El dilema de la ciberpaternidad: ¿es necesario saberlo todo?

18 may. 2013 - necesario saberlo todo? Las redes sociales permiten a los padres tener mucha información sobre la vida de sus hijos, aunque el costo puede ...
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SÁBADO

| Sábado 18 de mayo de 2013

Vínculos

El dilema de la ciberpaternidad: ¿es necesario saberlo todo?

Las redes sociales permiten a los padres tener mucha información sobre la vida de sus hijos, aunque el costo puede ser demasiado alto... Pamela Paul

THE NEW YORK TIMES

NUEVA YORK.–Una de las eternas maldiciones de la paternidad tal vez sea saber demasiado de nuestros hijos adolescentes y, al mismo tiempo, no tener nunca acceso a la información que uno realmente quiere. Pero en la actualidad, con la omnipresencia de los celulares y el ingobernable berenjenal de las redes sociales, ambos aspectos de la ecuación parecen haber empeorado aún más. Actualmente, si uno es padre de un chico de 14 años, puede verlo tomar cerveza, coquetear con una chica que se estruja los pechos en cada foto que postea en Instagram, y referirse a un compañero de 2° año con un lenguaje tan sucio que a nosotros nos hubiera resultado impensable a su edad. Nuestros padres, por supuesto, jamás nos escucharon insultar, no tenían idea de a dónde íbamos cuando cruzábamos la puerta de calle, y ni siquiera podían imaginar lo que hacíamos un sábado a la noche. Ahora, los padres tienen toda esa información a un clic de distancia: están agregados a Facebook, ingresan en Tumblr, miran de reojo los crípticos mensajes de texto del celular de sus hijos, o intentan echar un vistazo a las imágenes de Snapchat antes de que se disuelvan en el éter. Padres que se morderían las manos antes de tocar el diario íntimo de su hija adolescente, están en serios problemas. ¿Quién quería saber tanto, al fin y al cabo? Karen Sanders, de 49 años y madre de dos hijos de la localidad de Scarsdale, Nueva York, se descubre a sí misma leyendo los comentarios publicados en la página de su hija de 15 años. “Ella postea un comentario y de pronto me descubro haciendo un seguimiento de sus amigos… ¡Ni siquiera de los míos! A esa altura estoy asustada, pero de mí misma”. Sandra Tsing Loh, de 51 años, escritora y madre de dos hijas adolescentes, cuenta: “Se han roto todos los límites. Facebook envía alertas sobre lo que están haciendo, poniendo «me gusta» y comentando, y posteando, y compartiendo, como

un pájaro picoteando la comida. Pero para las madres que están leyendo, es demasiada información”. Para muchos adultos, Internet plantea una enorme variedad de potenciales violaciones a la privacidad, no todas fácilmente definibles. Pero para los adolescentes, la amenaza es clara: la Gran Mamá. Y el Gran Padre. El autor Dan Savage lo llama “el peso de saber”. Él y su pareja son lo que Dan llama “monitores de peso pesado” (“algo así como padres fascistas”) de su hijo de 15 años. Sí, ya sabemos que los padres contemporáneos están hiperinvolucrados en la vida de sus hijos. Pero el término “padres helicóptero”, con su amenazante sesgo de omnisciencia parental, no es nada comparado con el íntimo alcance de la ciberpaternidad. Un helicóptero

Hoy los padres están agregados a Facebook, ingresan en Tumblr, miran de reojo los mensajes de texto del celular de sus hijos o intentan captar las imágenes de Snapchat sobrevuela a una distancia prudencial, dejando mucho aire y espacio en el medio. Los ciberpadres están apretujados al lado de sus hijos. En las escuelas de todo el país se llevan a cabo talleres que abordan diversas perspectivas, con el objeto de ayudar a los desorientados padres. También han surgido empresas que los ayudan a navegar por estas aguas, ya sea supervisando las actividades de sus hijos en Internet o maximizando las opciones de seguridad de sus máquinas y teléfonos. La página web de una de estas empresas de “inteligencia parental”, uKnow.com, declara que su rol es “ayudar a mamá y papá a entender el modo en que sus hijos utilizan la tecnología, y proteger su seguridad, su privacidad y su reputación”.

