La aventura de los tres pendientes

... a lo largo de la playa y luego se adentró en los arenales por la pequeña carretera que llevaba a la iglesia de San Julián, una pequeña construcción medieval ...
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LAS MEMORIAS DE MARÍA TERESA FERNÁNDEZ DE VELASCO

La aventura de los tres pendientes

Pablo de Argüelles

Imagen de portada: Calle los Moros.

Copyright © 2015 Pablo de Argüelles Todos los derechos reservados. www.pablodearguelles.com

La aventura de los tres pendientes

En aquellas ocasiones en que he tenido la oportunidad de relatar mis pequeñas colaboraciones en alguno de los casos de mi amigo de la infancia, el inspector Alberto Cienfuegos, he tratado siempre de ser fiel a los hechos, evitando dar prioridad a licencias literarias en detrimento de la verdadera naturaleza de los sucesos. Sin embargo, en contadas ocasiones, me he visto obligada, o he tenido a bien, modificar ligeramente algunos detalles, a fin de preservar así la privacidad de algunas personas que todavía viven a día de hoy. En otras ocasiones, las más excepcionales –todo sea dicho–, la gran notoriedad que cobraron los hechos para el público hizo que ni siquiera esta precaución hubiese bastado para evitar causar perjuicio a alguno de los protagonistas, por lo que, en virtud de la corrección, he esperado a que los interesados acudiesen a rendir cuentas ante el Altísimo para hacer públicos los pormenores. La que les presento aquí es una de esas raras ocasiones. Hace tan sólo unos meses he conocido por la prensa el fallecimiento de la última persona que hubiese podido guardar interés en el particular, razón por la cual me siento al fin moralmente autorizada a desvelar los acontecimientos que rodearon la

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muerte del ilustre Joaquín Sánchez-Villalobos, y el misterioso caso de los tres pendientes.

Corría un lluvioso jueves a mediados de septiembre del año ochenta y ocho, cuando me encontraba en mis habitaciones de la calle Corrida esperando por el inspector Alberto Cienfuegos. Los éxitos de mi viejo amigo, en los que, como saben, alguna vez tuve el privilegio de aportar mi pequeño granito de arena, habían hecho que se convirtiese en uno de los agentes de la ley más respetados de todo el Principado. Cada vez que un caso difícil se presentaba las autoridades acudían a él. Faltaban pocos días para que regresásemos a Madrid, así que, a pesar de que la última semana el tiempo no había acompañado, había decidido exprimir al máximo mis vacaciones en Asturias y esa tarde iría con Alberto a ver una representación de La vida es sueño. Sin embargo me bastó ver su rostro para comprender que nuestra cita con Pedro Calderón de la Barca debería de esperar. —Lo siento muchísimo Teté pero tendremos que ir al teatro otro día —dijo mientras sacudía el paraguas. —Me necesitan en la parroquia de Somió, al parecer ha habido un homicidio. Sé lo mucho que te apetecía y he querido pasar a avisarte yo mismo. Tengo un coche abajo esperándome. —Vaya—suspiré mientras la idea comenzaba a a formarse en mi cabeza. —¿Se encuentran tus padres?— preguntó Alberto. —No, están en Oviedo. Una cena en casa del gobernador—expliqué. —Lástima, me hubiera gustado

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saludarles—se lamentó.—Bueno, nos veremos antes de que regreses a Madrid. Te lo compensaré, tienes mi palabra. —¡Un momento inspector!, no tan rápido —dije con una mezcla de sorna y fingida seriedad. —Puede que no me lleves al teatro esta noche, ¿pero no pretenderás que me haya vestido y arreglado para nada? —¿Qué quieres decir?—preguntó temiéndose la respuesta. —Que voy contigo. Quién sabe, quizás necesites una opinión femenina. —Pero Teté...,es un homicidio—trató de protestar. —¿Y acaso no lo fue el de la señora Alvargonzález? — dije recordando los sucesos de la aventura del grillo y el manzano. Alberto trató de decir algo más, pero o bien no encontró las palabras adecuadas o simplemente prefirió desistir de buscarlas. Sea como fuere para cuando quiso darse cuenta yo ya había recogido mi bolso, mi paraguas y mi bonnet parisino y me había asido a su brazo. —Vamos—dije, no hagamos esperar al cochero. La parroquia de Somió se encuentra al este de Gijón más allá de los arenales de la desembocadura del río Piles. Se trata de un lugar tranquilo que algunos indianos han elegido para levantar sus casas en medio del tejido rural, alejados del mundanal ruido de la ciudad. El carruaje de Alberto, con dos espléndidos corceles negros, nos llevó a lo largo de la playa y luego se adentró en los arenales por la pequeña carretera que llevaba a la iglesia de San Julián, una pequeña construcción medieval

