OPINIÓN | 25
| Viernes 2 de enero de 2015
en el barro. Hace tiempo que la Secretaría de Inteligencia
es el reino de los secuestros extorsivos, el dinero negro, los carpetazos y las operaciones oscuras, pero la decisión del Gobierno de intervenirla no busca corregirla, sino realinearla a su favor
La Presidenta, en los sótanos de la política Hugo Alconada Mon —LA NACION—
A
brilo”, le ordenó un hombre gris, mientras deslizaba un sobre de color madera junto a su plato. El funcionario judicial que trabaja en los tribunales de Comodoro Py y en ese momento almorzaba solo en la barra del restaurante Kansas de San Isidro acató la orden: contenía un par de fotos. De él mismo, desnudo y fumando un porro, en el balcón de su departamento. “Tenemos que hablar”, lo conminó el hombre gris, que se había acomodado a la izquierda del funcionario, mientras otro hombre, también gris, se acodaba a su derecha. “¿Esto es todo lo que tienen? –replicó el funcionario–. Creo que no tenemos nada que hablar. Déjenme comer.” El encuentro terminó allí. Fue hace un mes. Y fue el segundo incidente –el primero había tenido lugar un día en que estaba en el parque con su hijo– que ese funcionario tuvo con eso que el politólogo italiano Norberto Bobbio llama “el cripto-Estado”. Y que el ex diputado nacional Miguel Bonasso describe como lo que “ocurre detrás del escenario, fuera del escrutinio de la sociedad civil, en la intimidad pecaminosa” de la política y los políticos. Ahora, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner decidió jugar a fondo en el barro del cripto-Estado, en el reino de la Secretaría de Inteligencia, cuyo nombre se pegoteó durante los últimos 20 años con la fallida investigación sobre el atentado contra la AMIA, con las “coimas en el Senado”, con varios secuestros extorsivos, con montañas de dinero negro, con algunos asesinatos, con una larga lista de pinchaduras de teléfonos y de correos electrónicos, y con múltiples carpetazos. Pero que quede claro: la Casa Rosada no pretende barrer con lo malo de la ex SIDE. Sólo pretende realinearla a su favor tras
verificar que no le respondía. Para eso asumieron Oscar Parrilli, de extrema confianza de la Presidenta, y Juan Martín Mena, hasta ahora jefe de Gabinete del Ministerio de Justicia y, en la práctica, uno de los operadores K en Tribunales. Parrilli y Mena intentarán, por un lado, controlar a las distintas facciones de la Secretaría en la antesala de la campaña presidencial 2015; y, por el otro, disciplinar a los jueces. Tanto por las investigaciones que comienzan a caminar como también por algunos viejos expedientes ya cerrados, pero que temen que puedan ver otra vez la luz, a partir de un libro que pasó inadvertido en las calles, pero resultó una bomba de profundidad entre políticos y jueces: Cosa juzgada fraudulenta, de los penalistas Federico Morgenstern y Guillermo Orce. ¿Indicios de la ola expansiva? Ministros de la Corte Suprema dejaron saber que lo leyeron con agrado; empresarios kirchneristas preguntaron a sus abogados defensores si pueden reabrirse expedientes incómodos, y operadores del poder sondearon con el mismo fin a jueces y fiscales. El propio Mena abordó el fantasma de la cosa juzgada írrita cuando debatió con los senadores sobre la reforma del Código Procesal Penal, a fines de octubre pasado. Su exposición incluyó un par de falacias –como afirmar que “ningún país del mundo lo incorpora a su legislación”, cuando se sabe que Alemania e Inglaterra lo contemplan–, pero cumplió con su objetivo mayor: que ese proyecto de ley terminara por aprobarse con un candado –al menos en teoría– a la posible reapertura de expedientes incómodos para el poder. En la ex SIDE, de todos modos, las leyes son una abstracción. Allí los problemas se encaran con otras tácticas. Entre otras, con arreglos o con aprietes –carpetas, videos, fotos, secuestros, amenazas más o menos explícitas como las que afronta por estos días el propio Bonasso y más–,
