ENFOQUES
Domingo 14 de febrero de 2010
I
Justicia y memoria
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Lo que tienen en común los genocidios La utilización sistemática del terror, los métodos implementados, la idea criminal de una solución final: veinte jueces argentinos participaron en un seminario en el que se reflexionó sobre los paralelos entre el Holocausto y otros procesos históricos, como los crímenes cometidos en Ruanda, Sudáfrica y la Argentina LUISA CORRADINI CORRESPONSAL EN FRANCIA
PARIS Poco días antes de viajar a París, el juez federal Daniel Rafecas dispuso que se enjuiciara al ex presidente de facto Jorge Rafael Videla por 30 homicidios, 552 privaciones ilegítimas de la libertad y 264 casos de tormentos. Mientras Videla esperaba su juicio detenido en una unidad del Servicio Penitenciario Federal en Campo de Mayo, Rafecas se subió al avión en compañía de otros 19 jueces federales. Entre ellos también estaba Carlos Rozanski, presidente del Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, que en 2006 había condenado a prisión perpetua al ex director de Investigaciones de la Policía Miguel Osvaldo Etchecolaz y, más recientemente, al sacerdote Christian Von Wernich. Después de meses consagrados a leer, escuchar y, sobre todo, decidir sobre los insondables horrores de la naturaleza humana, ese viaje a la capital francesa bien podría haber sido para ambos hombres la ocasión de alejarse de tanta tensión visitando museos o exposiciones. Pero no fue así. Rafecas, Rozanski y el resto de sus colegas argentinos vinieron a París para participar en un seminario sobre genocidio, organizado por el Memorial de la Shoá (Holocausto), una institución con 60 años de experiencia, especializada en aspectos como la preservación de la memoria, homenaje a las víctimas o gestión de documentos y archivos. Durante cinco días, estimulados por la intervención de especialistas de primer nivel internacional, los 20 jueces reflexionaron sobre las similitudes del caso argentino con otros genocidios de la historia del siglo XX. “Todos los genocidios. No sólo el Holocausto. También se habló de Ruanda, de Sudáfrica y, naturalmente, de la Argentina. Las similitudes entre el terrorismo de Estado en nuestro país y el régimen nazi son aterradoras ”, explicaron durante una charla en París con LA NACION pocas horas antes de iniciar el regreso. Rozanski relata que, en el desarrollo del seminario, mientras iban escuchando detalles de cómo se gestó todo el proceso nazi, cómo se llevo adelante, cuáles fueron sus prioridades, cómo definieron a la futura víctima, a medida que se avanzaba, cada uno de ellos iba diciendo pero esto lo conozco… La metodología, el sistema de razonamiento, la lógica utilizada… todo coincidía, dice Rozanski. Un decreto nazi explica, por ejemplo, por qué los familiares no tienen que saber dónde están sus seres queridos: para generar terror. Para Rafecas, hasta lo que se llamó “la solución final” durante el nazismo tiene punto de contacto con la historia local. “Si uno analiza históricamente cuál fue la relación entre los sucesivos estados autoritarios en la Argentina durante los años 60 y 70, advierte que durante esos períodos se ensayaron distintas formas de contener la disidencia política: apelando a tribunales especiales, a legislaciones feroces como la pena de muerte, a bandas paramilitares. Hasta que, el 24 de marzo de 1976, la dictadura de Videla instaura lo que se puede definir como “la solución
La entrada al campo de exterminio de Auschwitz, un testimonio del horror nazi REUTERS
Daniel Rafecas: Videla instaló la “solución final” de la cuestión subversiva
