Los cuentos de la prensa romántica española (1830-1850): Clasificación temática Borja Rodríguez Gutiérrez
Los años 1831-1850, años del desarrollo del romanticismo en España, son también, según coinciden los diferentes historiadores de la prensa española, los años de desarrollo y expansión de los periódicos en el país. El ciudadano madrileño, que en 1831 apenas disponía de dos títulos de prensa publicados en la capital, tenía a su disposición 60 en 1841 y nada menos que 111 en 1850. El cuento es uno de los elementos básicos de las publicaciones periódicas de la época. Para realizar este trabajo hemos recogido 908 cuentos publicados de 1831 hasta 1850. La distribución por años es la siguiente: 1831 (29 cuentos), 1832 (16), 1833 (8), 1834 (11), 1835 (23), 1836 (18), 1837 (99), 1838 (42), 1839 (82), 1840 (102), 1841 (65), 1842 (18), 1843 (65), 1844 (37), 1845 (46), 1846 (68), 1847 (48), 1849 (47) y 1850 (24). Mariano Baquero Goyanes, en su estudio sobre el cuento en el Siglo XIX (1949) divide los cuentos en las siguientes categorías temáticas: legendarios, fantásticos, históricos y patrióticos, religiosos, rurales, sociales, humorísticos y satíricos, de objetos y seres pequeños, de niños, de animales, populares, de amor, psicológicos y morales y trágicos y dramáticos. Esta clasificación es excesivamente amplia y crea quizás más problemas que ventajas para el estudio. Sobre la base de las indicaciones de Baquero he reducido las tendencias temáticas principales que aparecen en los relatos de esos años a siete
principales: cuentos histórico-legendarios, cuentos fantásticos, cuentos humorísticos, cuentos costumbristas, cuentos amorosos, cuentos morales y cuentos de aventuras.
Cuentos histórico-legendarios Los cuentos histórico-legendarios, son, con mucho, los más cultivados (38,24%). Reúno en un solo grupo los cuentos que se desarrollan en un ambiente histórico sin entrar a valorar que el tema se apoye en elementos históricos —2→ ciertos o puramente legendarios. De hecho, no hay que esperar de los autores de los cuentos una información histórica previa muy profunda. En la mayoría de los casos los datos históricos son muy escasos y se reducen a elementos ambientales y a veces puramente decorativos. El cuento histórico no tiene existencia en Cartas Españolas (1831-1832) y muy escasa en el Correo de las Damas (1833-1835). Son los relatos de El Artista (18351836) los que consolidan la temática histórica del relato breve. A partir de la fecha de El Artista el relato histórico se desarrolla con fuerza y éxito, hasta convertirse en el tema predilecto de los cuentistas románticos. Pero conviene advertir que la novela de temática histórica ya había dado para ese año de 1835 muchos de sus frutos. Desde el Ramiro, Conde de Lucena de Rafael Húmara y Salamanca (1823), habían ido apareciendo distintas obras del género. El Doncel de Don Enrique el Doliente de Mariano José de Larra es de 1832, y Sancho Saldaña de José de Espronceda, de 1834. Lo cual significa que el cuento histórico no se anticipa en absoluto a la novela, ni sirve para experimentar posibilidades luego abordadas por la narración larga. Nace cuando la novela ya ha explorado, probado y arriesgado y desde un principio se revela como más tradicional y prudente: su concepción de la historia en la narración es la de un marco en el cual situar una serie de aventuras, las más de las veces trágicas y amorosas. En su mayor parte podemos definir el cuento histórico romántico como un relato que se centra en una historia de amor que acaba con la muerte de los enamorados o de uno de ellos, víctimas de una oposición paterna o familiar, de los celos de un rival, o de un destino trágico y a menudo caprichoso, no tanto por la crueldad de un mundo o de una sociedad injusta, como por la propia impericia o capricho del autor. En el cuento histórico romántico la función del extrañamiento temporal es la de presentar un marco exótico, en el que las acciones violentas que dan lugar a la tragedia sean más naturales, y que proporciona nombres famosos que usar como adorno o referencia de las desventuras de los protagonistas. Es revelador de la evolución de las revistas románticas hacia un mercado familiar, burgués y conservador ver como se va diluyendo en el tiempo el tema de la oposición paterna a los amores, hasta casi desaparecer a la altura de 1840. En los comienzos del tema, en algunos relatos de El Artista nos encontramos con la figura paterna símbolo de la autoridad, oponerse al amor de los jóvenes, adoptando una posición irrazonada y brutal. En Abdhul-Adhel, el Mantés de Luis González Bravo (El Artista, 1835) esta autoridad paterna es reforzada con la política y religiosa. El Inquisidor Meneses es padre (ignorado) de un morisco rebelde, Abdhul y tío de su enamorad cristiana y es
causa de la muerte de los dos. El hecho de que el hijo de un sacerdote cristiano y de una —3→ bella gitana se convierta en líder de la revuelta de los moriscos es una buena muestra de la coherencia interna de algunos relatos románticos También causa la muerte de los enamorados Reduán, el moro padre de Zaida, la infeliz amante de Ramiro, protagonista del cuento del mismo título de Eugenio de Ochoa (El Artista, 1835) La figura de Reduán no está tan recargada como la del Inquisidor padre de Abdul, pero comparte con él su implacabilidad: la felicidad de su hija no es suficiente motivo para dejar de ejecutar su venganza y desde el principio del cuento aparece como un espectro agorero que avisa al lector del triste destino de Ramiro. Pero a partir de aquí resulta más difícil encontrar figuras paternas tan negativas o tiránicas. Las revistas se han lanzado con armas y bagajes a la conquista del público familiar y para ello proclaman en voz muy alta y todas las veces que pueden su vocación moral y educadora y su rechazo de lo más extremo del romanticismo. En palabras de Salas y Quiroga en la presentación del primer número de su No Me Olvides: «esa ridícula fantasmagoría de espectros y cadalsos, esa violenta exaltación de todos los sentimientos, esa inmoral parodia del crimen y de la iniquidad, esa apología de los vicios». Sin duda uno de esos vicios que Salas y Quiroga, y con él todos los editores románticos, quieren evitar es la puesta en solfa de la autoridad paterna y por eso es cada vez más y más raro encontrar un padre negativo (la madre nunca lo es) y causante del destino trágico de los enamorados. Puestas así las cosas los autores van buscando otros obstáculos a los amores que posibiliten las tristes historias de enamorados en ambientes históricos que tanto éxito tienen en esos años. Es ya muy complicado presentar al padre como el villano con un argumento mínimamente lógico, sin poner en cuestión la santidad de la familia y se buscan otros opositores a los enamorados. A partir de 1840 es muy difícil encontrar oposición paterna a la pareja de enamorados. A partir de esa misma fecha, como veremos después también va a desaparecer casi totalmente la figura del rey malvado. Los dos símbolos de la autoridad: padre y rey pasan a ser preservados por los escritores de las revistas de la década de 1840. La autoridad ya ha dejado de ser criticada y atacada; es el momento de ensalzarla y glorificarla en bien de la moral. Otros parientes toman el lugar del padre. Hermanos, primos y tutores ocupan el lugar del opositor, sin riesgo de ver disminuida la figura del cabeza de familia. En «Fundación del Monasterio del Parral» (Semanario Pintoresco Español, 1838) es un hermano malvado y rencoroso, que acaba asesinando a su hermana por odio al amante. En «La Casita de Randa» de Antonio Montis (La Palma, 1840) es un hermanastro del protagonista masculino el que se opone egoístamente a la felicidad de los enamorados. Este progresivo alejamiento del opositor al amor del núcleo central de la sacrosanta familia es muy —4→ evidente en el caso de «El Castillo de Tancarville» (El Renacimiento, 1847) de José Heriberto García de Quevedo, un escritor con una increíble facilidad para amontonar tópicos y que sustituye al padre por un tutor, malvado y lujurioso, que pretende ultrajar la inocencia de la joven, con lo que los enamorados además de defender su amor, defienden la pureza de la protagonista, en una aventura estrictamente moral, tradicionalista y católica, publicada, esas son las contradicciones