La mayoría de los padres de adolescentes han intentado mantener por lo menos cierto grado de control. Según un estudio realizado en 2012 por el Proyecto Internet de Pew, el 59% de los padres de adolescentes con actividad en las redes sociales ha tenido que hablar con sus hijos y manifestar su preocupación por algo que vieron posteado en sus perfiles o cuentas, y un 42% reconoció haber buscado en Internet el nombre de sus hijos para saber qué información daba vueltas sobre ellos. Los padres comentan haber descubierto cosas que preferirían no saber. ¿Quién podía imaginarse que ese chico, el guardavida de la pileta municipal, iba a decir semejantes cosas de una nena de 12 años en bikini? ¿Y quién es ese que está armando un porro en la página de Tumblr de nuestro vecinito de 14 años? No existen lineamientos establecidos sobre lo que los padres deben hacer con esa información. ¿Deberían repostearlas? ¿Dejar un comentario? ¿Llamar a otros padres? Según el estudio de Pew, la mitad de los padres que también usan las redes sociales han respondido a los comentarios o posts que aparecen en los perfiles de sus hijos. De acuerdo con ese mismo sondeo, los chicos manifestaron una ambivalencia entre tener o no a sus padres agregados como amigos en las redes sociales. Algunos directamente se avergüenzan de que su madre o su tía les dejen comentarios en sus perfiles. “Si alguien pone «Me voy al parque», de pronto tiene a 80 miembros de su familia que postean: «¡Que te diviertas!»,” se queja un chico de 13 años. Para los padres, avergonzar a sus hijos es el menor de los problemas. Muchos ya están en pánico por las sus actividades online. Los peores escenarios imaginables incluyen a depredadores sexuales y otros individuos que podrían causarles serios daños. Una modalidad de tormento en boga entre los chicos es abrir cuentas falsas de otros chicos (una versión light del robo de identidad, ya que no involucra dinero), y allí postear fotografías y

comentarios en nombre de ellos. También está el típico mal comportamiento adolescente en la vida real que Internet amplifica a todo el mundo y codifica para la eternidad. Hasta las infracciones mínimas, como poses sugestivas o lenguaje explícito se potencian cuando sus destinatarios son miles. “No me gustan las malas palabras –asegura Kuae Kelch Mattox, madre de tres hijos activos en las redes sociales–. Yo les digo: «¿Tenías que poner eso?», y me contestan: «Ay, mamá… No tendrías que entrar. No lo leas y listo»”. Pero sin importar todo lo que encuentren los padres atentos de hoy, en el ciberespacio ocurre más de lo que llegan a advertir. Los adolescentes saben que pueden seleccionar quién ve qué cosa en Facebook. Y un buen número de ellos ya han emigrado del “Facebook de sus padres” a sitios más veloces como Snapchat, Instagram y Tumblr, mucho menos manejables para los egresados del siglo XX.

“Ellos saben cómo dejarnos afuera–dice Sanders–. No tengo los códigos de acceso de mi hija a su cuenta de Tumblr, así que a menos que ella deje abierta la página, no sé nada”. Cada tanto, Sanders le pide a su hija las contraseñas, pero luego la joven las cambia. Al igual que la mayoría de los padres conscientes, Sanders ha instalado controles parentales en las computadoras de la familia, pero en el historial de búsqueda ha encontrado la frase “cómo desactivar los controles parentales”. Los padres también dicen que, aunque tengan exceso de información de lo que ocurre online, la información sobre la vida de sus hijos cuando no están conectados ahora es más confusa. El teléfono fijo de la familia ya no es la vía de comunicación. Los padres no saben quién llama a sus hijos y no pueden sacar conclusiones, como antes, de fragmentos de conversación. “A veces pienso que sabemos menos que antes–opina Wendy Weins-

tein Karp, madre de dos hijos de Larchmont, Nueva York–. Se queda un amiguito a dormir, y de pronto alguno baja corriendo hasta la puerta, porque están todos conectados a través de sus aparatos. La gente entra y sale de la casa, y uno no entiende qué está pasando”. Tal vez sea un pobre consuelo, pero muchas veces la sensación de intromisión y desaprobación son mutuas. June Jewell, una empresaria, de 51 años, de Vienna, Virginia, dice que cuando su hija ve fotos de ella en Facebook, se queja: “¿Por qué posteaste eso?” Si la madre sube sus propias fotos en una sesión de karaoke, la hija le dice: “¡Sos un quemo, mamá!” Jewell dice que a nadie le gusta pensar que sus padres pueden tener onda. “Lo más gracioso es que los amigos de mis hijos sí me siguen en Twitter, y no me critican para nada”. Por lo menos, hasta donde ella sabe.ß Traducción de Jaime Arrambide

