El misántropo en su guarida POR PEDRO B. REY De la Redacción de La Nacion
do, bajo. Les conocí casi al mismo tiempo en la Ópera Cómica. El primero tenía treinta y cinco años, era italoamericano y me cantaba canciones de Nueva Orleans. Me enteré de que ya estaba casado cuando se marchó a Estados Unidos para divorciarse y preparar nuestro matrimonio; ya no quise verlo más. Mi madre había tenido una aventura con él. El otro que me rondaba pertenecía a una acaudalada familia y su padre, neurólogo, trabajaba con Charcot. La familia estaba conforme, pero fui yo la que no me decidí. Lo mataron los alemanes en el año 40. Para mí, no hay en el mundo nada más sensual que el canto. La voz viene del vientre pero, al mismo tiempo, es una expresión del alma. Oír cantar siempre me ha producido una inmensa emoción. Son el cuerpo y el alma reunidos. De 1935 a 1940, viajaba sin cesar, pues tenía contratos para bailar en el extranjero. Aquellos alejamientos nos sirvieron para poner las cosas en su sitio. Louis me escribía cartas en las que me decía: “Contigo quiero terminar mi vida, te he elegido para que conserves mi espíritu después de mi muerte”. Yo entonces no comprendía absolutamente nada; con él no buscaba la felicidad, sino simplemente
Cuando supo lo que había pasado en los campos de concentración, se quedó horrorizado, pero nunca fue capaz de decir: “Lo lamento”. No se le perdonó el no haber reconocido sus culpas y jamás dijo: “Me equivoqué”. Siempre aseguró que había escrito sus panfletos de 1938 y 1939 con una finalidad pacifista
hacerle menos desgraciado. Él tenía necesidad de mi juventud y de mi alegría y yo, de su mente de hombre vivido. Por eso encajamos tan rápidamente el uno con el otro. Era un ser desesperado, de un absoluto pesimismo, pero que al mismo tiempo generaba una enorme fuerza. Había en él una intensidad en la tristeza de la que todos huían. Si yo me quedé, fue porque realmente no me sentía de este mundo, todo se lo había dado a la danza. Cuando nos conocimos, al tiempo que percibió mi desengaño, vio mi lado tan inocente. Fue este contraste y esta mezcla de tristeza y de candor lo que le gustó de mí. Nunca fui un peso para él y esto, aun sin saberlo, era lo que constituía mi fuerza, pues él no quería que nos encadenásemos, que nos impidiésemos escapar. La sensación de encierro en el seno de la alta burguesía renana fue lo que había acabado destruyendo su matrimonio con Édith Follet. Era un sentimental, un fetichista que lo guardaba todo, incluida la vieja cacerola rota de su madre. Necesité veinticinco años para conocerlo. Es más fácil de comprender que de explicar, pues habitualmente decía lo contrario de lo que pensaba.
No quería mostrar su ternura y entonces se ponía agresivo e incluso conmigo podía comportarse de una forma horrible. En Meudon, vivió diez años de agonía. No soportaba mi ausencia, no quería que trabajase tanto, me insistía para que comiese y chillaba sin parar. Nadie lo comprendía, pero es que él me quería demasiado. Toda mi vida con él fue como si se me hubiera roto un vaso del corazón. Era como una flor a la que siempre le tuviese que mantener el tallo erguido. Y lo mantuve siempre. [...] * * * [...] En Meudon, los últimos años fueron terribles. La prisión le había hecho perder la razón. Desde entonces estaba lleno de odio. Pensaba que había pagado por otros y se sentía perseguido. Y, de alguna forma, era realmente así. Cuando los periodistas comenzaron a venir a Meudon para visitar al monstruo, cargaba las tintas y les daba carnaza. Representaba un papel y hacía de sí mismo su propia caricatura. Le creían y él disfrutaba. Como en la Antigüedad romana en un foso de leones, venían a buscar sangre y él se las daba. Siempre tenía problemas con el brazo derecho, le había quedado mal por su herida en la Gran Guerra y escribía con dificultad, barriendo el papel. A veces dudaba en saludar a desconocidos con la mano derecha y a menudo tendía la izquierda, lo que algunos tomaban por un desprecio. Jamás se rebajó a dar una explicación. Cuando supo lo que realmente había pasado en los campos de concentración, se quedó horrorizado, pero nunca fue capaz de decir: “Lo lamento”. No se le perdonó el no haber reconocido sus culpas y jamás dijo: “Me equivoqué”. Siempre aseguró que había escrito sus panfletos de 