La filosa ironía de Mujica Lainez La fábrica de los

para dar fin, de ese modo, a la Guerra de las Malvinas. Otra vez, la ... años a los acontecimientos) ya entonces .... a llegar a los cien años, ni tampoco a lucir una ...
954KB Größe 6 Downloads 54 vistas
OPINION

Sábado 6 de noviembre de 2010

NORBERTO FIRPO

V

PARA LA NACION

EAMOSLO de este modo: eso de vivir en perpetuo estado de irritación, amasando ansiedades y rabietas, siempre con los nervios de punta y casi siempre dispuesto a fogonear rencores, no ayuda para nada a llegar a los cien años, ni tampoco a lucir una jovial y seductora veteranía. Un muy reciente y conmovedor hecho fúnebre ofrece pautas para desovillar esta duda existencial: ¿vale la pena transitar una existencia de bravucón ideológico, habida cuenta de que el estrés y los desafueros del ánimo conspiran activamente contra la salud del sistema arterial? En su póstumo Tratado político, Baruch Spinoza dice que nada es más fácil que cultivar adversarios y enemigos: germinan alrededor de uno –como por encanto– al poco rato de ser malicioso, de suponerse dueño absoluto de la verdad, de negarse a toda conciliación y/o reconciliación… Una entidad que alberga a científicos eminentes, la Asociación Argentina de Medicina Integrativa, ha elaborado un cartabón de consejos para que uno atine a conjugar longevidad con virtual lozanía y para preservar de la corrosión los resortes psicosomáticos. De hecho, residen en el país más de un millón de personas octogenarias (y como tres mil que andan ya en los 100), y muchas de ellas dan fe de que la vida sigue sonriéndoles porque nunca

A muchos octogenarios la vida les sonríe porque soportan indemnes cuanta polución de malas ondas los roce hicieron nada para despertar inquinas y porque, además, apelaron a la sensatez y a la experiencia para soportar indemnes cuanta polución de malas ondas amenazara rozarlos. Entre los consejos dados por la mencionada asociación figura éste: vean, señores, a ver si la terminan con eso de que “no puedo”, una ridícula limitación que quizá ya hicieron extensiva al noble ejercicio de la sexualidad. Una nota aparecida en este diario, el 4 de octubre (“En la cama, la tecnología separa”), recoge opiniones de perspicaces sexólogos, todos los cuales coinciden en este punto: en el dormitorio, el televisor y otros cacharros electrónicos son responsables, antes que la edad, de que la cama cumpla sólo una de sus funciones (la de descansar) y no la otra. Por cierto, sujetos así de paparulos padecen tempranos signos de vetustez, comparables a los del tipo hiperactivo que propaga broncas y hace de su vida un páramo arreciado por las peores turbulencias, esas que tanto influyen para que el alma escape del cuerpo. Dicen los médicos: casi nadie que sea un huraño obsesivo y un materialista contumaz, consagrado a acopiar más y más poder, llega a edad venerable. Y agregan: por encima de los 50, quien no ocupe diez minutos de su día a sonreír al prójimo y a resultar grato, no tiene chance de que los lances del amor le regalen un ratito de plena juventud. © LA NACION