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dedicada al santo del mismo nombre. A pesar de que había estado lloviendo fuertemente durante las últimas horas y que el terreno no era el mejor llegamos a nuestro destino en menos de media hora. El carruaje se detuvo frente a una bonita casa blanca de estilo modernista. En el portón de la entrada dos policías, con chubasquero y salacof —el famoso coco— esperaban a Alberto. Al verme bajar del coche pude ver al sorpresa en sus rostros, pero ninguno dijo nada. Se limitaron a ayudarme a bajar del coche y cuadrarse ante su superior. En el muro del cercado, junto al portón, pude ver el nombre de la casa: Villa Risueña. Podría llegar a estar de acuerdo si no fuese por este tiempo, pensé para mis adentros. Los dos agentes nos condujeron hacia el interior. La finca contaba con un espléndido jardín en el que un sendero, que la lluvia había convertido en un auténtico barrizal, llevaba hasta la entrada principal. Mientras caminábamos con cuidado de no embarrarnos, lo que en mi caso resultaba extremadamente difícil debido a mi vestido, más apto para el teatro que para aquellas peripecias, me fijé en la construcción. La casa, de dos pisos, estaba diseñada con un gusto magnífico, un auténtico canto a la simetría en la que la galería del piso superior cobraba absoluto protagonismo. No pude evitar volver a pensar que en un día soleado aquel lugar sería un entorno magnífico para una merienda, lástima que hiciese aquella noche de perros. Para cuando entramos en la casa eran ya casi las diez y había empezado a oscurecer. —Por fin han llegado. ¿Cómo han tardado tanto?— gritó entre sollozos una dama de mediana edad. —Es la viuda—apuntó con discreción uno de los policías dirigiéndose a Alberto.

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—Buenas noches, soy el inspector Cienfuegos— extendiendo su mano. La mujer, que vestía un bonito vestido verde de encajes a la última moda, era un auténtico manojo de nervios. Entre sus manos sujetaba un arrugado pañuelo blanco que asía con todas sus fuerzas. El rostro, bonito y de rasgos delicados, hacía resaltar mas la irritación de unos ojos enrojecidos por el llanto. Ignorando el gesto de Alberto, la mujer hundió la cara en el pañuelo y continuó sollozando. — ¡Joaquín, mi pobre Joaquín! Dos doncellas, que bien podrían representar el servicio de Alonso Quijano, contemplaban la escena impertérritas y un tanto asustadas. El llanto de la señora pareció conmover a la más joven que, tras varios amagos, se acercó para consolarla. —¿Dónde está el cuerpo?— preguntó Alberto dirigiéndose a uno de los agentes. —En su despacho. Por aquí Inspector —dijo guiándonos hacia una habitación contigua al hall. Se trataba de un amplio despacho. Rápidamente traté de hacerme con la mayoría de los detalles de la estancia. Las estanterías estaban repletas de libros, la mayoría de ellos de jurisprudencia, los cuales sabía reconocer bien pues eran viejos conocidos que poblaban la biblioteca de Padre. El escritorio se encontraba ubicado frente a una gran ventana francesa que daba al jardín. La ventana se encontraba abierta y la lluvia se colaba entre los visillos. Los policías habían decidido no tocar nada hasta que llegase el inspector. En una de las paredes un óleo representaba el retrato de un hombre imponente, de rostro rubicundo y frondoso bigote prusiano, que vestía un uniforme oficial antiguo; alguna clase de cargo de la

