Documento no encontrado! Por favor, inténtelo de nuevo

Las Navidades de Borges

24 dic. 2008 - había árbol ni pesebre (todos sabemos de su agnosticismo), pero sí una mesa festiva, con un centro sembrado de lamparitas, velas y.
2MB Größe 4 Downloads 59 vistas
NOTAS

Miércoles 24 de diciembre de 2008

I

DE FIEBRES Y FANTASIAS

Libros no escritos

El Niño Dios, gesto y misterio

SILVIA HOPENHAYN

S

PARA LA NACION

i entendemos la publicación como una forma de erradicar algo de la intimidad, es cierto que ayuda al desprendimiento. Quitarse narraciones de encima para emprender nuevas páginas en blanco. Esta visión no coincide exactamente con cierto afán de trascendencia de algunos escritores que consideran a sus libros promotores de una identidad imperecedera. Pero escribir no es firmar un pacto con la eternidad, sino ceñirse a la vida lo más posible. Claro que depende de la audacia del escritor. Ser autor de su propia vida es también dejar de escribir. Quizá por eso a George Steiner, uno de los intelectuales más aclamados de la última parte del siglo XX, le divirtió publicar Los libros que nunca he escrito (FCE), una serie de siete proyectos que dan cuenta de sus obsesiones, pero también de su límite. En pocas páginas, revela una intención narrativa que se interrumpió o diluyó por distintos motivos. Se advierte cierto desamparo: “Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste; es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos”. Sin embargo, luego de leer estos textos disímiles, parece que lo no escrito es también un camino elegido. Los temas van desde las mitologías del saber, fábulas negras salidas de la erudición mandarinesca en el capítulo “Chinoiseries”; el ingenio de las matemáticas, el humor de la música (Haydn, Satie), las travesuras de la arquitectura (el pepinillo que se eleva sobre Londres) y el encanto de las estructuras moleculares, en “Cuestiones educativas”, hasta los vericuetos eróticos del lenguaje. En este último capítulo, titulado “El idioma de Eros”, Steiner se deleita con una serie de hipótesis que evidentemente no ha querido verificar, dado que, al fin de cuentas, no ha escrito el libro completo. Algunas de ellas enaltecen la procacidad de la lengua como ejercicio onanista de lo multicultural, al establecer una relación estrecha entre sexualidad y semántica. Así, se refiere al “donjuanismo del políglota”, capaz de amar en distintas jergas, con distintos énfasis. Lo corrobora con su propio ejemplo: “He tenido el privilegio de expresar y hacer el amor en cuatro idiomas”. Sobre esta experiencia –bastante notable, por cierto– dice, risueño: “Tal vez el orgasmo compartido sea un acto de traducción simultánea”. Steiner cuenta que un par de estos libros no fueron escritos por falta de agallas. Ya sea por excesiva discreción o para evitar un viaje introspectivo. En su extensa trayectoria, Steiner se ha colocado en un lugar intelectualmente extraño, entre el ensayo libre, una gozosa erudición y cierto desdén hacia lo teórico. Sin llegar a convertirse en maestro de la soledad, como Kierkegaard, Nietzsche o Wittgenstein, su desconfianza natural lo convirtió en ciudadano del retraimiento, harto ya del discurso político. Obsesionado por la privacidad, probablemente festeja más el cumpleaños de su perro que el triunfo de Obama. Este libro lo acerca a los lectores desde una entrega distinta: compartir lo no hecho para entender lo dicho. De allí que culmine sus ensayos (literalmente, ensayos) diciendo: “Ya he dicho –he dejado de decir– demasiado”. © LA NACION

