¿Sabemos qué es un trastorno? Perspectivas del DSM 5

personal altamente especializado en el conoci- miento de la psicopatología. ..... tener que ver con mecanismos de defensa del hués- ped o con efectos nocivos ...
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¿Sabemos qué es un trastorno? Perspectivas del DSM 5 Josep Artigas-Pallarés

Resumen. Los problemas mentales se denominan genéricamente trastornos. Sin embargo, tras más de medio siglo desde su incorporación en los manuales diagnósticos, y a pesar haberse consolidado el uso habitual del término ‘trastorno’, emerge como un constructo artificial sin entidad propia en la naturaleza. El artículo resalta las incongruencias del modelo categórico y politético implícito en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM). Se comentan las aportaciones de la psicopatología evolucionista y de los avances genéticos. Desde ambas vertientes emerge una nueva vía de comprensión de los trastornos mentales que aboga por una transformación profunda del modelo categórico. La psicopatología evolucionista permite entender los trastornos mentales como conductas adaptativas en su origen, pero desajustadas en el individuo que las padece. La genética, a partir de las prometedoras expectativas derivadas de estudios basados en un número muy grande de variaciones genéticas, abre las puertas a una conceptualización de los trastornos sensiblemente distinta a la del modelo actual. De todo ello se infiere la necesidad de iniciar el camino hacia un cambio de paradigma. El DSM 5, posiblemente en una medida todavía insuficiente, parece querer dar respuesta a las incoherencias del modelo actual. En este sentido, está previsto que la próxima edición del DSM, sin abandonar la conceptualización categórica, incorpore escalas dimensionales y escalas transversales. Palabras clave. Comorbilidad. Concepto de trastorno. DSM 5. Genética de la conducta. Homo sapiens. Medicina darwiniana. Polimorfismos simples de nucleótidos. Psicopatología evolucionista. TDAH. Variantes en el número de copias.

Unidad de Neuropediatría; Hospital de Sabadell. Centre Mèdic Psyncron. Sabadell, Barcelona, España. Correspondencia: Dr. Josep Artigas Pallarés. Rambla, 172, 1.º, 4.ª. E-08201 Sabadell (Barcelona). E-mail: [email protected] Aceptado tras revisión externa: 07.02.11. Cómo citar este artículo: Artigas-Pallarés J. ¿Sabemos qué es un trastorno? Perspectivas del DSM 5. Rev Neurol 2011; 52 (Supl 1): S59-69. © 2011 Revista de Neurología

Introducción El DSM-III (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, third edition) [1], publicado en el año 1980, definió mental disorder como una conducta clínicamente significativa o un síndrome psicológico o un patrón que ocurre en un individuo y que se asocia a malestar o discapacidad, el cual refleja una disfunción psicológica o biológica. Sin embargo, el uso del término ‘trastorno’ (traducción de disorder), denominación aplicable a los problemas psiquiátricos, estaba arraigada en el lenguaje médico desde mucho antes. En 1952, por iniciativa de la American Psychiatric Association, nació el DSM-I [2]. No se apreció, en aquel momento, la necesidad de aplicar una definición que fijara el significado de trastorno. Actualmente, a las puertas del DSM 5, tras 60 años de no sólo haber incorporado, sino también haber consolidado el uso del término ‘trastorno’, aparecen en el escenario médico y psicológico serias dudas respecto a su significado. El paradigma del DSM parece incapaz de resistir contradicciones e incongruencias surgidas a partir del manejo del modelo y, sobre todo, de los avances de la genética molecular.

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El presente artículo pretende ser una reflexión y análisis sobre el debate surgido a las puertas del DSM 5 y la CIE-11 (Clasificación Internacional de las Enfermedades). La reflexión se centra, casi exclusivamente, sobre el DSM, cuya nueva revisión está previsto que finalice en el año 2013. Pero, en cualquier caso, se podría hacer un análisis similar en referencia a la CIE.

Del DSM-I al DSM-IV-TR En 1949, poco antes de aparecer el DSM-I, la Organización Mundial de la Salud sacó a la luz la sexta edición de la CIE [3]. En ella se incorporaba, por primera vez, un apartado para los ‘trastornos mentales’. Se podía entender, de acuerdo con el lenguaje popular, que ‘trastorno’ significaba simplemente que algo no iba demasiado bien. Tanto el DSM como la CIE tenían como objetivo básico disponer de una clasificación de problemas de salud (mental o general). Las consecuencias de la segunda guerra mundial sobre la salud mental determinaron la necesidad de desarrollar clasificaciones operativas que eran imprescindibles, entre