del romanticismo hispano, en una revista dirigida por Eugenio de Ochoa y Pedro de Madrazo y que pretendía ser la continuación de El Artista. Por lo tanto, no es raro, tampoco, encontrar narraciones históricas en las que se predique el sometimiento de los enamorados a la autoridad paterna, o incluso, en que la causa del desastroso final sea precisamente la desobediencia filial. Es el caso del relato de El Artista más claramente incardinado en las tesis del romanticismo tradicional, debido, no es sorprendente, a la pluma de José Zorrilla: «La Mujer Negra o Una Antigua Capilla de Templarios» (1835). Los vecinos de Torquemada cuentan que una mujer de negro entra todas las noches en una vieja capilla en la cual se cree que hay fantasmas. Un ermitaño decide investigar lo que pasa. Se esconde en la capilla y ve entrar a una mujer de negro. Se trata de Inés Chacón que a causa de un amor prohibido ha sido causa de la muerte de su padre. Abandonada por su amante viene cada noche a rezar ante la tumba de sus abuelos y a pedir el perdón de su padre. En esto una figura aparece. Se trata del padre de Inés que ha sobrevivido. Inés a pesar de las palabras de consuelo y perdón de su padre muere al caer desvanecida y estrellarse su cabeza contra el sepulcro y el padre se suicida después de la muerte de su hija. El crimen de Inés, la desobediencia de la autoridad paterna, ha sido demasiado grave y a pesar del perdón paterno, no consigue el perdón del autor. Zorrilla pone aquí los elementos típicos del ambiente romántico: escenas nocturnas, subterráneos, fantasmagorías, tumbas..., al servicio de un mensaje conservador. El sometimiento del amor a la autoridad paterna, visto desde la perspectiva conservadora es recompensado con un final feliz: es el caso de «Ángela» de Miguel González Aurioles (La Alhambra, 1840) y sobre todo de un relato de Juan Eugenio Hartzenbusch: «La Reina sin Nombre» (Mil y Una Noches Españolas, 1845). Recesvinto, arriano y príncipe heredero de los godos, hijo del rey Quindasvinto, se casa con una cristiana, Floriana, contra la voluntad de su padre. Para probar el amor de Floriana, Quindasvinto crea una complicada intriga y hace jurar a Recesvinto que se mantendrá apartado de su esposa. Froya, un rival de Recesvinto por la corona, se enamora de Floriana y reclama al Rey que Recesvinto cumpla la promesa de matrimonio a su hermana Teodosinda. El matrimonio es anulado y Florinda condenada a ser esclava de Teodosinda. —5→ Al final Froya muere a manos de Recesvinto, Teodosinda se suicida después de fracasar en su intento de envenenar a Floriana y los dos esposos se reúnen después de haber demostrado Floriana su humildad y fortaleza ante la adversidad y Recesvinto la obediencia extrema a las órdenes de su padre. Cuesta creer que el autor que nos propone estos modelos de obediencia filial y de la subordinación del amor al deber sea el mismo que puso en boca de Marsilla una negativa tajante cuando su padre le pide que renuncie a su amor por Isabel. Marsilla responde a su padre: «Es sacrílego, es injusto» cuando se le quiere obligar a olvidar su amor por Isabel, que en ese momento ya se ha casado con otro hombre. Y se niega a aceptar no sólo la autoridad paterna sino el sacramento del matrimonio. Recesvinto, en cambio, es incapaz de desafiar la autoridad paterna, aunque sea para defender a su legítima esposa. ¡Bien has cumplido mis órdenes! -Prosiguió Flavio [Quindasvinto] dirigiéndose a su hijo.- Has pretendido ocultar de mis ojos a tu víctima y has quebrantado el arresto
en que te puse. Vete de aquí. ¡Señor! -replicó el príncipe con una arrogancia que jamás se había visto en él en presencia de su padre.- Yo necesito defender a... A mi esposa iba a decir, pero una mirada fulminante de Flavio y la palabra ¡SILENCIO! pronunciada de una manera indefinible le forzaron a callar. -Te he dicho que te retires. Obedece -Añadió, acercándose a él. Era irresistible esa expresión en boca de Flavio. Su hijo tuvo que salir de la estancia. (Los subrayados son nuestros)
Ninguna expresión habría sido irresistible para Marsilla en boca de su padre; nada le habría forzado a callar, si para ello hubiera tenido que renunciar a su amor. Recesvinto por el contrario calla, renuncia y se somete. Por respetar la autoridad paterna llega hasta el extremo de renunciar a su legítimo matrimonio y a traicionar la verdadera religión. (Floriana es cristiana y Recesvinto arriano. En los cuentos históricos románticos las conversiones son casi siempre hacia el lado más conveniente, o sea el cristiano y católico). La autoridad paterna llega aquí a su punto más alto de sublimación. Para acentuar la tendencia moralizante que ha adoptado Hartzenbusch, tanta obediencia es adecuadamente recompensada: el matrimonio de Floriana y Recesvinto es bendito por el padre al final de relato, esa unión provoca la reconciliación entre los dos pueblos, romano y godo y la llegada al trono de la religión cristiana ortodoxa. Comenta Picoche, a propósito de «La Reina sin Nombre» que «con la prueba terrible a la que se somete la futura reina para saber si era digna de casarse con el príncipe se da a los lectores una gran lección de moral» (Picoche, 1988, 106). Efectivamente, así es, pero una moral eminentemente tradicionalista y conservadora, en la cual la obediencia a las órdenes paternas se convierte en un eje fundamental. Hartzenbusch, reitera —6→ esta idea en «Historia de dos Bofetones» y en «El Mercader de la Calle Mayor». En la primera de las narraciones la no obediencia a la madre por parte de una hija lleva a la deshonra, la prostitución y la muerte; en la segunda es el padre quien tiene que intervenir para conseguir la felicidad de una hija que se ha deshonrado por un amor imprudente. La existencia de un rival en los amores de los protagonistas es otro de los obstáculos que provocan la tragedia en los cuentos históricos. El rival es siempre masculino, de acuerdo con la concepción que la mayoría de autores tienen de la mujer como una figura inerme, más objeto que sujeto del sentimiento amoroso. Pero esa rivalidad no afecta al matrimonio. El adulterio es un tema tabú para los cuentistas de las revistas y es inútil buscar en el universo de la narración breve un personaje que, como el Macías de El Doncel de Don Enrique el Doliente, pase por encime de las convenciones y los sacramentos por realizar su amor. El adulterio, cuando
se menciona, aparece tan solo como posibilidad que nunca llega a realizarse pero que pese a todo es la causa de la tragedia. Tal es la situación de «Fasque Nefasque» (Biblioteca Romántica Moderna, 1837) de Manuel Milá y Fontanals, en la que el erudito catalán se dedica a pintar con detalle un personaje, Bernardo, con detalles del más caracterizado satanismo romántico. Huberto está de caza y salva la vida de un paje. Este le mira de manera extraña y se va sin hablar palabra. Cansado, viendo que llega la noche, se echa a dormir en las ruinas de una iglesia. Cuando está dormido llega Bernardo y encuentra una flecha ensangrentada de Huberto. Cree que se trata de una flecha de su paje, Hernán, al que ha encargado matar a Huberto. Pero el paje, que es el que Huberto ha salvado, no lo ha hecho. Bernardo espera a Josefina, la esposa de Huberto y piensa en disfrutar aún más haciendo el amor junto al cadáver de Huberto y al durmiente Hernán (que en realidad es el propio Huberto). Llega Josefina, pero el sonido de un lejano coro de niños le hace abandonar a Bernardo y el adulterio no se consuma. Despierta Huberto y dispara su flecha oyendo un ruido y hiere de muerte a Bernardo. Bernardo en el último momento de su vida acusa a Josefina de adulterio para vengarse. Cuando Huberto se va, Bernardo agonizante dice: -Otro crimen más y no estaré aligerado en presencia de Dios por un solo instante de remordimiento. Bien, llamaré a Huberto y le diré que estoy loco y que no me crea. Si no me oye mejor, entonces no seré ya responsable de una desgracia que no habré podido impedir y quedaré con el placer de la venganza. (Levántase para llamar a Huberto, pero vacila y muere).
Otras veces la trágica muerte de los enamorados es obra de un destino fatal. En algunos casos este destino está bien ensamblado en la historia y produce —7→ cuentos muy estimables como «Conrado» de Clemente Díaz (Semanario Pintoresco español, 1839) en el que, curiosamente, este significado antirromántico, consigue una de sus mejores narraciones con una historia llena de romanticismo hasta decir basta (amantes perseguidos por un poder injusto, escenas nocturnas y tenebrosas, cadáveres que aparecen sorprendentemente, contrastes brutales entre lo exquisito y lo grosero, crímenes aborrecibles y suicidio final junto al cadáver del ser amado.) Los amantes que no son destruidos por la oposición paterna, por los rivales, o por el aciago destino, pueden encontrase con un enemigo más temible: el rey. El rey representa en el estado la misma autoridad que el padre en la familia y su evolución es paralela. Al principio es uno de los personajes esenciales del cuento romántico tanto para oponerse a la pareja de enamorados, como para dominar el relato con su capacidad para el mal aunque en éste el tema del amor perseguido no sea el dominante. Pero conforme se va acercando la década de 1840 la figura va desapareciendo y la autoridad deja de tener el aspecto negativo que ha tenido en la década anterior. Tanto es así que cuando en 1846, el futuro folletinista de éxito, Torcuato Tárrago y Mateos publica uno de sus primeros relatos («León el armenio», La Esmeralda, 1846) se remonta hasta el imperio Bizantino para poder presentar un malvado rey que no tuviera conexiones con la historia de España.
