Javier Ragau
La sociedad de consumo
Fue una encantadora velada, pero estaba hecho polvo del viaje y necesitaba calmar las ideas. Quería conocer con mis propios ojos la ciudad y sus calles. Andrés me dejó su automóvil, un Peugeot bastante antiguo pero que continuaba arrancándole el motor. Fui a repostar gasolina en la primera estación de servicio que encontré. Me bajé y, como es natural, se requiere antes pagarle al dependiente que está adentro con su gorra en la cabeza. Necesitaba llenarle el tanque al menos hasta la mitad, y el dinero me llegaba justo para eso. –Chico, ponéme cincuenta pesos al tanque –le ordené. –¿Cuánto dijo? – Te dije cincuenta pesos, ¿estás sordo? – ¿Disculpe? –me volvió a decir. – ¿Cómo que disculpe? Chico, te dije cincuenta pesos para llenar el tanque. –Sí, ya le entiendo, pero es que, como no lo habías dicho bien claro, no le pude entender bien –me respondió con descaro. –Eh, eh, alto ahí, pequeño granuja –le digo– ¿Tengo cara de no saber hablar? No necesito gritarte las cosas. Si tenés mierda en los oídos limpiátelos, y no le echés la culpa a los demás. – Ah, vaya, ¿qué te pasa, viniste con ganas de joder? –Me cago en... pendejito puto, ponéme cincuenta pesos al tanque si no querés que te arranque la puta cabeza –le digo, amenazádamente. – ¿Me llamaste pendejito, eso me llamaste, papá? – Pendejito de mierda, eso te llamé, pendejito pelotudo, ¿algún problema con eso, pendejo idiota? –le continué provocando. –Ah, claro, pendejito idiota, eh, ahora vas a ver. El chico era de mi misma altura, aproximadamente, pero no tan ancho de espaldas como yo. Salió del mostrador como un perro rabioso, con el cuerpo endurecido, abrió la puerta de entrada (pues a esas horas de la noche la mantenían cerrada) y ni bien estuvo afuera comenzó a caminar a paso acelerado hacia mí. ¿Que qué hice? No tardé ni un minuto en lanzarme a su cabeza, para partirle la nariz usando mi frente. El chico cayó hacia el suelo y enseguida aproveché para agarrarlo del pescuezo. – ¿Y ahora qué, eh pendejito, ahora qué? –Uh, loco, te voy a matar –me dice, intentando darme un derechazo.
Le lancé otro puñetazo en el ojo izquierdo, otros dos en el derecho y luego una soberana patada en las costillas. Me levanté y me fijé si tenía sangre del muchacho, y al menos unas gotas salpicaban mi camisa. –Hijo de puta, ya no vas a entrar más a esta ciudad –me decía, intentando hablar mientras escupía sangre por la comisura de los labios –te voy a ir a buscar con unos amigos y.... La patada que le propiné en la cara lo hizo callar. Ya estaba bien de tanta verborrea juvenil, engreída e inmadura. El caso es que, luego de haberle dado una somanta de palos al pendejito, que seguramente tuviera menos de veinte años, caí en la cuenta del depósito de gasolina, que al fin y al cabo era para lo que había ido allí. No importa, había otras muchas gasolineras por la zona. Cuando el chico quiso intentar reponerse, aproveché para robarle la cartera del bolsillo. Lo inspeccioné y le saqué la billetera, que no estaba muy abultada. Cansado ya de golpear al pobre pendejo, me subí al coche y arranqué el motor. Al parecer las cosas ya no eran las mismas. Tanto tiempo queriéndote redimir ¿y para qué?, para nada, no te podés adaptar a la maldita sociedad. Nuevas leyes, nuevos tratos, parece que hemos dejado el siglo pasado y nada es como debiera ser. Ya nacen los críos y debemos hablarles de usted, de señor. No, a mi no me engañaban, no me iban a engatusar por mucha era de la información en la que nos encontráramos. Las cosas son como son.