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otros motivos, para fijar las secuelas mentales en los veteranos de la guerra. La finalidad era dar respuesta a una exigencia administrativa. El DSM-I era un glosario que incluía la descripción de las categorías diagnósticas que se manejaban en la práctica clínica de la época. Si bien todos los problemas estaban agrupados genéricamente como ‘trastornos’, a la mayor parte de las entidades se las denominaba reacciones; por ejemplo: reacción ansiosa, reacción depresiva, etc. Esta tendencia se debía a la fuerte influencia psicoanalítica, dominante en el panorama psiquiátrico estadounidense, que interpretaba los trastornos mentales como ‘reacciones’ de la personalidad individual frente a factores sociales, biológicos y psicológicos. La principal laguna, tanto del DSM-I como de la CIE-6, consistía en que si bien se habían enumerado y definido los trastornos mentales, no se alcanzaba a superar la ambigüedad interpretativa derivada de meras y escuetas definiciones. Ni el DSM-II [4], ni la CIE-7 [5], ni la CIE-8A [6] abordaron el problema. El DSM-II se limitó a eliminar el término ‘reacción’ y a incorporar o modificar algunos trastornos. Al igual que la versión anterior, arrastraba la influencia psicoanalítica, motivo por el cual resultaba incómodo incorporar criterios diagnósticos que fijaran límites entre entidades, pues ello implicaría una naturaleza específica para cada trastorno. Tal especificidad hubiera desafiado la esencia del psicoanálisis, que contemplaba una estructura mental donde podían aparecer desarreglos derivados generalmente de experiencias tempranas y que encajaban mal en entidades detalladamente explicitadas [7]. La aparición en el año 1980 del DSM-III [1] representó un cambio importante en la comprensión de los trastornos mentales. Desde el punto de vista conceptual, el cambio más radical se reflejaba en el abandono de la dicotomía entre neurosis/psicosis y contacto con la realidad/desconexión de la realidad, paradigma que sustentaba la corriente psicoanalítica. Asimismo, muchos psiquiatras estadounidenses, y posiblemente el modelo de sociedad, percibían la necesidad de marcar un límite entre la normalidad y anormalidad. La modificación más determinante, incorporada en el DSM-III para configurar el nuevo paradigma, fue la utilización de criterios diagnósticos para cada una de las entidades. Un criterio se consideraba positivo si cumplía la condición de ser ‘clínicamente significativo’. El DSM-III, además, incorporó nuevos trastornos y modificó la denominación para muchos de ellos; por ejemplo, se aceptaron de forma ‘oficial’ los diagnósticos de autismo infantil y de trastorno de déficit de atención/hiperactividad (TDAH). Ambos ya

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se habían recogido en el DSM-II como ‘esquizofrenia de tipo infantil’ y ‘reacción hipercinética’. El DSM-II había sido incapaz de reflejar una realidad clínica consolidada en la década de los setenta. La adopción de criterios diagnósticos para cada entidad se basó en el trabajo previo de un grupo de psiquiatras liderado por Feighner [8]. Aglutinando y discriminando los conocimientos que entendían estaban avalados científicamente, precisaron las condiciones necesarias para hacer un diagnóstico, y al mismo tiempo marcar sus límites. Debido a la introducción de criterios diagnósticos, un trastorno venía definido por una interpretación basada en observaciones fenomenológicas. En algunos casos se basaban en tipologías propias del modelo de enfermedad mental introducido por Kraepelin [9] (por ejemplo, depresión mayor, esquizofrenia); en otros casos, provenían de la constatación de agrupaciones sintomáticas observables de forma reiterada en un conjunto de individuos (por ejemplo, consumo de sustancias, trastornos del aprendizaje). El modelo de trastorno, definido en el DSM-III, se configuró por lo tanto como un constructo categórico y politético. Categórico significa que los diagnósticos hacen referencia a entidades discretas. Es decir, se marcan límites entre normalidad y anormalidad. Un trastorno comporta alguna ‘alteración’ en los eslabones que intervienen en la conducta, hasta el punto de generar malestar (‘clínicamente significativo’). Se presupone que una alteración genético-estructuralcognitiva, modulada –o no– por factores del entorno, genera un patrón clínico, denominado trastorno. Un individuo puede tener –o no– un trastorno mental, del mismo modo que cualquiera puede ser diabético o no serlo. Obviamente, el trastorno puede ser más o menos grave, pero existe un límite categórico que marca la condición de padecer o no padecer el trastorno y, en definitiva, entre estar enfermo o sano. Politético significa que cualquier criterio de cada diagnóstico tiene igual peso. Lo que cuenta es el número de condiciones requeridas, sin prioridades y todas igualmente necesarias; por ejemplo, para el diagnóstico de depresión mayor cuenta igual la dificultad para concentrarse durante casi todo el día o tener insomnio que haber llevado a cabo un intento de suicidio. Para la esquizofrenia importa lo mismo tener un lenguaje desorganizado que sufrir alucinaciones visuales. El carácter politético choca frontalmente con el modelo kraepeliniano, que defendía la enfermedad mental como una tipología, identificable según la experiencia y el profundo conocimiento de las manifestaciones clínicas, donde ciertos aspec-