Los árabes son un buen recurso para situar un rey malvado y cruel. Boabdil ejerce esa función en varios relatos: «Ramiro» de Eugenio de Ochoa (El Artista, 1835), «El Ciprés del Generalife» de Luis de Montes (La Alhambra, 1839) y «Aben-Hamet» (El Panorama, 1841). Pero el rey malvado preferido por los románticos es desde luego Felipe II. La figura malvada que presenta Patricio de la Escosura en su novela sobre el tema del pastelero de Madrigal, Ni Rey ni Roque, es reproducida con entusiasmo por los cuentistas románticos. En 1840 Francisco Zea (que firma con el seudónimo de «El Bachiller Sansón Carrasco») publica en El Panorama tres excelentes relatos centrados en el malvado y tenebroso rey. «El Cubo de la Almudena», «La Muerte de la Reina» y «Tío y Sobrino, Felipe II de España y Sebastián de Portugal». El primer relato se centra en la historia de Felipe II y Don Carlos. Felipe II está presentado con detalle. Se insiste en su crueldad (se cuenta la ejecución de un niño recién nacido en la hoguera) en su hipocresía y en su implacabilidad. La muerte de Don Carlos es presentada como un envenenamiento llevado a cabo mediante el agua bendita que le daba para exorcizarle el Cardenal Espinosa. También se asesina a la amante de Don Carlos. Las otras dos historias insisten en lo infame del carácter del rey, siempre malvado, cobarde e hipócrita. La desaparición del rey malvado es pareja a la aparición del personaje del rey benéfico y justo. El momento temporal es el mismo, finales de la década —8→ de los treinta y toda la década de los 40. Así, por ejemplo, en 1839 nos encontramos con el valor y la decisión de Sancho el Bravo de Castilla («Don Sancho el Bravo», El Panorama, de Francisco Zea, el mismo autor que con tanta saña criticaba a Felipe II), en 1840 con la caballerosidad de Alfonso XI de Castilla en «El Caballero Negro» (Semanario Pintoresco Español), y en ese mismo año con el sentido de la justicia de Fernando III el Santo en «García Pérez de Vargas» de Francisco Fernández Villabrille (El Panorama), a la altura de 1844 con la generosidad de Pedro el Cruel en «El Alcaide del Castillo de Cabezón» de Miguel López Martínez (Semanario Pintoresco Español), en 1847 con la lealtad de Alfonso VI en «El Caballero sin Nombre» de Francisco Navarro Villoslada (El Siglo Pintoresco) o en 1848, con la moderación, la dignidad, la honestidad, la prudencia y la castidad de Carlos I en «El primer amor de un rey» (El Laberinto). Cuando los relatos históricos no se centran en la pareja de enamorados, ni en la figura del rey es porque se dedican al otro gran tema romántico: el del artista. La recreación de la vida de artistas célebres es una de las posibilidades más repetidas por los autores de esos años. Si además esos autores tienen una vida desgraciada por causa de la maldición del genio o por el destino del artista, o bien se han revelado como artista a pesar de la hostilidad del mundo, gracias a su talento, el tema se vuelve fascinante para los autores románticos. Sobre el tema de la desgracia del genio versan «Los Dos Artistas» de José Bermúdez de Castro (El Artista, 1835) en el que un viejo y cansado Cervantes convence a un joven Velázquez para que no abandone la pintura y culmine un cuadro: El Aguador de Sevilla. A lo largo de todo el relato campea la visión romántica del artista. Cuando los autores románticos presentan relatos sobre el artista llevan a cabo una transformación de la realidad histórica que ya ha sido mencionada en relación con la novela histórica: presentan problemas contemporáneos con vestidura histórica. Los
ilustres de la pintura, la música o la literatura que aparecen en estos relatos históricos sobre artistas, son románticos en su concepción de la vida y en sus manifestaciones ante ella. Puede comprobarse en la descripción que hace Bermúdez de Castro del pintor y del escritor. ¡Oh! Era ciertamente un espectáculo digno de ser mirado, la reunión de aquellos dos hombres, el uno entrando en la vida, el otro saliendo de ella, el uno todo esperanzas, el otro todo memorias, y ambos combatiendo con el destino, ambos mirándose con ojos que dejaban ver un alma ardiente, un genio de fuego, una imaginación volcánica, una vida que el entusiasmo gasta como una lima de acero; y esto a través del prisma del porvenir de la juventud y el velo de lo pasado de la vejez. ¡Ah! Quien los hubiera visto no los hubiera equivocado con almas —9→ vulgares y hubiera dicho: o hay mucho bien o mucho mal dentro de esas cortezas de carne: o hay un cielo o hay un infierno
O el monólogo en que Cervantes se pinta a sí mismo y su búsqueda de la gloria: -¡Verdad! Verdad. Estoy pobre, olvidado, enfermo, perseguido... ved mi gloria. ¡Esa mujer ingrata que yo he adulado, acariciado y contemplado tanto! [...] Y los sueños de amor y felicidad, y los personajes que yo he creado como un Dios con sus virtudes, sus caracteres, sus pasiones, buenos o malos, a mi antojo, esos personajes que amo como a mis criaturas, esas obras que son mis hijas, esos ratos de ilusión y delirio, esas delicias celestes, ese vuelo delicioso, vago, libre como el aire, esos mundos donde vivo, dime: ¿no compensan todas las penas, todas las desgracias de la vida? Dime ¿quién me los quitará? ¡Qué vale la gloria de los hombres junto a las creaciones, a los placeres de un Dios!
El mismo Bermúdez de Castro queda arrebatado de entusiasmo ante el vibrante discurso del anciano poeta. Las arrugas profundas de su frente se habían desplegado, sus ojos brillaban con el doble fuego de juventud y entusiasmo, su cabeza noble, erguida, de mirada desdeñosa, que parecía medir la tierra con el centro del cielo... no era un hombre, no: era un genio, un Dios: más que eso era el poeta, el verdadero poeta inspirado.
Bermúdez de Castro, nos presenta en este cuento la visión bifronte del artista que tienen los escritores románticos: por un lado hombre superior, por otro, hombre desgraciado. La razón de la superioridad y su desgracia es la misma: el genio que le obliga a ejercer su arte, a pesar de todo y de todos. Pero el romanticismo conservador que pronto iba a imperar no podía consentir que la causa de esta desgracia fuera una sociedad injusta y, la desgracia del genio, no se aborda como una lucha entre individuo y sociedad, sino como una maldición intrínseca a la calidad del genio. Eso ocurre en «El Pintor y el Músico» de Luis de Montes (La Alhambra; 1839) en el que un joven pintor asiste a las últimas horas de Luwdig van Beethoven, o en «Los Tres Genios» de José Muñoz Maldonado (El Panorama, 1841; reeditado en La Alhambra el mismo año) en el que Camoens primero, y Zurbarán después mueren en un hospital maldiciendo el genio que les llevo al desastre, ante la incomprensión de un joven Murillo, que está dispuesto a sacrificarlo todo por la gloria. Al fondo de todas estas historias hay un elemento común: la necesidad que hay, desde una perspectiva conservadora, de exculpar a la sociedad en el tratamiento de la figura del artista. El enfrentamiento entre el artista romántico, genial, semejante a un Dios, como antes veíamos decir al Cervantes que imaginaba José Bermúdez de Castro en El Artista y la sociedad, hostil, negativa, injusta, es la causa de los infortunios del creador original. Pero desde una perspectiva burguesa, acomodaticia, de satisfacción con el mundo y con la —10→ sociedad que rodea al escritor, con la actitud, en fin, de la mayoría de los autores del romanticismo conservador, no es posible presentar una sociedad injusta y hostil. El estereotipo del artista desgraciado sigue manteniéndose pero es necesario buscar otras causas. Como resumen podemos decir que el relato histórico romántico toca básicamente dos temas: la lucha por la realización del amor de dos enamorados y la vida del artista. El primer tema acaba por regla general en tragedia, en un primer momento (hasta 1840) por la enemistad de los poderosos (padre, rey) y en un segundo momento por causas diversas que exculpan a los elementos fundamentales del statu quo. Paralelamente a esta evolución se produce una progresiva desaparición de la figura del rey malvado, uno de los enemigos principales de los enamorados protagonistas y aparecen, cada vez en más cantidad, relatos de glorificación del papel real. El otro tema, el del artista, experimenta una situación parecida, en la que el enfrentamiento entre sociedad y artista se va diluyendo, hasta conseguir relatos en los que el artista, gracias a su talento, se integra perfectamente en la sociedad
