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Por Rogelio Erasmo Pérez Díaz. Hace unos días se efectuó la convención de cierta denominación y, a pesar de mis deseos de asistir a ella, no pude hacerlo ...
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EL EMPEDRADO CAMINO DE LA MURMURACION Por Rogelio Erasmo Pérez Díaz Hace unos días se efectuó la convención de cierta denominación y, a pesar de mis deseos de asistir a ella, no pude hacerlo, porque caí de un “andamio” improvisado mientras hacía unos arreglos en el hogar. Pienso que Dios, primero que nada, quiso mostrarme que ya no tengo veinte años, y luego, con esta inesperada caída, evitar que yo asistiera al evento y bebiera el amargo vino de “cierta copa” que allí se ofreció. Según me han contado los que sí pudieron ir, un hermano pidió la palabra para acusar de “ecuménico” a uno de los líderes de la denominación. Todo ocurrió a raíz de la visita del “Papa” Benedicto XVI a nuestra nación. Tal vez el hermano ignore el significado del término y, como hacen muchos otros, lo haya utilizado a la ligera. Creo, para que se tenga una exacta idea de las acaloradas discusiones que al respecto se suscitan eventualmente en casi todas las denominaciones de por acá (por lo menos en las más “celosas de la doctrina”), sería bueno comenzar por dejar en claro qué es y que no es tal calificativo. Dice El diccionario Larousse que ecumenismo es: (Del gr. oikumenikos, universal < oikumene, tierra habitada.). Que se extiende a todo el orbe. Se refiere al concilio que tiene representación de la Iglesia occidental y de la oriental. Movimiento a favor de la unión entre todos los cristianos para conseguir una Iglesia universal. Por su parte, El diccionario de religiones dice: Ecumenismo: (Del griego oikouméne, que significa el mundo habitado.) Movimiento intereclesiástico. La palabra ecuménico ha sido utilizada para referirse a concilios de obispos cristianos del mundo conocido (en la antigüedad) o de todo el planeta. Entre los protestantes el movimiento ecuménico se inició a fines del siglo pasado y el término ha sido utilizado por organizaciones internacionales de las diferentes denominaciones, agencias interdenominacionales y paraeclesiásticas. El Concilio Nacional de Iglesias de Cristo en Estados Unidos y el Concilio Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, Suiza, son tal vez las más conocidas. El ecumenismo, como tendencia dentro del cristianismo, tiene como su objetivo unificar a las iglesias o al menos acercarlas. Algunos tienen como meta la unión estructural de todas las iglesias, mientras que otros se proponen simplemente trabajar unidos en algunos proyectos. Se dice pues ecuménico, cuando se refiere a algo que tiene en sí una unidad de carácter internacional, mundial, universal, total. Si bien es cierto, algunas instituciones, en aras de una “unidad” que para nada glorifica a Dios (y obviemos el nombre que no viene al caso), han izado la bandera del ecumenismo, creo el término no nos debiera inspirar tanto miedo, al punto de “clasificarlo” como algo diabólico. Cristo nos pide unidad, cuando habla con el Padre en el conocido pasaje de Juan 17. Él nos dice allí (permitan que transcriba el fragmento completo, para que no se piense ha sido sacado de contexto): “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17:14-26).

Debemos partir de ciertos puntos a los que alude Dios en el siguiente pasaje y que sin lugar a duda son medulares: - El dice que no pertenecemos ya al mundo y que para nada tenemos parte en él: “…el mundo los aborreció, porque no son del mundo…” (v. 14) dice y lo reitera, para enfatizar su importancia, dos versículos más abajo (v. 16). - Él no ora al Padre pidiendo que nos encierre en una urna o cree un nuevo planeta para nosotros. Él nos quiere en la tierra, amando al prójimo y cosechando la mies. Y pide para ello al Padre que nos dé fuerzas para resistir la tentación de los placeres del mundo: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal.” (v. 15). - Pide más a Dios. Ruega que seamos santificados, es decir, apartados para que el resto de los hombres puedan notar la diferencia por nuestro testimonio, en la verdad de Dios o, aunque a alguno le pueda sonar a parodia de un conocido comediante, la única verdad verdadera. “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” (v. 17). Así, santificados en la verdad, nos prepara para dejarnos en el mundo y nos envía a los que no le conocen “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo”. (v. 18), santificándose a sí mismo y a nosotros por medio de la verdad única y absoluta: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (v. 19). - Él está clamando al Padre por nosotros, por los evangélicos, según dicen los evangélicos, por los bautistas, al decir de los bautistas, por los adventistas, etc.… O por todos los que le creen al único y verdadero Dios, llámense como se llamen, como diría un “ecuménico”. “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos…” (v. 20). - Jesús, definitiva y permanentemente, ora por una unidad en nosotros y de nosotros con Él, igual a la que existe entre Él y el Padre. Quiere que sea tan manifiesta esa unidad que la podamos usar por testimonio ante los que no le han conocido: “…para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.” (v. 21). Y luego, mientras enfatiza mediante la reiteración de la petición, nos deja una muestra de la magnitud del amor de Dios hacia nosotros: “…para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.” (vv. 2223). - Pero no pide solo eso al Padre, no se detiene ahí su petición a favor de nosotros, Él quiere que estemos donde Él va a estar. Él nos eligió tal y como éramos, con nuestras virtudes y defectos, sabiendo incluso que teníamos más de los segundos que de las primeras. No nos dijo “purifícate y ven a mí”, sino que más bien nos llamó diciendo: “ven a mi tal como estás, que yo te limpiaré”. Y no podía ser en otra manera, porque la limpieza tenía que ser tan perfecta que no podía quedar encomendada a nosotros. “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo…” - Y, por último, una vez más, el Hijo pide al Padre que haya en nosotros una virtud esencial, algo que debe ser el centro mismo de nuestras vidas: “…para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” Ahora bien, si el propio Dios hombre, minutos antes de ser entregado por un traidor, clamó al Padre por nosotros, diciendo que no pertenecíamos al mundo, sino a Él, pidiéndole que nos guardara del mal, que nos santificara en su verdad, la única verdad digna de crédito, diciendo que rogaba, además de por nosotros, por aquellos que le creyeran por nuestra palabra, solicitando como el mejor de los testimonios la perfecta unidad y, finalmente, pidiendo a Dios un amor para nosotros de igual magnitud que el que el Padre le tenía a Él. Me pregunto: ¿No es acaso una blasfemia tratar de fomentar la división del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (así, con mayúsculas), acusando a alguien que trata de hacer lo que Jesucristo le ha mandado de ecuménico? Y, entiéndase que no estamos hablando de la acepción que comúnmente se da al término, sino de lo que quieren decir los que tal dicen, como si ser ecuménico fuera el más atroz de los pecados.

No sé usted, pero yo le pido a Dios, que tantos pecados pasó por alto cuando me aceptó (Él a mí y no yo a Él), que me perdone también el pecado de ser ecuménico. Aunque no sé si, mejor que pedirle perdón por tal cosa, fuera decirle: “Dios amado, bendice y multiplica como buena semilla a los que en tal manera piensan”. Este escrito es una contribución de la agrupación para eclesiástica cubana: Ministerio CRISTIANOS UNIDOS. Puede comunicarse con MCU al correo: [email protected] Usado con permiso ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.