El desperdicio

una unidad semejante a una pandilla, una banda de amigos, un conjunto tan simple y limitado como el reconocerse miembro de un club de socorristas o lecto-.
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ALFAGUARA H

El desperdicio Matilde Sánchez

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En 1994 recibí la beca de la John-Simon Guggenheim Memorial Foundation por “Una comedia familiar”. No llegué a concluir el proyecto de novela tal como fue presentado pero muchas de sus páginas sobreviven en este libro. Todo indica que la comedia se convirtió en elegía. Este es mi agradecimiento a esa generosa ayuda.

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La edad de la comedia

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Cualquiera que haya salido de la ciudad para adentrarse en el país, en cualquier dirección que tome, sabe distinguir un cementerio a la distancia por los álamos. La forestación con álamos negros fue hecha a imagen de Italia y el sur de España, donde reemplazaron cada vez más al ciprés de cementerio, menos efectivo como reparo pero blando a la hora de construir ataúdes de apuro en tiempos de pestes. Si bien se da al álamo numerosos destinos, bastó un siglo de uso funerario para obrar como una maldición. Su presencia en un jardín es considerada de mal gusto y cuando se encuentran álamos en otro lugar, como en los patios de colegios religiosos, se los considera lúgubres. Una sombra grata debe sugerir un frescor de bosque, oí decir una vez, mientras que un álamo es un monumento a un muerto, un tipo de sombra deprimente. Te das cuenta que acá no hay alamedas. Desde luego esto es inexacto, hay numerosas alamedas aunque no se las llama así. Es el caso de la ruta que conduce a Pirovano. A pocos kilómetros de la rotonda de ingreso, una fracasada alameda ornamenta los bancos de piedra dispuestos por un funcionario empecinado en fomentar las caminatas, hará de esto unos diez o quince años. De entrada el veredicto fue: deprimente. Y así, pese al bautismo oficial de Alameda de Gallardo, en pocas semanas quedó rebajado a Paraje de los bancos. Paraje es una palabra habitual para designar la nada, un eufemismo que http://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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nombra el baldío. Los vecinos comparan la sombra de líneas verticales con la que proyectan los barrotes de una prisión, explicándose que la iniciativa municipal no haya prosperado por el aura siniestra de esos árboles, y no por su desidia. En invierno los asientos se congelan y los álamos a todos les recuerdan a algún muerto. También los tiene la iglesia, conocida como la catedral debido a la altura de su nave y el gran vitraux del altar. Aunque en su jardín faltan las lápidas de ministros y pastores, la botánica sombría y un poco caótica sugiere una iglesia anglicana. El cementerio de Pirovano queda lejos del pueblo pero tiene un efecto de engañosa cercanía por encontrarse al final de una recta interminable cuya única seña es una alameda. Durante un largo trecho los álamos lucen de la misma altura, hasta que por fin uno se topa con el espejismo. Al perder el follaje, más que árboles sugieren cruces mochas, agujas de un templo a medio construir; por el contrario, si uno le da la espalda y mira adelante, el panorama es tan plano que se aprecia sin distorsiones lo esférico de la tierra y la comba del cielo, ajustada al borde como una manta tirante. Como en toda esta región al sudoeste de la provincia, el pueblo surgió con una decidida fe en el progreso y adornó el espacio con marcas de riqueza. El cementerio, de grandes ambiciones, no es una excepción: las dos esquinas sobre el camino terminan en amplias ochavas, en previsión del avance de tejido urbano o incluso de la colisión de dos cortejos, amplitud que hoy resulta un alarde ingenuo. Si se calculaban tantos muertos es porque se proyectaba una cuantiosa masa de vivos. La influencia de los higienistas se atestigua en sus modernizaciones. A una cuadra del sector de panhttp://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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teones de estilo neoclásico, las parcelas originales de tierra fueron ganadas para edificar galerías de nichos superpuestos, cuyos frentes son del mejor granito. Las hileras a lo largo y en vertical y las escaleras colgantes para acceder a los nichos en lo alto le dan un aire de biblioteca donde uno imagina encontrar sólo escritores católicos. Una reserva de poetas menores que evocan el sacrificio de la madera a la industria del papel mientras esperan el día del Juicio, cuando los olvidados al fin serán leídos. Este cementerio no ha perdido a su grey, la consunción de la materia asegura cíclicamente el espacio a los próximos habitantes. Entretanto, el pueblo pierde vecinos cada año. Quedan los viejos con numerosos nietos, dejados a su cargo con el argumento de que una infancia rural es desde todo punto de vista más edificante. De todos modos los jóvenes van a partir no bien alcancen la edad del trabajo o después de conducir a sus tutores al consabido retiro al final del camino recto. Me refiero a la biblioteca en propiedad horizontal, el país de los álamos del que nadie emigra. Sin duda, hoy el campo es más saludable para los menores que hace cien años: tampoco faltan niños en el cementerio. El hallazgo de una lápida con dos fechas muy próximas —a veces un período tan corto que no sugiere una vida sino un epistolario— nos lleva a comienzos del siglo XX, a una época de accidentes cotidianos y enfermedades evitables. Son los niños difuntos de Pirovano, muertos de pulmonía o septicemia, por una mala caída o baleados accidentalmente por un cazador bajo un cielo por entonces demasiado azul para inspirar una elegía. Esta descripción va pareciendo un manifiesto anacrónico digno de aquellos poetas de cementerio a http://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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quienes me tocó estudiar con la señorita Passeron, veinte años atrás, en esas tardes en el Instituto de Lenguas Vivas mientras el sol caía y dejaba