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tos son nucleares mientras que otros son secundarios, epifenómenos o derivados. El modelo kraepeliniano trataba de captar la esencia de cada enfermedad mental, del mismo modo que la ictericia en una hepatitis o un soplo pulmonar en una neumonía. El DSM-III-R [10], publicado siete años más tarde, si bien no aportó cambios significativos en el nivel conceptual, una vez más, introdujo nuevas entidades al tiempo que eliminaba o modificaba la denominación en otras. También se revisaron los criterios diagnósticos para cada trastorno, incluyendo los cambios que se consideraron oportunos. De ello resultó que se admitieron 292 categorías diagnósticas, frente a las 265 del DSM-III. El DSM-IV [11] y el DSM-IV-TR [12] han aportado tímidos cambios conceptuales. A pesar de que las variaciones introducidas se han revelado insuficientes para consolidar un modelo satisfactorio, se puede percibir que parte de las modificaciones sugiere la percepción de incongruencias emergentes en el modelo vigente. El punto más frágil provenía de la dificultad para modelar el concepto de trastorno. Si bien existía una cierta conciencia de las carencias del DSM-III-R, como se analiza más adelante, el resultado no ha sido todo lo exitoso que quizá se había esperado. Las aportaciones del DSM-IV fueron: – Redefinición de los criterios diagnósticos tomando como base estudios de campo, multicéntricos y con muestras grandes de pacientes. El objetivo fue mejorar la fiabilidad y validez de los criterios previamente seleccionados. Los cambios respecto a la versión anterior contemplan la recomendación de adoptar una actitud conservadora. – Las categorías diagnósticas se entienden como prototipos. El diagnóstico de un trastorno se sustenta en la aproximación al prototipo. – En muchos criterios diagnósticos se especifica que para que se contabilicen como positivos deben causar malestar significativo o alterar el funcionamiento social, ocupacional o de otras áreas importantes. – La estructura del DSM-IV se basa en un sistema multiaxial, donde cada situación disfuncional del individuo puede contemplarse desde cinco perspectivas distintas, que se denominan ejes: a) Eje I: trastornos clínicos y otras condiciones que pueden ser motivo de atención clínica. b) Eje II: trastornos de la personalidad y retraso mental. c) Eje III: condiciones médicas generales. d) Eje IV: problemas psicosociales y ambientales. e) Eje V: valoración global del funcionalismo. – El DSM-IV advierte que no debe usarse como un ‘libro de cocina’, donde se recogen recetas para

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hacer diagnósticos. Al mismo tiempo, advierte que sólo puede utilizarse con fines diagnósticos por personal altamente especializado en el conocimiento de la psicopatología. – Entendiendo la imprecisión de las fronteras entre trastorno y normalidad, establece para muchas categorías la opción NOS (not otherwise specified). La opción NOS intenta abarcar la situación limítrofe entre la normalidad y la anormalidad. Sin embargo, en esencia, mantiene la concepción categórica. – Por último, saliendo al paso ante la imprecisión del concepto de trastorno, el DSM-IV matiza que ‘trastorno mental’ puede definirse de modos diversos: distrés, disfunción, descontrol, desventaja, discapacidad, inflexibilidad, irracionalidad, patrón sincrónico, etiología y desviación estadística. Según el DSM-IV, alguna de dichas denominaciones puede ser un indicador útil para determinado ‘trastorno mental’, pero ninguna de ellas es el equivalente genérico del concepto de ‘trastorno’. Por tanto, distintas situaciones requieren distintas definiciones. Pero al margen de que esta cláusula se mantiene bastante ignorada y no suele tomarse en consideración, no tiene influencia alguna en la práctica clínica.

