Murió Carlos Páez Vilaró, que hizo de la vida un arte

25 feb. 2014 - Aquella increíble búsqueda en la Cordillera. MONTEVIDEO (De nuestro corres- ponsal).– “Carlitos Miguel Páez, mi hijo. Carlitos Miguel Páez ...
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Sociedad

| Martes 25 de febrero de 2014

Postales de una Vida fuera de lo CoMún En sus 90 años no faltaron los desafíos, los reencuentros, los viajes, pero por sobre todo los tambores del candombe, que lo llamaron hasta el último día

FoToS DE archivo

Con Picasso. Una figura que veneraba

Reencuentro. Con su hijo, tras la tragedia de los Andes

Casapueblo. Su casa y taller, hoy museo y hotel

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un artista de dos orillas | fuerte impacto en uruguay y en la argentina

Murió Carlos Páez Vilaró, que hizo de la vida un arte

Tenía 90 años y pasó sus últimas horas en Casapueblo, su hogar y su obra más emblemática; artista multifacético, le gustaba definirse como “un hacedor”; es velado en el Palacio Legislativo de Montevideo

Viene de tapa

“Hay tristeza, pero también alegría, porque se cierra una vida que se entregó por entero a la sociedad, a la gente… La gente de color de mi país lo adora, lo reflejó en el arte, en su amor por el candombe, nunca se le subió a la cabeza la calidad intelectual que tenía”, dijo Mujica anoche, mientras saludaba a los familiares. El presidente contó que en primavera tuvo “una corazonada” y fue a saludarlo por sus 90 años. Le llevó un arbolito de regalo y hablaron sobre “su peripecia por el África, sobre el candombe”, los “conflictos existenciales” y “los enamoramientos”, y también del candombe. “Era un hombre enamorado… enamorado de la vida”, dijo Mujica. Ayer fue un día de devolución de afectos, los que regó el artista a lo largo de su vida, sin distinción de ideologías ni colores. “Nunca se apartó del corazón de la gente”, dijo el ex presidente Tabaré Vázquez cuando llegó al velatorio en la Sala Mario Benedetti de la Asociación General de Autores del Uruguay (Agadu). Para hoy, el velatorio seguirá en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo y al mediodía el sepelio se hará en el Panteón de los Autores, en el Cementerio del Norte. Y anoche, mientras era velado en Montevideo, la comparsa Generación Lubola lo homenajeaba en Casapueblo golpeando con fuerza y ritmo los tamboriles. Hijo de Miguel Páez Formoso y de Rosa Vilaró Braga, “Carlitos” –como todos lo conocían– dejó unidos ambos apellidos. Había nacido el 1º de noviembre de 1923 en Montevideo y nunca tuvo profesión; el único curso aprobado fue el que le dio el diploma de “mecanografía”. Desde la playa Pocitos miraba el Río de la Plata y se tentó con ir a probar suerte a Buenos Aires. Hacia allá fue a los 17 años en los barcos que viajaban toda la noche, con la meta de llegar a La Boca de Benito Quinquela. Comenzó a trabajar en la empresa de fósforos Mantero y Balza, que estaba al final de la avenida Mitre, pegando las cabecitas de fósforo, aunque no le iba muy bien. “Era muy chambón, se me pegaban y formaba matrimonios...” Viajaba en el colectivo 8 hacia Quilmes y “les