Cuentos fantásticos El tema fantástico ha sido objeto de mucha atención en los últimos años. No obstante, no es la temática fantástica particularmente cultivada dentro del romanticismo español y se encuentra por detrás de la histórica, desde luego, pero también de la humorística, de la amorosa, e incluso de la moral, con un 8,02% de los cuentos publicados. Todos los trabajos que en los últimos años han tratado el cuento fantástico romántico, tanto desde el punto de vista del análisis de los relatos (Trancón Lagunas,
1992, 1993, 1997) como abordando el tema de la recepción de esos relatos en la prensa contemporánea (Roas, 1995; Romero Tobar, 1997) han coincidido en la relación del cuento fantástico español, con la literatura alemana y muy en especial con la obra de Hoffmann. Relación que se produce de forma particularmente intensa en los cuentos de El Artista, revista en la que tienen una importancia particular los cuentos fantásticos. Montserrat Trancón, que es quien más a fondo ha estudiado el cuento fantástico español, maneja un universo de cuentos que no coincide cronológicamente con nuestra historia: unos trescientos cuentos publicados entre 1828 y 1868. En estos cuentos encuentra cinco temas básicos: fantástico-religioso, premonición que se cumple, aparición sobrenatural, pacto satánico y objetos que cobran vida o bien tienen un carácter sobrenatural. (1993; 95-96). —11→ Por nuestra parte, el análisis de los cuentos fantásticos del período 1800-1850 nos lleva a la conclusión de que la forma de afrontar el hecho fantástico en el relato provoca grandes diferencias entre unos cuentos y otros. En nuestra clasificación los cuentos fantásticos de la primera cincuentena del XIX se pueden agrupar en las siguientes manifestaciones: cuentos en los que la fantasía es un elemento constituyente del relato, aunque al final del cuento se da la auténtica explicación de la historia que es racional y realista; cuentos oníricos, en los cuales normalmente no se desvela hasta el final su calidad de sueño; cuentos en los que la fantasía se utiliza como un medio de impartir moral; cuentos infantiles con elementos fantásticos; cuentos populares con elementos fantásticos; cuentos humorísticos con elementos fantásticos; cuentos fantásticos de tipo maravilloso-cristiano; cuentos de aventuras fantásticas y cuentos de fantasía terrorífica. Para muchos estudiosos del cuento fantástico probablemente sólo las tres últimas categorías se podrían considerar propiamente hablando cuentos fantásticos, pero en nuestro estudio hemos agrupado aquellos cuentos en los que hay elementos fantásticos, sean del orden que sean. El primer grupo, como hemos dicho son aquellos cuentos en los cuales hay una explicación racional que aclara todo el ambiente de fantasía que ha campeado a lo largo del relato. Tal es el caso de «El Espectro» (Liceo Artístico y Literario; 1838). En la desembocadura del Guadalquivir, en las ruinas del castillo de Santa Eulalia se produce el hallazgo de un ataúd con un manuscrito de donde el autor ha sacado esta historia. El Conde de Santa Eulalia es un borracho impenitente pero su hija Eulalia lo disimula y hace creer a todo el mundo que su padre no aparece apenas en público porque se dedica a la alquimia. El conde decide casar a su hija con el joven Fernán Núñez. Eulalia, está enamorada de García un joven paje enfermo que ella oculta en una habitación del castillo. Ambos enamorados se juran amor eterno para siempre. Tiempo después un peregrino llega al castillo que está abandonado y se entera de que el conde murió de manera misteriosa y que su hija apareció muerta el mismo día de la boda antes de casarse. Desde entonces el castillo está habitado por los fantasmas. El peregrino decide pasar la noche allí y ve un fantasma al que persigue. Al final el peregrino resulta ser García y el fantasma es Eulalia que no ha muerto y que se finge fantasma mientras espera el regreso de su amado. El cuento está contado a través de una serie de escenas: presentación de los personajes; diálogo entre García y Eulalia; diálogo entre el peregrino y una pueblerina que le cuenta los sucesos que han ocurrido; encuentro de García y Eulalia y resumen final.
El cuento insiste en todos lo elementos que rodena a la fantasía más típica del romanticismo: castillos en ruinas, ambientes nocturnos, forasteros misteriosos, revelación de identidad, etc. Incluso la explicación al principio del relato de la —12→ historia del manuscrito hallado, aumenta la impresión de misterio del cuento, misterio que queda roto por la revelación de la estratagema de Eulalia y que permite un final gozoso y feliz, no habitual en los cuentos fantásticos. Los cuentos oníricos son aquellos en los que la narración es un sueño del protagonista. Aunque sin duda hay alguna relación con los sueños morales tan en boga en la centuria anterior y alguno de ellos como «Amor en el infierno» de Tomás Aguiló (La Palma, 1840) tienen una clara intención moral (y en este caso católica), son en general un vehículo para la libertad creadora del autor, que en el caso del sueño, se mueve con más libertad para presentar motivos aparentemente absurdos o inmotivados. Eso ocurre en «La vista nocturna» (El Iris, 1841; Semanario Pintoresco Español, 1848) de Félix Espínola, en la que un diablo, desvergonzado y grosero se mete en la casa de un burgués vasco y hace un enorme destrozo en su despensa. El sueño también es un elemento útil para la resolución del relato «La Capa Roja. Cuento Nocturno» (El Panorama, 1839) en el que el cadáver de un ahorcado persigue obsesivamente al protagonista a lo largo de una noche. El hecho de que el perseguidor le ofrezca una y otra vez al perseguido compartir su capa y el que el perseguido, al observar la roja prenda se sienta lleno de un terror indecible y de un espantoso frío, crea una atmósfera obsesiva muy bien lograda. El despertar del sueño resuelve una situación que tenía ya muchas dificultades para lograr el desarrollo. Dentro de este grupo de cuentos onírico descuella «Hiala, Nadir y Bartolo» de Serafín Estébanez Calderón, (Cartas Españolas, 1832) un diálogo amoroso y poético entre dos enamorados: Nadir, prisionero del Sultán Ismael, y su amada Hiala. Cuando Hiala le anuncia que le va a liberar gracias a la magia de los genios que la ayudan, y le acerca su mano, Nadir extiende la suya y se encuentra con la mano de su criado Bartolo que va a despertarle de su sueño. La ruptura brusca de la historia fantástica y amorosa de Hiala y Nadir y el choque entre su idioma poético y llena de metáforas y las palabras vulgares de Bartolo, son una buena muestra de ese gusto por el contraste y por la mezcla que muchos románticos pusieron en práctica. Los cuentos fantásticos de índole moral son herederos directos de los dieciochescos y en ellos la fantasía no es sino un medio de lanzar el mensaje moral. Incluso algunos de ellos son sueños morales conforme al modelo dieciochesco. La fantasía moral muchas veces acaba siendo simbólica. Así lo vemos en «Paulino o las Siete Mujeres, Cuento Alegórico» (Cartas Españolas, 1832) que volvió a ser editado en el Semanario Pintoresco Español en 1841 con el título «¡Qué Día! o Las Siete Mujeres. Cuento Fantástico». En su primera aparición el cuento lleva la indicación de «imitado»: Paulino ha sido prometido a Laura. Al ir a la ciudad para casarse con ella, en vez de rodearla, la atraviesa contra los —13→ deseos de su padre. Allí se encuentra con seis mujeres: (La Moda, La Voluptuosidad, La Trampa, La Envidia, La Enfermedad, La Ambición) a las que va dando diversos años de su vida. Al llegar a la puerta de Laura, se encuentra con la Parca que le dice que ya ha llegado su hora, puesto que los años que ha dado a las diferentes mujeres suman 69 (más los 20 que tenía).
