se va a aplicar; es necesario, a efectos de garantizarlo, establecer un haz de derechos individuales basados en una concepción sustantiva (y por lo tanto no procedimental). Si estos derechos son necesarios para la existencia de un procedimiento tan importante, parece lógico que sean protegidos del funcionamiento mismo situándolo en un espacio al que el mecanismo democrático no tenga fácil acceso (45). 17.2 Según la objeción contramayoritaria, si alguien no participa del procedimiento democrático de toma de decisiones, se le ha negado su cualidad plena de ciudadano. Por este motivo, se explaya sobre unos muertos (los constituyentes) que excluyen de sus derechos a unos vivos (las generaciones subsiguientes). Es en esta lógica donde Laporta observa el "talón de Aquiles" de la objeción, por cuanto si se respetara a ultranza, sería

necesario reabrir permanentemente el proceso decisorio; y como todos los días habría algún ciudadano en esta situación, se debería mantener permanentemente abierto. En dicho caso, nunca podría resolverse nada y sería imposible la posibilidad de gobernar mediante determinadas reglas. Medidas como reabrir diariamente el debate constituyente, las cuestiones decididas o la conformación de los órganos de deliberación, supondrían no tener ninguna Constitución, ni decisión, ni órgano de deliberación. Y esto equivaldría a decir que al menos alguna decisión anterior debe tener un período de vida que regule las conductas de las personas sin que pueda ser puesta en cuestión por otra mayoría. Por lo tanto, las normas por las que se ordena la sociedad han de tener otras propiedades además de ser democráticas en su origen como —por ejemplo ser públicas, no ser retroactivas, disfrutar de cierta estabilidad, etc.—; rasgos que no son pura formalidad ajena a los derechos, sino que precisamente estipulan condiciones para el desarrollo y garantía de muchos de esos derechos, y también, son condición necesaria para poder desarrollar una existencia como un ser que reflexiona y que es capaz de proyectar y desarrollar su propia vida en libertad. Por dicho motivo, siempre es necesario un conjunto de medidas que "atrincheren" las decisiones de las mayorías, incluso frente a sí mismas (46). Como colofón de su postura, Laporta expresa: "La objeción democrática formulada como una reivindicación de competencias para el legislador cotidiano tiene que servir de aviso constante frente a las tentaciones de amparar bajo la rigidez constitucional aspectos de la vida colectiva que no merecen hurtase a la voluntad de la mayoría. En este sentido la objeción propugna una importante pleamar de la ley respecto de la Constitución. Pero no excluye necesariamente que existan mecanismos rígidos de reforma siempre que tales mecanismos sean a su vez democráticos. Si las reformas de la Constitución se articulan institucionalmente en forma de procedimientos democráticos de decisión, entonces la primacía de la Constitución puede convivir perfectamente con el carácter democrático del ordenamiento. Rigidez constitucional y mayoritarismo no serían incompatibles. Hasta el punto de que el atrincheramiento constitucional de algunos derechos individuales y algunos procedimientos políticos sería precisamente la garantía protectora de la naturaleza democrática del sistema y del ideal del imperio de la ley. Con ello, la objeción democrática habría perdido gran parte de su fuerza y sólo sería aplicable a supuestos de extremada intangibilidad constitucional o vetos para-mayoritarios"(47). VI. Reflexiones finales 18. Un primer punto, que necesariamente debe ser delimitado, consiste en establecer que la objeción contramayoritaria esconde una confrontación de paradigmas, por cuanto es una característica esencial del Estado constitucional de derecho que los jueces tengan la última palabra y es una nota estructural del Estado legislativo de derecho que los órganos elegidos directamente por la sociedad tengan la última palabra. Argumentación versus deliberación implica la existencia de dos modelos que pugnan por triunfar en un primigenio campo de la teoría general. Por dicho motivo, es una postura equivocada pretender viabilizar la objeción contramayoritaria en un Estado constitucional de derecho; esto es, intentar quitarle la última palabra al control judicial de constitucionalidad, pero mantener los demás elementos estructurales.