Ventajas y limitaciones del modelo actual Tanto el DSM como la CIE son instrumentos cuya utilidad –o mejor dicho, necesidad– no pueden cuestionarse [13]. Merced a ellos los profesionales involucrados en la salud mental pueden emplear un lenguaje común. En el campo de la medicina y de la psicología basadas en la evidencia está plenamente aceptado su uso en la práctica clínica y en la investigación. Sin un referente común se genera la insensatez de que un mismo paciente con un mismo problema puede recibir distintos diagnósticos en función de la subjetividad de cada profesional. Obviamente esta situación acarrea descrédito y desconfianza. En contrapartida, los manuales –basados en constructos de agrupaciones sintomáticas– no definen fenotipos biológicos. Se ha perdido la riqueza de las descripciones fenomenológicas de la psicopatología clásica y no se ha tenido en cuenta la heterogeneidad de los síntomas psiquiátricos. Además, se sugiere una misma base biológica, neuropsicológica y cognitiva para trastornos cuya naturaleza puede ser distinta; por ejemplo, ¿responden al mismo déficit neuropsicológico un trastorno obsesivo compulsivo de simetría y orden que uno de limpieza o uno de comprobación?, ¿existe una base genética propia para

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cada uno de los trastornos según están agrupados y descritos en los manuales? Pero, a pesar de sus limitaciones, los sistemas de clasificación están facilitando avances científicos, imposibles de imaginar sin contar con grupos de pacientes similares que, aunque sólo sea fenomenológicamente, comparten características pretendidamente nucleares. En último término, lo que se pretende es progresar en la búsqueda de endofenotipos válidos para poder caracterizarse genéticamente. La homologación de diagnósticos es una condición indispensable para avanzar en el diseño de fármacos orientados a un grupo diana. Otra cuestión es si los grupos diana responden al diseño idóneo para valorar la eficacia del fármaco. Así, un fármaco –por ejemplo, el metilfenidato– puede ser muy poco eficaz en el autismo contemplado categóricamente, lo cual no excluye una excelente respuesta en determinado subgrupo de pacientes autistas con sintomatología de TDAH [14]. También cabe la posibilidad de que una respuesta positiva no esté limitada al grupo diana, sino que puede extender su acción a otros ‘trastornos’ (por ejemplo, el metilfenidato en la dislexia) [15]. Los sistemas de clasificación responden además a una necesidad administrativa. Dicha función es imprescindible e incuestionable a pesar de las múltiples –y muchas veces razonables– críticas que se puedan derivar de tal uso. En el momento en que un constructo pensado y basado en la comprensión de los fenómenos mentales es asumido por instancias administrativas, los defectos intrínsecos del modelo pueden avalar la injusticia o proteger la irracionalidad y el absurdo. En el año 1997, en el estado de Virginia, en Estados Unidos, Teresa Lewis –acusada de haber organizado (aunque no de haber cometido) el asesinato de su marido y el hijo de éste– fue condenada a muerte. La razón de que en el año 2010 se ejecutara la pena vino determinada por el hecho de que la acusada, débil mental, obtuvo en un test un cociente intelectual de 72. ¡Superaba en dos puntos el valor considerado constitucional para recibir la pena capital! Es decir, su vida dependió de que se considerara que no cumplía criterios suficientes para el diagnóstico de retraso mental [16]. En sentido contrario, imaginemos la connotación de la pedofilia, contemplada como un trastorno en el DSM. Sin embargo, ¿debería ello excluir, o atenuar, el carácter delictivo de quien comete abusos en niños? El DSM-IV advierte claramente que el manual puede ser un libro de consulta para cualquier estamento; pero únicamente adquiere sentido como manual diagnóstico cuando es utilizado por profesionales expertos en la materia. Además, no

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sólo cuenta el diagnóstico, sino también el significado y la naturaleza de cada diagnóstico; o más claramente, si un diagnóstico representa una enfermedad o representa algo distinto [17].