regalaba dibujos a los peatones”. Después, entró como aprendiz en una imprenta, La Fabril Financiera, y ahí se deslumbró “con grandes dibujantes, como Dante Quinterno, Divito, Lino Palacios”. Comenzó dibujando caricaturas. Aquellos años fueron conmocionantes. “Vivía en el altillo de una pensión que estaba en Piedras 363, al lado de un club político que se llamaba El Pocho, al que había ido Juan Domingo Perón cuando era coronel”, recordaba Páez. Después se instaló en la habitación N° 18 del hotel Gloria, en la Avenida de Mayo 874, y en una academia de baile cercana fue donde nació su pasión “por dibujar en los cabarets del Bajo”. Lo llamaban “el Oriental”. Gracias a sus dibujos, entró como cadete en la agencia de publicidad Berg y Cía. y comenzó a vender sus primeras obras. Debido a problemas de salud debió volver a Uruguay, pero lo deprimió la “tremenda chatura” que percibía, como contraposición con aquella “Buenos Aires de D’Arienzo, de Paquito Bustos y otros…”. Pero algo lo ancló en Montevideo, fue el sonido de tambores del barrio de Palermo, y poco después, gracias a la hospitalidad de Juan Ángel Silva –el líder de la comparsa Morenada– pasó a tener una pieza del conventillo Mediomundo como su atelier. Y ahí se codeó con los maestros de las comparsas, con “el Macho” Lungo, la diosa Martha Gularte, “el Negro Pirulo”, doña Gregoria… Su primera exposición de negros y candombe fue en plena ciudad porteña, en la Galería Wildenstein. Páez quiso “buscar un negro más profundo” y se fue primero a Bahía y luego al África. Eran mediados de los cincuenta. Y al regreso se instaló en Punta del Este, en una torre chiquita de la Parada 3 de La Mansa. Recorrió el mundo, hizo más de 4000 obras entre óleos y acrílicos, unos 20 murales gigantes, grabados, acuarelas, entre otras obras. Tuvo una vida de gozo en el arte y también de desesperación, cuando debió buscar a su hijo, perdido en la Cordillera (ver aparte). Hace ya unos años, cuando se despidió del que le abrió la puerta al candombe, Carlos dijo con voz baja: “A esta edad, la muerte”.ß

Hace pocos días, participando de una “llamada”

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Aquella increíble búsqueda en la Cordillera Encabezó los esfuerzos por dar con el avión caído en los Andes, donde rescató a su hijo MONTEVIDEO (De nuestro corresponsal).– “Carlitos Miguel Páez, mi hijo. Carlitos Miguel Páez, mi hijo.” Dos veces, porque el periodista le pidió que leyera todos los nombres dos veces. Así, Carlos Páez Vilaró leyó el nombre de su hijo que había estado perdido en los Andes durante dos meses y medio. Estaba ahí, en Chile, porque nunca había perdido las esperanzas, pese a que las tareas de rescate habían concluido y todos creían que los jóvenes uruguayos que se habían acci-

dentado en un vuelo hacia Santiago, adonde iban a jugar un partido de rugby, estaban todos muertos. Y cuando por la porfiada búsqueda de aquellos 16 sobrevivientes lograron avisar que estaban vivos y fueron rescatados, fue Páez el encargado de leer aquella lista. Para unos, la vuelta a la vida; para otros, la confirmación de la muerte. Carlitos Miguel estaba en la lista de los sobrevivientes. El 13 de octubre de 1972, el avión Fairchild Hiller FH-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló en la Cordillera con 45 personas a bordo. Ahí viajaban los jóvenes del equipo de rugby Old Christians, de Montevideo. Muchos murieron en el accidente y algunos, en las horas

posteriores. Los 27 sobrevivientes esperaron el rescate en condiciones muy duras, por la falta de alimentos y por el frío. La búsqueda no dio resultados positivos y a los 10 días los sobrevivientes escucharon por radio que los daban por muertos. Tuvieron que buscar la forma de salir. Pero el paso de los días y un alud de nieve provocaron la muerte de varios más. Quedaron dieciséis. Carlos Páez Vilaró no se rindió. Buscó ayuda de videntes, de rescatistas, no quería volver a Montevideo sin su hijo. Pero nada, ni una señal. Los que estaban en el avión sufrían el frío, el hambre y la imposibilidad de curar heridas.

En medio de la nieve, el único alimento que tenían estaba en el cuerpo de sus amigos ya fallecidos. Y luego de rodeos, decidieron hacerlo, mientras designaron a los que conservaban más fuerzas para salir a pedir ayuda. Fernando Parrado y Roberto Canessa efectuaron un extraordinario esfuerzo, caminando en la montaña y entre la nieve, hasta que un día de diciembre lograron divisar a un arriero chileno. Parrado logró escribir un papel que tiró al otro lado con una piedra: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba y en el avión quedan 14 personas heridas”.