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administración de los tiempos de maricastaña. No podía tratarse del personaje objeto de nuestra visita. ¿Quizás un familiar? En general todo en el despacho daba muestras de una mezcla de buen gusto y medida austeridad, de no ser por el cuerpo que yacía boca abajo junto al escritorio. A pesar de la posición pude comprobar que se trataba de un hombre de edad avanzada, seguramente en su novena década. Su complexión distaba de ser esbelta pero sin llegar a la gordura y lucía una levita negra. —¿A quién tenemos aquí?—preguntó Alberto acercándose al cadáver. —Se trata de don Joaquín Sánchez-Villalobos. Natural de la villa de Madrid. Ochenta y siete años —resumió uno de los agentes; un hombre de fino bigote y mirada inteligente. —¿Algo más? —La mujer no estaba muy receptiva, pero lo poco que pude entender a una de las criadas, había vivido de joven en América, en los Estados Unidos. Allí había estado casado, pero tras enviudar regresó a España donde conoció a su actual esposa, que es de Gijón. Tienen un hijo que vive en Madrid. El policía dosificaba inconscientemente sus palabras, como si tratase de estirar una información que no daba más de sí. —Suficiente—dijo Alberto. —¿Han dado aviso al doctor? Sus palabras resultaron cuasiproféticas, pues en ese momento la voz del monarca etrusco saludó desde el marco de la puerta. —Buenas noches—dijo el doctor Sebastián Valle mientras se deshacía de un pesado abrigo que rezumaba

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agua a chorros. El doctor, un hombre delgado, de mediana edad, que desde hacía años asistía al cuerpo de policía como forense, estaba totalmente calado. Sin embargo el fino bigote y sus patillas, al estilo de las del difunto Alfonso XII, habían permanecido a salvo merced al anticuado sombrero de ala ancha. —Espero no haberles hecho esperar mucho, pero hace un día de perros — se excusó. —Acabamos de llegar —explicó Alberto estrechándole la mano.— Veamos que puede contarnos. El doctor, hombre de temperamento tranquilo, acabó de quitarse del abrigo y lo entregó junto con el sombrero a uno de los dos policías. Después, tomándose su tiempo se dirigió hacia el cuerpo sin vida del señor Villalobos. En silencio y con cautela traté de acercarme, lo suficientemente cerca para tener un buen ángulo de visión y lo suficientemente lejos para que mi presencia no supusiese un estorbo. El cuerpo yacía boca abajo, en dirección a la ventana. El brazo derecho, doblado, se perdía bajo el pecho, mientras que el izquierdo había permanecido estirado con la palma semiabierta. A unos dos palmos de la mano destacaba sobre la alfombra una pequeña cajita roja de terciopelo, como las que se usan en las joyerías. Pude ver como el doctor recaía en su presencia cuando se arrodilló junto al cadáver pero, siendo un hombre metódico, eligió atender sus prioridades. —Inspector, démosle la vuelta—dijo dejando su maletín sobre el escritorio. Realizó el gesto con cautela, cuidando de no mover nada. Sí, sin duda el doctor Sebastián era un profesional. Alberto se acercó y entre los dos dieron la vuelta al

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cadáver, que resultó ser más pesado de lo que parecía. Cuando alcancé a ver el rostro no pude evitar dar un grito. Las facciones estaban contorsionadas en una horrible mueca que daba al difunto un aspecto macabro. Los ojos, abiertos de par en par, pugnaban por salirse de las órbitas, y la lengua, medio aprisionada entre los dientes, colgaba flácida hacia el lado izquierdo. Aquel era un rostro de verdadero pánico. Cualquiera que hubiese sido la última visión de Joaquín Sánchez-Villalobos no había sido algo agradable. El doctor examinó las manos, el cuello, los labios y las pupilas del difunto. —No lleva muerto más de dos horas— sentenció con seguridad. —¿Alguna idea de cómo murió?—preguntó Alberto. El doctor no respondió. Se limitó a recoger con cuidado la pequeña caja de terciopelo que yacía junto al cadáver. Todos los ocupantes de la habitación nos acercamos instintivamente cuando el doctor la acercó a la lámpara del escritorio. Con mucha delicadeza abrió la pequeña tapita y para mi sorpresa pude comprobar como la caja contenía dos preciosos pendientes de perlas. Los examinó con sumo cuidado. ¿Contendrían un veneno?, comencé a fantasear mientras contemplábamos en silencio el minucioso examen. No, no era posible. Si don Joaquín hubiese muerto a causa de un veneno colocado en los pendientes la caja hubiese estado abierta. Suponiendo que de alguna forma se hubiese pinchado con los pendientes no habría tenido tiempo a cerrarla y mucho menos a colocarlos perfectamente, como era el caso. Debía haber otra explicación. —Estoy confuso—dijo el doctor una vez dio por terminado su examen de las joyas. —No veo nada extraño

