REPORTAJE | ÁNGEL FARETTA
Fantástico colonial RAFAEL CALVIÑO
“Trato de hacer con mi literatura lo que desde hace treinta años sostengo que debería hacer el cine”
En su primera novela, Tempestad y asalto, el polémico crítico de cine busca conciliar la ficción con las claves de la Historia POR PEDRO B. REY De la Redacción de La Nacion
“C
uando le preguntan qué vas a ser cuando seas grande, un niño nunca responde: voy a ser crítico de cine.” La frase es de François Truffaut, pero fue Guillermo Cabrera Infante quien la volvió memorable al colocarla como epígrafe de Un oficio del siglo XX (1963), su colección de artículos cinematográficos. Ángel Faretta (Buenos Aires, 1953), aquel incisivo crítico que en los años ochenta supo defender desde las páginas de la revista Fierro el cine norteamericano de manera similar a la de Caín (el álter ego que décadas antes usufructuaba el novelista cubano), cumplió con esa regla. En su infancia siempre contestaba: “Voy a ser escritor”. Ni siquiera la experiencia apoteótica de su primera película como espectador (Psicosis, de Alfred Hitchcock, cuando tenía trece años) lo hacía variar de respuesta. “Me dediqué a la crítica, o mejor, a la teoría cinematográfica, casi de casualidad. Lo que yo quería era escribir –dice–. Tampoco me interesó nunca filmar. Sólo lo hubiera hecho si me contrataba Jack Warner y me decía: ‘Mire, Faretta, acabo de comprar una novela checoslovaca, tiene cuarenta días para filmarla, va a durar una hora y media y tiene tal presupuesto’. Pero los grandes estudios ya no existían, así que jamás me lo propuse.” Después de la experiencia en Fierro, que se extendió desde 1984 hasta 1991, Faretta entró en una suerte de limbo voluntario. Se ganó la vida dando clases y seminarios, colaborando ocasionalmente en algún medio, mientras iba haciéndose tiempo para dar forma a distintos libros. La publicación el año último de Espíritu de simetría (Djaen), donde se compilaron los textos aparecidos en la revista que dirigía Juan Sasturain, lo devolvieron definitivamente a la arena pública. Ya había vuelto a ensayar un regreso, tímido, un par de años antes con El saber de cuatro, un conjunto de nouvelles. Pero este tórrido enero, como si quisiera cumplir para siempre con su afirmación infantil, el crítico publicó su primera novela. Ya desde su título, Tempestad y asalto, hace referencia al Sturm und Drang y el romanticismo alemán, uno de los muchos te-
mas (otros son la teología, el barroco) que despiertan su entusiasmo. La novela, sin embargo, transcurre en una Argentina tan colonial como espectral y puede ser definida, aunque el término no convenza a su autor, como una suerte de gótico vernáculo. Abundan los apellidos alemanes de connotación literaria (Lenz, Kleist), los saberes arcanos, los climas conspirativos, pero también detalles de reconstrucción casi arqueológicos. “Llegué a la narrativa de manera parecida a como llegué a escribir sobre cine –explica un Faretta locuaz, distante de la imagen de anacoreta que habría podido aventurarse–. Uno generalmente escribe en contra de algo, y yo no encontraba en mi provincia lingüística, el castellano, nada que me interesara. Al mismo tiempo me parecía que la tradición argentina de literatura fantástica –que en el exterior llega a ser considerada una escuela– estaba incomprensiblemente un poco abandonada.” –¿Qué lo llevó a situar la novela en un período histórico tan poco frecuentado por la ficción? –Que salga casi en el año del Bicentenario es pura casualidad. Soy en realidad un lector apasionado de libros de historia, y uno añora la época en que, desde posiciones distintas, debatían dos pesos pesados de la historiografía; hoy todo es muy barato, parece que todo hubiera empezado en la década del 70; los especialistas parecen peso mosca. El desplazamiento permite, creo, ver mejor la singularidad argentina. A su manera, lo que se cuenta en el libro es el origen, en clave mítica y simbólica, de lo que después fue la Argentina. –¿Cómo se explica la introducción de lo fantástico en ese ambiente? –La clave de la literatura fantástica es el mito del doble, y eso nos viene a las mil maravillas porque la Argentina es un país doble. Tendemos al maniqueísmo, a dividir en grupos. Fernand Braudel decía que para entender los problemas contemporáneos hay que ir al origen. Ese debe de haber sido otro móvil que me llevó a situar una novela antes de las Invasiones Inglesas. –¿Y la evidente fascinación por los jesuitas? –Para mí la expulsión de los jesuitas, en 1767, es una bisagra, un breaking point de la historia americana. También me resultó sintomático que los prolegómenos
del nacimiento de la Argentina coincidieran con los libros de Novalis y de E. T. A. Hoffmann, la música de Beethoven, todos contemporáneos. No es casual que el movimiento aparezca poco después de la supresión de los jesuitas. A su manera, el Romanticismo representa la continuidad de cierto pensamiento ecuménico. –¿Por qué en Tempestad y asalto hay tanta abundancia de claves y alusiones? –Trato de hacer con mi literatura lo que desde hace treinta años sostengo que debería hacer el cine. Las grandes películas son para mí aquellas que tienen una primera historia, que se puede seguir con facilidad, y otras donde figuran claves, en este caso metafísicas, esotéricas o cabalísticas. Lo importante es que las claves de esa segunda historia no rompan la continuidad de la primera. Hitchcock, a quien tanto admiro, lo logró; Ernst Jünger, en Eumeswil, una de las más grandes obras del siglo XX, también. –Por momentos, algunas escenas tienen el aire de una película de terror. –Es que la vida se parece a Halloween, la película de John Carpenter. Los films de terror, con sus lugares cerrados, con esa fuerza innominada que va matando a un montón de personas, son para mí el gran rito de iniciación de nuestra época. Presentan diferentes máscaras, extensiones de lo que podríamos haber sido. Los que mueren son caminos que podríamos haber tomado. El que sobrevive es el yo. Lo bueno es que las grandes películas de terror son muy divertidas. Si buscamos ese tipo de conocimiento en cierto cine europeo, de frases sentenciosas, es otra cosa. –Supongo que la ironía es para cineastas que no están en su panteón, como Antonioni… –Bueno, las primeras películas de Michelangelo Antonioni (La dama sin camelias o Las amigas) eran buenas; entró en la chapucería cuando conoció a Monica Vitti. Igual echo de menos a gente como Antonioni o Tarkovski porque lo que hay ahora es un espanto. Soy como esos agentes secretos norteamericanos que extrañan el comunismo soviético, porque era algo con lo que se podían enfrentar. © LA NACION
Sábado 31 de enero de 2009 | adn | 13