que a veces derivan en tiros y muerte. Por el lado de los arreglos, la casa de los espías también acumula antecedentes frondosos. Desde entregar dinero negro para endulzar testigos –Carlos Telleldín en el caso AMIA es apenas un ejemplo– o alquilar voluntades de jueces y fiscales, en forma de sobresueldos o viajes pagos a seminarios insólitos, pero a todo trapo, en cualquier parte del planeta. A la opción de los arreglos, el Gobierno sumó una variante: cargos a cambio de expedientes tranquilos, como pueden atestiguar un juez y dos fiscales federales que así lo negocian para sus familiares desde hace meses. El problema es que la ex SIDE perdió el monopolio del cripto-Estado, como expone
Bonasso en su último libro, Lo que no dije en “Recuerdo de la Muerte”. A los espías tradicionales se suman el Ejército del general César Milani. También la Policía Federal, con su Cuerpo de Informaciones, como confirmó en Tribunales el ex funcionario de este gobierno Marcelo Saín. Más aún, la ex SIDE, el Ejército y la Policía Federal ni siquiera son los únicos que hurgan por donde la ley 25.520 de inteligencia nacional lo prohíbe sin matices. Porque también se suman la policía bonaerense y la Gendarmería con su Proyecto X, según reconoció su entonces jefe Héctor Schenone, ante la Justicia. Además de infiltrar personal propio en movimientos sociales y organizaciones de derechos humanos, Schenone detalló otra
tarea del Centro de Reunión de Información de Campo de Mayo: “Se deberán detectar y neutralizar en forma sutil las acciones de periodistas que pretendan incentivar actos de mayor nivel de conflicto”. ¿Por qué también avanzan sobre periodistas? Para “cazar” sus fuentes –hay equipos completos que se dedican a eso– y por el potencial impacto que su labor puede registrar en la sociedad. En ese contexto, y si no impulsa una verdadera limpieza y un reordenamiento de las tareas de inteligencia, ¿podrá acaso la Casa Rosada creer que Parrilli y Mena lograron controlar a los espías en la antesala de las elecciones presidenciales –con lo que puede valer cada dato electoral en 2015– y en plena rebelión judicial? Galio Bermúdez, uno de los personajes más notables salidos de la pluma del mexicano Héctor Aguilar Camín, alude a esa calma que en teoría garantizan los sótanos de la política en La guerra de Galio, ya un clásico de la literatura contemporánea en América latina. “Hemos echado un velo institucional sobre el origen de nuestra paz, que no es otro que la violencia ejercida contra los que la ponen en peligro: los locos, los criminales, los disidentes”, le dice Galio al ingenuo protagonista, Vigil. “¿Dónde se administran esas segregaciones? En los sótanos. ¿Me comprende usted?” El problema es que tanto para Galio Bermúdez –“asesor del secretario de Gobierno del PRI” de día y drag queen cocainómana en el submundo–, como en la vida real, esa supuesta calma no es tal. A la larga, es al revés. “El primer día que llegué al Ministerio –relató un ex secretario de Seguridad a la nacion (y no fue un caso aislado)–, me entregaron mi carpeta. Cuando lo miré al emisario, me dijo: «Ahora vos sabés que yo sé. No me jodas».” ¿La Presidenta quiere terminar con el cripto-Estado, con los sótanos? ¿O apenas utilizarlo en su favor? Para Galio Bermúdez, la ecuación es patética. “La moral de la vida pública no tiene que ver con los diez mandamientos ni