Análisis crítico del TDAH A partir de su introducción en el DSM-II, el TDAH ha recibido distintos nombres en cada versión del DSM. El DSM-II utilizó el término ‘reacción hipercinética’, en referencia exclusiva al aspecto motor del TDAH. En el DSM-III se denominaba ‘trastorno de déficit de atención con hiperactividad o sin hiperactividad’, lo que sugería diferencias conceptuales entre uno u otro subtipo. El DSM-III-R eliminó los subtipos y adoptó una conceptualización unitaria bajo el título de ‘trastorno de déficit de atención’. El DSM-IV y el DSM-IV-TR han vuelto a aceptar subtipos, aunque formulados de modo distinto a los del DSM-III y, por supuesto, con otros criterios. Parece ser que el DSM 5 volverá a eliminar los subtipos, y destacará simplemente que el TDAH puede iniciarse con síntomas de hiperactividad/impulsividad o de inatención. O sea, se sustituirá ‘predominantemente inatento o predominantemente hiperactivoimpulsivo’ por ‘de inicio predominantemente inatento o de inicio predominantemente hiperactivoimpulsivo’. Con respecto a la CIE-10, si bien los criterios son los mismos, no se aceptan subtipos; y además se deben cumplir simultáneamente criterios de inatención y criterios de hiperactividad/impulsividad. La CIE-10, a diferencia del DSM-IV-TR, no acepta comorbilidad con otros trastornos, como depresión, trastorno bipolar, trastorno de ansiedad, trastorno disociativo o trastorno de personalidad. De lo expuesto se deduce que el diagnóstico de TDAH está fuertemente mediatizado por el hecho de haber sido valorado en una u otra década. Pero también dependerá el diagnóstico de si el profesional utiliza el DSM o la CIE. Algunos autores resuelven la situación aceptando que el TDAH de la CIE es una forma grave de TDAH del DSM. También marca una diferencia entre uno y otro sistema la presencia o no de comorbilidad como criterio excluyente; por ejemplo, para el DSM, TDAH y ansiedad son comorbilidades, mientras que para la CIE-10 el trastorno de ansiedad es una condición excluyente de TDAH. También pone en cuestión la conceptualización actual del DSM el criterio de que los síntomas deben estar presentes en dos o más entornos (en principio, hogar y escuela). Respecto a esta condición, Barkley advirtió que acarreaba implícitamente una confusión entre lugar donde se genera

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la conducta (casa o colegio) y fuente de información (padres o maestros) [18]. Unos padres rígidos valoran como disruptiva una conducta que para otros padres es aceptable. Además, ciertas conductas se expresan, más o menos, en función del entorno o las personas que están con el niño.

Incongruencias del concepto de trastorno El DSM, tras medio siglo de funcionamiento y tras cinco revisiones, no ha alcanzado a configurar el constructo de trastorno como un concepto operativo que se corresponda con un ente presente en la naturaleza. Como se ha argumentado anteriormente, los matices introducidos en el DSM-IV y el DSMIV-TR sólo alcanzan a dejar patente la incomodidad que comporta en el paradigma considerar categorías lo que en la naturaleza son dimensiones. La realidad que trasluce el DSM es que los individuos se dividen en pacientes con TDAH y personas sin TDAH, pacientes con dislexia y sujetos sin dislexia, etc. O, dicho más radicalmente, enfermos y no enfermos. Contemplando a los familiares de cualquier individuo con alguno de dichos trastornos, o simplemente observando al individuo desde su pasado, se puede constatar la ligereza con que se padece o no se padece, o bien se entra o se sale del trastorno, cuando éste se ha definido como categoría. Implícitamente se cae en el error de asimilar trastorno y enfermedad. Si bien la definición de enfermedad –o mejor dicho, las definiciones de enfermedad– no están exentas de ambigüedades interpretativas, derivadas de diferentes aproximaciones epistemológicas (filosóficas, estadísticas, sociales, biomédicas, etc.); en la práctica médica se sobreentiende que en la enfermedad subyace una alteración de los mecanismos naturales que rigen la vida de los seres; es decir, la enfermedad, y por extensión el síndrome, obedecen a una etiopatogenia concreta, independientemente de que ésta se conozca [19]. El carácter politético es igualmente cuestionable, pues en su intento de superar la concepción kraepiliniana de trastorno mental, lo convierte en un conglomerado sintomático donde, si bien se agrupan pacientes con rasgos comunes, es discutible ponderar por igual cada síntoma. Ello genera que bajo un mismo trastorno puedan coexistir individuos que apenas compartan algún síntoma; por ejemplo, si para el diagnóstico de depresión se requieren cinco criterios de nueve, puede resultar que un paciente tenga los cinco primeros, mientras otro presenta los cinco siguientes. Llegado este punto, merece la pena mencionar de nuevo que en el ensayo clínico

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de un fármaco para determinado trastorno se pueden incluir pacientes que comparten diagnóstico, pero cuya sintomatología puede ser muy diversa. Algunos pueden tener una respuesta excelente, en tanto que otros ser indiferentes o mostrar efectos secundarios. De ello puede resultar que un fármaco potencialmente beneficioso en un subgrupo de pacientes se descarte por no mostrar efectos positivos con significación estadística en el cómputo global.

