La guerra silenciosa de los adolescentes

27 mar. 2014 - Si entre l850 y l930 nos dimos concor- dia y grandeza y del 30 hasta nuestros días nos dispersamos en el particularismo, ¿no habrá llegado el ...
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OPINIÓN | 23

| Jueves 27 de marzo de 2014

La hora de la unidad Mariano Grondona —LA NACION—

H

ay momentos en que la historia deja de ser corriente para convertirse en excepcional. Estos momentos pueden ser excepcionalmente buenos o excepcionalmente malos. Lo seguro es que no serán normales, ordinarios. Si las cosas van mal, estos momentos serán pésimos. Si las cosas van bien, serán maravillosos. Lo cual quiere decir que a los tiempos “anormales” les está prohibida una sola cosa: la medianía, la mediocridad. ¿Vive la Argentina uno de estos atípicos momentos? El escritor Saavedra Fajardo representó una vez la trayectoria del Estado con una flecha a la que agregó dos consignas mutuamente excluyentes: o sube o baja. Así le va a ir al Estado de los argentinos en los tiempos que estamos viviendo: le va a ir bien o le va a ir mal. Le estará vedado el empate. Para imaginar la trayectoria de la Argentina si le fuera a ir mal, bastaría con proyectar hacia el futuro los pasos que ya está dan-

do nuestra Presidenta en dirección del fin de su mandato; su inmovilismo, su pobreza de imaginación. Así como va, la espera el desastre no sólo en lo económico sino también en lo político porque según un famoso refrán, “nunca esperan vientos favorables al navegante que no sabe adónde va”. Si nos va a ir mal, por lo tanto, nos podrá ir mal o muy mal según sean las circunstancias externas, por ejemplo, las cosechas. Es relativamente fácil imaginar entonces el alcance del que podría ser el fracaso de Cristina. Es mucho más difícil, en cambio, pronosticar su éxito, porque hacerlo supondría un mayor esfuerzo de imaginación. Es que, para la Presidenta, tener éxito exigiría un gran cambio de actitud, un salto cualitativo de la gestión. La suya es como una carrera con vallas a la que le queda cada vez menos espacio para maniobrar. En sus Comentarios a las Guerras de las Galias, Julio César consignó como al pasar: “Mi izquierda retrocede, mi centro cruje, mi dere-

cha ya no existe; por lo tanto, ataco”. Como consecuencia, y por efecto de la sorpresa consiguiente, terminó por prevalecer. ¿Será capaz Cristina de un giro comparable? ¿No se dará por vencida ni aun vencida? ¿Pero creerá, acaso, que corre el peligro inminente de ser vencida? ¿Hasta dónde llega su capacidad de autoengaño? Responder a esta pregunta supondría conocer a la Presidenta. Aquí entraríamos en otro terreno. ¿Hasta dónde se conoce a sí misma la propia Cristina? Quizá debiéramos añadir aún otro interrogante: ¿cuántos argentinos deseamos, de veras, el éxito de Cristina? Si tuviera éxito, ¿estaríamos dispuestos a compartirlo? ¿O temeríamos, con cierta razón, que le diera un ataque de soberbia? Como se le dijo alguna vez al amigo de Hamlet: “Hay más cosas en la Tierra que las que sueña tu filosofía”. El éxito político o económico de Cristina a esta altura de su mandato, convengamos que es improbable. ¿Pero desearíamos este éxito improbable los propios

argentinos? ¿Qué nos convendría como país, como sociedad? Supongamos ahora que el éxito histórico de la Argentina fuera posible. Esta hipótesis no es del todo inconcebible porque, de hecho, ya se dio. A mediados del siglo XIX, y por una conjunción de factores que hoy nos parece casi milagrosa, la Argentina pasó de ser el último país de América latina a ser el líder indiscutido de la región en el plazo de pocas décadas. Colosos intelectuales como Alberdi y Sarmiento, colosos militares como San Martín, colosos políticos como Roca, operaron el cambio. Y así fue como en menos de cincuenta años nuestro país se puso a la vanguardia de su región. Pero luego sobrevino la tragedia de los años 30 y, a su impulso, el país descarriló. Quizás habría que profundizar lo que pasó en esos años decisivos. En los años cincuenta del siglo XIX, la Argentina se dio el Acuerdo de San Nicolás y, a partir de entonces, no dejó de crecer y de atraer inmigrantes hasta que otra Argentina, en lu-