41

EL CENTENARIO DE UNO DE LOS GRANDES ESCRITORES ARGENTINOS

RIGUROSAMENTE INCIERTO

Crispación, un estilo de vida

I

La filosa ironía de Mujica Lainez HUGO BECCACECE PARA LA NACION

H

AY centenarios que inspiran respeto, pero también bostezos. En cambio, el de Manuel Mujica Lainez hace que, de modo inevitable, se recuerden con una sonrisa las anécdotas que lo tienen como protagonista y las frases de las que fue autor. Se le atribuyen a “Manucho” réplicas, desplantes y ocurrencias innumerables, que crecen de un modo apócrifo a medida que pasa el tiempo. Es que Mujica Lainez pertenecía a una época en la que los escritores no sólo se limitaban a trabajar de un modo endemoniado; además, eran personajes que parecían surgidos de sus propios libros. Vivían y trabajaban en estado literario. Y tanto el humor como la ironía fueron dos de los recursos que Mujica Lainez utilizó para seducir a sus lectores y enfrentar a la sociedad argentina. A su producción escrita y publicada, habría que agregar la fuente muy poco explorada y vastísima de la correspondencia, en la que también desplegaba una mirada a menudo satírica para alegría de sus corresponsales. Mujica Lainez dedicaba parte de sus mañanas a contestar las cartas que recibía. En sus mensajes abundan el ingenio y el lirismo, a los que también acudía en declaraciones públicas. Por ejemplo, para describir el sentimiento que le había producido la prohibición de la ópera Bomarzo, de cuyo libreto era autor, empleó sólo dos palabras: “Absurda melancolía”. Feliz y extraña combinación de adjetivo y sustantivo. A la gravedad de la “melancolía”, el hecho de que sea “absurda” le da un toque de levedad misteriosa y una intención de burla política que apunta de un modo directo al gobierno de Onganía. La concisión de la “absurda melancolía” es, por otra parte, la de un poeta y tiene el efecto de una granada cuyas esquirlas se disparan en distintas direcciones y contribuyen a crear un clima de escéptica resignación. Mujica Lainez nunca se consideró un poeta, a pesar de que escribió poesías, muchas de ellas de circunstancias. Tenía una facilidad deslumbrante y peligrosa para la versificación, pero la poesía más honda brotaba de su prosa, se filtraba en sus cuentos y en sus novelas, con un toque mordaz. En una carta, fechada el 16 de julio de 1982, que envió desde Madrid al autor de este artículo, “Manucho” (tal como firma el mensaje) cuenta una larga estadía europea y anuncia su regreso a Buenos Aires de este modo: “[…] y yo, a principios de septiembre, estaré en Buenos Aires, para enfrentar una patria deshonrada y desmaradonada”. El 4 de junio de ese año, Diego Armando Maradona había firmado su pase al club Barcelona por 1200 millones de pesetas y, diez días después, el 14 de junio, el general Menéndez se había rendido a las fuerzas británicas para dar fin, de ese modo, a la Guerra de las Malvinas. Otra vez, la economía verbal (una sola palabra, “desmaradonada”) le permite a Mujica Lainez ejercer un humor cruel, desesperanzado y casi macabro, que denuncia, por una parte, la situación humillante del país, así como la frivolidad de los gobernantes, los gobernados y los medios, que lloraban al mismo tiempo

Veintitrés años después, en 2000, se estrenó La sombra del vampiro, dirigida por E. Elias Merhige, que cuenta en clave de parodia cómo se filmó Nosferatu, la célebre película muda de Murnau. El argumento de la película de Merhige se basa en un rumor. De acuerdo con él, Max Schreck, el actor que encarnó a Nosferatu en el clásico de Murnau, también era un vampiro de verdad, igual que el de “Manucho”, y por cierto, tampoco lograba satisfacer del todo al director. Se trata de una curiosa y más que extraña coincidencia de trama y de tono entre un libro y una película: no recuerdo que se la haya señalado. Quizá Mujica Lainez utilizó los rumores que siempre corrieron acerca del supuesto vampirismo de Max Schreck para escribir su cuento, pero lo hizo mucho antes que el director Merhige y que el guionista Steve

Leerlo es un placer que se aviva con la relectura; tratarlo era asistir a una fiesta en la que no había nada efímero

una tragedia nacional como la aventura temeraria de las Malvinas, y un negocio futbolístico, que nos arrancaba al joven dios de los pies de oro manchados de barro. El peso dramático de “deshonrada” está compensado por la banalidad de “desmaradonada”. Además, es imposible no asociar auditivamente “desmaradonada” con la patria “desmoronada”. El contrato de Maradona era vivido como una derrota por el pueblo dolido, desamparado, al que le habían quitado a la vez las islas fugazmente recuperadas y al ídolo de las canchas, porque Maradona (y, en eso, “Manucho” se anticipó casi en treinta años a los acontecimientos) ya entonces representaba la “patria” para millones de personas. Y la “patria” de doradas piernas había sido entregada. Con todo, el autor de La casa no debe de haber previsto que Dieguito fuera a convertirse en un ícono cultural, dignidad que el escritor jamás alcanzó. A partir de Bomarzo, Mujica Lainez se entregó con pertinacia a las novelas de tema histórico, que lo llevaban a documentarse de un modo obsesivo. Sin embargo, eso no le impedía desplegar su imaginación, por momentos delirante, en esas narraciones en que aparecían personajes de época. Hubo un caso en que se adelantó al cine internacional. Uno de sus libros, injustamente poco frecuentado, Crónicas reales, colección de cuentos encadenados, traza la historia, desde los reyes medievales hasta la aparición de los astronautas, de una imaginaria dinastía centroeuropea, los Von Orbs. El tono bur-

lón y la ironía animan todas las páginas. Uno de esos relatos, “El vampiro”, tiene como protagonista al barón Zappo XV von Orbs. Este, acosado por las necesidades económicas, acepta alquilar su castillo terrorífico a un productor inglés para filmar La bestia de Wurzburg, una película destinada a detallar las vicisitudes del señor de una imponente y siniestra residencia gótica (la propiedad de Zappo), un vampiro que codicia el cuello de una joven y bella muchacha. En cuanto la guionista del film conoce a Zappo XV, comprende que no puede haber mejor