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en estos pendientes. Por supuesto serán necesarios algunos análisis en el laboratorio para cerciorarse, pero en principio no creo que encontremos nada especial. El cuerpo no presenta ningún signo de violencia —continuó dirigiendo la mirada hacia Alberto. Este hombre parece haber muerto de un simple ataque al corazón. Por supuesto llama la atención la expresión facial, posiblemente acentuada por el rigor mortis. Si tuviese que decir, diría que este hombre ha muerto de simple y puro pánico. Es como si hubiese visto algo en la ventana que le asustó hasta el punto de causarle un infarto. —¿Puedo?—preguntó Alberto. —Es todo suyo—dijo el galeno. Alberto comenzó un minucioso examen del fallecido. Don Joaquín no llevaba encima en el momento de su muerte más que su reloj y una pequeña caja de cerillas en el bolsillo contrario del chaleco. —Quizás su cartera esté en el escritorio—dije adelantándome a sus pensamientos. El doctor Sebastián me dirigió una mirada curiosa y contempló como Alberto se dirigía hacia el escritorio. En el segundo cajón encontró lo que buscaba. Sus dedos, largos y ágiles, abrieron la cartera y examinaron el contenido. —¡Ajá!—exclamó triunfal mostrando un pequeño pliego de papel.— Al menos ya sabemos dónde compró los pendientes. El recibo es de es de hoy; Joyería Cortina. —Está cerca de mi casa — apunté dirigiéndome hacia Alberto con la intención de echar un vistazo al papel. Sin embargo el doctor Sebastián se me adelantó. Con gestó pensativo contempló el pliego durante unos instantes mientras se acariciaba el bigote. Después, y sin reparar en mi presencia expectante, devolvió el recibo a Alberto. El

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buen doctor no actuaba de forma dolosa, pero para él yo era simplemente invisible. —Lamento no poder decirle más hasta que no practique una autopsia en condiciones inspector. La medicina acaba aquí. Me temo que el trabajo restante pertenece a su magisterio. Le haré llegar mis conclusiones en cuanto analice los pendientes en el laboratorio— dijo a modo de despedida tras estrechar la mano de Alberto. — Señorita, caballeros. —Fueron sus últimas palabras mientras recuperaba su sombrero y su abrigo y salía por la puerta. —Me temo que el trabajo restante pertenece a su magisterio— dije en tono burlesco tras dejar pasar un tiempo prudencial. Alberto no pudo evitar esbozar una sonrisa. —Déjeme ver ese recibo señor inspector. —¿Cuál es tu teoría?—preguntó Alberto con aire pensativo mientras me alcanzaba el recibo. —Todavía es pronto para eso. —¿Qué quieres decir con que es pronto? —Quiero decir que primero va la harina y luego la levadura. ¡Dos mil pesetas!—exclamé sujetando el recibo! —más vale que el cumpleaños de la señora de SánchezVillalobos esté al caer... —¿A dónde vas Teté? —Voy a hacer unas pesquisas. Te dejo con tu magisterio—dije socarrona mientras abanicaba el aire hacia el despacho con el dorso de la mano.

Los siguientes quince o veinte minutos los pasé en la cocina de la casa, donde el servicio había llevado a la