gar de expresar la coincidencia “universal” de San Nicolás, pasó a expresar las coincidencias “facciosas” de los segmentos que se iban imponiendo cada uno a su turno y así hasta nuestros días. Conservadores, militares, peronistas, radicales… Ninguno de ellos se sintió parte de un todo. Cada uno de ellos, se sintió un todo aparte. A lo mejor ha llegado el momento de agregar otro capítulo a la gesta de los argentinos. Si entre l850 y l930 nos dimos concordia y grandeza y del 30 hasta nuestros días nos dispersamos en el particularismo, ¿no habrá llegado el momento de acercarnos a una renovación de la unidad? Antes de 1850, la Argentina se había dispersado hasta casi desaparecer. De 1850 hasta 1930 sus trozos se unieron en una nueva epopeya. Más tarde, la acometió de nuevo el vicio del particularismo. ¿No habrá llegado la hora de refundar la unidad? ¿No habrá llegado el momento de relanzar justamente ahora, al fin de un ciclo, la aventura argentina? © LA NACION

delito y fractura social. Víctimas habituales del robo en la calle, los varones alimentan con cada apriete un recelo que los

enfrenta con quienes los agreden, chicos como ellos pero caídos del mapa social, a los que la escuela les ha soltado la mano

La guerra silenciosa de los adolescentes Hinde Pomeraniec —PARA LA NACION—

Viene de tapa

Los que roban burlan al otro, le pasan el brazo por los hombros, lo intimidan lo suficiente para sacarle algo a quien suponen que le sobra todo porque imaginan que en casa volverán a comprarle lo que esa mañana o esa tarde se convirtió en botín. El que es robado salió a la calle bajo la consigna familiar de “les das todo, no te resistís y te callás; lo importante es que no te lastimen”. Siente la furia de haber sido despojado de objetos queridos sin poder pelear por ellos y la impotencia de sentirse derrotado a una edad en la que sólo se piensa en ganar en cualquier terreno. No le alcanza con saber que los chicos que le robaron –como seguramente sus padres antes– conocieron la humillación desde el principio de sus días, cuando nacieron derrotados por la exclusión social y la falta de oportunidad que los convirtieron en esas “bombas pequeñitas” de las que hablaba el Indio Solari. No le alcanza y no le importa: sólo pregunta por qué no puede salir tranquilo a la calle y debe entregar sus objetos como un “peaje” para circular. Sucede entre los varones, casi no se meten con las chicas, que sí pueden ser víctimas de arrebatos o asaltos como el resto de los adultos, pero que están excluidas de estos encontronazos que viven los varones jóvenes en cualquier punto de la ciudad o el Gran Buenos Aires. A veces es sólo la pérdida de objetos y el mal momento. Otras veces los chicos robados terminan sufriendo con su cuerpo, porque el miedo después de un robo no les permite salir solos por bastante tiempo. O porque los mismos que le robaron siguen dando vueltas todos los días por las calles de su escuela. No parece una tragedia si se compara a ese chico con pánico con aquellos que tienen hambre o padecen enfermedades a causa de la miseria, pero tampoco es una frivolidad ni se reduce a un tema de clase: en los estratos sociales más bajos los chicos también son robados por sus pares, por lo que este tipo de episodios ya es un síntoma, un doloroso síntoma instalado

con la naturalidad de las marcas de época. Hay estudios en todo el mundo que vinculan deserción escolar con el delito y otros que, aunque discuten la relación directa de ese vínculo, reconocen que quienes están fuera de la escuela están más cerca de transgredir las normas. A veces no es tan claro ese “estar fuera de la escuela”, ya que muchos de los adolescentes que delinquen declaran asistir a clase, pero esa asistencia es irregular y no necesariamente indica un camino

hacia la educación y sus efectos civilizatorios. El Nobel de Economía James Heckman viene trabajando sobre el impacto que tiene en la vida de las personas haber recibido o no educación entre los 0 y los 5 años, por la relevancia que adquiere la escolarización en aquellos chicos que no están en condiciones de heredar un capital cultural y social en su hogar. Según el último censo de 2010, en la Argentina el 10% de los mayores de 15 años no terminó la escuela primaria.

Cifras del Ministerio de Educación sostienen que el 56% de los argentinos no termina los estudios secundarios y que del 44% de estudiantes que sí lo hace, casi la mitad tiene rendimiento bajo y hay un alto porcentaje que no comprende lo que lee. Esto se ve en los resultados que la prueba internacional PISA (tan cuestionada por las autoridades nacionales) viene informando desde 2000, cuando asegura que el 52% de los chicos argentinos de 15 años no entiende lo que lee.

