Borges entre señoras

20 ago. 2011 - o las novelas de Faulkner, Hemingway,. Huxley, Wells y Virginia Woolf. .... mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los ...
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OPINION

Sábado 20 de agosto de 2011

S

PARA LA NACION

I pudiéramos referirnos a la naturaleza en términos humanos, proyectando en ella los valores que solemos atribuir a nuestros actos, a menudo diríamos que es cruel e impiadosa. Y nunca lo es tanto como en los casos de aquellos bebes que vinieron al mundo con graves defectos físicos y deformidades. O peor aún, cuando fueron condenados a “vivir” conectados a una máquina de por vida. El nacimiento de un niño en semejantes condiciones transforma una ocasión de una esperanzada alegría en una de inmenso dolor. Es la historia de Camila, la beba que llegó al mundo dos años atrás pero que, sumida en un estado vegetativo irreversible, “sobrevive” gracias al soporte vital que le permite respirar y alimentarse. No llora, no parpadea, no traga, no se mueve. Y nunca lo hará. Nunca reconocerá a sus padres o a su hermanita. Nunca sonreirá ante un juguete, porque nunca llegará a ser consciente. Tradicionalmente, la Doctrina de la Santidad de la vida humana guió las conductas del fin de la vida. Según sus premisas, si la vida es un bien dado al hombre por su Creador, es Dios quien la concede y es Dios quien la quita. Lo cierto es que casi todos compartimos la idea de que la vida humana es sagrada, independientemente de que fundemos su sacralidad o bien en un Dios personal, tal como se sostuvo esta creencia desde tiempos inmemoriales, o bien en el valor intrínseco que le atribuimos a la vida per se. La santidad de la vida humana –religiosa o secular– fue el argumento nuclear en el que se centró

El Estado no puede, amparándose en la vida como bien jurídico, obligar a defender una vida artificialmente sostenida la prohibición de intervenir en las prácticas asociadas al concepto de la denominada “muerte digna”. Y ese orden inmemorial conservó su sentido a lo largo de la historia humana. Sin ir más lejos, cincuenta años atrás, enfrentados a esos escenarios, no había nada que se pudiera hacer, y esos niños morían rápidamente tras el nacimiento. Pero ahora disponemos de unidades neonatales de terapia intensiva, equipadas con respiradores y otros medios para mantener a los recién nacidos artificialmente con vida. Estas nuevas alternativas fuerzan a los padres a tomar decisiones instantáneas en un momento en que no están preparados para pensar con claridad y lucidez. ¿Deberían insistir para que se haga todo lo posible para salvar la vida del bebe? ¿O se debería pedir que se intentara una muerte lo más indolora posible? ¿O tal vez dejar, simplemente, “que la naturaleza siga su curso”? La aparición de estas nuevas tecnologías biomédicas irrumpieron este orden milenario, pues por primera vez en la historia humana ciertas intervenciones invasivas –condensadas en la expresión “encarnizamiento terapéutico”– obligan, presuntamente, a respetar aquella santidad de la vida fundada esta vez en un equívoco, porque no se trata de la vida que Dios concede y quita, sino de una vida artificialmente sostenida. Ese sentimiento equivocado de respeto hacia la santidad de la vida, de más está decirlo, se cobra sus piezas sacrificiales: un ser humano que sufre cuando, antes de los progresos biotecnológicos, hubiese abandonado este mundo cuando debía abandonarlo. Y una familia que, acompañándolo, también sufre. ¿Cómo no pensar en los efectos devastadores no sólo en sus seres queridos sino hasta en los profesionales que deben cuidar de quien nunca llegó a vivir, y sólo respira porque una máquina lo hace por ella? La vida puede ser vista, en esas circunstancias, más como una injuria que como un don. Casi ninguna persona éticamente responsable puede defender hacer esfuerzos heroicos para salvar la vida de niños con deficiencias muy graves. Ni el Estado, amparándose en la vida como un bien jurídico a proteger, puede obligar a defender una vida artificialmente sostenida. Alentar tanto sufrimiento existencial es desatender uno de los derechos humanos más básicos: el derecho a la vida. A la vida genuina y no forzada artificialmente. © LA NACION La autora es doctora en Filosofía y magíster en Bioética

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LOS MAGNIFICOS TEXTOS DEL AUTOR DE EL ALEPH PARA LA REVISTA EL HOGAR

El derecho a la vida genuina DIANA COHEN AGREST

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Borges entre señoras MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION

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NTRE 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar (1936-1939). No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literarias poco después de terminar sus estudios escolares, en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa, pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar serían, como aquellos escritos mallorquinos de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial. Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí –el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido–, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años. Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que sólo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro “De la vida literaria” son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia. En los años en que colabora en El Hogar, Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero toda-

barba rabínica. Para mayor recato, era afónico”. No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de León Feuchtwagner (El judío Suess y La duquesa fea) añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género”. No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la Tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la igno-

Lo primero que resalta en esta antología es la curiosidad universal que guía sus lecturas: la de un ciudadano del mundo

vía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta

No hay en el Borges que escribe estos textos la menor concesión hacia el público de la revista: las amas de casa en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: “Los adjetivos se han hecho para no usarlos”. Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos (“Nadie lo vio desembarcar en

la unánime noche”), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas. A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: “Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso «Ancient Mariner». Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios”. La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice. A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: “Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza

rancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas: Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J.B. Priestley El tiempo y los Conways y a Un experimento con el tiempo, de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como Historia de la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard y la japonesa The Tale of Genji, de Shikibo Murasaki. Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa. © LA NACION