La fantasía se utiliza también como un elemento de los cuentos infantiles, o de cuentos más o menos tradicionales presentados para un público infantil. Estos cuentos suelen aparecer como subtítulos como «Cuento para niños» o «Cuento de vieja», que es el caso de los que publicó Juan de Ariza en el Semanario Pintoresco Español: «El Caballo de Siete Colores» (1848), «La Princesa del Bien Podrá Ser» (1849) o «El Caballito Discreto» (1850). Llama la atención el uso de los animales en la acción fantástica de este tipo de relatos. El animal es auxiliar, consejero, amigo y colaborador necesario del protagonista, y muchas veces es la fuente de la magia que rodea al protagonista. En el caso de los tres cuentos de Juan de Ariza que hemos citado antes, en el primero de ellos el caballo es un auxiliar mágico que ayuda a su protagonista a conseguir sus objetivos. Los siete colores del caballo simbolizan las siete veces que el mágico animal puede ser convocado. En el tercero de los relatos, un caballo que habla advierte a su dueña una princesa caprichosa y alocada de los riesgos que corre por su actitud y, a pesar de que su dueña no le hace caso, impide que se case con un hermoso príncipe de ojos verdes que resulta ser el diablo. Parecido es el caso de los cuentos populares, adaptaciones de tradiciones que tienen elementos fantásticos. Se diferencian de los infantiles en la temática, menos aventurera y más dedicada a juegos de ingenio. Además es perceptible en los cuentos de muchos de sus autores, la apelación a lectores maduros. Eso es muy patente en el caso de Fernán Caballero, cuyos cuentos populares suelen estar entreverados de alusiones políticas. El diablo es el protagonista principal de estos cuentos populares, pero un diablo que ha perdido aquí todo su carácter terrorífico y que se ha convertido en un tramposo con el que se puede jugar, al que se puede intentar engañar y al que con frecuencia se le engaña. Esa es la situación de «Un Caso raro» de Eugenio de Ochoa (Semanario pintoresco español, 1836) relato en que Ochoa se apartó de sus espectros nórdicos, sus heroínas pálidas y delicadas y de sus castillos alemanes para contar una historia entretenida y breve. El cuento comienza con la presentación de una casa encantada en la cual las velas se encendían y se apagaban solas. Cuenta luego el autor (dirigiéndose al lector en varias ocasiones) el origen del encantamiento: como Mateo Bergante, el propietario de la casa, hizo un pacto con el diablo, comprometiéndose a entregar su alma por dos años de felicidad en la tierra. Cuando el plazo se cumple un franciscano, amigo de Bergante, convence al diablo de que deje vivir al —14→ pecador hasta que se consuma una vela. El diablo accede y el fraile apaga la vela de un soplido. Desde entonces el diablo enciende todas las velas que hay en la casa y Bergante, primero vivo y luego fantasma, las apaga. Fernán Caballero en «La Suegra del Diablo» (Semanario Pintoresco español, 1851) también saca a escena a un diablo vencido en ingenio, y aquí aún más, atemorizado ante su suegra. El diablo se casa con una hija de una vieja de pueblo pero ésta le reconoce y le encierra en una redoma. Le abandona después en una montaña y al cabo de diez años le encuentra un soldado que le pide una serie de condiciones para liberarle. Acepta el diablo, intentando traicionar al soldado, pero ante la amenaza de éste de hacer llegar a su suegra huye. Los cuentos que reúnen fantasía y humorismo se cuentan entre las mejores producciones del romanticismo. Fantásticos y humorísticos son dos de los tres cuentos de José de Espronceda: «La Pata de palo» (El Artista, 1835; No Me Olvides, 1837) y «Un recuerdo» (El Pensamiento, 1841). Humorísticos también consideramos a varios de
los cuentos fantásticos de Ros de Olano, pues entre su multiplicidad de intenciones temáticas y estilísticas sobresalen el sarcasmo y la ironía. Humorístico también, de un humorismo negro y atroz, que se ríe de todo, hasta de la propia historia es «Los jóvenes son locos» de Miguel de los Santos Álvarez (No Me Olvides, 1837), relato en el que la explicación de los hechos es racional, pero que está empapada de una atmósfera fantástica y terrorífica. Y humorístico es también el mejor (con «Don Opando») relato de Estébanez Calderón: «El Collar de Perlas» (Revista de Teatros, 1841), una delicada e irónica fantasía de ambiente árabe. El mundo de lo maravilloso-cristiano es también abundante en nuestra producción fantástica. Hay dos historias básicas: el milagro (divino, mariano o de un santo) o la revelación divina que salvan a un pecador y le llevan a la vida de santidad por una parte, y por otra la aparición sobrenatural que protege a un buen cristiano. En el primer caso están, por ejemplo «Leyenda de Sor Beatriz» (Revista peninsular, 1838) una versión de la tradición popular que Zorrilla desarrollaría en una de sus más famosas leyendas: Margarita la Tornera. La historia de la monja que se ausenta del convento cegada por un seductor y que arrepentida y abandonada vuelve al cabo de los años para enterarse de que nadie ha notado su ausencia porque la virgen la ha sustituido, va precedida en este cuento publicado en la revista dirigida por Andrés Borrego de una extensa introducción en la que se ataca a la literatura neoclásica y pagana y se pide el regreso a una literatura, sencilla, popular y cristiana. Para hallar algunos débiles vestigios de esta poesía verdadera, porque tanto nuestros días se afanan, es necesario hojear los carcomidos folios, que fueron escritos por los hombres simples del evangelio, o sentarse en alguna aldea pequeña, en el hogar —15→ religioso de los aldeanos. Allí es donde se encuentran y oyen las magníficas e interesantes tradiciones, cuya autoridad jamás ha sido contestada, tradiciones que pasan de generación a generación, por la respetada e infalible palabra de los ancianos, que las legan a sus descendientes como una piadosa y preciosa herencia. Allí, en medio de estas sencillas gentes, no prevalecen estas objeciones burlonas, de nuestra inspección áspera y presumida, que no sabiendo cosa alguna a fondo, nada quiere creer [...] Los cuentos maravillosos que allí circulan, no sólo no dan motivo a la discusión, sino que desdeñan la crítica de esa razón exigente, que estrecha y oprime el alma y de esa filosofía desdeñosa, que marchita y seca sus sentimientos: tampoco siguen las reglas de la posibilidad común, porque cosas hoy imposibles, no lo fueron en otro tiempo, en que el mundo más joven e inocente, era digno aún de presenciar los milagros de Dios y de ver asociarse los ángeles y los santos, con pueblos puros cuya vida se deslizaba entre el trabajo y las buenas obras. Los hechos, pues que esta gente refiere no necesitan pruebas ni aclaraciones...
El texto del autor de la «Leyenda de Sor Beatriz» reivindica una serie de elementos que el romanticismo tradicional abrazaría con entusiasmo: rechazo de la literatura neoclásica por anticristiana, recuperación de la tradición popular, concepción de la religión como elemento fundamental de esa tradición, y la atribución a la tradición (y a la literatura por ella inspirada) de una serie de cualidades morales. Estas ideas son compartidas con varios autores que desarrollan cuentos fantásticos de tema maravilloso-cristiano recurriendo a versionar tradiciones populares de milagros o de conversiones. La otra variante de la fantasía maravilloso-cristiana, la protección bien sea divina, de la virgen o de espíritus, a un personaje virtuoso que defiende su pureza y su inocencia, es también abordada con frecuencia, y más aún cuando dominan en las páginas de las revistas los cuentos de signo tradicionalista y conservador. Esta situación la podemos encontrar en «Nuestra Señora del Amparo» de Gabino Tejado. Hernando está enamorado de Leonor, esposa del Conde de Castañeda. El Conde, celoso, intenta asesinar a su esposa y a Hernando pero falla en ambos casos por la intercesión del fantasma de un ahorcado que es enviado por la Virgen del Amparo, protectora de Hernando. Al final Hernando salva la vida del Conde en una batalla, muere y aparece como fantasma para defender la virtud de Leonor. Llama la atención que estos amantes en ningún momento ceden al amor. La honra y la religión están muy por encima de sus sentimientos amorosos y por su virtud son recompensados. El amor transgresor romántico está, a las alturas de 1849, fecha en la que se publica este relato en el Semanario pintoresco español, totalmente desterrado de la narración breve. Como contraposición a la recompensa para los devotos y los virtuosos está el castigo a los malvados. Y ninguno más malvado que el que abjura de su —16→ religión. En este grupo de relatos que están a caballo entre el tema maravilloso-cristiano y la fantasía terrorífica encontramos dos de los mejores cuentos fantásticos de los primeros cincuenta años del siglo XIX: «Beltrán» de José Augusto de Ochoa (El Artista, 1835) y «El Astrólogo y la Judía» de Eduardo González Pedroso (El Laberinto, 1847). En ambos casos el protagonista masculino renuncia a su religión por el amor de una mujer y es castigado por ese pecado. Desde la visión del romanticismo conservador el amor no es disculpa para renunciar al cristianismo. Eso se ve muy claramente en «Beltrán» cuento que demuestra que en la revista de Ochoa y Madrazo están presentes desde el principio las dos tendencias románticas españolas. En un viaje por las montañas de Asturias el autor oye el cuento de Beltán. Beltrán, hijo de un conde asturiano, va a la guerra contra los moros. Allí conoce a Elmira, hija de Nuño del Espinar, asesino a sueldo y educada en el islamismo. Beltrán se enamora de ella y ante sus exigencias abandona su religión. Acosado por los remordimientos la deja al cabo de unos meses y vuelve a la casa de su padre, pero allí encuentra a Elmira y a Nuño que han ido a su encuentro. Después de tres meses de abusos y violencias contra sus vasallos se celebran las bodas de Beltrán. Los asistentes ven, horrorizados, que se va a celebrar por la religión árabe pero de improviso un rayo destruye la estancia y un fantasma vestido de negra armadura se lleva a Beltrán a los infiernos. José Augusto de Ochoa cuida desde el principio del relato de crear una atmósfera lúgubre y terrorífica. Como ocurre en muchos otros casos la presentación del relato parte de un cuento oído por un viajero en una región remota, pero el autor describe a la narradora de la historia con mucho más detenimiento que en otros casos. Todavía recuerdo, a pesar de los muchos años que han
transcurrido, las facciones de aquella horrorosa vieja: tenía las mejillas pálidas y hundidas que formaban dos profundos huecos, los ojos cavernosos y sombreados con unas largas y cenicientas cejas, la frente despoblada y cubierta de arrugas, nariz remangada y enseñando dos agujeros más que grandes, la boca desmantelada, labios gruesos y blancos, tal es la figura que de repente se presentó a mi vista; al mismo tiempo la luz del mísero candil casi moribundo, agitado por el viento que entraba por la chimenea, alumbraba de lleno su cara: la contracción de sus ojos cuya viveza era admirable, la hacía pasar en aquel lugar y a mi vista por algo más que humano. Tal era el personaje que iba a divertir aquella reunión, en medio de una cabaña, cuyas negras paredes anunciaban la mayor miseria y en que debía sonar su voz al horrible estruendo de una furiosa tempestad.