19. Otro aspecto a tener en cuenta es que en realidad, el cuestionamiento epistémico a los jueces es un decir tras el cual se ocultan otras razones. La objeción democrática respecto de la designación de los jueces y de su duración vitalicia en el cargo no es más que un velo (48) que encubre el verdadero debate: ¿cuál es el mejor modelo de convivencia que se plantea ante la dicotomía Estado constitucional de derecho y Estado legislativo de derecho? ¿quién detenta la última palabra cuando deban resolverse cuestiones que involucren al conjunto de la sociedad? Despojado el impacto subliminal que implica alertar sobre personas que deciden en última instancia sin ser elegidas de forma periódica y democrática; la cuestión emergente consiste en definir —en un marco de creencias totémicas— cuál ideal (el legislador o el juez) y cuál método (la argumentación o la deliberación) es aquel que puede adoptar la última palabra en cuestiones que hacen a la construcción de una práctica social que posibilita la convivencia de una sociedad de distintos. Se trata de buscar una legitimación que tenga como sustento una creencia compartida en torno a una finalidad —que no es matemática, exacta, única— pero que por un lapso considerable —y quizás para siempre dentro de un determinado marco normativo constitucional— define una cuestión en beneficio de algunos y en perjuicio de otros. 20. Si la participación adoptada como un concepto general es considera valiosa en sí misma, la propuesta del Estado constitucional de derecho emerge como superadora respecto del Estado legislativo de derecho. Mientras que el Estado constitucional de derecho posibilita que el legislador se explaye prima facie para que luego el tribunal —teniendo en cuenta las razones de la deliberación— ejerza la última palabra mediante la argumentación judicial; el Estado legislativo de derecho le niega toda clase de intervención a los jueces en dicho proceso que nada pueden decir frente al imperio de la ley en ningún momento. Y a esto se suma que en el primer supuesto nada impide que ante una decisión jurisdiccional adversa a ley un Parlamento pueda insistir con las debidas correcciones con la idea primigenia cuestionada en su constitucionalidad. En este punto, considero que la postura de Prieto Sanchís supera las críticas positivistas de García Amado. 21. El Estado constitucional de derecho desconfía del legislador —aunque haya sido elegido por una mayoría abrumadora— como instrumento de garantía de los derechos fundamentales y los derechos humanos. Y esta susceptibilidad tiene un basamento histórico concreto que no sólo impactó en el constitucionalismo, sino que también se reflejó en los sistemas de protección de los derechos humamos, quienes otorgaron la última palabra a órganos con naturaleza jurisdiccional y no a órganos de deliberación. Es que la objeción contramayoritaria llevada a su extremo también desconocería la legitimidad democrática de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por cuanto sus miembros tampoco son elegidos directamente por el "Pueblo Americano". Lo que pide el neoconstitucionalismo es que se le brinde una oportunidad en la historia al modelo jurisdiccional argumentativo. Hasta ahora las críticas esbozadas han tenido pocos fácticos contundentes y se basaron en supuestos potenciales: ¿cuánto se pierde y cuánto gana con un intento de esta naturaleza?