final” de la cuestión subversiva. Hasta en esta cuestión tan central se puede trazar también una suerte de paralelismo de la lógica de los dictadores argentinos con la lógica nazi”, reflexiona. Visiblemente conmovidos por una visita relámpago realizada la víspera a los campos de exterminio nazi de Auschwitz, Rafecas y Rozanski –cuya familia es precisamente de origen polaco– aceptaron hablar sin tapujos del lento, “lentísimo” proceso de democratización de la justicia argentina, sometida “hasta ahora incluso” a desviaciones racistas, políticas y antisemitas. –¿Se puede ser juez en la Argentina y ser antisemita? –Sí, lamentablemente. Con desarmante naturalidad, este juez de 42 años responde sin la menor hesitación, para sorpresa de sus pares. Hasta Rozanski parece conmovido por su nivel de franqueza. Sin embargo, colegas, colaboradores y allegados que lo conocen bien saben que no hay de qué asombrarse: Rafecas es un defensor obsesivo de los derechos humanos. Convencido de que hay otras formas de pensar y aplicar la ley penal, en 2005 llevó a tres supuestos skin-heads menores
Carlos Rozanski: el problema no está en el cuerpo de las leyes, sino en la cabeza de los que deciden
de edad que habían atacado a un chico judío a recorrer la Fundación Memoria del Holocausto: en lugar de encerrarlos en un instituto, les dio una clase sobre racismo. En reconocimiento a sus esfuerzos, la entidad Bnai Brith Argentina le entregó en 2006 el premio Derechos Humanos. Para Rafecas, la fascinación de la sociedad argentina por los modelos autoritarios europeos de la década del 30 dejó una impronta profunda de racismo, intolerancia y antisemistismo. “La Argentina comenzó a desandar ese camino a partir de 1983, pero muy lentamente. El tránsito a la democracia total aún no se ha concretado. Hay mucho ámbitos, como la justicia, donde sigue habiendo representantes de ese modelo. Hasta me atrevo a decir que los jueces con convicciones democráticas son una minoría”, precisa. Cree, sin embargo, en la existencia de un cambio cultural en marcha. “Un cambio generacional se va produciendo lentamente gracias a un proceso de elección mucho más racional que tenemos desde mediados de los años 90. Pero estos procesos llevan décadas”, concluye. Rozanski, de 59 años, es otro experto
La metodología, el sistema de razonamiento, la lógica utilizada… todo coincidía. Un decreto nazi explica, por ejemplo, por qué los familiares no tienen que saber dónde están sus seres queridos: para generar terror
en derechos humanos. Fue el primer juez federal nombrado por concurso por el Consejo de la Magistratura. Fue titular de la Cámara del Crimen de Bariloche y participó en el Consejo de la Magistratura de Río Negro. Como especialista en legislación sobre maltrato y abuso infantil, es el autor del libro Denunciar o silenciar, y del texto que modificó el Código Procesal Penal para que los menores víctimas de abuso sólo puedan ser interrogados por especialistas. De origen judío, el juez Rozanski escuchó atentamente las explicaciones de su colega sobre las desviaciones antisemitas de la justicia argentina antes de opinar. “Quiero agregar un solo ejemplo que quizás valga más que 100.000 palabras –dijo por fin–: hace más de diez años, siendo camarista en la provincia de Río Negro, fui recusado por tener ‘la misma condición racial’ de una fiscal que había investigado el caso. El que me recusó era un juez”, relata. –Francia consiguió hacer votar leyes rigurosísimas que condenan toda
expresión antisemita, racista o segregacionista. Esa criminalización de ciertas actitudes que tienen que ver directamente con los procesos históricos de una sociedad –como el colonialismo, la colaboración con el ocupante nazi o la trata de esclavos– provoca actualmente un profundo debate en este país. ¿Creen ustedes que la legislación argentina necesita evolucionar en ese sentido? –Rozanski: No lo creo. La Argentina incluye en su Constitución todas las convenciones sobre Derechos Humanos. En su conjunto, esos acuerdos cubren absolutamente todas las posibilidades y dan todos los instrumentos para juzgar violaciones a los derechos humanos en particular, pero también el racismo o el antisemitismo. Esto quiere decir que el