a oscuras la plazoleta y el pasaje adonde daban los ventanales del palacio Anchorena —y Passeron era la única capaz de despertar cierto interés en los asistentes durante esas tardes en cámara lenta, mientras mirábamos cómo el invierno envolvía la cortada Seaver y una vejez prematura cubría a los alumnos en esos recitados con noches y ruinas, lechuzas, espectros— poetas de lo sublime y la sensibilidad, se los llamó. Sí, escribían epitafios, odas melancólicas, castillos de indolencia, dijo Elena cuando pregunté si los había leído. No creían en el progreso, después llegaron los novelistas góticos. Sí, el cementerio de Pirovano recuerda la Elegía de Thomas Gray pero estas líneas no deberían evocar un tratado de romanticismo inglés. De hecho, no debo demorar más lo que empuja por decirse, me refiero a Elena Arteche en su ataúd, con la compostura de la muerte y la dignidad que prestan los servicios católicos. Esa imagen, sin embargo, no se cierne sobre ella ni sobre el cementerio. Abarca un territorio mayor, es una imagen que arrastra una época, forma un todo con su tiempo y progresa hacia un año negro, el año negro. Una noche en Pirovano, cuando acababa de cumplir cincuenta años, Elena observó que hay un momento de desorden cuando los recuerdos necesariamente caen en una clasificación minuciosa y brutal —y ella empleó exactamente ese verbo. No te das cuenta y ves que empiezan a caer en categorías, dijo Elena, por fuerza todo debe simplificarse ante las grandes transformaciones del presente. http://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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Está el grueso de los recuerdos, que se despersonaliza; uno termina viéndolos proyectados, dijo. Aun los más gratos, los que atañen a personas queridas y amigos íntimos —según Elena, su inclusión puede ser involuntaria, hasta caprichosa—, se desprenden por completo de la emoción, como si en realidad los hubiera vivido otro y además en alguna otra parte, durante un viaje muy lejos. Quien los vivió ya se siente espectador, ellos empiezan a alejarse con una indiferencia elegante, a la manera de un barco en la rada. Se trata de esos olvidos triunfales que los viejos amañan y cultivan ante sus descendientes, hasta que acaban convertidos en secretos de familia, diluidos sus detalles cada vez más insignificantes. Otros, por el contrario, se borran por completo, quizá por el mismo mecanismo de defensa que sigue a un trauma. No hay registro del hecho, apenas una incomodidad vaga al visitar ciertas regiones de la experiencia. Pero hay otros recuerdos únicos, capaces de preservar intacta su densidad pese a la erosión de los años. Demasiado próximos para ir a mirar una vez más las fotografías, permanecen envueltos en una membrana, por así decir. A esa materia más bien se le teme, tan vivos siguen. Son una herida en una parte del cuerpo expuesta al roce —y ésta parece una definición apropiada de lo imborrable. Y es del todo inútil tratar de desarraigarlos o ayudar a que cure la herida. Cargados de interpretaciones y arrepentimiento, en espera de una reparación o del triunfo final de la verdad, quedan sofocados en el pudor, tan llenos de intenciones de justicia que ni siquiera puede uno comunicarlos. Y ni siquiera se trata del acto superfluo de recordar, ni del reflejo de recordar, no hay en esto el menor culto a http://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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la nostalgia ni la voluntad de revisitar el pasado. Se trata, en verdad, de recuerdos que lo han elegido a uno y no lo contrario, y que por lo tanto son como un imán, una piedra que irradia energía —¿no se hablaba de la piedra de la locura en la Edad Media?, se preguntaba. Una piedra entonces, un cálculo mental, la batería. El silencio es la maza con que se espera pulverizarlos, hasta que uno se aísla en su fortaleza y callar se convierte en un modo de vida. Ese pudor es la energía que le permite seguir. Yo no imagino a qué recuerdos podía referirse pero sí sé que ella participa en los míos de un relato mayor, el recuerdo de un todo al que pertenecíamos, una unidad semejante a una pandilla, una banda de amigos, un conjunto tan simple y limitado como el reconocerse miembro de un club de socorristas o lectores. Lo que hago en mi clasificación es reunir nuestro tiempo compartido en Buenos Aires y en mis visitas a Pirovano hasta componer un bloque de tiempo que lleva el nombre de Elena. Y a él vuelvo como si en verdad se tratara de un lugar, el de nuestras conversaciones, visitas y salidas, donde los distintos tiempos aparecen ya no en una cronología sino superpuestos, fotos de lugares efectivamente visitados desparramadas sobre una mesa. Todo aparece allí, la espiga debajo de la piel, la descripción de los antiguos banquetes que nos recitó Ofelia, la empleada de Helen (y al contrario de nosotras, una docena de personas le bastaba a Feli como pandilla y a la vez galería del mundo), el cielo austral cuando vimos iluminarse una por una las estrellas con diferencia de minutos, como si alguien fuese de un lugar a otro encargado de encenderlas. De hecho, esa noche mencionó la pestilencia de óxido http://www.bajalibros.com/El-desperdicio-eBook-11789?bs=BookSamples-9789870420163

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que largaban los contenedores abandonados en la ruta y el dolor que había empezado a sentir, un alfilerazo en las tripas, punzante y a la vez elusivo. Fue a causa de ese dolor que dejamos de conversar y nos fuimos a dormir esa vez. Pero a la mañana siguiente el dolor ya no estaba y tampoco había dejado un recuerdo claro de su asiento, semejante a esos olvidos amañados de los viejos. Cuando la enfermedad de Elenita se declaró pocas semanas después de mi visita, duplicando de manera perversa la desgracia de las Arteche, nosotros, sus amigos más cercanos, nos preguntamos cómo poner a su hijo a salvo de esa sangre envenenada. Ya ninguno pensaba en la noción de destino. Lo que hay para decir, por lo tanto, es de tono fúnebre y de allí los álamos. Fúnebre sin broma, fúnebre de funeral.

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