17

GUILLERMO MARCO PARA LA NACION

D

Las Navidades de Borges ALINA DIACONU

L

E preguntamos hace poco a María Kodama cómo era la Nochebuena para Borges. Así supimos que, de niño, Borges pasaba la Navidad en la casa de su abuela inglesa, Frances Haslam, la madre de su padre, quien vivía al lado de su casa. Que le encantaba mirar cómo ella armaba el árbol, pero que luego sentía algo muy singular para un chico: que no merecía los regalos que le hacían. Esta idea, de no ser merecedor de presentes, es reconocida por el propio Borges en la dedicatoria que le hace a su madre, Leonor Acevedo de Borges en la primera edición de sus Obras Completas (1974): “Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije: la niñez es tímida”. Algo de ese descontento interno, de esta autodemonización está latente en los primeros versos de su poema El espejo que comienza así: “Yo, de niño, temía que el espejo/Me mostrara otra cara o una ciega/Máscara impersonal que ocultaría /Algo sin duda atroz”. ¿Qué monstruo interior se alojaría en ese Georgie tímido, amante de las lecturas de Stevenson, no de los juegos de destreza, atento observador, en el Zoológico, “del tigre rayado, asiático, real”. Su infancia transcurrió en Palermo, en la calle Serrano, luego se trasladó a Ginebra, para volver a Buenos Aires y mudarse varias veces. María Kodama supone que, más tarde, Borges pasaría las Navidades con sus padres y su hermana Norah, y después de la muerte del padre, con su madre en la casa de Norah. A partir de los años 60, María es invitada al departamento para pasar la Nochebuena con Borges y su madre. Una que otra vez festejaban con amigos. ¿Cómo eran las celebraciones en la calle Maipú? Parece que no había árbol ni pesebre (todos sabemos de su agnosticismo), pero sí una mesa festiva, con un centro sembrado de lamparitas, velas y algún otro símbolo navideño. Por supuesto, la sidra y el pan dulce no faltaban. Muchas veces, después de la muerte de doña Leonor, Borges y María pasaron juntos las Navidades en Nueva York, en los restaurantes de los hoteles, tan maravillosamente adornados para las fiestas, en pleno invierno. Otras veces, lo hicieron en Ginebra. En alguna oportunidad también festejaron en algún restaurante de

PARA LA NACION

Buenos Aires, con Enrique Pezzoni y Alberto Girri. El ritual de ambos consistía en comer pavo, brindar con champagne a la medianoche de la Nochebuena, y hacerse regalos. Ahora, sí, él aceptaba de buen grado los presentes. ¿Se creería merecedor de ellos, o aún no? Nunca lo sabremos. María le regalaba corbatas, libros, marrons glacés (“le encantaban”), y él, siempre, sin excepción, libros. ¿Qué libros? Sagas islandesas, épica anglosajona, en alguna ocasión, poemas de Valéry. ¿Qué significaba la Navidad para Borges?, le preguntamos a María. Ella cree que lo que le gustaba era el espíritu de la Navidad, sobre todo, seguir una tradición. Desmond Morris, en su ilustrativo libro Tradiciones de Navidad, dice que “la misa de medianoche es la más antigua de las costumbres cristianas de las fiestas navideñas. Se celebra desde el siglo V, cuando el Papa la

En la Nochebuena de 1938, Borges tuvo un accidente que lo llevó al borde de la muerte. Según su madre, después cambió su forma de escribir oficiaba en Roma, en la iglesia de Santa María la Mayor. Tradicionalmente, se celebran tres misas: una a medianoche, otra al cantar el gallo y una tercera a plena luz del día”. Hay quienes consideran a la misa de gallo la más importante porque cuentan que, justo antes del alba, fue un gallo el que anunció el nacimiento de Cristo. Pero seguramente Borges sólo rememoraría las Navidades de su infancia, el árbol que adornaba su abuela Fanny mientras él la observaba con atención y quizá dejaría en el olvido una Nochebuena que fue decisiva en su vida. Son nuestras suposiciones, claro está. Para los que conocen a fondo su biografía, el dato no va a ser sorprendente. Pero sí para otros. En la Nochebuena de 1938, pocos meses después de la muerte de su padre, Borges –que ya no veía bien– tuvo un accidente que lo llevó al borde la muerte. “Fue en vísperas de Navidad –contó su madre a la revista francesa L’Herne– y él fue a buscar a una

invitada a cenar. El ascensor no funcionaba y él subió la escalera muy rápido, no se apercibió de la hoja abierta de una ventana. La herida no fue, al parecer, bien curada, y se complicó con una infección, alta temperatura y alucinaciones. Al cabo de dos semanas, la fiebre empezó a descender y él me pide que le lea una página. […] De vuelta a su casa, él se dispone a escribir un cuento fantástico, el primero.” Tuvo una septicemia, la infección de esa herida producida por el golpe contra la ventana recién pintada. Lo más peculiar es el giro que a partir de entonces toma su literatura. Sería como el disparador de un nuevo estilo en Borges, de una nueva concepción creadora. Algo pasó en su cerebro, opinaba su madre, quien, por otra parte, prefería las cosas que su hijo escribía antes de ese incidente. Es a partir de ese momento también que Borges comienza a dictar sus textos con cierta asiduidad. En su libro Borges por él mismo, el crítico uruguayo Rodríguez Monegal se refirió a este hecho de la siguiente manera: “Después del accidente, Borges reaparece transformado en un escritor distinto, engendrado sólo por sí mismo. Antes del accidente era un poeta, un crítico de libros; después del accidente será el redactor de arduos y fascinantes laberintos verbales, el productor de una nueva forma, el cuento que es a la vez un ensayo. El nuevo Borges [el nuevo escritor] va mucho más lejos que cualquier proyecto de su padre”. Esto sucedió en la Nochebuena de 1938, cuando Borges tenía la edad de treinta y nueve años. Y hoy se cumplen exactamente 50 años de este extraño y significativo accidente. ¿Le debemos a esa Navidad y a ese desgraciado hecho personal, el nacimiento de una faceta absolutamente distinta en su obra? Esa singularidad y ese género que son llamados “literatura fantástica” y que quizás –en su faceta metafísica– mucho hayan aportado para la construcción de su celebridad mundial y para la maduración de su voz creadora. No hay mal que por bien no venga, dicen los mayores. En este caso, seguramente les daremos la razón. En este día tan especial, en esta noche de Natividad, que nos invita a nacer a lo bueno, a lo nuevo, que nos invita a dar y recibir amor ¡felicidades para todos y un brindis especial a la memoria de Jorge Luis Borges! © LA NACION