Tempestad que vuelve a aparecer en el relato cuando se acerca el final, ante la sacrílega boda de los protagonistas. —17→ negras nubes cubrían el cielo, el viento zumbaba con un furor terrible, y la lluvia y los relámpagos se sucedían cada vez con más violencia. El trueno rodaba sobre el castillo, haciéndole temblar hasta sus cimientos [...] al llegar el sí fatal un trueno horroroso hace estremecer la tierra y el viento, con nueva furia, rompe las pintadas vidrieras de la capilla, entra silbando por entre las pilastras y apaga las antorchas nupciales [...] en medio de los sepulcros se ve alzarse un guerrero con torva vista y gesto amenazador [...] fija su mirada en Beltrán, le ase con una mano fría y descarnada y quiere precipitarle al sepulcro de que había salido [...] la sombra con un impulso violento le levanta del suelo y se hunde en la tumba con su presa.
Concluye el cuento con la afirmación de la narradora de que ella ha estado en las ruinas del castillo y ha visto los fantasmas errantes y desgraciados de Nuño, Elmira y Beltrán. Estos dos cuentos nos hacen entrar en otro grupo: los cuentos de terror sobrenatural. El terror tiene básicamente dos fuentes: los espíritus de muertos que vuelven a la tierra en busca de venganza o para intervenir en la vida de otras personas y la intervención del diablo. El diablo en su versión más maléfica y siniestra, totalmente diferente del diablo de los cuentos tradicionales lo podemos encontrar en «Un cuento de vieja» de Clemente Díaz (Semanario Pintoresco Español, 1840) o en «El Ahorcado de Palo» de Gabino Tejado (El Siglo Pintoresco, 1847) en que el diablo se relaciona con la emblemática
figura del rey Pedro el Cruel. El rey triste por la reciente muerte de su amada Doña María de Padilla es atacado y despojado de un relicario de la muerta por un tal Juan el Malo que ya ha intentado matarle en tres ocasiones. En una segunda escena Juan el Bueno, un cazador y soldado de Don Pedro, se da cuenta de que su cuñado es Juan el Malo y se entera de que el rey ha puesto precio a su cabeza. Va a ver al rey e intenta hacerse pasar por Juan el Malo para poder sacar a su hermana de la pobreza, pero en ese momento aparece el auténtico Juan el Malo. Es apresado y ahorcado, pero cuando van a comprobar si está muerto encuentran que se ha convertido en un maniquí de palo que se quema al rociarlo con agua bendita. Son más frecuentes los cuentos de terror centrados en la venganza llevada a cabo por el fantasma de un difunto. Uno de los más sobresalientes es, sin duda, «El resentimiento de un contrabandista» de Juan Manuel de Azara (El Iris, 1841) en el que el autor juega a crear una ambigüedad para el lector que es fuente de terror para el personaje objeto de la venganza. Un capitán hace ejecutar a un sospechoso de contrabando, sin tener pruebas suficientes. Su hermano jura venganza. A partir de entonces el fantasma del muerto, o quizás su hermano, se presenta cada mes ante el capitán trayendo una carta que anuncia la muerte del oficial un año después que el presunto contrabandista. El capitán intenta huir pero cada mes se repite la aparición. Al final muere de —18→ terror. La constante ambigüedad con respecto a la identidad del fantasma y la lenta agonía del capitán, presa del terror más absoluto están descritas con habilidad y sentido del tiempo. En este grupo del terror sobrenatural podemos citar también dos cuentos de Eugenio de Ochoa «Luisa» y «El castillo del Espectro», y uno de Pedro de Madrazo «Yago Yasch» el mejor cuento de terror del romanticismo y uno de los mejores de la primera cincuentena del XIX. El último grupo de cuentos son aquellos en los cuales la fantasía es más libre, en que los autores se entregaban a desarrollar aventuras fantásticas en escenarios. Sin duda los mejores relatos de esta tendencia son los de Serafín Estébanez Calderón, El Solitario, sobre todo «Los tesoros de la Alhambra» relato que constituye uno de los mejores de su autor.
Cuentos de amor Cuando hablamos de cuentos de amor nos estamos refiriendo a relatos de ambiente contemporáneo en los que las complicaciones sentimentales de los protagonistas son el argumento casi exclusivo. Es el segundo grupo más cultivado (16,58%), sólo por detrás (aunque a mucha distancia) de los históricos. En estos cuentos de amor se pueden apreciar dos tendencias. La primera tendencia es la más temprana en el tiempo y presenta historias trágicas de amor que acaban en suicidios, muertes por amor, asesinatos, duelos y locuras de los protagonistas; la segunda narra cuentos que podríamos llamar «rosas» ambientados en escenarios exquisitos, con personajes aristocráticos, galanteos y juegos de celos y rivalidades que siempre terminan en bodas felices.
Por medio de los cuentos del primer grupo presenta Ochoa, en El Artista los amores transgresores propios del romanticismo, como el incesto en «Stephen» (1835), pero también le van a servir al mismo autor para dar testimonio de su «arrepentimiento de los excesos románticos», como ocurre en «Un Baile en el barrio de San Germán en París» (El Iris, 1841). Pero los relatos de autores del romanticismo más conservador no prescinden de esos elementos y a pesar de las protestas de moralidad y de buenas enseñanzas, y de no seguir los malos ejemplos que en los cuentos se multiplican, recurren sin cesar a todo tipo de recursos melodramáticos. El suicidio es uno de los recursos más utilizados. Se puede producir por la pérdida del ser amado, por su rechazo, o por otras causas. Por la muerte de la amada se suicidan Stephen, el protagonista del cuento del mismo título de Eugenio de Ochoa, y el protagonista de Arindal de M. A. Conde Duque de —19→ Lara (El Artista, 1835). Fernando en «Cuento» de Ángel Gálvez (Observatorio Pintoresco, 1837) mata en duelo a un enmascarado que resulta ser Luisa, su antigua y despreciada amante, y se suicida, presa de los remordimientos. En «El Negrero» (La Esmeralda, 1846) de Felipe Ramón Carrasco un capitán de barco se suicida haciendo estalla la santabárbara y matando con él a toda su tripulación. Hay otros relatos en los que el suicidio no aparece porque el enamorado muere directamente de amor. En «Pamplona y Elizondo» el único y excelente relato que publicó el Conde de Campo-Alange (El Artista, 1835), esa es la auténtica causa de la muerte: la tristeza por el fracaso del amor, aunque el protagonista este herido físicamente. Pero hay otras muchas muertes que son causadas de forma exclusiva por la pérdida o el desengaño amoroso, sin que haya ninguna causa o enfermedad que la justifique. Es el caso de Laura la protagonista de «El Remedio del Amor» de Francisco Navarro Villoslada (Semanario Pintoresco Español, 1841). La revelación de que su amado está casado y enamorado de otra mujer le causa la muerte por la impresión. Julia de Sandoval, en el relato del mismo título de Luis de Montes (La Alhambra, 1839) muere tras conocer la muerte de su amado y Dorotea en «Las Cuevas de Santa Ana, en la Isla de Santo Domingo» (Revista de España y del Extranjero, 1843) muere por el sufrimiento que le ha producido la separación de su amado que ha huido tras cometer un asesinato por celos. Si no es la muerte de amor o el suicidio, el destino del enamorado desgraciado es la locura. Así ocurre a Alfredo el joven escritor, protagonista de «Una buena especulación» de Eugenio de Ochoa (Semanario Pintoresco Español, 1836) ante la muerte de su esposa en la miseria; a Mamerta, la infeliz protagonista de «El Amor de una Fea» de Luis de Montes (Revista Literaria de El Español, 1846) de Luis de Montes, rechazada y ridiculizada por su fealdad; o a Luis que en «Recuerdos de un Bautizo» de Sebastián López de Cristóbal (No Me Olvides, 1837) descubre que su amada Águeda es en realidad su hermana, a resultas de lo cual Águeda muere y Luis enloquece. Todas estas trágicas consecuencias del amor van aderezadas por complicaciones melodramáticas: duelos, hijos desconocidos cuya identidad descubierta desencadena la tragedia, celos irracionales, asesinatos.
Los cuentos del segundo grupo se suceden con frecuencia en los últimos años de la cincuentena, cuando el romanticismo conservador ha ganado la partida. «Nobleza y Amor» de Luis de Montes (La Alhambra, 1839) es uno de los primeros ejemplos. La historia narra como una mujer cuyo marido la ha abandonado por una cantante de ópera, decidida a recuperar el amor de su esposo, se dedica igualmente a la ópera y consigue triunfar, tanto en la escena —20→ como recuperando el amor de su marido. Cuando consigue su objetivo, abandona inmediatamente su carrera musical. Pero es Ramón de Navarrete con obras como «Misterios del corazón», «Un Cuento de Hadas» o «Una Mujer Misteriosa» (El Siglo Pintoresco, 1845, 1846 y 1847, respectivamente) quien lanza definitivamente esta tendencia. Los tres relatos citados comparten una serie de características: ambientes exquisitos y aristocráticos, juegos de dobles parejas, ridiculización inmisericorde de personajes vulgares o rústicos, equívocos de personalidad, personajes masculinos de vida licenciosa que renuncian a ella impulsados por el amor de una mujer, etc. Todo ello dentro de la más estricta moralidad y con final feliz.
