Sebas, tu sonrisa detiene el mundo y me recuerda lo hermoso que hay en él.
I Día 1 Washington, D. C., Estados Unidos de Norteamérica Aunque realmente no tenía pruebas de que le estuviesen siguiendo, sabía que le vigilaban desde hace días. Siempre había confiado en sus instintos, y estos le indicaban que debía andarse con cuidado. Había pasado ya algún tiempo desde que llegó a la conclusión de que estaba cerca de descubrir algo verdaderamente grande. Tenía que actuar con la mayor rapidez posible, pues el éxito de su investigación clandestina dependía del factor sorpresa. Si los sospechosos descubrían que alguien andaba tras sus pasos, serían todavía más cuidadosos y sus esfuerzos estarían destinados al fracaso. Para Ramón, de natural supersticioso, ese no era un buen día para correr riesgos. Por primera vez en años se
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había levantado unos minutos más tarde que de costumbre y había descubierto que uno de sus peces dorados había amanecido muerto. Para él, esos eran malos augurios, así que decidió que lo mejor era marcharse del trabajo temprano. A las cinco de la tarde apagó la terminal que le daba acceso a la red de la Agencia y ocultó las copias de los documentos que había pensado sustraer de la oficina en una gaveta con llave dentro de su pequeño despacho. Desde que había sido trasladado a una posición meramente administrativa, le había resultado mucho más difícil investigar los vínculos del capo Robert Gordillo con la agencia, pues los permisos que había tenido como asistente especial del difunto director de la Drug Enforcement Administration (más conocida por sus siglas, DEA), Wilson P. Ramsfeel, le habían sido retirados. De todas maneras, y pese a que todavía no tenía ninguna evidencia sólida, cada día estaba más convencido de que los vínculos de ese narcotraficante con la DEA y el Departamento de Justicia no murieron con su antiguo jefe y su grupito de agentes corruptos. En teoría, la DEA y el Federal Bureau of Investigation (FBI, por sus siglas en inglés) habían realizado una exhaustiva investigación en la que se vieron implicados numerosos funcionarios —incluido él mismo— con el fin de determinar el nivel de infiltración de la gente de Gordillo en la agencia antidrogas estadounidense. Aunque en su caso se resolvió que no tenía nada que ver con la agenda ilegal del director Ramsfeel y los agentes que, entre otros múltiples delitos, incriminaron en su día a la exagente de la DEA Tanya Dawson-Mayora para exculpar a Gordillo, a Ramón Valenciano-Montante le
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pareció que la nueva administración no tenía la intención de profundizar demasiado en ese tema. «La reputación de la DEA ha sufrido su mayor revés en la historia. Debemos cuidar nuestra credibilidad, pues de lo contrario nuestra labor se haría imposible de cumplir», dijo el sustituto de Ramsfeel en la sola ocasión en que Ramón se reunió con él para ponerle al día de los asuntos que estaba manejando con el fallecido director. Fue la única vez que le vio, y unos días después le informaron que sería asignado a labores de segundo nivel. Ramón era del tipo esbelto, en la treinta, muy pulcro y elegante en su vestir y extremadamente organizado. En eso se parecía mucho a su antiguo jefe, el director Ramsfeel. Sus padres habían nacido en Estados Unidos, pero sus abuelos paternos eran de Chile, y de Colombia los maternos. Hablaba con fluidez el castellano, y desde niño sus padres se habían ocupado de que por lo menos cada un par de años visitara a sus familiares sudamericanos y apreciara sus raíces. Llevaba en la DEA casi desde que terminó sus estudios de Finanzas en la universidad, pues apenas duró unos meses en una mediana firma de corredores de bolsa de Wall Street antes de que fuera reclutado por la DEA. En aquel momento, la agencia buscaba gente que pudiera rastrear el dinero del narcotráfico, y los profesionales con más experiencia que Ramón ya estaban ganando demasiado dinero como para deberse al servicio público y sus modestos salarios. De todas formas, la idea de poder cambiar el mundo fue lo que realmente hizo que aquel joven analista financiero decidiera que luchar contra las drogas era algo mucho más elevado que dedicarse a hacer más ricos a los que ya tenían más que de sobra para vivir.