22. Necesariamente la objeción contramayoritaria se reduce a decisiones jurisdiccionales que produzcan un impacto colectivo. Cuando la cosa juzgada en un sistema de control de constitucionalidad no produce efectos derogatorios de la norma y se circunscribe al caso concreto, no se juzga lo legislado por el Congreso, sino, en todo caso, la negativa que puede resultar esa decisión legislativa en un caso particular. En este supuesto, no existe un enfrentamiento entre un Congreso representativo y un juez no democrático, sino un magistrado que en la decisión de un caso opta por no aplicar una ley sin producir efectos generales (49). 23. El aporte de la objeción contramayoritaria consiste en exponer la existencia de una evidente tensión entre Democracia y Constitución. Y esto obliga a reflexionar sobre alternativas superadoras desde una postura neoconstitucionalista sin llegar a los extremos de los contramayoritarios ortodoxos (por cuanto todas las objeciones que se realizan a la judicatura es posible reconvertirlas y devolverlas como críticas al ideal de la representación y al funcionamiento de los órganos de deliberación). Desde una perspectiva general es necesario replantear las formas de designación, capacitación, remoción y dedicación de los jueces y juezas encargados del control de constitucionalidad. Desde una óptica particular, la tipología de las sentencias intermedias (y su variada gama de posibilidades) y los sistemas de control de constitucionalidad con reenvío a los órganos de deliberación para que acepten o rechacen (mediante mayorías agravadas) la declaración de inconstitucionalidad son algunos ejemplos que permiten entablar un diálogo epistémico distinto y superador. 24. La postura de Alexy presenta como positivo que —a diferencia de lo que sucede con las cuestiones políticas no justiciables— cuando un tribunal detecta la existencia de un "empate estructural" debe exponer los argumentos mediante los cuales se arriba a dicha situación. Pero aun así, es el órgano jurisdiccional quien en última instancia define cuándo un caso presenta esta característica. Lo cual también es difícil de materializar a priori —¿cuándo un caso deviene en un empate estructural?—, si bien en términos de una teórica general se presenta como una postura muy atractiva respecto del reconocimiento de una deferencia epistémica hacia el legislador. 25. Las tensiones entre Estado constitucional de derecho y Estado legislativo de derecho son una realidad cuyo grado y magnitud dependen de las características particulares del paradigma donde se pose la mirada —interna o externa— del operador y del observador. El interesante desafío que presenta este debate implica necesariamente desmontar el sistema de ideales extremos, para intentar entablar un diálogo constructivo de mutuas deferencias y tolerancias. Este también es un supuesto que pide tener una pequeña oportunidad en la historia. Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)

(1) Ver FERRAJOLI, Luigi, "Sobre los derechos fundamentales", Teoría del neoconstitucionalismo, Edición de Miguel Carbonell, AA.VV., pág. 81, Trotta, España, 2007. El modelo de Estado constitucional de derecho, propone un paradigma distinto al de Estado de derecho liberal del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, a partir de reafirmar —mediante la Constitución— el principio de la soberanía popular y desterrar el principio de la soberanía del Estado. De esta manera, se observa un retorno a la tradición revolucionaria de las declaraciones de derechos, expandiendo su esfera hacia los derechos económicos, sociales y culturales, como así también, hacia los derechos colectivos. En este paradigma, la Constitución se concibe como un mecanismo dirigido a la protección de los derechos y también se proyecta como una gran norma directiva que compromete solidariamente a todos en la obra dinámica de la eficaz realización de los objetivos constitucionales. A partir de este postulado fundador, comienza un proceso de resignificación de las normas de derecho positivo estatal vigente, en cuanto formalmente producidas de manera correcta, deben también cumplir con los contenidos sustanciales constitucionales. El control de constitucionalidad —en sus distintas variantes— destruye el dogma liberal de la fuerza absoluta de la ley, y crea una situación inconcebible para la doctrina decimonónica, en la cual la validez de las normas del Estado depende de un juicio sobre la conformidad