problema no está en el cuerpo de las leyes, sino en la cabeza de los que tienen que decidir. Si quien decide es racista, las resoluciones serán racistas. Exista o no una ley. Porque si existe no la van a aplicar. Por eso es necesario el cambio cultural. –Rafecas: En la Argentina, los ámbitos judicial y profesoral en general son profundamente escépticos sobre la necesidad de apelar a herramientas punitivas penales para reprimir el negacionismo o el racismo. Tal vez por el profundo respeto que se ha tenido en este país a la más irrestricta libertad de expresión. En definitiva, ese tipo de medidas genera más perjuicios y desventajas de lo que se supone. En primer lugar, coloca al negacionista, al racista, en posición de víctima. En segundo lugar, la repercusión que tienen esas declaraciones públicas en la actualidad genera una ola de repudio tan monolítico por parte de los medios de comunicación y de la opinión pública que termina reforzando los valores democráticos en vez de demonizarlos. Para Rozanski, el contexto social tiene en esos casos una importancia fundamental. “Si nuestro país pudo 25 años después retomar el hilo de los juicios a los responsables del terrorismo de Estado y volver a hacerlos, es porque se generó un espacio en la sociedad donde un poder político decidió crear una Corte Suprema totalmente inédita, que llegó a la conclusión de que no era oportuno ni sano que siguiera existiendo la impunidad sobre esos delitos. La Corte decidió que era imperativo que no existiera esa impunidad. Es un concepto jurídico. Dijo: ‘estas leyes son inconstitucionales’ porque hizo la comparación –que muchos no hacen– de lo que estaba pasando en la Argentina con tantísimos años de impunidad y de una sociedad que miraba para otro lado. La decisión fue la correcta”. –¿Y cuál fue la consecuencia? Rozanski: Que los jueces que estaban debajo de esa Corte comenzaron a hacer los juicios y a comprender que el que va a estar desubicado no es el que defiende la Constitución, la aplica y hace lo correcto, sino el que apoya un proceso de terrorismo de Estado o lo niega o mira para otro lado. Si no fuera cierto lo que estoy diciendo, Daniel Rafecas, que no es judío, jamás hubiera aceptado decir ante un periodista de un medio de la dimensión de LA NACION que hay jueces antisemitas. © LA NACION
| Cine |
La dolce vita, 50 años después Una exposición en Turín recupera la época y el escándalo de la película que anticipó en varias décadas la caída de Italia en el vacío MIGUEL MORA EL PAIS
Hace medio siglo, una noche de enero de 1960, Federico Fellini invitó a Indro Montanelli a su casa romana para enseñarle la película que acababa de hacer. Un par de días después, el siempre frío periodista dejó su apasionado testimonio, la primera crítica del filme, en un texto memorable que publicó Il Corriere della Sera. “Fellini no alcanza cotas menos altas de las que Goya tocó en la pintura”, escribió Montanelli. “Nuestro cine no ha producido jamás nada comparable a esta película. No estamos aquí en el cinematógrafo. Estamos ante un gran fresco, ante algo excepcional, no porque represente más o mejor lo que se ha hecho hasta ahora en la pantalla, sino porque va netamente más allá, violando todas las reglas y convenciones.” Imposible resistirse a seguir citando a la biblia. Montanelli consideró La dolce vita una doble cumbre del cine y del periodismo: “Fellini, antes de ser cineasta, ha sido periodista. Y se sirve precisamente de un periodista para coser los episodios del filme, describiéndolos a través de otros tantos sucesos de crónica que lo conducen a la exploración de la sociedad romana en todos sus estratos y barrios, desde el palacio del Príncipe hasta las cuevas intelectuales de Via Margutta, al apartamento de los nuevos ricos de Parioli, a los cafés de Via Veneto, a los tugurios de las paseantes de la periferia y los baldíos terrenos de las chabolas del cinturón subproletario.