Por momentos no puedo dejar de pensar que estos pequeños combates urbanos que arrancaron en los 90 y que, en lugar de retraerse después del cataclismo de 2001, se hicieron más pronunciados en los últimos años, se dan entre los que van regularmente a la escuela y aquellos que no. Este comportamiento de bandas adolescentes también se ve en el interior y en otras capitales latinoamericanas. No es un consuelo, debería ser obligación de nuestros gobiernos terminar con estos escenarios comunes de delito y frustración que socavan toda posibilidad de desarrollo y progreso. La inversión económica es clave, pero no siempre alcanza: en la Argentina, el aporte a la educación se triplicó, pero falta un seguimiento férreo de esa inversión y su correlato en la calidad, así como falta velar por el cumplimiento de las leyes que obligan a tener preescolar, primaria y secundaria completos. Es nuestra responsabilidad que estos chicos caídos del mapa social que pasan sus días en la calle hostigando a otros de su edad no estén donde deberían: en la escuela, pero del lado de adentro, y más tarde en la universidad, para alcanzar la promoción social que la Argentina necesita con urgencia. Soy hija de la escuela y la universidad públicas, como lo fueron mis padres, mi hermana y luego mis hijos. Conocí la integración social y la superación profesional e intelectual de los hijos de padres analfabetos o de inmigrantes con formación precaria. Por eso estoy convencida de que la única manera de incluir a todos en una sociedad y desarrollarla es a través de la igualdad de oportunidades y de políticas educativas a largo plazo –con el foco puesto en los sectores más vulnerables–, que incluyen salarios adecuados para los docentes, pero también la exigencia en sus competencias y su capacitación. Es el único horizonte posible para que los chicos vuelvan a ser pares en espacios comunes como la escuela, en lugar de mirarse para siempre como enemigos irreconciliables. © LA NACION

Máximo y Zannini, obligados a salir a la luz pública Luis Majul —PARA LA NACION—

C

on pocos días de diferencia, dos operadores ocultos de la presidenta Cristina Fernández decidieron hacer públicas algunas de las cosas que piensan. Se trata de su hijo, Máximo Kirchner, y de su asesor todo terreno, Carlos Zannini. Distanciados por el manejo de los cambios que no prosperaron en Fútbol para Todos, parecen obligados a dar la cara, como si fueran los últimos soldados de Cristina, antes de la entrega del poder. En el caso del secretario legal y técnico de la Presidencia, la salida del clóset político vino con yapa. La semana pasada, lloró en una presentación en la Cámara de Senadores y, en las últimas horas, se presentó ante la militancia para reivindicar el controvertido y polémico discurso que el entonces presidente Néstor Kirchner pronunció el 24 de marzo de 2004, en el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Como se recordará, ese día, ante la mirada atónita de León Gieco y Joan Manuel Serrat, entre otros, y después del emotivo discurso de Juan Cabandié, Kirchner pidió disculpas, en nombre del Estado, por todo lo que no se había hecho para castigar en tiempo y forma la sistemática violación de los derechos humanos durante la dictadura. Desde aquel escenario improvisado omitió, de manera ostensible, nada más y nada menos que la creación de la Conadep y el impulso que dio el presidente Raúl Alfonsín a los juicios contra las Juntas Militares.

Que el operador de Néstor y Cristina haya elegido semejante pieza oratoria para salir a la

cancha de la política habla más de Zannini que del propio Kirchner. Dogmático, prepotente,

dirigente mal ideologizado que se cree, en términos generales, el dueño de la verdad, para Zannini no existe más que el kirchnerismo que se pegó a las organizaciones de derechos humanos, y no valen, para el análisis histórico, ni la indiferencia ni el rechazo del ex presidente ante las Madres de Plaza de Mayo al final de la dictadura ni el aprovechamiento político que desde 2003 hizo el Gobierno de las organizaciones humanitarias para ganar elecciones, y también para hacer negocios, como el de Sueños Compartidos. Zannini, para que no quede ninguna duda, es el mismo que armó la ingeniería electoral para que Kirchner impusiera la reelección indefinida en la provincia de Santa Cruz. La misma persona que, según Luis Juez, lo contactó con Cristóbal López para que el empresario del juego y del petróleo le propusiera bancar su carrera política a cambio de instalar un casino en la ciudad de Córdoba. El mismo funcionario que quedó en un lugar demasiado incómodo al hacerse público que su hombre de confianza, Carlos Liuzzi, había llamado al juez Norberto Oyarbide para detener un allanamiento a una financiera que entregaba cheques con descuentos a empresas, organizaciones y hombres en apuros. ¿Fue la Presidenta la que lo mandó a poner la cara, después del escándalo que generó la confesión del controvertido juez federal? El próximo domingo, por televisión, en el primer programa del año de La Cornisa, se