con las cuitas de las almas nobles. Tiene que ver con la eficacia y la eficacia suele tener las manos sucias y el alma fría.” “¿Quiere decir que está de acuerdo con el saqueo sexenal de nuestros políticos? –lo desafía Vigil–. ¿La honradez está reñida con la eficacia?” “No rebaje mis argumentos... –le responde Galio–. Y no juzgue tan apresuradamente lo que nos pasa. [...] No hay mérito que valga. Hay que sobrevivir, como sea, a la estampida de la nueva manada.” Cuando el funcionario de los tribunales de Comodoro Py pidió la cuenta en el restaurante, llegó la última sorpresa de aquel almuerzo. Los hombres grises ya la habían pagado. No volvieron a molestarlo. Por ahora. © LA NACION
Carta abierta a Barack Obama Rosa María Payá —PARA LA NACION—
S
MIAMI
r. Barack Obama, presidente de los Estados Unidos de América: Le escribo porque asumo que las decisiones que usted acaba de comunicar sobre la política exterior de los Estados Unidos con respecto a mi país están inspiradas por la buena voluntad. Y apelo a esta buena voluntad a pesar del contrasentido que significa ordenar revisar la presencia de Cuba en la lista de países terroristas, cuando hace apenas un año el gobierno cubano fue sorprendido intentando pasar toneladas de armamento activo de manera clandestina en un barco norcoreano a través del Canal de Panamá. O cuando hace poco más de dos años la seguridad del Estado cubano provocó el atentado que terminó con la vida de mi padre, Oswaldo Payá, premio Sajarov del Parlamento Europeo, y del joven Harold Cepero, y el gobierno cubano se niega a permitir una investigación independiente de los hechos. Ni siquiera ha entregado el informe de autopsia a mi familia.
El régimen cubano descubrió que necesita cambiar de imagen, que puede flexibilizar algunas áreas mientras mantiene todo el poder. Descubrió que puede permitir que más cubanos entren y salgan del país, o que algunos tengan pequeños negocios, pero la decisión de quién viaja y de quién tiene un timbiriche en Cuba la sigue tomando el gobierno. Sr. Presidente, no son las leyes norteamericanas las que impiden el mercado libre y el acceso a la información en Cuba, es la legislación impuesta por el gobierno. Sin embargo, estamos de acuerdo, señor Presidente: I do not belive, either, that you “can keep doing the same thing for over 50 years and expect different results.” Pero lo nuevo no es tratar como normal a un gobierno ilegítimo como el de La Habana, que nunca ha sido elegido por sus ciudadanos y que practica el asesinato de Estado impunemente. Eso ya lo hacen el resto del los gobiernos del mundo, sin consecuencias positivas para la democracia en mi país. Lo nuevo sería un compromiso real con
los ciudadanos cubanos y con acciones concretas en favor de sus demandas. No desde posiciones injerencistas, no inventándonos soluciones, sino apoyando las soluciones que los propios cubanos hemos creado. La única expresión libre, legal y masiva de los cubanos en 55 años es la petición de una consulta popular, el Proyecto Varela. Que se le consulte al pueblo sobre cambios en las leyes que garanticen la libertad de expresión, de asociación, la liberación de los prisioneros políticos, el derecho a poseer empresas privadas y a elecciones libres y plurales. Usted preguntó en su histórico discurso sobre Cuba: How we uphold that commitment? El compromiso con la libertad. Le tomo la palabra, señor presidente. La respuesta a usted y a todos los gobiernos democráticos del mundo es: Apoyen la realización de un plebiscito sobre las elecciones libres y plurales en Cuba. Apoyen lo único que garantiza el fin del totalitarismo, que es la participación ciudadana efectiva.