Cuentos humorísticos La humorística es la tercera tendencia más cultivada (14,71%), a muy poca distancia de la amorosa. Dentro del relato humorístico podemos encontrar dos modalidades básicas: el relato satírico, ridiculizante y de humorismo agresivo, y el relato de humor más amable y suave. Dentro del primer grupo podemos encontrar relatos que satirizan al romanticismo y a los románticos, por un lado, y los que satirizan ambientes populares y rústicos. Los relatos que presentan un humorismo más suave se centran sobre todo en historias de amor de las que está ausente cualquier elemento trágico, y en sucesos cuyo humor reside en el equívoco. La sátira antirromántica aparece ya en los años iniciales del tercero de los tres períodos en los que hemos dividido los primeros cincuenta años del XIX. Ya en El Vapor en 1834, se publica «El Matrimonio Sentimental» en el que el narrador, describiendo a un matrimonio que hace gala de su profundo romanticismo, al cual secunda él por burla dice: «formábamos a veces el trío más patético y chusco que jamás soñaron para sus cuadros fantasmagóricos el melodramista Ducange, el exagerado Goeth (sic) o la misteriosa Radcliffe». En «Un Romántico Más» (Semanario Pintoresco Español, 1837) un hidalgo pueblerino enloquecido por la lectura de obras románticas se mete en mil problemas que culminan cuando ataca a unos poceros que vacían un pozo negro en Madrid, confundiéndoles con fantasmas y recibe una paliza; en «Las Aventuras de Lorenza» de Agustín Azcona (El Panorama, 1839) unos novios románticos que quieren suicidarse con veneno, toman en realidad un purgante; en «Él y Ella. Cuento Romántico» de Basilio Sebastián Castellanos una pareja de enamorados, dando un romántico paseo nocturno, caen en una alcantarilla, ante la visión de dos sombras amenazadoras él huye y la joven descubre que se trata de un burro y un cerdo, refugiados después en una oscura casa oyen —21→ conversaciones de muerte y creen estar a punto de ser asesinados, imploran piedad y descubren que están en un matadero de corderos, etc.
El romanticismo en estos cuentos, es sistemáticamente asociado con lo negativo. El protagonista de «Él y Ella» le dice a su amada tras caer en la alcantarilla y estar llena de porquería: «con estas manchas me pareces más hermosa que nunca. Esa hediondez despide para mí emanaciones de ambrosía y tu descompostura halaga mi corazón: estás más romántica». Cuando más adelante abandona ante el peligro a su amada lo justifica de esta forma: «es muy romántico el tener miedo y yo soy muy romántico». La literatura romántica es la fuente básica de esas conductas extravagantes y los aficionados a esa literatura caen sistemáticamente en el ridículo. En «Una Noche Divertida» de Carlos García Doncel (El Iris, 1847) Doña Bernarda, una gorda cuarentona que hace el ridículo intentando enamorar a un hombre mucho más joven que ella, actúa inspirada por el romanticismo: «En la noche de que nos ocupamos, no falta a su pasión favorita, dejándose ver con su traje teatral y romántico, porque sus ideas tiran en gran manera a este género». La ridícula protagonista de «Las Aventuras de Lorenza» obra impulsada por la literatura romántica: No te extrañe de ver que alguna vez me remonto demasiado en mi modo de hablar y uso de frases que puedan suponerse fuera del alcance de una mujer vulgar. ¡No lo soy, no, más que en el nombre! He leído muchas novelas y estoy muy familiarizada con el romanticismo y me gusta ir al teatro en las noches que andan en danza puñales y venenos, aunque no sea sino por la satisfacción de ponerme mala y porque digan que tengo nervios. ¡Me complace tanto oír hablar del mal de nervios!
Pero la gran mayoría de los relatos humorísticos de estos años pertenecen a una tendencia más suave, lejos de la agresividad, de la sátira, y del humor negro de Miguel de los Santos Álvarez o José de Espronceda o del fantástico y absurdo de Ros de Olano. La referencia es inequívocamente Mesonero Romanos y muchas de sus escenas (en especial «El Amante Corto de Vista» uno de los mejores cuentos de humorísticos de esos años), y en esa línea se mueven los cultivadores. Aventuras divertidas, con un fondo bienhumorado, con un toque de moralidad y un enfoque de la vida burguesa en la que priva la satisfacción del hombre con la sociedad. En muchos de ellos hay un leve toque antirromántico. Autores conocidos como Modesto Lafuente Fray Gerundio, Juan Eugenio Hartzenbusch y Manuel Bretón de los Herreros publican cuentos de esta tendencia. Algunos relatos de Bretón como «Una Nariz» (La Alhambra, 1840), «Los Sastres», «El Mayorazgo de Lucena» y «Los Dichos» (Estos tres últimos relatos —22→ están recopilados en Obras de Don Manuel Bretón de los Herreros, Poesías. 1851) merecen citarse entre los mejores de esta tendencia. El protagonista de éste último cuento, decidido a buscar esposa entabla relaciones con una joven y la pide en matrimonio. El fragmento en el que se habla del amor es muy representativo de la consideración abiertamente antirromántica que tiene Bretón del amor y del matrimonio y que está presente en la mayoría de los relatos humorísticos que estamos viendo.
Para que se vea hasta que punto llegó mi sensatez y cuan decidido estaba a entrar en el gremio, ha de saber usted que hice todo lo posible por no enamorarme de mi novia, porque he visto muchos matrimonios infelices entre consortes que lo fueron por un exceso de vehemente pasión y porque para el día de mañana quería quitarme a mí mismo el pretexto de decir si me iba mal: «no supe lo que hice, me cegó el amor». No sé si por mi carácter demasiado flemático para inspirar afectos a lo Víctor Hugo, o porque la candidata debe de tener un temperamento poco más o menos tan glacial como el mío, ello es que no acerté a merecer de ella otra cosa que una tranquila amistad y una muy sistemática y sedentaria estimación.
«Una nariz» es el mejor de estos cuentos. En un baile de máscaras un poeta se sienta junto a una enmascarada y la galantea. La enmascarada acepta sus galanteos pero se niega a quitarse la careta. El poeta le promete que aunque sea fea la seguirá galanteando, pero cuando se quita la careta aparece una monstruosa nariz y el poeta huye. Al poco tiempo la nariguda vuelve a acercarse a él y le descubre que la nariz era otra careta, y que en realidad era una mujer bellísima. La mujer abandona al poeta a pesar de las excusas de éste. El diálogo es muy ágil, como era de esperar en Bretón, y ocupa la mayor parte del cuento. El cuento funde varias de las características de estos relatos que estamos viendo: anécdota moral en el fondo, cierta sátira antirromántica e ingenio en el diálogo. Otro grupo de relatos humorísticos se centra en el tema de las «desventuras». Este tipo de relato se cultiva con frecuencia desde la aparición de «Los aires del lugar» de Mesonero en el que El Curioso Parlante se burla de los madrileños que pasan unos días de vacaciones en el campo, donde les suceden desastre tras desastre. A partir de allí las desventuras le pueden suceder a un escritor («La mañana de un literato», Semanario Pintoresco Español, 1849), a un político («Un día bien empleado o la vida de un ministro», Semanario Pintoresco Español, 1849), a un viajero («Un recuerdo de Aranjuez» de Miguel Agustín Príncipe, El Laberinto, 1845), a un madrileño asediado por los encargos de sus parientes provincianos («Las colaciones» de Vicente de la Fuente, Semanario Pintoresco Español, 1843) y cómo no, a un romántico («Desventuras de un Romántico» de Pelegrín García Cadena, El Fénix, 1847). «Un Recuerdo de Aranjuez» es uno de los mejores relatos de esta tendencia en el que, para variar, no falta el elemento satírico antirromántico, es un cuento —23→ centrado en las desventuras de un viajero de esta especie. El protagonista es un perfecto viajero romántico, que decide de pronto viajar por pura necesidad del espíritu: Pues señor... yo me siento inspirado, yo necesito un sitio a propósito para cantar. ¿Dónde me dirigiré? La atmósfera de la corte me ahoga y es preciso salir de Madrid. ¿Qué pensamientos podrían ocurrírseme en la muy conocida villa, que no se resintieran de la confusión y el caos que reina en ella? A otra parte, poeta, a otro sitio. La primavera ha
desplegado sus galas; el bellísimo mes de mayo te brinda con sus flores: tu inspiración y tu genio se desarrollan en el campo. Vamos al campo pues, vamos a cualquier parte, con tal que [...] en una palabra que pierdas de vista a Madrid.