1938 y 1939 con una finalidad pacifista, nada más. En su opinión, los judíos incitaban a la guerra y él quería evitarla. Eso era todo. Hoy, mi posición acerca de sus tres panfletos, Bagatelas para una masacre, Escuela de cadáveres y Les beaux draps, es muy firme. He prohibido su reedición y, una y otra vez, he iniciado procesos contra todos los que, por razones más o menos confesables, los han hecho aparecer de forma clandestina, tanto en Francia como en el extranjero. Estos panfletos fueron elaborados en un contexto histórico concreto, en una época especial, y a Louis y a mí solamente nos causaron disgustos. En nuestros días, ya no tienen sentido. Pero todavía hoy, aparte de su valor literario, para algunos pueden conservar un poder maléfico que yo, a toda costa, he tratado de anular. Tengo claro que a largo plazo ya no podré hacer nada y sé que, más pronto o más tarde, resurgirán con toda legalidad, pero yo ya no estaré y eso ya no dependerá de mi voluntad. Traducción: José María Solé
n cierta línea de su diario, incluida en Descanso de caminantes, Adolfo Bioy Casares hace un comentario curioso (y seguramente irrefutable) sobre Céline: a sus lectores, decía, les gusta que les griten. A casi medio siglo de su muerte, el alias literario del médico Louis-Ferdinand Destouches (1894-1961) continúa produciendo un malestar que excede –y Bioy lo intuye en su lacónica definición– la simple apreciación literaria. En 1932, Céline conmocionó la novela francesa con Viaje al fin de la noche. La historia de Bardamu, doctor de suburbios que comparte con su creador más de una peripecia biográfica, estaba narrada mediante un lenguaje descarnado y sórdido, inédito hasta entonces. A fines de esa misma década, Céline volvió a causar escozor, esta vez por razones menos recomendables. La publicación de dos vitriólicos panfletos, Bagatelas para una masacre y La escuela de cadáveres, lo revelaron como un burdo y peligroso antisemita. Aunque ya en los años cincuenta sus novelas fueron reunidas en la Bibliothèque de La Pléiade (donde se negó a reeditar aquellos textos), la reputación del escritor quedó dañada para siempre. Esa mancha indeleble perdura hoy, a pesar de los ditirambos que le dedicaron a su obra autores y críticos como Philip Roth y George Steiner. Hay algo para siempre enigmático en la huraña carrera de Céline. En sus dos primeras novelas (a la ya citada debe sumarse Muerte a crédito, de 1936), tan lóbregas y pesimistas que parecen habilitar cualquier exceso, no figura ninguna alusión antisemita; de hecho, un personaje que se jacta de esos prejuicios es caricaturizado sin piedad. Lucette Almanzor, la última y definitiva compañera de Céline, se encontró con él en 1935, antes de que se desatara en él la paranoia y el rencor irracional. El, que le llevaba veinte años, había pasado ya por la Primera Guerra Mundial y por la experiencia laboral en plantaciones africanas. También se había recibido de médico con una tesis sobre el higienista Ignác Semmelweis y era, desde hacía pocos años, un escritor célebre, un caso literario. Las revelaciones de Lucette en Céline secreto permiten echar una nueva mirada a la conflictiva personalidad del escritor, aunque sin resolver su misterio último. Sobre la escritura de los panfletos, por ejemplo, retoma un argumento que sostienen biógrafos como Frédéric Vitoux: a Céline lo desesperaba la inminencia de la guerra y en esos textos tremebundos, que pretendían alentar el pacifismo, se perciben las secuelas alucinatorias de la Gran Guerra. La huida de la pareja al castillo de Sigmaringen donde se encontraba refugiado el gobierno de Vichy en el exilio, y luego a Dinamarca, para evitar los juicios por colaboracionismo, son, narrados por su viuda, un buen contrapunto a esa épica canalla que el propio escritor se encargó de pintar en libros como De un castillo al otro. El retrato pudoroso que hace Lucette de los últimos años pasados en la casa de Meudon, adonde se retiraron después de la captura y juicio del novelista, es en cambio concluyente. A pesar del trabajo literario y del arsenal de mascotas al que, como estilan los misántropos, le entrega su ternura, Céline sobrevive como lo que era: un hombre moralmente acabado.
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Sábado 25 de abril de 2009 | adn | 11