podrá ver cómo algunos empleados de esa “cueva” intentaban escapar con biblioratos en la mano. Que el juez haya considerado a Liuzzi una fuente válida para detener el allanamiento, por la sospecha de que los policías estaban pidiendo coimas para no investigar, no sirve para ocultar la impúdica injerencia de la oficina de Zannini en el corazón del Poder Judicial. En un país más o menos serio, el magistrado no duraría en su cargo ni siquiera una semana. Y el responsable de la oficina desde donde partió la llamada que detuvo la inspección debería haber presentado la renuncia en el acto. ¿Fue Cristina la que le pidió a Zannini, igual que hizo con el vicepresidente Amado Boudou, que no se escondiera y que empezara a poner la cara o fue él mismo quien tomó la decisión, para alentar la idea de una precandidatura presidencial que sólo estaría en su cabeza? Algunos presidentes argentinos, cuando las papas queman, suelen pedirles a sus funcionarios que salgan de la oscuridad o que defiendan el buen nombre y honor que dicen que tienen. Lo hizo Alfonsín cuando transformó a Enrique “Coti” Nosiglia en su ministro del Interior, casi al final de su gobierno, del que se tuvo que ir antes de tiempo. Nosiglia era su operador político más eficiente y menos expuesto. La aceptación del ministerio, en un momento en que nadie quería asumir ningún cargo público, fue interpretada como una muestra de generosidad de Nosiglia. Pero Alfonsín también quería terminar con las habladurías de que detrás de cada decisión de Nosiglia había al-

go extraño o digno de ser ocultado. También lo hizo Carlos Menem cuando mandó a su asesor privadísimo Miguel Ángel Vicco al programa de Mariano Grondona para responder sobre el escándalo de la mala leche. Su performance terminó de condenarlo, así como terminó de condenar al vicepresidente Amado Boudou, frente a la sociedad, la conferencia de prensa a la que convocó, a pedido de Cristina Fernández, y con la que se cargó, de un solo movimiento, al procurador Esteban Righi, al juez Daniel Rafecas y al fiscal Carlos Rívolo. ¿Puede entonces ser interpretada la rutilante aparición de Máximo como una decisión de su madre para generar la expectativa de que el proyecto nacional y popular de matriz diversificada puede tener continuidad en el corto o mediano plazo? En la entrevista que le concedió al periodista Jorge Rial, la jefa del Estado explicó que Máximo no hablaba con periodistas para preservarse. Es decir: para evitar ser atacado. ¿Por qué entonces eligió salir a responder las preguntas de la periodista oficial Sandra Russo? ¿Es porque desea probarse como candidato a intendente de Río Gallegos? ¿Por qué quiere bajar una línea política más completa a la militancia que reconoce su liderazgo? ¿O será también porque la imagen del hijo de la Presidenta cobrando los cheques que le firmaba Lázaro Báez necesita ser reemplazada por otra, más cercana a un proyecto político que a las sospechas de corrupción? Si quiere tener algún futuro, Máximo debe ser visible, no sos-

pechoso, y salir definitivamente del clóset político. Y debería mostrarse en público a pesar de que, en el fondo, odia la política. O, mejor dicho, todo lo que la política “le quitó”. Máximo cree que “la política” provocó, por ejemplo, la temprana muerte de su padre. Entiende que también fue la política lo que enfermó y puso en serio riesgo la salud de su madre. Y es consciente de que la misma política le quitó horas, días, semanas y meses enteros a sus padres, cuando era niño, adolescente e iniciaba la adultez. De eso pueden dar fe los que presenciaron un diálogo entre el propio Máximo y Alberto Fernández, un domingo en la quinta de Olivos, mientras el entonces jefe de Gabinete dudaba entre aceptar el último café que le proponía Néstor Kirchner o ir a ver su hijo que lo estaba esperando. El ex presidente había ido a buscar una pastaflora para el postre. Máximo entró de repente y Fernández le confesó su preocupación. Entonces el hijo presidencial le aconsejó: “¡Andate a la mierda! Andate urgente a ver a tu hijo. ¿Qué hacés todavía acá? ¿Sabés el tiempo que me perdí de estar con mi papá y con mi mamá por culpa de la política?”. Esas palabras fueron las que le hicieron pensar a Fernández que Máximo no era ni tan raro ni tan excepcional como muchos creían. Y que sólo se dedicaría a la política por razones extraordinarias, como mantener viva a La Cámpora o salir del lugar imaginario del chico que no se embarra y sólo maneja el dinero de la cuestionada fortuna de la familia.© LA NACION