La aventura colonial

pescadores, pese a la negativa rotunda de las autoridades. ... cañonazos. Los pescadores huyen aterrados. ... detonación de los explosivos llamados “lúdicos”.
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NOTAS

Sábado 10 de enero de 2009

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CONGO BELGA: HISTORIA DE UN GENOCIDIO

La aventura colonial MARIO VARGAS LLOSA EL PAIS

LONDRES urante muchos siglos, la empresa colonial fue transparente: un país, aprovechándose de su fuerza, invadía a otro más débil, se apoderaba de él y lo saqueaba. Nadie ponía en cuestión semejante estado de cosas porque se trataba de algo que se venía practicando desde la noche de los tiempos, y todos, colonizadores y colonizados, aceptaban o se resignaban a esta cruda realidad como a una fatalidad inevitable, consustancial a la historia. El descubrimiento y la conquista de América por los europeos introduce una importante variante. Por primera vez, y por razones religiosas, el colonizador se interroga a sí mismo sobre la justicia de

dominios. Cuando las grandes potencias le entregaron el Congo, Leopoldo II ya tenía en sus manos 450 “tratados” en los que los congoleses legitimaban mediante sus firmas aquella donación y le entregaban sus vidas y haciendas. A diferencia de otras colonizaciones, en que los invadidos resistieron de alguna forma al colonizador, en el Congo prácticamente no hubo resistencia. Los congoleses no tuvieron tiempo ni posibilidades de resistir a un sistema que cayó sobre ellos –una miríada de culturas y pueblos desconectados entre sí– como una malla inflexible en la que perdieron, desde el principio, toda libertad de iniciativa y movimiento, y en el que fueron sometidos a una explotación inicua, las

En 1885, 14 naciones le regalaron a Leopoldo II una porción de Africa para que la abriera al comercio y aboliera la esclavitud

Durante un cuarto de siglo, el Congo fue desangrado, esquilmado y destruido. Diez millones de personas fueron aniquiladas

la empresa colonizadora y, en acalorados debates de juristas y teólogos, se arma de razones, humanas y divinas, para justificar sus conquistas. Desde entonces, sin dejar de ser lo que fue siempre, es decir, un acto de fuerza y de rapiña, la colonización se atribuye a sí misma una misión evangelizadora y civilizadora: desanimalizar a quienes viven en estado feral y humanizarlos gracias al cristianismo y a la cultura occidental que aquél inspira. Para que este objetivo tenga algún viso de realidad es imprescindible establecer como un hecho indiscutible, científico, que el colonizado carece de los conocimientos y las luces indispensables para juzgar por sí mismo lo que más le conviene, pues se trata de un ser desvalido y primario cuyos intereses y conveniencias son mejor percibidos por la potencia que a partir de ahora ejercerá sobre él la tutela colonial, una forma de autoridad benévola. Sin embargo, en el siglo XIX, las empresas coloniales europeas en Africa y Asia olvidan casi este prurito de justificación religiosa y moral e invaden y ocupan territorios, que empiezan a explotar de inmediato, sin otra explicación que la necesidad de proveerse de materias primas. Cuando Hitler, en Mi lucha, explica que en el programa del Partido Nacional Socialista figura en lugar prominente la adquisición, por las buenas o las malas, de colonias para instalar los excedentes demográficos del pueblo alemán, no hace más que poner sobre papel lo que casi todas las grandes potencias europeas habían venido haciendo, cierto que sin decirlo con tanta claridad, desde el siglo XV. La excepción era la pequeña Bélgica, país más bien reciente y, ay, sin colonias. Esta condición entristecía y desmoralizaba a su soberano, Leopoldo II, cuya energía, ambiciones y sobresaliente inteligencia desbordaban por los cuatro costados las