Mi padre decía que los diálogos entre las elites no son el espacio del pueblo. El totalitarismo del siglo XXI, que además ejerce la injerencia en los asuntos internos de buena parte de la región y extiende las prácticas antidemocráticas en países hermanos como Venezuela, se sienta ahora a la mesa junto a las democracias del hemisferio. Espero que no llegue también la censura a la mesa y que nos podamos sentar los ciudadanos cubanos, que hasta ahora somos los grandes excluidos en este proceso. A su administración, al Vaticano y al gobierno de Canadá, que con buena voluntad han llevado a cabo este proceso de acercamiento con el gobierno cubano, les decimos que los cubanos esperamos esta misma intensidad en el apoyo a nuestras demandas, que no tienen color político, porque los derechos están en la base de la democracia. Apoyen el derecho de los cubanos a decidir su futuro y protagonizar su presente. Apoyen una investigación independiente
sobre el atentado que ocasionó la muerte de Oswaldo Payá y de Harold Cepero. No más solidaridad simbólica. No queremos participar sólo en el foro paralelo a la próxima Cumbre de las Américas. La silla que ocupará el gobierno cubano no es la silla del pueblo. Y debe ser la silla que represente a los ciudadanos, que es lo único que los jerarcas del castrismo no hacen. Por eso necesitamos estar presentes en la cumbre principal y que las demandas de los ciudadanos cubanos se escuchen, empoderadas por las democracias de la región. Señor presidente, atrévase ahora, después de citar a nuestro José Martí, a poner en práctica la honestidad que una Cuba en libertad se merece, “con todos y para el bien de todos”, incluidos los cubanos, incluidos los latinoamericanos, incluidos los Estados Unidos de América. Dios bendiga a nuestros pueblos. © LA NACION La autora es hija del disidente cubano Oswaldo Payá, fallecido en 2012
Las dos almas de la democracia argentina Vicente Palermo —PARA LA NACION—
S
i miramos nuestra historia en perspectiva y con la ventaja que nos dan el paso del tiempo y la sucesión de experiencias, salta a la vista que las tradiciones democráticas argentinas son de larga data. Ya José Luis Romero decía, promediando el siglo pasado, que las raíces sociales de la democracia argentina eran hondas y bien afirmadas en la cultura política. Dicho esto, hay que observar que esas tradiciones democráticas nativas se caracterizan por su heterogeneidad. En efecto, en la democracia argentina coexisten al menos dos almas. Aunque desde luego la Argentina no está sola en esta característica, cabe señalar que varios países de la región gozan de tradiciones democráticas más homogéneas, como Uruguay, Brasil y Chile (no es el caso de Bolivia, claramente). ¿Ésta es una ventaja o una desventaja? Por un lado, hace más difícil la convivencia política, cuando no, peor aún, la convivencia social. Por otro lado, la diversidad puede enriquecer a los componentes y ser capaz de plasmarse en formas institucionales que superen aquellas que las diferentes almas pueden dar de sí. Claramente, nuestro caso ha sido, hasta ahora, del primer tipo. ¿Cuáles son esas almas que les confieren heterogeneidad a nuestras tradiciones democráticas? La primera es la democrático-
liberal. Esta orientación hace descansar la formación de la voluntad política en la pluralidad de los actores y en el gobierno de la ley; tiene por norte el control del poder y su limitación y es fuertemente institucionalista; la noción de derechos se instituye en la ley y en la comunidad política plural. En nuestro caso, su epítome es la Constitución de 1953 (aun sin olvidar que ésta se aparta de los casos en que se inspiró para conferir mayores poderes a los presidentes). Por el contrario, la otra alma, democrático-populista, funda la voluntad política en la mayoría y se inclina fuertemente a la acumulación de poder en la cúspide de la arquitectura política. El poder tiende a estar por encima de la ley y está fuertemente personalizado. Puesto que, en teoría, la mayoría expresa la voluntad nacional y los liderazgos, en hipótesis, encarnan la voluntad mayoritaria, la vida política tiende a reducirse a un solo actor y los liderazgos confieren a las instituciones públicas a la vez una tonalidad monocolor y una plasticidad generadora de incerteza. La noción de derechos se instituye aquí sobre la base de la voluntad colectiva, no del juego institucional. Estas dos almas anduvieron a la greña desde el nacimiento de la segunda, a principios del siglo pasado. In extremis, procuraron eliminarse una a la otra, causando