Incongruencia de la comorbilidad La comorbilidad es una situación común en las enfermedades en general y obviamente también es una posibilidad dentro de los trastornos mentales; sin embargo, analizando el concepto de comorbilidad, se aprecia que la comorbilidad atribuida a las enfermedades propias de la medicina general no es equivalente a la comorbilidad imputada a los trastornos mentales. En medicina, comorbilidad significa concurrencia de dos o más enfermedades sin relación causal entre ellas, o que una sea un factor independiente para la otra; por ejemplo, en una persona diabética que es fumadora, la diabetes y el consumo de tabaco son factores independientes que contribuyen a la arterioesclerosis. En este individuo, diabetes y arterioesclerosis son enfermedades comórbidas. La comorbilidad entre los trastornos mentales es sustancialmente distinta; por ejemplo, la comorbilidad entre trastorno fonológico del lenguaje y dislexia, ¿es una comorbilidad real porque nos hallamos ante dos trastornos sin relación causal o, por el contrario, resulta que en el trastorno fonológico reside el déficit nuclear causante de la dislexia? La realidad es que el déficit fonológico es un factor común que determina tanto el trastorno fonológico del lenguaje como la dislexia. En lugar de separar trastorno del lenguaje y dislexia como trastornos distintos, se hubiera podido definir una entidad donde se podrían presentar preferentemente problemas de lenguaje, preferentemente dislexia o ambos con distinta intensidad. El modelo actual del DSM genera tal exceso de comorbilidad que pone en cuestión la validez del propio modelo. La cantidad excesiva de diagnósticos incomoda no sólo al clínico, sino también al paciente. Imaginemos la situación, nada infrecuente, de un niño al que se le puede fácilmente diagnosticar TDAH, trastorno de Tourette, trastorno de ansiedad generalizada y trastorno negativista desafiante. ¿Estaríamos convencidos de que padece cuatro trastornos distintos? ¿Y qué ocurriría cuando más adelante se le diagnosticara también trastorno obse-

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sivo-compulsivo, trastorno bipolar o trastorno límite de la personalidad? ¿Es posible tener tantas ‘enfermedades’ juntas? ¿Es normal pasar de una enfermedad a otra? Basco et al pusieron en evidencia que los clínicos tienden a diagnosticar sólo una quinta parte de los diagnósticos que se obtienen cuando se utilizan entrevistas semiestructuradas en el terreno de la investigación [20]. Obviamente esta actuación desvela que el médico quizá desconfía del método, duda de su pericia o no se atreve a dictaminar demasiados diagnósticos en un mismo paciente. Pero también cabría la posibilidad de que la relativa parquedad diagnóstica se explicara por la cantidad de tiempo requerida para revisar todas las comorbilidades posibles. El estudio citado anteriormente revelaba que obtener información, mediante la entrevista estructurada, implica aumentar en una hora el tiempo de visita necesario para un paciente psiquiátrico ambulatorio. Se hace obvio que, por el motivo que sea, el exceso de comorbilidad es altamente disfuncional en la práctica habitual. En algún caso el DSM ha intentado incluir alguna cláusula que limite la comorbilidad. Tal es el caso del TDAH, donde el diagnóstico no es posible si el paciente cumple criterios de trastorno generalizado del desarrollo. Sin embargo, este tipo de alternativa, además de parecer forzada, genera la incongruencia de que un paciente con autismo no podría recibir metilfenidato, puesto que no puede padecer TDAH. Otra posible alternativa para disminuir la comorbilidad, manteniendo el paradigma intacto, podría consistir en agrupar diversos trastornos bajo una misma categoría. No obstante, la tendencia del DSM ha evolucionado hasta el presente en sentido contrario. El DSM-III contenía 209 diagnósticos posibles (incluyendo subtipos), el DSM-III-R los amplió a 242 y en el DSM-IV se recogen 394. Parece difícil volver atrás, pues sin disponer de unos conocimientos etiológicos o fisiopatológicos (genéticos o neurofuncionales), cualquier agrupación resultaría arbitraria y no parece probable que mejorara la situación. La realidad es que los trastornos mentales comparten déficits cognitivos, comparten funciones neurológicas, comparten genes y comparten muy probablemente factores epigenéticos. El problema es que los conocimientos a estos niveles todavía son demasiado escasos como para proponer una nueva clasificación sustentada en bases etiológicas o fi­ siopatológicas. Pero incluso llegando a un conocimiento más avanzado en estos aspectos, no está claro que el modelo médico convencional de clasificar y definir las enfermedades fuera capaz de interpretar la complejidad etiopatogénica de los trastornos mentales.