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señora para que tomase una tila. La mujer de don Joaquín parecía algo más calmada. Acepté la taza de té que me ofrecieron para hacer menos incómoda la situación y me dispuse a recabar información, segura de que iba varios pasos por delante de Alberto. El cumpleaños de doña Celia, que así se llamaba la mujer de don Joaquín, había sido en febrero, pero mis esperanzas de encontrar tras el misterio a una amante secreta se desvanecieron al saber que en dos días el matrimonio celebraría su veinticinco aniversario y habían reservado mesa para cenar en el hotel Paris. A pesar del efecto de la tila doña Celia seguía visiblemente afectada, lo que suponía un lastre a la hora de conseguir datos objetivos sobre lo que había pasado aquella tarde. Me centré por tanto en interrogar a las criadas en busca de algún dato que pudiese arrojar algo de luz sobre los hechos. La doncella joven había sido al parecer la última en ver con vida al señor Sánchez-Villalobos, a eso de las cinco de la tarde cuando regresó de Gijón y se encerró en su despacho, como era la costumbre. No le echaron en falta hasta las ocho y media cuando su mujer fue a buscarle para cenar. En vano llamó varias veces a la puerta pero, al ver que no habría ni había asomo de respuesta desde el interior, subió las escaleras en pos de una copia de la llave que guardaban en la habitación. Para cuando hubo regresado con la llave las dos mujeres del servicio esperaban frente a la puerta alertadas por el alboroto. En el interior de la estancia se encontraron al señor Villalobos tendido boca abajo. Corrieron a socorrerlo y fue entonces cuando, al ver que no respondía, doña Celia perdió el conocimiento. Cuando les pregunté por la ventana que daba al jardín las tres insistieron en

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que ninguna de ellas la había abierto, por lo que ya debía de estar abierta cuando entraron. Como la puerta había estado cerrada, si alguien más había estado en el despacho de don Joaquín debió de haber entrado por aquella ventana entre las cinco y las ocho y media. ¿Habría sido realmente asesinado el señor Sánchez-Villalobos o simplemente había encontrado su hora mientras trabajaba en su despacho tomando un poco de aire? Esto fue, en resumen, lo que con arte y paciencia logré sacar de las tres mujeres. Me disponía a regresar al despacho para poner lo que había descubierto en conocimiento de Alberto cuando nos encontramos en el vestíbulo principal. — ¡Señor inspector! —dije siguiendo con la burla.— Le gustará saber que he estado interrogando a las tres mujeres y creo que ya podemos empezar a formarnos una idea más o menos clara de los hechos. ¿Qué tal ha ido su magisterio? No había acabado la pregunta cuando me percaté de un brillo triunfal en los ojos de Alberto. — Mi querida María Teresa — comenzó con una sonrisa.— No me cabe la menor duda que tu conversación de mujeres aportará datos de grandísima utilidad, pero me temo que un servidor acaba de hacer un avance crucial en este caso. Como bien dices ya podemos empezar a formarnos una idea más o menos clara de los hechos. —¿Y qué idea es esa pregunté?—con algo de cautela. —Que el señor Sánchez-Villalobos no ha muerto de causas naturales. ¡Ha sido asesinado! —¡Asesinado! ¿Cómo puede estar tan seguro — pregunté ardiente de curiosidad. Espero que sepan perdonarme, pero reconociendo lo egoísta del caso, he de admitir que la perspectiva de un asesinato se me

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presentaba mucho más interesante que una mera muerte natural. — Pues por la sencilla razón de que mientras ejercía mi magisterio por medio de un minucioso análisis de la escena del crimen pude encontrar algo que al ojo del neófito, o de la neófita, podía pasar desapercibido —dijo Alberto dando a sus palabras un forzado tono de suspense. —Desembucha ya, ¿qué has encontrado?—inquirí exasperada. —Esto— respondió desenvolviendo su pañuelo y mostrando su contenido sobre la palma de su mano—había caído detrás de una de las patas de la mesa junto al cuerpo del difunto, en un ángulo ciego. El corazón me dio un vuelco al ver lo que Alberto me mostraba. Un tercer pendiente, idéntico, o por lo menos muy similar a los otros dos descansaba en medio de la tela blanca. Me acerqué para verlo mejor. Tanto la perla como el ornamento dorado estaban cubiertos por una mancha. No había duda, ¡parecía sangre! —¡Cuidado Teté!, puede estar envenenado—gritó Alberto al ver que acercaba la mano instintivamente. Me di cuenta de que tenía razón y había sido una estúpida. —¿Qué explicación le encuentras?—pregunté totalmente confusa. Aquel hallazgo me había descolocado por completo. Cuando pensaba que iba varios pasos por delante de Alberto, el inspector me había derrotado claramente en la investigación. —Aún es pronto para decirlo. Pero está claro que esto no ha sido una muerte natural. Alguien más ha estado en el despacho. Se me ocurren dos teorías. Que el pendiente esté envenenado y la sangre sea la de don Joaquín. —Pero el doctor dijo que no había ninguna herida— interrumpí.

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