e chicos, armábamos el pesebre en la boca de la chimenea; era el ámbito mágico donde amontonábamos las piedras que se convertían en montañas para los pastores y la gruta que esperaría la llegada del Niño Jesús; allí, la Virgen y San José estaban expectantes en sus cuerpos de yeso y tenían la mirada atenta en la cuna vacía. El cielo de hollín se poblaba de estrellas de papel glasé junto a la estrella de Belén que anunciaba el gran acontecimiento. El niño que cada uno lleva en su interior revive en los recuerdos de aquellas fiestas de familia. Con el tiempo, fui cambiando; la Navidad se convirtió en una ocasión para divertirse con los amigos. El ritual familiar y religioso era algo que debíamos cumplir para poder salir después de las 12. Al ir creciendo, empecé a percibir las tensiones que de chico no advertía: ¿en dónde? ¿Con quién? ¿Otra vez viene éste? Si no lo vemos nunca, ¿qué sentido tiene? Si la premisa era que las Fiestas eran para divertirse, los viejos resultaban aburridos y, por ende, había que evitarlos. Tomar, comer y divertirse: eso era una “buena” Navidad. Cuando tenía 21 años, llegó Dios otra vez a mi existencia, con vientos de cambio a mi proyecto de vida. La Navidad posterior la pasé junto a un grupo de jóvenes en el hospital Fernández. Decidimos que antes de la celebración en familia, recorreríamos las habitaciones con un pesebre viviente, cantando villancicos. En aquellas horas, pude descubrir uno de los sentidos de la fiesta: “La Navidad es darse, no sólo con palabras, sino con gestos”. No sólo dar de sí una caricia o un regalo; es darse uno mismo y no una noche al año, sino siempre. Dios es quien nos da el ejemplo. El se da a sí mismo viniendo a nosotros. La Palabra de Dios, hecha hombre en Belén, es puro gesto y misterio. Es un gesto que atrae; invita a arroparlo, a contemplarlo sin tantas disquisiciones. En la medida en que fui recorriendo el camino de la fe, un segundo sentido se hizo más evidente: “El niño del pesebre nos ilumina con su luz”. En la noche de mi historia, he sabido de confusiones y pérdidas. Leopoldo Marechal, en su obra Descenso y ascenso del alma por la belleza, dice, citando a San Agustín: “[…] en cuyas confesiones resuena tan a menudo la voz del hombre perdido y recobrado en el laberinto de las cosas que lo rodean y le hablan como en enigma”. Es precisamente en esa noche cuando la humanidad se debate y se pregunta por su origen y destino; cuando aparece la luz de los patriarcas. Ellos recibieron de Dios un legado de normas, encendieron la “luz de la ley” en la noche de la humanidad. En una noche de la historia, la mujer por excelencia dio a luz a la Luz. El Dios lejano y sin rostro del Antiguo Testamento llora en brazos de una mujer, se deja tocar por manos humanas, sin miedo a que se profane su misterio. Es la sencillez y la cercanía del amor del Dios hecho hombre, hecho gesto, lo que conmueve. Dejarme iluminar por su luz es la invitación que El quiere hacer en esta Navidad. © LA NACION El autor es director del Servicio de Pastoral Universitaria.