Así resuelto sale el viajero y coge un billete en la diligencia de Aranjuez, que es el primer viaje que encuentra. Renegando contra un país donde no hay caminos de hierro se dirige a la villa. Cuando llega allí se da cuenta de que con las prisas se ha olvidado dinero y pasaporte y que no tiene suficiente para una habitación para la noche y luego comprar el billete de vuelta. Obligado a dormir en Aranjuez, pues ya no hay diligencias, pasa la primera noche en el palco de un teatro donde se ha quedado encerrado, la mañana siguiente es detenido como sospechoso de haber robado un reloj, después de aclarar el equívoco se mofa de él un pilluelo que le roba el poco dinero que le queda y su propio reloj, haciéndole extraviarse en el laberinto de los jardines del Príncipe, donde debe pasar la segunda noche. Finalmente decide escapar de Aranjuez antes de que le ocurra algo peor y vuelve a Madrid andando, recordando tristemente sus quejas iniciales sobre la falta de caminos de hierro. Dentro de los cuentos humorísticos hay que señalar un importante grupo: los publicados en El Pensamiento por Espronceda, Ros de Olano y Miguel de los Santos Álvarez. El humorismo absurdo de Ros de Olano («El escribano Martín Peláez»), cruel de Espronceda («De Gibraltar a Lisboa. Viaje Histórico») y negro, negrísimo de Álvarez («Agonías de la corte») constituyeron una propuesta innovadora (y fracasada) en un momento en que el relato histórico había caído en las manos del romanticismo conservador.
Cuentos morales El cuarto grupo de relatos por orden de publicaciones es el de los cuentos morales (8,82%), aunque sólo con unas décimas de diferencia respecto al quinto grupo, los cuentos fantásticos (8,02%). Para valorar el cambio que supone esta reducción de la importancia de los cuentos morales, hay que decir que en el período 1800-1808 los cuentos morales representaban un 59,38% del total. —24→ Uno de los primeros cuentos morales de este período es «Grandeza y Miseria» de Ramón de Mesonero Romanos. Publicado por primera vez en Cartas Españolas en 1832 y que fue incluido por «El Curioso Parlante» en la primera serie de las Escenas matritenses. El cuento (una anécdota moral que toca el conocido tema de menosprecio de corte y alabanza de aldea) no se diferencia en nada de los cuentos morales ilustrados y es un ejemplo más de los rasgos del XVIII que perviven en Mesonero. Los cuentos morales de este período son descendientes directos de los dieciochescos. Se exaltan los mismos valores: conformismo social («Antonio y Rita o
los niños mendigos» de Ramón de la Sagra, 1840); situación subordinada de la mujer dentro de la familia («La Limpia de Burguillos, que lavaba los huevos después de freíllos» de José Giménez Serrano, Semanario Pintoresco español, 1850); exaltación de la autoridad paterna («Historia de dos Bofetones» de Hartzenbusch, El Panorama, 1839); glorificación del trabajo y del esfuerzo («La economía de un real», Semanario Pintoresco Español, 1836; «Contienda entre el trabajo y la ociosidad» de Julián Saiz Milanés, Semanario Pintoresco Español, 1850).
Cuentos de aventuras contemporáneas El sexto grupo en orden de frecuencia es el de aventuras contemporáneas. Relatos en su mayoría de crímenes resueltos en el debido castigo a los culpables. Uno de los escenarios preferidos es Andalucía y los bandidos y contrabandistas que en ella pululaban. En ese ambiente se sitúan relatos como «Historia de uno de los niños de Écija» (Revista Literaria de El Español, 1846); «El Morrillo» (Semanario Pintoresco Español, 1841) y «Mariano, novela de costumbres» (Semanario Pintoresco Español, 1840), ambas de José María de Andueza; «El resentimiento de un contrabandista» (El Iris, 1841) de Juan Manuel de Azara; «Manuel el Rayo, novela de costumbres» (Revista Gaditana, 1839) cuento cuya autoría ha sido muy discutida... Se trata, por lo general, de narraciones de escaso valor literario y producidas, en su mayoría, en los últimos años de la cincuentena. Pero de entre todos estos cuentos sobresale «Alberto Regadón» de Pedro de Madrazo, (El Artista; 1836) quizás el relato más conseguido de este interesante autor en el que se reúnen muchos elementos de interés: extremado fragmentarismo, brutales contrastes entre el amor espiritual y la pasión sexual personificados en dos figuras femeninas absolutamente contrarias (el ángel y el monstruo), escenarios lúgubres (cementerios) y repelentes (una sucia taberna llena —25→ de criminales borrachos), figura del rebelde contra la sociedad, torturado y dubitativo... En muchos de estos relatos está presente el tipo de «Bandido Generoso» que tiene como virtudes fundamentales el valor, el respeto a la palabra dada y la fidelidad a un estricto código de conducta. Nadie mejor para representar la figura de este «bandido generoso» que el famoso José María «El Tempranillo», que aparece en varios relatos, siempre desde un prisma favorable como se puede ver en «¡Ni la Trinidad te salva!» de Manuel María de Santa Ana (El Laberinto, 1848) o en «Los bandoleros de Andalucía» de Juan Manuel de Azara (El Iris, 1841). En este último relato un grupo de secuaces de José María, dirigidos por un lugarteniente, asaltan un carruaje. Cuando ya se disponen a violar a las mujeres que viajan en el carruaje aparece «El Tempranillo» y mata al lugarteniente. «Una Acuarela» de Lino Talavera (Revista Literaria de El Español, 1843) destaca entre los relatos de aventuras por la cuidada presentación de sus personajes. El protagonista cuenta una historia que le ha recordado la contemplación de un cuadro. Alférez en un barco de guerra venezolano, ve como el barco, capitaneado por un mestizo, el teniente Romualdo, abandona la armada y se dedica a la piratería sin que el protagonista, joven de apenas diecisiete años, pueda hacer nada para impedirlo. En una
de las incursiones Romualdo secuestra a una mujer y el protagonista decide protegerla y más cuando se entera que es la prometida de un oficial amigo suyo. Al final consigue liberarla, aunque para ello tiene que renunciar a denunciar las piraterías de Romualdo. En el cuento destaca la figura de Romualdo, el malvado de la historia que se va engrandeciendo conforme la narración avanza y al que el protagonista recuerda con indisimulada admiración, como se puede ver en el momento en el que el barco embarranca en unos arrecifes, durante una incursión pirata de Romualdo en tierra. Yo tenía una secreta confianza en el teniente Romualdo; él era valiente, superior a todos los peligros. Y los desesperados lances en que se había encontrado se me representaban a la imaginación en aquel instante para darme la esperanza de que él volvería a la balandra y que con su atrevido genio nos sacaría de tan dura situación. Ninguna confianza tenía yo en su compasión, porque sabía que era capaz de arrojar con sus propias manos al mar al que por un momento creyera causa del naufragio, pero la opinión que tenía yo de su carácter me aseguraba que vendría primero a donde su deber lo llamaba y moriría primero que abandonar su buque como un cobarde. [...] ¡Cuál sería su indignación al subir a bordo y conocer el verdadero estado del barco! Sin embargo ni la muestra más ligera de terror ni de duda se notó en su rostro; en el momento empuñó la bandera y mandó formar sobre cubierta; luego, llamando al piloto y al contramaestre les ordena el reconocimiento del casco y mientras lo verificaban permaneció dando paseos de proa a popa con su mano derecha —26→ sobre la empuñadura del cuchillo que llevaba a la cinta. ¡Desgraciado del que hubiera manifestado entonces cobardía! Habría quedado muerto en el acto bajo su formidable hierro. Su frente estaba serena pero cubierta de una sombra que revelaba lo que estaba pasando en su corazón; sus ojos parecían despedir rayos de fuego y la majestad y firmeza de sus pasos le asemejaban al león que reconcentra toda su rabia para arrojarse sobre la presa que busca cauteloso.
Otros tipos Las temáticas más frecuentadas son uno de los elementos claves del cambio entre el primer período que hemos estudiado (1800-1808) y el tercero (1831-1850). En los primeros años nos encontramos casi exclusivamente con cuatro grupos de temas: los cuentos morales (59,38%), los de aventuras (18,75%), históricos (12,50%) y de amor (9,38%). En los últimos veinte años de la cincuentena, como ya hemos visto, se abre el abanico de posibilidades temáticas y nos encontramos con los históricos (38,24%), de
amor (16,58%), humorísticos (14.71%), morales (8,82%), fantásticos (8,02%), y de aventuras (5,08%). Y no solamente esta apertura de temas; aparte de todos estos relatos pueden encontrarse algunos que podrían calificarse de costumbristas, populares, (sobre todo algunos de Fernán Caballero), trágicos, psicológicos o religiosos (entre estos una increíble manifestación de integrismo religioso: «Las disciplinas» de Tomás Aguiló (La Fe, 1849).
Bibliografía • • •
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