escenas urbanas Isabel Antelo

Oficinistas almuerzan en la peatonal Reconquista, el miércoles pasado

pequeños grandes temas Miguel Espeche

Cómo salir de la pelea perpetua

P

elear y discutir ya es un deporte nacional y, por lo que se percibe en los vínculos cotidianos, parecen quedar de lado otras maneras de tramitar situaciones problemáticas que emergen en cualquier vínculo. Tanto en las escenas del tráfico que vemos todos los días, como en

los programas de la tarde de la televisión, así como en el panorama político o incluso en las redes sociales, la pelea, la discusión, la fricción enojada copan la escena. Conversar parece ser sinónimo de discutir, y la lucha dialéctica se hace religión, como si fuera, de hecho, una manera válida y única de

acceder a eso que podríamos llamar la “verdad”. Haga usted la prueba: prenda la televisión por la tarde, y escuche lo que en ella se dice, pero, sobre todo, escuche cómo se lo dice. Verá que los diálogos son llevados a cabo por gente ofendida, que refuta los dichos de otros, que descalifica compulsivamente... Sí, obviamente sabemos que el bajísimo nivel de los “disertantes” está nutrido por la consigna de todo programa chimenteril que se precie de serlo: la clave es hacer “lío” para concitar la atención. Entonces, si las vedettes pelean entre sí, o los actores o personajes ignotos dirimen diferencias inverosímiles en cámara, no importa, aunque sí es significativo que se use ese estilo de intercambio como una suerte de “pedagogía” que indica a mucha gente que de eso, y sólo de eso, se trata

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“discutir las cuestiones personales”. Ni hablar de los programas de debate político o de los asados en los que toda la parentela entra en doloroso conflicto por no acordar en el punto de vista acerca del acontecer social del país. Alguien instaló la idea de que la cosa pasa por refutar, descalificar o eliminar al otro, demostrando que está “mal” su percepción. En otro escenario, digamos que muchas parejas hoy en día temen enormemente al desacuerdo, porque creen que la única manera de dirimirlo es a través de la pelea, en la que, aquel con más “uñas de guitarrero”, mayor vehemencia, más empuje o “poder de fuego”, se saldrá con la suya, en detrimento del perdedor, que verá claudicar su postura a fuerza de refutaciones, gritos o maniobras varias. Esto favorece la idea de que hay

que evitar los conflictos, cuando, de hecho, lo que hay que evitar es esconder los conflictos bajo la alfombra. Cuando aparecen esos puntos de fricción, como es inexorable que ocurra, sirve contar con altura y amor suficientes como para generar soluciones que no pasen por “ganarle al otro”, sino por crear una nueva alternativa que cuente con el ADN de ambos participantes de la situación. Conversar no es discutir. Mirar una situación desde puntos de vista diferentes no habla del error de uno y del acierto del otro, sino de perspectivas que, si son tramitadas con buena fe, seguramente serán ambas importantes y merecedoras de respeto. Lo triste es que ese estilo de comunicación genera cultura. Se genera la falsa idea de que pelear “descarga” la energía “negativa” cuando, en

realidad, la acrecienta exponencialmente. La pelea y la discusión, en definitiva, no son formas inexorables del intercambio. Hay otras. Cuando se siente curiosidad por lo que el otro ve, piensa o dice, las cosas no pasan por tratar de “derrotarlo”, sino por acrecentar la propia conciencia teniendo en cuenta la perspectiva del otro. Cómo estará la situación de nuestra comunicación que lo antedicho parece pueril e ingenuo. Sin embargo, a riesgo de que así parezca, vale decir lo que decimos. Porque no se trata, a estas alturas, de cambiar al mundo con palabras bienintencionadas, sino de que el mundo no cambie a quienes apuestan a intercambiar sin pelea perpetua, para pasarlo mejor sin tantas batallas.ß El autor psicólogo y psicoterapeuta