El adiós a Amy Winehouse LEOPOLDO BRIZUELA

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HORA que han pasado semanas de la muerte de Amy Winehouse; ahora que ya casi acabaron los lamentos, los homenajes, las evocaciones; ahora, en el silencio, la imagen de su final parece querer decirnos algo nuevo. Confieso que, por puro prejuicio, nunca había prestado atención a Amy Winehouse: me rechazaba lo excesivo de su imagen pública. Uno de esos caprichosos profesionales, me decía, que enarbolan transgresiones privadas como si se tratara de revoluciones. Hasta que, muy poco tiempo atrás, la extraordinaria cantante brasileña Cida Moreira cantó aquí, en Buenos Aires, un tema de Winehouse, “Back to Black”, traduciéndolo a un lenguaje musical más cercano. Despojándola de todo glamour, reemplazando los amables arreglos pop por un piano golpeado parca y locamente, Cida Moreira reveló al público el corazón desolado, sobrecogedor, de la canción, sugiriendo un verdadero compromiso entre sus versos desgarrados y la chica que la había compuesto. Cuando aquel mediodía de agosto leí que Winehouse acababa de ser encontrada en su departamento del norte de Londres, mi reacción inmediata fue pensar que esa “negrura” a la que había vuelto después del abandono de su amante se le había hecho demasiado imposible de soportar, pero también, que “su voz sabía más que ella misma” y que la tragedia de esa canción y de esa vida no podían explicarse simplemente por el abandono de un solo hombre.

PARA LA NACION

Como quien se hunde en un misterio, empecé a leer cuanto encontraba sobre su vida y, cuanto más leía, más fuerte era la sensación de encontrarme con un destino que tenía de revelador lo que tenía de pavorosamente previsible. Una madre llamada Janis; un casi único disco extraordinario –cuyo éxito se vuelve en gran parte su enemigo, al colocarla en la asfixiante categoría de joven promesa–; la adicción a las drogas y al alcohol que ya está casi paródicamente presagiada en su apellido, y hasta un megahit en el que Winehouse se niega a hacer cualquier tipo de rehabilitación. Todo tan remanido que muchas necrológicas parecen haber estado preparadas meses antes de su muerte, y algunos periodistas, incluso, se limitan a reescribir por partes la biografía de las grandes divas del siglo XX, que pagaron con su muerte temprana el precio de la carrera. En fin. Es bastante obvio que Amy Winehouse, por elección, forjó su vida a ejemplo de las biografías de las cantantes que admiraba. Y en un tiempo en que, cada vez más, un artista no se define por sus obras, sino también por lo que se ve y se sabe de él, no le bastó cantar maravillosamente; debió mostrarse de modo que la consideraran una artista. Pero lo más revelador está quizás en el modo en que su público recibió la noticia de su muerte; en la sorpresa que casi todos manifestaron y, más allá del dolor legítimo, en el modo como se las arreglaron para que esa sorpresa no les revelase nada nuevo,

nada que hubiera podido sacar a Amy Winehouse de su prisión invisible. Durante el entierro, un representante aseguró que Winehouse extrajo su talento de su vida atormentada y descartó la posibilidad de que haya utilizado su talento para poder librarse del tormento; es decir, a pesar de él. Entre lágrimas, una periodista del espectáculo –¿cómo no?– echó culpas de la desgracia de Amy a cierto muchacho, por lo que descartó la evidencia de que si nuestra imagen del amor se forja en las canciones, estamos condenados a

Necesitamos creer en mitos para conjurar el miedo, y recurrimos a las vidas “míticas” de los cantantes que admiramos la desdicha, y a darle a la desdicha un rango definitorio. Y hasta un distante y joven periodista argentino despidió a Winehouse como “una más de todos nosotros”, “en el centro de la fiesta, rodeada de muchachos”, sin considerar lo mucho en que Winehouse se nos diferenciaba. Las devociones populares son así: se valen de unos pocos rasgos para consagrar un santito; unos pocos y ni uno más. “Hagamos un mundo mejor para Alejandra”, dice un poema de Juan Gelman, escrito después del suicidio de

la poeta Alejandra Pizarnik. ¿Cómo? La antigua tarea de la poesía es mostrar que todo mito tiene fecha creación (en el caso del mito que encarna Amy Winehouse, el romanticismo y su veneración por los seres marginales y trágicos), pero también, fecha de vencimiento: el momento en que, con la mercantilización masiva del arte, ese mito empezó a ser tolerado y usado para la perduración de una injusticia. Porque además, de este mundo moriremos un poco todos. Como los antiguos, necesitamos creer en mitos para conjurar el miedo, y recurrimos a las vidas “míticas” de los cantantes que admiramos. Pero, incapaces de recrearlos en tragedias que les den cada vez un sentido distinto y siempre más perturbador, nos alienamos en la repetición viciosa de un mismo modelo, de un único sentido. Por temor de que, si atendemos a lo que nuestro propio ser tiene de poético, nos toque una vida potencialmente trágica, nos retiramos a una vida a salvo de toda sorpresa, y en nuestra equívoca simpatía por los destinos de ciertos artistas suele yacer la nostalgia, y la reivindicación inútil, de lo que hubiéramos podido ser de habernos permitido extraviarnos. Cuando mueren, lloramos lo que hemos matado en nosotros: la incapacidad de crear, de mirar poéticamente la tragedia humana. © LA NACION El autor es escritor. Su última novela es Lisboa. Un melodrama