Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública Política y Opinión Pública
“Los Presidentes” Julio Scherer
Periodismo y literatura, crónica y memorias, reportaje y testimonio; en Los Presidentes, Julio Scherer nos comparte lo que vivió con ellos (los presidentes) personal y profesionalmente. En 1968, año de sangre y olimpiada, Scherer fue electo director de Excelsior, cargo que desempeño hasta la mañana del 8 de julio de 1976, día en que ocurrió la “decapitación de Excelsior”, perpetrada desde la Presidencia de la República, a través de algunos de los cooperativitas del Periódico, en ese entonces, el más importante de habla hispana. El autor nos relata en su obra de qué manera la silla presidencia transmite el poder y algunos males. Enferma en ánimo, la sangre y el juicio. De López Mateos a Miguel de la Madrid, entre anécdotas y citas a artículos y cartas, Scherer le atribuye a la silla presidencial algún misterioso veneno. Martirizado por la migraña, López Mateos se volvió en la práctica un inválido que, con mucho esfuerzo, cumplía sus funciones de hombre-patria. “Privado del equilibrio emocional que tanto necesitaba, López Mateos nombró heredero a su secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz (…) Don Adolfo era bondadoso y tranquilo. Don Gustavo, cruel y colérico. Con Díaz Ordaz, Scherer tuvo una relación que fue de la “amistad” al enfrentamiento. Gracias y por medio de Díaz Ordaz, el autor pudo entrevistar a la mayoría de los gobernantes de Centro, Sudamérica y el Caribe. En su momento le ayudó en el tratamiento de un familiar enfermos, le hacía regalos caros, y le confió que Tlatelolco lo había dejado marcado de por vida. A causa de Tlatelolco, terminó mal la relación. Después del 2 de octubre el presidente comenzó a sufrir alteraciones en su personalidad, confundía la introversión con la soledad. Perseguido por sus muertos y los fantasmas de Tlatelolco, victima su esposa de sueños malignos que le hacían temer por su él, sus tres hijos y por ella misma, Díaz Ordaz designo sucesor a Luis Echeverría. Asumió la decisión en los momentos más críticos de su vida como hombre y gobernante, señalado aquí y en el extranjero como asesino de estudiantes. La mañana del 10 de junio de 1971 jóvenes inermes fueron agredidos con palos y golpes de karate por los “Halcones”; Grupo de Atletas entrenados por el Coronel Manuel Díaz Escobar, en las postrimerías del régimen de Días Ordaz. Esa mañana, muchos heridos, algunos muertos. En el estupor, la voz serena del presidente ofreció justicia. Cesó al regente y al jefe de la policía. Enfrentaría el gobierno las consecuencias de la investigación, las que fueran. No habría un segundo Tlatelolco en el país. Echeverría enfrentó el problema, pero no a Díaz Escobar. Echeverría, amigo de Allende y anfitrión de los chilenos en el exilio. Buen anfitrión, un genio político. Defensor irrestricto de la libertad de expresión, Todo poderoso. Con el valor suficiente para volver a CU en 1975. En una anécdota por demás interesante, Scherer nos relata una comida organizada por don Daniel Cosío Villegas a la cual fueron invitados el presidente Echeverría, Octavio Paz,
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Mario Moya Palencia, Porfirio Muñoz Ledo, José López Portillo, “el secretario de Hacienda que rondaba el poder”, entre otros… “Cosío Villegas nos había reunido con el propósito de que discutiéramos acerca de las relaciones entre el intelectual y el político, la cultura y el poder (…) se hizo de la palabra Octavio (Paz) y se hizo el silencio para escucharlo. (…) Entre sus juicios, evocó uno que me llamó la atención como ningún otro: es diferente pensar a mandar”. El intelectual es testigo de su tiempo. El intelectual en el poder, deja de serlo; justifica y defiende y orienta la acción del gobierno; el otro camina, juzga y, cuando es necesario, contradice y denuncia. Echeverría a Díaz Ordaz lo sepultó sin contemplaciones, “más allá de la muerte, en el olvido”. Más grande que su propio país, Echeverría, que enriquecía el pensamiento universal con la incorporación de la Carta de Derechos y Deberes a la declaración de principios de la ONU, “estadista notable del tercer mundo”, en pos del Nobel de la Paz y la Secretaría General de la ONU, mesiánico y sin otro amor que la omnipotencia, convirtió en Delfín a José López Portillo. “Jugaron juntos en la niñez, corrieron aventuras en su juventud, la historia los unió en la madurez y la historia erró en la simbiosis. Echeverría buscó el poder sin límite. López Portillo el gozo sin freno. Deportista, pintor, orador, maestro, filósofo, escritor, bailarín, cantador, charro, perdió el celo por la república en la segunda mitad de su gobierno. Vino el éxito, la época de la abundancia, el augurio de que este país sería una potencia media, como Francia, y López Portillo perdió el rumbo. Se amarró a un gangster, Arturo Durazo, cedió al embrujo de Carlos Hank, exaltó a su hijo José Ramón a la categoría de consejero áulico y lo llamó “orgullo de mi nepotismo”; transformados sus caprichos en actos de gobierno, designó heredero a Miguel de la Madrid. De la Madrid ofreció orden y disciplina. No abatió la inflación. Exaltó a la Quina como líder modelo. Tecnócrata de formación, político sin experiencia, se mantuvo fiel al acreedor extranjero e irremisiblemente se fue apartando de su propia casa, de los suyos. El 19 de septiembre de 1985, la capital del país estaba en ruinas. El presidente De la Madrid caminó entre cadáveres y escombros, lagrimas de muchos sin sus lágrimas, pospuso 36 horas su mensaje a la nación, que terminó en decepcionarte informe burocrático, y canceló su viaje a la ONU, el mundo en espera de su palabra. En junio del 86, un pletórico estadio Azteca se unía en el abucheo hacia el mandatario, con el mundo, vía satélite, por testigo. El 19 de septiembre del 85, De la Madrid perdió “una oportunidad más para iniciar un cambio profundo en el país, cambio que un día cualquiera puede comenzar como nadie quiere.