24 horas del día, hasta su extinción. Los castigos, para los recolectores que no entregaban el mínimo exigido de látex, eran brutales. Iban desde los chicotazos y las mutilaciones de manos y pies hasta el exterminio de aldeas enteras, cuando se producían fugas o aquellas comunidades no cumplían con la obligación de alimentar a sus verdugos como éstos esperaban. Hace un año que leo testimonios diversos de misioneros, viajeros, aventureros o de los propios colonos y todavía no me cabe en la cabeza que fuera posible una monstruosidad tan atroz, un genocidio en cámara lenta semejante, sin que el mundo llamado civilizado se diera por enterado. Cuando aparecen las primeras denuncias en Europa, por boca de pastores bautistas norteamericanos, hay una incredulidad general. Y los plumíferos alquilados por Leopoldo II actúan de inmediato en la prensa hundiendo en la ignominia a aquellos denunciantes y llevándolos ante los tribunales por calumnias. Durante un cuarto de siglo, por lo menos, el Congo fue desangrado, esquilmado y destruido: un horror sólo comparable al Holocausto. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el exterminio de seis millones de judíos, ninguna sanción moral comparable a la que pesa sobre los nazis ha recaído sobre Leopoldo II, al que muchos europeos, no sólo belgas, todavía recuerdan con nostalgia, como un estadista que, venciendo las limitaciones que la historia y la geografía impusieron a su país, hizo de Bélgica un país imperial. La verdad es que detrás de la behetría y las violencias en que se debate todavía ese desdichado país se delinea la mortífera sombra de ese emperador que conquistó el Congo sin disparar un solo tiro y consiguió en menos de 20 años aniquilar a por lo menos 10 millones de sus súbditos africanos. © LA NACION

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fronteras del diminuto reino que le había asignado la Providencia. El se dio maña para conseguir mediante la astucia, la paciencia, la intriga y la diplomacia lo que los grandes países colonizadores habían logrado a través de los ejércitos y la matanza. Por increíble que parezca, Leopoldo II convirtió Bélgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro. Para ello, primero se fraguó una imagen de monarca humanitario, altruista, condolido por la suerte de los salvajes y paganos de este mundo, que sedujo a la opinión pública de Europa y de los Estados Unidos. Invirtiendo en ello el dinero de su reino y el suyo propio, fundó asociaciones benéficas y centros para combatir la esclavitud que hacía estragos en Africa Occidental, costeó el viaje de misioneros a esas regiones bárbaras, impulsó investigaciones, estudios y publicaciones sobre las condiciones de vida de las tribus africanas que todavía practicaban el canibalismo y eran diezmadas por los traficantes árabes y peroró sin tregua, en orquestadas manifestaciones públicas, exigiendo a

Malabarista precoz A

PARA LA NACION

NDO por ahí, cerca del Obelisco, revoleando pelotitas, sin que ninguna se me vaya al suelo. Son pelotitas de tenis, tres pelotitas, y después de mucho practicar conseguí que ninguna se me cayera. Aprovecho los semáforos rojos para demostrar esta habilidad –malabarismo, la llaman– y, a cambio, algunos automovilistas me tiran una moneda. Tengo ocho años, revoleo pelotitas hasta que, ya de madrugada, me vencen el sueño, el hambre y el cansancio, las tres cosas a la vez, ¡qué desgracia!, pero lo cierto es que llevo unos pesitos a mi casa. A veces hasta veinte pesitos diarios. Mi casa queda del otro lado del Riachuelo y vivo con mis viejos y cuatro de mis hermanos. A Sandra, la mayor, de quince, hace mucho que no la vemos, se fue con un tipo que la venía a buscar en coche y no supimos más nada de ella. El Rulo tampoco vive con nosotros, nos dijeron que se metió en deudas y que tuvo que irse a las apuradas, me parece que a Tucumán. Mi vieja es tucumana y siempre me dice que debería ir al colegio, y yo le digo que sí, pero que por ahora no puedo, que si voy al colegio, ¿quién revolea pelotitas y quién lleva esos pesitos a casa? El viejo quedó rengo y medio torcido, con vértebras zafadas, cuando se cayó del andamio, hace como cinco años, y aunque recibe unos mangos del Gobierno, la verdad es que apenitas alcanzan para com-

prar los remedios que necesita el Jonathan, mi hermanito, el menor de la familia, que cumplirá dos años el jueves y que nació muy flaco, muy debilucho, pobre, con un montón de problemas. Pero no nos quejamos, hay gente alrededor nuestro que la está pasando todavía peor, mucho peor, y la vieja insiste en que debemos agradecer a Dios y a la Virgen que tengamos estas dos piezas y una canilla a treinta metros y que la intendencia, por fin, haya aprobado los planos para que el barrio tenga cloacas… Sí, mi viejo también dice que bastante gente la está pasando peor que nosotros, a veces entreverada en asuntos muy feos. Seremos pobres, dice, pero andamos por la vida con la frente bien alta. De todos modos, a veces siento una bronca que no puedo evitar. No sé, algo así como el rencor, como el resentimiento. No me gusta ser uno de esos casi quinientos mil chicos que, en este país, están en edad escolar y no van al colegio, sea porque son cartoneros y se pasan la noche destripando bolsas de basura, o porque son malabaristas como yo. Pero las broncas de este tipo no sirven para nada, excepto para amargarse. Debo concentrar mi preocupación en lo que es importante: en aprender a revolear cuatro pelotitas, un verdadero desafío. Tengo ocho años, me la paso practicando y no pierdo las esperanzas. © LA NACION