un enorme daño colectivo. La mejor ilustración al respecto la constituye el período que va de 1946 a 1973. Primero fue el alma democrático-populista la que arrinconó a la otra: el gobierno peronista concentró el poder de un modo inédito en la Argentina, persiguió a la oposición y modeló la ley a su antojo. A partir de 1955 fue la hora de la revancha: los partidarios del alma democrático-liberal quisieron borrar a sangre y fuego a los peronistas y los privaron de derechos elementales. Como habían hecho los peronistas en 1949, quisieron contar con una legislación ad hoc para frenarles el paso definitivamente. Es claro que esta lucha que, desde 1946, nada tuvo de gloriosa, llevó a unos y otros a cometer monstruosas inconsistencias. En ese choque tan destructivo, las almas se traicionaron a sí mismas: las trampas electorales blancas (dibujando las circunscripciones) en las que incurrió el gobierno peronista se perpetraron en inconsistencia con las nociones de mayoría y, sobre todo, la justificación de reiteradas dictaduras desde 1955 tuvo lugar en inconsistencia flagrante con el alma liberal. Muy raramente, ambas almas se aproximaron. El “abrazo Perón-Balbín” de 1972 va más allá de un mero reconocimiento recíproco. Si bien se mira, constituye una legitimación recíproca de ambas almas (más
allá de las dificultades conceptuales que su compatibilización supondría). Claro que, en el contexto de una relación de fuerzas completamente favorable al peronismo, la asimetría era evidente, y la tradición democrático-liberal quedaba subordinada a la democrático-populista (“peronistas somos todos”, decía el general). Pero un caso diferente, y tal vez más interesante, de aproximación es el de Raúl Alfonsín, movido quizás por la necesidad de darse, llegado a la Presidencia, una política eficaz frente a la oposición peronista. En efecto, por un lado Alfonsín encarna el alma democráticoliberal. Después de todo, no es una nimiedad que hiciera la campaña electoral con el preámbulo de la Constitución nacional en los labios. Pero por otro interpela a los partidarios del alma democrático-populista al enumerar los movimientos y las figuras que la componen y al imaginar un “tercer movimiento histórico”. A diferencia de la aproximación protagonizada por Balbín y Perón, la de Alfonsín tenía la audacia de proponerse como síntesis. ¿Síntesis imposible? En todo caso, la propuesta naufragó en el mar tormentoso que vapuleó a su gobierno. De ahí en más los gobiernos de cuño democrático-populista, y sobre todo el de los Kirchner, se esmeraron para protagonizar una versión de manual de los peo-
res vicios de esa alma. Lo que queda claro es que este ciclo toca a su fin y sobreviene muy probablemente un ciclo democráticoliberal. Es imposible saber si podrá presidir un gobierno exitoso, si procurará entendimientos con la oposición que rompan con el divorcio abismal entre ambas orientaciones (aun sin procurar una probablemente peligrosa síntesis) o si se sentirá obligado a quebrar sus propios principios. Entretanto, el drama de la heterogeneidad de nuestra tradición democrática queda en pie. Decía Tulio Halperín Donghi que en la Argentina se habían formado a lo largo del tiempo dos principios de legitimidad política prácticamente inconciliables. Por un lado, el de matriz oligárquica: la Argentina sólo puede ser gobernada por nosotros. Por otro, el de matriz popular: el gobierno debe provenir de las mayorías electorales. Es de notar que, en los últimos tiempos, el peronismo se ha arrogado –por cierto, contra toda evidencia– ambas legitimidades: las mayorías son peronistas y “a este país” sólo lo podemos gobernar los peronistas. Sería de importancia crucial que un gobierno de alma democrática liberal exitoso no incurriera en parecidos errores. © LA NACION El autor es investigador principal del Conicet, miembro del Club Político Argentino