Viernes 27 de junio de 2014 | adn cultura | 3
CróniCas de la selva
Glamour de la pantalla grande Una muestra retrospectiva expone la ropa utilizada por las figuras del cine argentino clásico; involuntarios homenajes a Proust en un desfile Hugo Beccacece | Para la nacion
Miércoles 18 de junio, 19.00. Museo Nacional de Arte Decorativo
De la fantasía a la realidad, ida y vuelta. En la inauguración de la muestra Elegancia y glamour en el cine argentino, una retrospectiva de la ropa creada por Horace Lannes para el mundo del espectáculo nacional, había modelos, ex modelos (Mariana Arias, Mora Furtado), actrices (Mirtha Legrand), diseñadores (Pablo Ramírez) y críticos. Los vestidos en exhibición abarcan un período que va desde la década de 1950 hasta 2004. Ese año, Lannes creó, en ¡Ay, Juancito! (la película de Héctor Olivera sobre Juan Duarte, el hermano de Eva Perón), el vestuario de algunos de los personajes más importantes del primer decenio peronista (1945-1955): entre ellos, el de Evita. Esa ropa, el último trabajo de Lannes que se exhibe, es un homenaje a la era de oro del cine argentino, realizado en un momento en que paradójicamente la influencia de la industria cinematográfica en la sociedad ya no era tan fuerte. Entre fines de la década de 1930 y mediados de la de 1960, las estrellas nacionales, a través de sus vicisitudes en la ficción o en la realidad, penetraron de un modo profundo en la fantasía de los espectadores, sobre todo en las mujeres, que iban a ver una película no sólo para emocionarse con la trama, sino también para tomar apuntes sobre cómo podían vestirse y decorar sus casas. Cuando las estrellas aparecían en público, aun en la vida cotidiana, se vestían con el mismo cuidado con que lo hacían en la pantalla o para una fiesta, pero con ropa de calidad aun mejor, comprada a veces en París (el caso de Delia Garcés) o encargada a Wanina de War, Jacques Dorian o la innovadora y exquisita vienesa Fridl Loos. En el piso noble del museo, se exponen vestidos que usaron Zully Moreno, Susana Campos, Tita Merello, Malvina Pastorino, Mecha Ortiz, Lolita Torres, Libertad Lamarque y otras intérpretes. A pesar de que Lannes hizo mucha ropa para Zully Moreno, sólo se puede apreciar uno de esos modelos. El diseñador dio una razón asombrosa: “Zully tenía una cintura muy chica, 53 centímetros, y hoy no existen
maniquíes con esa medida”. Al tener esas prendas al alcance de la mano, uno se da cuenta de algo que es obvio, pero que el ensueño de la sala de cine había hecho olvidar: ese conjunto estaba destinado a ser visto en la pantalla o en la escena, no a ser examinado de cerca. A veces, los materiales no son tan suntuosos como parecían, por caso. El efecto no es de desencanto, sino de descubrimiento, como cuando uno se entera de los trucos de un mago. La ilusión se recupera en el subsuelo del Museo, donde se exhiben los espejismos perfectos: los figurines de Lannes, que es un muy buen dibujante. Al lado de esos esbozos, están las fotos de los vestidos tal como se los ve en las películas. Hay una correspondencia fiel entre ambos. “Ninguno de los vestidos tiene la perfección de los bocetos ni la de las fotos, porque pertenecen a la realidad, y no fueron hechos para la realidad.” Martes 24 de junio, 20.30. Hotel Marriott Plaza.
Pasemos a la realidad. En los salones del Plaza, se desarrolló el desfile de la última y póstuma colección diseñada por Jorge Ibáñez. La hora y media que duró el acontecimiento merecería haber sido registrada por la pluma de alguno de los escritores estadounidenses que no temen (o no temieron) internarse en la supuesta frivolidad de la moda para revelar los aspectos más profundos de un país o de una época. Pienso en Truman Capote, en Gore Vidal, en Bret Easton Ellis, pero pienso también en autores franceses como Honoré de Balzac, Marcel Proust, Paul Morand, Edmonde Charles-Roux y Roland Barthes. La ubicación del público en el salón era un tema complejo. La primera fila estaba reservada para las estrellas, los funcionarios, las esposas de funcionarios, la prensa, las grandes clientas y los arribistas de codos más poderosos. En el centro, como no podía ser de otro modo, Mirtha Legrand. Al lado de Mirtha, la esposa de Sergio Massa, Malena Galmarini. Enfrente, Florencia de la V, vestida de negro, con anteojos negros
los vestidos que realizó para distintas estrellas locales, entre otras Zully Moreno, en el Museo de arte Decorativo Horace Lannes Vestuarista
la presentación de su colección póstuma hubiera sido ideal para un truman capote o un Gore Vidal Jorge Ibáñez MoDisto
y un tocado negro de plumas negras que la elevaban, de pie sobre sus tacos, por lo menos doce centímetros por encima del resto de los mortales. Un poco más allá, Lucía Galán parecía haber salido de alguno de los cuadros de Silvina Benguria inspirados en las mujeres rollizas de Fellini. El pelo rojo era el rojo Benguria. El título de la colección, según anunció la madre de Jorge Ibáñez, era Desde el cielo. ¿Qué habrá pensado desde allí el hijo de lo que ocurría abajo, en el Marriott? ¿Habrá considerado desde otra perspectiva el que fue su mundo? Se sucedían los besos estruendosos de afecto y sinceridad en las mejillas operadas, rellenas o maquilladas al porcelanato; los gritos de placer extático o, en verdad, de terror disimulado cuando se producían encuentros inesperados; se oían, susurradas, las advertencias del tipo: “Ojo, porque esa pareja son K, funcionarios. Mucho, mucho dinero”. “Hay que apartarlos ya sabés de quién, que es antiK y está ahí nomás.” “¿Te fijaste la carrera que hizo ese chico que saluda a todos y si es necesario se arrodilla para saludar a los sentados? Empezó a levantar cabeza desde que, hace unos años, lo invitó a comer aquel caribeño famoso.”“Sí, pero ahora lo niega, como san Pedro a Jesús.” Las modelos de Ibáñez avanzaban, la cadera proyectada hacia adelante, envueltas en el centelleo de los bordados de lentejuelas y cristales. Los más logrados eran los de estilo art déco, que recordaban a Erté y al Orient-Express. El traje de novia tenía como tocado un casquete de pétalos de seda. Ese diseño recordaba el casco de pétalos que Léon Bakst creó para Vasily Nijinsky en El espectro de la rosa, con una diferencia: el de Bakst tenía el espesor de una lámina; el de Ibáñez era voluminoso y acolchonado, lo que asemejaba la cabeza de la novia a la de una oveja. Las aplicaciones florales fueron un motivo en todo el desfile; lo que, literalmente, hacía de las modelos “jóvenes muchachas en flor”. Hacia el final, sendas flores se desprendieron de dos vestidos y quedaron sobre la alfombra, víctimas de lánguidas puntadas. Involuntario homenaje a Proust. El público, emocionado y de pie, premió el desfile con una ovación.C