“Aquí entramos en mi oficio, y sobre la exactitud del relato me siento autorizado a manifestarme”, proseguía. “Muchos negarán esa exactitud, y esperamos que lo hagan de buena fe, es decir, creyendo francamente que el retrato es arbitrario. Pero yo con toda honradez debo decir que si Mastroianni, que interpreta al protagonista, hubiese sabido contar con el bolígrafo, para un periódico del que yo fuese director, las mismas cosas que ha contado con la cámara de Fellini, y con la misma fidelidad, yo le triplicaría el sueldo”. Permitan todavía un par de píldoras más, para terminar el saqueo: “¡Dios mío, qué tristeza, qué miseria, esos discursos, esas caras, esa falsedad! ¿Somos nosotros, esos tipos?”, se preguntaba Montanelli. “Sí, somos nosotros, Dios nos perdone. Esas son las cosas que decimos (y que no pensamos) cuando estamos juntos. Esas son nuestras mentiras. Esas, nuestras vanidades.” Cuando se estrenó, una vez pasada la censura, la película generó controversia salvaje. Dolió su verdad profunda y profética, que anticipó en 30 años la caída del país en el vacío, ese retrato fragmentario de las vísceras de una sociedad frívola, aburrida, decadente y cínica. La retransmisión de los milagros a la carta, la homosexualidad reprimida, el bienestar que anticipó el boom del consumo, la superficialidad de la prensa moderna que se empieza a entregar al cotilleo encarnada en el disoluto Mastroianni, casi mudo y desencantado paparazzo –ahí se acuña la palabra–, vagamente álter ego de Fellini...
Todo ello suscitó el escandalazo que había pronosticado Montanelli. El preestreno en el Capitol de Milán fue apoteósico. Hubo pitos e insultos, y un disidente escupió a Fellini en el cuello. En Roma fue peor. Una viejecita se apeó de su Mercedes en Piazza di Spagna, dando manotazos al chófer, y se colgó de la corbata de Fellini para gritarle: “¡Antes atarse una piedra al cuello y tirarse al mar que dar este escándalo!”, recuerda Domínguez. El Vaticano se sumó enseguida a la condena de la lucidez con artículos anónimos en L’Osservatore Romano, lo que contribuyó a la expansión internacional del film. Salvo en España, donde se estrenaría con 20 años de retraso, en 1980. Fellini, Mastroianni, Anita Ekberg, los guionistas Ennio Flaiano y Tullio Pinelli (que vivió 100 años), incluso el músico Nino Rota, pasaron a ser considerados “pecadores públicos”. Fellini, quitándose importancia, explicaba así la película: ‘Sólo quería decir que, pese a todo, la vida tiene una dulzura profunda, innegable’. Hoy, en el Museo Nacional del Cine de Turín, una maravillosa exposición, “Los años de la Dolce Vita”, rinde tributo a aquellos días dorados y, sobre todo, a aquellas noches y aquellas amanecidas. Por un lado, hay 130 alegres fotos callejeras del paparazzo Marcello Geppetti, que muestran a Roma convertida en un plató a cielo abierto. Media ciudad vivía del cine y la otra media rezaba. Culpa, ambas cosas, del beato proteccionista Giulio Andreotti, que obligó a las productoras americanas a reinvertir las taquillas en
territorio nacional. Geppetti capta a todas las estrellas de ese tiempo. Se agolpaban literalmente en los cafés de Via Veneto (hoy vacíos y prohibitivos, y algunos en manos de la N’drangheta) que habían inspirado a Fellini la idea de La dolce vita en el verano de 1958. Cinecittà era la casa de Fellini. Allí se celebró el superfuneral, en 1993, poco antes de que Lombardone consumara su escalada. Barbara Mastroianni, que fue ayudante de sastra en E la nave va y lo llamaba siempre signor Fellini, recuerda que su padre volvió a casa enfermo aquel día. “Le molestó toda aquella parafernalia que montaron, decía que Federico no la habría aprobado. No sabía que a él se la harían también poco después”. En la exposición de Turín se pueden ver también 28 imágenes muy raras, oscuras y poéticas, que tomó durante las pausas del rodaje Arturo Zavattini, hijo del escritor Cesare Zavattini y operador del film. En su ensayo para la muestra, el eximio crítico Tullio Kezich, amigo y biógrafo de Fellini desaparecido el año pasado, escribía estas sabias líneas: “En la Cámara gritaban los fascistas y en los púlpitos los curas llamaban a rezar por Fellini. Sólo los jesuitas de Milán lo defendieron, y fueron enviados al exilio”. Y concluía: “Casi se echa de menos aquella Italietta en la que por una película presuntamente inmoral, en la que no había siquiera la sombra de un desnudo femenino, se rompían amistades, se desencadenaban batallas y se agotaban los periódicos”. © EL PAIS, SL