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Psicopatología evolucionista Una vez puestas al descubierto las incongruencias del modelo actual, no cabe otra opción que la de tratar de encontrar un nuevo paradigma capaz de superar los defectos del anterior. El cambio no puede consistir en un simple retoque de los aspectos disfuncionales del modelo actual, ya que parece estar afectado su centro de gravedad. Puesto que ‘trastorno’ fue un término introducido arbitrariamente, quizá con el fin de obviar la denominación de enfermedad o síndrome, únicamente puede adquirir un sentido si se pueden establecer correlatos entre trastornos y realidades presentes en la naturaleza. A pesar de la colosal aportación de Darwin al conocimiento acerca de la naturaleza de los mecanismos que marcan las características comportamentales de las especies, no ha sido hasta las dos últimas décadas cuando la medicina y la psicología han incorporado las aportaciones evolucionistas [21,22]. Esta aproximación ha dado lugar a la llamada medicina darwiniana o evolucionista, centrada en las enfermedades médicas, y a la psicopatología evolucionista, centrada en los problemas mentales. Una y otra tratan de comprender por qué existen las enfermedades y la razón de que los individuos posean determinadas características conductuales. La perdurabilidad de una especie, contemplada desde una perspectiva evolucionista, depende de su capacidad de supervivencia y su tasa de reproducción. El modo de funcionar de los integrantes de cada especie, incluyendo su comportamiento, tiene que ver con la adaptabilidad a su medio ecológico. Las enfermedades, las conductas atípicas y las desviaciones estadísticas adquieren un sentido distinto al de la medicina y al de la psicología convencionales cuando se contemplan desde el punto de vista evolucionista; por ejemplo, la facultad que tienen los gérmenes de desencadenar enfermedades infecciosas puede entenderse como un medio para facilitar su supervivencia y favorecer su reproducción. La selección natural prima gérmenes y huéspedes capaces de desarrollar mecanismos que aseguren su competitividad, de lo contrario unos u otros se extinguirían. Tal conflicto de intereses se dilucida mediante las enfermedades infecciosas, donde unos se defienden y otros atacan. Los síntomas pueden tener que ver con mecanismos de defensa del huésped o con efectos nocivos derivados de la agresión. A veces no está claro si un síntoma actúa en beneficio del huésped o del agresor; por ejemplo, la fiebre es una manifestación propia de muchas enfermedades infecciosas, desagradable para el paciente. Igualmente la anemia moderada que acompaña a las in-

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fecciones causa una cierta debilidad en el enfermo. Pero, contraintuitivamente, fiebre y anemia son reacciones que actúan a favor del paciente, dado que la elevación de la temperatura y la falta de hierro interfieren en la reproducción y permanencia del agente infeccioso. En este sentido, la administración de antipiréticos y el uso de suplementos que contienen hierro favorecen a los gérmenes. Evidentemente esta realidad queda al margen de la estrategia terapéutica farmacológica, donde la combinación de antibióticos y antitérmicos permite una buena evolución sin renunciar al confort del enfermo. En otros casos el síntoma puede favorecer tanto al huésped como al agente infeccioso. Un ejemplo es la tos, la cual facilita la expulsión del microorganismo, lo que favorece al enfermo; pero al mismo tiempo es un vehículo de contagio. Los individuos que merced a mutaciones genéticas espontáneas adquirían mecanismos que facilitaban su supervivencia, y con ello su reproductividad, favorecían en su descendencia la persistencia de dichos recursos. La reacción inmunitaria, la intolerancia a ciertos alimentos, las náuseas y los vómitos del embarazo son otros ejemplos cuyas ventajas adaptativas pueden argumentarse fácilmente. ¿Pueden entenderse los problemas mentales bajo una dinámica similar? En este caso el reto no está en afrontar el ataque de determinados organismos cuya última finalidad es la replicación, sino que se trata de asegurar la propia supervivencia en un entorno lleno de amenazas. Es en este sentido en el que la medicina darwiniana contempla la versatilidad de la conducta humana y los problemas que de ella se derivan. Las conductas de los humanos, vehiculadas genéticamente, se han incorporado al amplio repertorio de opciones de las que dispone el Homo sapiens para asegurar su supervivencia. Nesse y Williams, que figuran entre los iniciadores de la medicina evolucionista, sugirieron varios motivos que pueden explicar los problemas mentales [22]: – Algunos genes, supuestamente relacionados con trastornos psiquiátricos, pueden aportar ventajas en otros aspectos. En este caso se trata de un efecto pleiotrópico, es decir, un mismo gen asume distintas funciones. La persistencia del gen se explica por el beneficio adaptativo, a pesar de condicionar un fenotipo negativo en otros aspectos. – Los factores ambientales, sometidos a un potente cambio cultural determinado por la evolución histórica, pueden crear graves problemas en individuos cuyo diseño genético no es capaz de adaptarse con eficacia a un entorno que evoluciona a una velocidad inmensamente más rápida