Carlos Páez, sin saber de esto, ya se volvía para pasar la Navidad con su familia. Pero en el aeropuerto escuchó por los parlantes: “Atención, policía, detengan a Páez Vilaró”. Era para avisarle que un arriero tenía datos de los “jóvenes de las montañas”. Salió a tomar un taxi y se dio cuenta de que no tenía dinero. El taxista no le cobró el viaje y le ofreció su billetera: “Tome lo que precise”. Pocas horas después, Carlos abrazaría a su hijo, muy desmejorado. El artista recuerda aquel momento indescriptible: “Entre Carlitos y yo estaba la luna que me miraba desde el cielo. Y yo le había chiflado detrás de la Cordillera, como para que supiera que estaba ahí”.ß

“Mi padre se fue como quería: trabajando” El recuerdo de Carlos, su hijo mayor: “No hay que lamentar nada” Carlitos Páez habla de su padre con serenidad y alegría, como si el artista multifacético hubiese emprendido otro viaje. “No hay nada que lamentar porque mi papá se fue como quiso: trabajando todo el tiempo. No paraba un segundo”, dice a LA NACION el hijo mayor de Carlos Páez Vilaró, uno de los 16 sobrevivientes de la Tragedia de los Andes, en la que un avión que llevaba 45 pasajeros a Chile se estrelló en la Cordillera, en 1972. “Él adoraba lo popular y era un loco del trabajo. Le gustaba hacer de todo. Barría la casa, se hacía la cama todos los días”, recuerda el hijo mayor de Páez Vilaró, que se dedica a dar conferencias motivacionales sobre la base de su experiencia de vida. “Mi padre estaba dibujando el boceto de un monumento para el Estadio Centenario de Montevideo inspirado en el Maracanazo [aquella victoria por 2 a 1 de la selección de fútbol de Uruguay en la final de la Copa Mundial de 1950 frente a la selección de Brasil en el Maracaná, en Río de Janeiro]”, explica Carlitos. La obra de Páez Vilaró es tan variada y prolífica, que se hace difícil elegir un trabajo. Sin embargo, su hijo no duda en responder: “Para mí, la obra más linda de papá es el mural que pintó de Carlos Gardel sobre el costado de un edificio de la avenida Figueroa Alcorta, arriba del restaurante Rond Point, en Buenos Aires”. Las enseñanzas de padre a hijo que recuerda son infinitas. “Era una excelente persona y un padre muy cariñoso. Me inculcó algunas nociones básicas para la vida que me ayudaron en los momentos más duros: todo el tiempo hacía hincapié en la importancia que tiene la puntualidad; siempre respetaba a todas las personas por igual. Su honestidad también era constante y me enseñó a terminar todo lo que había empezado”, agrega Carlitos. El tenía 18 años cuando se subió a un avión junto con sus compañeros de rugby del Colegio Old Christians, de Montevideo, y terminó luchando por su vida tras un trágico accidente en la cordillera de los Andes. Apenas se enteró de la noticia, su padre viajó a Chile, con poco equipaje, sin saber que tardaría tres meses en encontrar a su hijo. El parecía ser el único en mantener la esperanza. A los ocho días del accidente aéreo, las autoridades dieron por muertos a todos los pasajeros y tripulantes. Páez Vilaró, convencido de que su hijo había sobrevivido, reclutó voluntarios y hasta consultó videntes para internarse en las montañas en una búsqueda desesperada que dio sus frutos. Poco antes de la Navidad de 1972, Carlos Miguel Páez Rodríguez apareció como uno de los 16 sobrevivientes, en una odisea que luego sería retratada en el film Viven. Años más tarde, Páez Vilaró relató esa situación en su libro Entre mi hijo y yo, la Luna. La odisea de un padre en la tragedia de los Andes, del que se hicieron cuatro ediciones. “Me instalé en Chile los tres meses y veía a Carlitos vivo en todos lados. Le gritaba, corría a abrazarlo y no era él. Pero esa certeza y la cadena de solidaridad espiritual hicieron que lo encontrara. Los chilenos me dieron todo sin pedirme nada”, recordó en una entrevista el año pasado ß