lo convirtió en el amo de un formidable imperio. Para ello había contratado al célebre explorador galés-norteamericano Henry Morton Stanley, el primer europeo en recorrer los varios miles de kilómetros del río Congo. En una expedición que es una mezcla de grotesca pantomima cínica y proeza etnológica y geográfica, entre 1884 y 1885, los expedicionarios enviados por Leopoldo II recorrieron buena parte del Alto y Medio Congo repartiendo cuentecillas de vidrios de colores y retazos de tela en 450 aldeas y villorrios africanos y haciendo “firmar” contratos –los llamaban “tratados”– en los que los caciques y jefes indígenas, que no tenían idea de lo que firmaban, cedían la propiedad de sus tierras a la Asociación Internacional del Congo, se comprometían a dar hombres para que trabajaran en las obras públicas que aquella institución emprendiera, cargadores para transportar los bultos y materiales, a proveerla de brazos para la recolección del caucho y a alimentar a los peones, funcionarios y soldados y policías que vinieran a instalarse en sus

Pobres otolitos

RIGUROSAMENTE INCIERTO

NORBERTO FIRPO

las grandes potencias que intervinieran para poner fin a aquella lacra indigna que era el comercio de carne humana en los mares del mundo. La campaña dio el resultado que esperaba. En febrero de 1885, catorce naciones reunidas en Berlín, y encabezadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania y los Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II todo el Congo, un inmenso territorio de más de un millón de millas cuadradas, es decir, unas 80 veces el tamaño de Bélgica, para que “abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y cristianizara a los salvajes”. No había un solo africano presente en aquel Congreso y no hay un solo indicio de que alguien en Europa o Estados Unidos se preguntara siquiera si era aceptable que la suerte de ese inmenso país fuera decidida de este modo, por 14 naciones advenedizas, sin que un solo congolés hubiera sido consultado. Seguro de lo que iba a ocurrir en el Congreso de Berlín, Leopoldo II ya se había adelantado, desde un año antes, a operar en el territorio que de la noche a la mañana

INES FERNANDEZ MORENO

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RAN vísperas de Año Nuevo y yo estaba viendo El bárbaro y la geisha, una película menor de John Huston, donde se narra la historia del primer cónsul americano en Japón. A eso de las siete de la tarde empezaron a resonar en el barrio, impacientes, los primeros cohetes. Yo cerré la ventana y subí el volumen de la película. Mi perra buscó refugio debajo de la cama. Pero a los cohetes les siguieron los petardos y a éstos el estruendo brutal de lo que llaman “rompeportones”. Me distraje pensando en esta palabra –la referencia a los portones– y en si figuraría o no en el diccionario (después vi en el de la Real Academia que no). Hice memoria y recordé pocas palabras que empezaran con “rompe”: rompehuelgas, rompecorazones, rompe huesos, y, desde ya, la rica variedad de rotura de genitales que ofrece el diccionario de los porteños. Al final también recordé el rompenueces o el rompehielos –que rompen para algún fin productivo, mientras que las otras roturas van francamente en el sentido de la destrucción–. Entretanto, veía cómo el impávido John Wayne avanzaba con su maniobra de desembarco sobre Shimoda, una pequeña aldea de pescadores, pese a la negativa rotunda de las autoridades. Una vez que pone pie en tierra, empieza a sonar desde el barco una salva de cañonazos. Los pescadores huyen aterrados. “Dígales que es un saludo”, le pide Wayne a su traductor. El gobernador nipón escucha la explicación y comenta con sabia cortesía que este saludo “se expresa en voz muy alta”. Creo que fue lo mejor de toda la película. La síntesis de los encontronazos previsibles entre ambas culturas. Al mismo tiempo, advertí con asombro la coincidencia de estas dos circunstancias: los norteamericanos saludaban a los cañonazos a los nipones y muchos porteños saludaban el año a los “rompeportonazos”. Los dos grupos se expresaban en voz innecesariamente alta. Ambas costumbres parecen descender de una misma tradición guerrera. En suma, de la violencia ancestral, donde el que grita más alto o el que tiene la bomba más estruendosa –y más destructiva– es el que manda. Navegando por Internet descubrí al respecto