El humor de “Manucho” casi siempre trascendía la mera gracia. Hasta sus desplantes tenían un sentido más profundo intérprete para el papel del vampiro que el propio Zappo. En realidad, no se equivoca, porque éste es de verdad un vampiro que se alimenta de sangre humana, con aspecto de tal, dientes afilados, pelo y piel verdes, etcétera. La guionista impone su criterio y el director se aviene, no de buen grado, a trabajar con un novato. Nada de lo que hace Zappo ante la cámara le parece creíble al director. El vampiro no es suficientemente vampiro para ese británico acostumbrado a los émulos de Bela Lugosi y Christopher Lee. El libro de Mujica Lainez es de 1977.

Katz. No sería del todo improbable que estos, por su parte, tuvieran noticias del relato de “Manucho”. En otro cuento de Crónicas reales, “El enamoradísimo”, Mujica Lainez narra el casamiento de dos príncipes Von Orbs. Describe con augustos, suntuosos adjetivos la ceremonia nupcial y el desfile en carroza de los novios ante el pueblo, y cuenta cómo, de pronto, una flecha asesina logra la proeza de ensartar a la vez a la princesa y a su flamante esposo, lo que los convierte en viudos recíprocos e instantáneos. La reacción de los súbditos queda registrada con una imagen hilarante: “La muchedumbre gritó de terror, delante de la trágica brochette de príncipes”. ¡Cuántas asociaciones despierta ese magnicidio de una pareja! ¿No sería un titular inolvidable de diario “Trágica brochette”? El humor de Mujica Lainez casi siempre trascendía la mera “gracia”. Hasta sus desplantes tenían un sentido más profundo. Hacia el final de una charla que mantuvieron él y Silvina Bullrich frente al público, debieron satisfacer la curiosidad de los asistentes al acto. Un señor, muy preocupado por la subsistencia de los conferencistas, vestidos con una elegancia impecable y costosa, les preguntó si los escritores podían vivir de la venta de sus libros. Silvina Bullrich dijo que, en general, eso no ocurría, salvo excepciones como las de ella y su compañero de mesa, cuyas obras eran best sellers. “Manucho” se volvió hacia Silvina con un gesto sobreactuado de asombro e indignación, y le aclaró: “Vos vivirás de tus libros. Yo vivo mucho mejor”. La concurrencia estalló en una carcajada porque la agudeza de “Manucho” ponía de relieve las aspiraciones limitadas de quienes se entregaban a las actividades culturales en la Argentina, aun de aquellos que tenían éxito. Para un autor nacional, vivir de sus libros es vivir apenas de modo digno. Leer a Mujica Lainez es un placer que se aviva con la relectura; tratarlo era asistir a una fiesta en la que no había, a diferencia de las fiestas comunes, nada efímero. Con inteligencia y astucia, sabía atemperar la lucidez de sus juicios, a veces dolorosos, con la piedad de una sonrisa. El humor era para él una forma de la nobleza y la verdad. © LA NACION

La fábrica de los portentos SERGIO RAMIREZ PARA LA NACION

B

MASATEPE, Nicaragua

ORGES dice que la empresa de leer por completo Las mil y una noches puede llevar al descalabro total de la mente; es decir, a la locura por empacho de fantasías. He probado desmentir al autor de El libro de arena intentando ese ejercicio desmedido, la primera vez en la adolescencia, y lo he conseguido ya tres veces, la última hace unas pocas semanas, sin presentar, hasta donde la razón me alcanza a adivinar, ningún síntoma de locura, pero sí, como todas las veces, señales inequívocas de un encandilado sentimiento de epifanía, como ocurre siempre que uno se halla frente a la majestad del milagro y la mente solazada queda por muchos días en estado de ebullición y quedan los pies en el aire, como si levitaran encima de la superficie encrespada de un mar de ilusiones y de portentos donde no hay sentido de la mesura. Es un mar sin sosiego de más de tres mil páginas, si uno se atiene para este ejercicio que bien recomiendo a la traducción desde el árabe clásico al francés del doctor Madrús, que prefería Rubén Darío –autor del término miliunanochesco, según la mejor tradición modernista– por encima de la de Garland, o la de Burton, a las que mejor acude Borges. Y fue la versión francesa del doctor Madrús, a

quien acusan de haber enriquecido el libro de libros con algunos cuentos de su propia cosecha, que no lo hace menos espléndido, la que Vicente Blasco Ibáñez –tan famoso en su tiempo como Gabriel García Márquez, y leído por igual en las barberías– utilizó para la versión en español que yo conservo desde hace medio siglo, en sus dos tomos en papel biblia, empastados en rojo maravilla. La propuesta narrativa de Las mil y una noches, que en la versión de Burton al inglés se llama Noches arábigas, es de una