con la Constitución que se realiza mediante una tarea de interpretación constante. La Constitución como norma fundamental de garantía y como norma directiva fundamental derrota por completo al dogma de la ley como techo del ordenamiento jurídico. El Estado constitucional de derecho permite que emerja una Constitución plural, mediante la incorporación de principios universales según las pretensiones avanzadas de las partes, pero sin establecer la regulación de la compatibilidad, la solución de las "colisiones" y la fijación de los puntos de equilibrio. Y esto marca una diferencia esencial entre la Constitución revolucionaria y la Constitución del pluralismo contemporáneo: mientras que la norma fundamental revolucionaria era creada —como derecho positivo— con un acto de voluntad inicial, limitado en el tiempo e irrepetible; la Constitución del pluralismo es recreada —desde su positividad— continuamente por el concurso de múltiples voluntades, que en su converger hacia ella y según los modos de esta convergencia la redefinen de forma permanente en su alcance histórico concreto (ver FIORAVANTI, Mauricio, "Los derechos fundamentales. Apuntes de la historia de las constituciones", pág. 46, Trotta, España, 2003). (2) Ver GIL DOMINGUEZ, Andrés, "Neoconstitucionalismo y derechos colectivos", pág. 96 y siguientes, Ediar, Argentina 2005. También ver LORENZETTI, Ricardo L., "El paradigma del estado de derecho", LA LEY, 2005-F, 1414. Desde una perspectiva que defiende el control de constitucionalidad de los derechos colectivos con fundamentos neoconstitucionalistas; ver VERBIC, Francisco, "Procesos colectivos", pág. 278 y siguientes, Astrea, Argentina, 2007. (3) Ver PRIETO SANCHIS, Luis, "Justicia constitucional y derechos fundamentales", pág. 157, Trotta, España, 2003. (4) Ver ALEXY, Robert, "Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales", Centro de Estudios, España, 2004.

(5) Ver PRIETO SANCHIS, Luis, "El constitucionalismo de los derechos" y "Réplica a Juan Antonio García Amado", "Teoría del neoconstitucionalismo", Edición de Miguel Carbonell, AA.VV., Trotta, España, 2007. También ver BERNAL PULIDO, Carlos, "Refutación y defensa del neoconstitucionalismo", Teoría del neoconstitucionalismo, Edición de Miguel Carbonell, AA.VV., Trotta, España, 2007. (6) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, "Derechos y pretextos. Elementos de crítica del neoconstitucionalismo", "Teoría del neoconstitucionalismo", Edición de Miguel Carbonell, AA.VV., Trotta, España, 2007. (7) Ver LAPORTA, Franciso J., "El imperio de la ley. Una visión actual", Trotta, España, 2007. (8) Ibídem, pág. 220. (9) Ver MORESO, José Juan, "La indeterminación del derecho y la interpretación de la constitución", pág. 233, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, España, 1997. El autor describe a las distintas corrientes y variables de la corriente contramayoritaria de la siguiente manera: a) aquellas que sostienen que los órganos judiciales deben restringirse a declarar inconstitucionales las normas emitidas por legislaturas elegidas democráticamente que lo sean con suma claridad (Bork); b) aquellas que limitan el control de constitucionalidad a la protección de los valores básicos de la democracia, al refuerzo de la representación de las minorías y a la transparencia de los procedimientos de representación (Weschler, Bickel, Ely, Choper); c) aquéllas que abogan por una teoría de derechos más sustantivas que deje lugar al activismo de los órganos jurisdiccionales (Tribe, Michelman); d) aquellas que persiguen producir una concepción constructiva de la interpretación constitucional que fundamente las decisiones aún las más innovadoras (Dworkin); e) aquellas que distinguen los momentos constitucionales de los momentos de política normal (Ackerman); f) aquellas que consideran que cualquier teoría de la revisión judicial es imposible (porque los desacuerdos son tan radicales acerca de las convenciones en vigor que éstas nunca pueden alcanzar para restringir la actividad judicial) o innecesaria (porque si hay acuerdo no necesitamos control) (Tushnet). (10) Ver NINO, Carlos S., "Fundamentos de derecho constitucional", pág. 683, Astrea, Argentina, 1992. (11) Ver FERRERES COMELLA, Víctor, "Justicia constitucional y democracia", págs. 42/52, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, España, 1997. (12) Ver GARGARELLA, Roberto, "Control Constitucional", Derecho constitucional, AA.VV., pág. 633, Universidad, Argentina, 2004; "La justicia frente al gobierno (sobre el carácter contramayoritario del poder judicial)", Ariel, 1996, España y "De la alquimia interpretativa al maltrato constitucional. La interpretación del derecho en manos de la Corte Suprema argentina", Jurisprudencia Argentina 2007-II-1394. En publicaciones periodísticas, Gargarella esboza un corrimiento de la posición ortodoxa y comienza a plantear la necesidad de un mayor espacio respecto del control de constitucionalidad (ver "Todos padecemos el mal del Congreso", Diario Clarín del 9