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Al cabo de un tiempo, sus innegables habilidades y fama de hombre discreto hicieron que sus superiores en la agencia se fijaran en él. Esa tarde, como muchas otras, Ramón tomaría el metro hacia su apartamento. Antes de bajar a la estación del tren, entró en la cafetería que solía frecuentar a tomar un poco de té para calentar su organismo y calmar los nervios que le acompañaban en los últimos días. Al pararse frente al mostrador, la dependienta, que ya le conocía, le recibió con una sonrisa y le indicó que en un momentito le entregarían su bebida. Menos de un minuto después, un señor muy pequeño con un uniforme del establecimiento que parecía ser un par de tallas más grande de la suya, le entregó el vaso de cartón con una carita feliz dibujada con un rotulador y, con una sonrisa en los labios, le dijo «Disfrute su bebida, señor». Tenía un rostro desconocido para la memoria entrenada de Ramón. «Barista nuevo», pensó. Lo miró un instante mientras le daba las gracias y tomó su té. Tras caminar medio bloque, llegó a la entrada del metro y bajó por la escalera que conducía al andén subterráneo. Por su lado pasaban, a ritmo acelerado, docenas de personas que salían de los establecimientos comerciales, turistas y, por supuesto, numerosos funcionarios que habían cumplido su jornada en alguna de las numerosas oficinas del gobierno federal que había en las inmediaciones. A ratos, Ramón daba sorbos al humeante líquido verde que llevaba en su mano. Como siempre, Ramón iba impecablemente vestido, con un abrigo ligero, pero de innegable elegancia. Cuando terminó de descender a la estación, una mujer le pisó los lustrados zapatos y otra persona que venía detrás
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chocó contra él. No bien la mujer le pidió disculpas, Ramón se dio la vuelta para ver quién le había empujado por la espalda pero, fuese quien fuese, ya no estaba. «¡Esto es D. C.!», se dijo resignado. Diecisiete minutos después, el tren lo dejaba a menos de tres bloques de su apartamento. Una vez dentro de su piso, volvió a echar los tres cerrojos de su puerta con cuidado, corrió un pesado pestillo que completaba la seguridad de la vivienda y se dirigió a la cocina, la cual lucía impecable, como si nunca hubiera sido usada. Ramón se detuvo un instante frente de la campana de grasa; luego introdujo su brazo derecho por dentro de la estructura metálica y buscó a tientas. Al retirar el brazo, su mano sujetaba una pequeña bolsa de plástico con un teléfono móvil en su interior. Sacó el aparato, lo encendió y escribió un mensaje de texto: «Debemos hablar. Nos veremos en Nueva York en cuatro días. Las cosas se están complicado. Creo que todos corremos peligro. Nomar». Envió el mensaje. Se quedó observando la pantalla del aparato por unos instantes, como si esperase una respuesta inmediata a su mensaje. Al parecer, el destinatario no estaba disponible en ese momento. Volvió a meter el aparato en la bolsa y lo volvió a colocar en su escondite. Ya lo revisaría luego. Todavía en la cocina, se quitó el abrigo, pues ya sentía bastante calor. Fue hasta el refrigerador a buscar una cerveza baja en calorías para tratar de mitigar un calor que se iba incrementando vertiginosamente. Para cuando Ramón agarró el botellín, ya sudaba copiosamente y sentía un agotamiento tremendo, como si acabase de
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correr un maratón. Dejó la cerveza en la encimera de la cocina y comenzó a desabotonarse la camisa. «Algo no va bien», se dijo mientras descubría aterrorizado que le faltaba el aliento al realizar el más simple gesto. Sintió un fuerte dolor en el pecho y empleó sus últimos instantes de consciencia en sacar el móvil de su bolsillo. Con la vista nublada marcó: nueve, uno… El corazón se le apagó antes de oprimir el último dígito del número de emergencias. Lo primero que tocó el suelo fue el aparato, que rebotó un par de veces antes de que el cuerpo de Ramón Valenciano-Montante cayera estrepitosamente, unos segundos después, en el piso de cerámica italiana de la cocina de la que fue su vivienda en los últimos años. El cadáver de Ramón quedó allí tirado, con la camisa a medio quitar y un rictus de dolor fijado en el rostro.
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