PARA LA NACION

varias reflexiones interesantes. Una es que la detonación de los explosivos llamados “lúdicos” se parece mucho a la que produce un arma de fuego. Con lo que se opera una suerte de asimilación natural de la idea de los disparos. De hecho, esto se refleja en la jerga delictiva en el vocablo “cohetazo” por disparo de arma de fuego. También encontré en Internet una conferencia de Jacques Attali –autor de Bruits: essai sur l’économie politique de la musique– que viene al caso. Attali propone la tesis de la música como una metáfora de la administración de la violencia. Es evidente que una vida en sociedad sólo es posible si logramos no matarnos unos a los otros, lo que tiende a suceder, según la antropología, cuando deseamos lo mismo que el prójimo y nos volvemos rivales. Se haría necesario entonces, como dice Attali, “organizar las diferencias –no inigualdades– entre las personas, para que no deseen las mismas cosas, y canalizar

Existe la idea insidiosa de que el ruido significa alegría, vitalidad. Como si no fuera posible la dicha silenciosa la violencia por medio de chivos expiatorios”. Es lo que hace la música al tomar los ruidos y organizarlos. Por eso tranquiliza a las bestias, les dice: no teman, es posible domesticar hasta vuestros propios instintos. Pero antes de llegar a la sublimación musical, debemos aceptar que los cohetes “lúdicos” serían un avance respecto de los cañonazos o los tiros al aire de un cowboy contento, por más que los placeres por semejantes sonoridades reconozcan ancestros comunes. ¡Qué diferencia con los fuegos artificiales! En lugar del mero estruendo rastrero del cohete, petardo o buscapiés (¡que manera de legalizar su intención malvada en esta acepción!), un suave zumbido ascendente y después el estallido de figuras y luces de colores en el cielo, como un segundo firmamento. Los chinos, que inventaron la pólvora, la utilizaron primero con fines bélicos,

pero para su descargo habrían sido también los precursores de los fuegos artificiales. En una escala inferior, en este sistema sonoro agresivo, estarían ruidos como los escapes libres, la costumbre de hablar a los gritos o de poner la música a todo volumen. También la idea insidiosa de que el ruido significa alegría, vitalidad, por lo que resulta obligatorio instalar ritmos machacones “de fondo” en la mayoría de los boliches, restaurantes y bares de la ciudad. Como si no fuera posible la dicha silenciosa. Y, por supuesto, todos los restantes ruidos molestos de la ciudad. En todos ellos duerme una chispa de violencia: el chirrido horripilante de los frenos de ciertos colectivos, los bocinazos, los alaridos de los niños frente a la indiferencia de los padres, la pésima calidad de los circuitos de audio de subtes y trenes (a veces, atronador; otras, un murmullo incomprensible), las motitos de los Delivery, las chicharras de las playas de los garajes, la perforadora o la sierra de una obra y, Dios me perdone, hasta las misas dominicales transmitidas por parlantes defectuosos en algunas parroquias. Cada vez entiendo más a mi pobre perra escondida bajo la cama. Y al protagonista de una novela maravillosa: El Silenciero, de Antonio di Benedetto, que, huyendo de los ruidos mediante los recursos más demenciales, termina incendiando un salón de baile. Y es condenado para siempre no tanto a los barrotes como a los ruidos incesantes de la cárcel. Es que con el avance de la edad el oído se vuelve más irritable. Los pobres otolitos, la tímida cóclea –que se me hacen tiernos parientes de los Cronopios de Cortázar– se estremecen de pánico frente a tantas expresiones por encima de los 50 decibeles. Ah, qué alivio, el motor de la heladera acaba de detenerse. Ahora sólo falta apagar el zumbido de la computadora y volver a mi película para escuchar el arpa de Eiko Ando, la geisha que rompió el corazón del duro John Wayne. © LA NACION

La autora es escritora; su último libro es La profesora de español (Editorial Alfaguara).