de enero de 2008 y "La justicia debe proteger la protesta y no callarla" reportaje en el Diario Página /12 del 15 de agosto de 2005). (13) ZAFFARONI, Eugenio Raúl, "Estructuras judiciales", pág. 43, Ediar, Argentina, 1994. (14) Ver BERCHOLC, Jorge, "La independencia de la Corte Suprema a través del control de constitucionalidad", Ediar, Argentina, 2004. (15) Ver NINO Carlos S., op. cit., págs. 258/295. (16) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4, págs. 13/20. (17) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4, págs. 20/31. (18) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4 pág. 31. (19) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4 pág. 32. (20) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4, pág. 89. (21) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4, pág. 93. (22) Ver ALEXY, Robert, op. cit. 4, pág. 101. (23) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6. (24) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5. (25) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5 (26) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5, pág. 213. (27) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5, pág. 217. (28) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5, pág. 218 (29) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5, pág. 220. (30) Ver PRIETO SANCHIS, op. cit. 5, pág. 221. (31) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 240. (32) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 243. (33) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 244. (34) Ver GARCIIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 251. (35) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 251.

(36) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 253. (37) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 254. (38) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 255. (39) Ver GARCIA AMADO, Juan Antonio, op. cit. 6, pág. 263. (40) Ver PRIETO SANCHÍS, op. cit.5, pág. 284. (41) Ver PRIETO SANCHÍS, op. cit. 5, pág. 286. (42) Ver PRIETO SANCHÍS, op. cit. 5, pág. 287. (43) Ver LAPORTA, Francisco J., op. cit. 7, pág. 221. (44) Ver LAPORTA, Francisco J., op. cit. 7, pág. 238. (45) Ver LAPORTA, Francisco J., op. cit. 7, pág. 240. (46) Ver LAPORTA, Francisco J., op. cit. 7, pág. 241. (47) Ver LAPORTA, Francisco J., op. cit.7, pág. 242. (48) Ver DWORKIN, Ronald, “Liberalismo, constitución y democracia”, pág. 43, La Isla de la Luna, Argentina, 2003. En este sentido afirma: “La real amenaza que una Constitución plantea a la democracia es más profunda, y no tiene nada que ver con el hecho de que los jueces no sean elegidos. Sabemos que en las complejas democracias representativas la voluntad de la mayoría no puede gobernar siempre. Pero normalmente aceptamos que en una democracia la mayoría debería gobernar; creemos que a pesar de que son necesarias en la práctica las estructuras institucionales que aíslan a la opinión popular de los funcionarios son también indeseables en principio. Pero cuando las constituciones establecen límites al poder de la mayoría, aquella suposición democrática es dejada de lado: no se pretende entonces, que las decisiones reflejen la voluntad de la mayoría. Todo funcionario jura lealtad a la Constitución, y es así que tiene la responsabilidad de desafiar a la voluntad popular cuando las garantías constitucionales estén en juego. Pero esa responsabilidad es más vívida cuando se solicita a los jueces que evalúen las leyes promulgadas previamente; esto es, tácitamente consideradas constitucionales por otros funcionarios. Los jueces reclaman así un derecho y un deber de tomar posición frente a lo que los representantes de la mayoría consideran apropiado y en interés de la comunidad como un todo” (op. cit. pág. 44). (49) Ver BIANCHI, Alberto A., "Control de constitucionalidad", Tomo I, pág. 221, Abaco, Argentina, 2002.