La lectura de Las mil y una noches provoca señales inequívocas de un encandilado sentimiento de epifanía arquitectura perfecta, y su sola arquitectura es ya un acto de suprema imaginación: el califa Scharar, engañado por su esposa con un negro entre los negros, de generosa dotación, y a quienes contempla un día copulando en el jardín de su palacio, decide vengarse de las mujeres, género que merece su maldición, mandando a ejecutar una tras otra a todas las jóvenes

de su reino tras casarse con ellas, después de cumplida la noche nupcial. No queda ninguna otra para ir al sacrificio sino Scherezada, la hija del Gran Visir del reino, quien se ofrece a correr el riesgo de la muerte por decapitación contándole al califa vengativo y enemigo del género femenino una historia cada noche. Y lo logra. Logra mantener en suspenso y lleno de interés al asesino de mujeres a lo largo de mil noches y una noche, hasta que logra su perdón, y el perdón a todas las demás mujeres del reino. Scherezada sabe todas las historias que se cuentan a través de los siglos, las que traen las caravanas desde los países más lejanos y desde los confines de todos los reinos, acumuladas por la tradición oral, con lo que es ella misma un portento de sabiduría, y es, además, una narradora insigne como para detener el alfanje que pende cada amanecer por encima de su cabeza, fácil de palabra, encantadora en sus gestos, en la virtud de sus dramatizaciones, de la imitación de las voces de sus personajes, y conoce, como todo buen narrador, el momento en que debe detener cada noche su relato para que el sultán sanguinario se mantenga expectante hasta la noche siguiente. No hay mejor prueba en toda la historia de la literatura universal de mejores dotes

de narrador que las de Scherezada, si es capaz de salvar su vida cada noche gracias a la gracia y el donaire con que cuenta, al prodigio de su memoria, a sus dotes histriónicas. Si un día vacila, o se equivoca, o falla en atraer el interés del sultán, que bosteza aburrido, su cabeza no amanecerá sobre sus hombros. En contar le va la vida. Pero la perfección de la arquitectura del libro que reúne centenares de historias tiene una doble dimensión. Porque detrás de Scherezada, a merced del sultán en los dormitorios reales, al-

Scherezada en el palacio y el narrador de la calle se salvan de la muerte y del hambre por su habilidad con las palabras guien más cuenta, y ese alguien es el contador de cuentos de los mercados populares, que atrae a su alrededor a compradores y mercaderes, acarreadores y aguadores, arrieros y campesinos; él también conoce todas las historias de la tradición oral, y cuenta una historia tras otra en medio de la multitud de escuchas, no para salvar su vida, sino para ganársela. Si su historia es

mala, o no está bien contada, si no atrae el interés de sus oyentes, las monedas no caerán sobre el plato de estaño que tiene a sus pies y no podrá comer ese día. Ambos, Scherezada en el palacio del sultán y el narrador callejero en las plazas y en los mercados que se gana la vida contando historias, se salvan de la muerte y del hambre por medio de su habilidad con las palabras. Se salvan con la lengua. Y aún hay una tercera dimensión en toda la arquitectura de Las mil y una noche, el aposento de ese palacio encantado que es el libro todo, en el que se hacinan los verdaderos autores de los cuentos: el pueblo de beduinos de las caravanas, de mercaderes y arrieros, de pescadores y agricultores, de esclavos de los palacios reales, de vagabundos y pordioseros que son los que han inventado a través de los siglos esa miríada de historias, hijas de sus propios deseos insatisfechos, de sus necesidades y temores, de su deslumbramiento frente a la riqueza, de sus ansias del milagro que los convierta en poderosos de la noche a la mañana, de que aparezca el genio de la lámpara maravillosa que les entregue todas las riquezas del mundo y alivie para siempre su pobreza secular. De alguna manera, ellos también se salvan por la palabra encantada. © LA NACION