Diálogo profundo en un mundo inconexo E

L diálogo interreligioso desarrollado en nuestro país generó un especial sentimiento de sensibilidad entre miembros de los distintos credos frente a los múltiples días de recogimiento y espiritualidad de cada uno de ellos. Las expresiones de simpatía y afecto se multiplican en esas ocasiones. Estas demandan, por otra parte, la meditación y el análisis acerca del real compromiso que debe reflejar un auténtico diálogo interreligioso en especial y la conformación de una realidad humana dialogal en general. Una mirada incisiva en la coyuntura presente permite distinguir un mundo inconexo, en el que el verdadero diálogo, entendido en los términos en que lo definió Martín Buber en el siglo pasado, se halla muy lejos de plasmar la realidad. Las religiones, que en los tiempos del Iluminismo fueron desplazadas por los nuevos “ideales” emergentes de aquél, vuelven a ocupar en el presente un lugar central en el contexto humano. La caída de los “ideales”, proclamada al desplomarse la Unión Soviética, dio paso al retorno de los viejos credos. Algunas expresiones de éstos volvieron remozadas; otras, con los

mismos vicios por los que fueron aborrecidas. Los conceptos de “cruzadas”, “choque de civilizaciones”, “guerra santa” fueron desempolvados de la historia. El problema no nace, evidentemente, en el fenómeno religioso en sí, sino de la tergiversación perversa del sentimiento religioso. La mezcla de un sentimiento religioso, percibido como verdad absoluta que otorga una supuesta superioridad para los fieles con respecto a los infieles, con los ciegos deseos del poder y la dominación, son una de las fórmulas más explosivas de entre todas aquellas de las que la historia humana tiene registro. Si en la frase anterior se cambia “sentimiento religioso” por “ideal político”, arribamos a la misma conclusión. Las religiones del siglo XX fueron los fanatismos políticos, que engendraron ceremonias partidarias muy semejantes, en algunos de sus rituales, a los ritos paganos. En el siglo XXI, la rueda volvió a girar hacia su estado primigenio. El problema radica en el hombre, en su falta de aceptación del otro. Cuando las experiencias y los sentimientos religiosos se estructuran y organizan dejando de

ABRAHAM SKORKA PARA LA NACION

servir a su propósito esencial para atender a intereses espurios, se plasma en lo humano una realidad inconexa, de falta de diálogo, alienación. El valor de la genuina experiencia religiosa desvanece en una realidad tal como la que caracteriza nuestros días, pues difícilmente puede hallar eco y respuesta en medio de una cultura que sabe de aquellos que se consumen en su miseria y otros en el consumismo. La religiosidad, aquella que halla el hombre en el soliloquio de su soledad, posee un valor superlativo. El testimonio de las experiencias de los profetas plasmado en los escritos que conforman la Biblia sigue motivando y emocionando a muchos todavía. Las palabras de Jesús, que tienen sus raíces en la Biblia hebrea y múltiples concomitancias en la literatura rabínica, aún hacen vibrar a millones. Sin embargo, el léxico que permite entablar un diálogo profundo entre todos los creyentes es aún materia pendiente por conformar. Las religiones, que aúnan

a los creyentes de una misma fe, conjugan frecuentemente en sus estructuras tanto la religiosidad como factores políticos e intereses de distinta índole, muy lejanos de aquélla. Por ello el pasado humano ha sido testigo de “guerras santas”, en las que lo religioso fue usado para servir al descarriado interés humano. La Biblia relata que Dios confundió las lenguas de las gentes cuando habiendo un único idioma éste sólo servía para construir una enorme torre en la planicie de Shinar, luego denominada Babel, para encumbrar lo humano desafiando a Dios mediante aquel edificio que debía llegar a los cielos. Desde entonces, el desafío es el de recrear un lenguaje de entendimiento entre las gentes y pueblos que sirva para honrar tanto al prójimo como a Dios (Sofonías 3: 9). Es el idioma que comprendieron los patriarcas y los profetas, y del cual algunos vestigios nos han llegado, cuyo hallazgo es un desafío perenne para todas las generaciones. Se encuentran en él atisbos de respuesta a la búsqueda del sentido de la existencia de lo humano y la esencia que permite al individuo hallar la forma de la convivencia pacífica con su prójimo.

Uno de los no tan conocidos logros en nuestro medio es el de la conformación de un profundo y sincero diálogo y compromiso de expansión de éste, entre representantes de los distintos credos. Se materializaron múltiples proyectos que permiten suponer que la búsqueda de un idioma común, que se cimienta en la sinceridad, tal como avizoró el profeta, no es una mera ilusión ni una apaciguante utopía. En la festividad que celebran las distintas iglesias cristianas, en la que se recrea el nacimiento de quien, al decir de sus creyentes, sabe acercar lo humano a lo divino, valgan estas reflexiones –y deseos de felicidad– de un descendiente de sus hermanos, que por otras sendas siguieron buscando con ahínco, en estos últimos dos mil años, el idioma que permite transformar un mundo inconexo en una realidad de diálogo sincero. El que permite al hombre dignificar su existencia, condición necesaria para encarar el diálogo con Aquél que la ha creado. © LA NACION

El autor es rabino de la comunidad Benei Tikva.