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que la que permite la adaptabilidad genética. La habilidad para la adquisición de la lectura, para la conducción de vehículos o para permanecer seis horas diarias sentado en un clase son ejemplos de este argumento. – La presión evolutiva actúa a favor de la adaptación al medio y la optimización de la reproductividad, pero no tiene en cuenta el bienestar ni la mejoría de la especie en ningún otro sentido. – La distribución normal de los rasgos físicos, conductuales y cognitivos ofrece un argumento estadístico para entender que siempre existen individuos ubicados en los extremos de la campana de Gauss. La expresividad de cualquier rasgo viene determinada por muchos factores, entre los cuales influye la combinación de genes heredada de sus padres. El azar desempeña aquí un papel importante, puesto que el 50% de los genes paternos y el 50% de los genes maternos recibidos se eligen aleatoriamente. Por tanto, la evolución, aun admitiendo que no ha diseñado los trastornos, puede contribuir a explicar su existencia. Las emociones negativas tienen su razón de existir, al igual que cualquier enfermedad somática, cuando se contemplan desde la perspectiva evolutiva. ¿Pero a partir de qué momento una emoción negativa resulta excesiva y por tanto se convierte en un problema? De acuerdo con los sistemas de clasificación del DSM y la CIE, la respuesta viene determinada por el número de síntomas y por la gravedad y duración de éstos; por ejemplo, la depresión se define como anormal si se cumplen cinco o más criterios entre nueve y han estado presentes durante más de dos semanas. Sin embargo, no se toma en consideración la repercusión que tiene para la vida del individuo. Se tiende a asumir que las experiencias dolorosas provienen de un funcionamiento anormal de los mecanismos cerebrales. Se podría pensar que la tristeza ante una pérdida es innecesaria; sin embargo, su funcionalidad se entiende claramente si se tiene en cuenta que la tristeza ante la pérdida genera un impulso para recuperar la pérdida, ya sea ella misma o algo que la sustituya. Además, si alguien no es capaz de sufrir ante una pérdida, si no ha experimentado previamente la emoción negativa que genera la pérdida, no tenderá a evitar futuras pérdidas al no poner en marcha mecanismos que las eviten. También pueden aparecer síntomas depresivos cuando un objetivo parece inaccesible. La respuesta inicial es buscar nuevas estrategias, pero si no se encuentra ningún camino que parezca permitir alcanzar el objetivo, la motivación disminuye y bloquea además esfuerzos

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dirigidos en otra dirección. Si por alguna razón el objetivo no se puede abandonar, el bajo estado de ánimo tiende a incrementarse hasta el punto de generar una depresión patológica. La capacidad de deprimirse existe, puesto que en muchas situaciones resulta útil. Sin embargo, existe un punto de inflexión, subjetivo y contextual, a partir del cual resulta disfuncional y se convierte en un importante motivo de sufrimiento. Un razonamiento análogo se puede hacer respecto a la ansiedad, protectora y preventiva cuando es moderada, pero perturbadora cuando es excesiva. La normalidad o funcionalidad de una respuesta requiere tomar en consideración lo que produce esta respuesta. Ciertamente el dolor, la ansiedad o la depresión pueden resultar un grave problema para el individuo; pero así como la ausencia de dolor también es un problema por la vulnerabilidad que genera, de igual modo ocurre con la ansiedad y la depresión, cuya ausencia afecta a la adaptabilidad al entorno. Curiosamente, apenas se ha investigado sobre individuos con un déficit de ansiedad, los cuales también tienen problemas por este motivo; por ejemplo, en individuos con personalidad psicopática una característica básica es la falta de ansiedad [23]. Pero lo mismo sucede en sentido contrario; por ejemplo, la falta de empatía se considera un déficit propio del autismo, ¿pero qué ocurre cuando la empatía es excesiva? ¿No se podría, igualmente, definir un trastorno por exceso de empatía? El TDAH ha merecido diversas y discordantes interpretaciones evolucionistas. Por un lado, se han considerado ciertas características del TDAH como ventajas adaptativas en nuestros antepasados cazadores [24,25]. La impulsividad y la hiperactividad podían, en cierto modo, haber favorecido el éxito tanto en la caza como en el apareamiento, e incrementar con ello la expansión de los genes vinculados a tales características. Obviamente la intrepidez y la baja percepción del riesgo en el sexo masculino se pueden interpretar en un pasado ancestral como factores vinculados a una elevada tasa reproductiva. Sin embargo, esta interpretación genera contradicciones, puesto que resulta dudoso aceptar que el TDAH, como constructo por lo menos en parte vinculado a una disfunción ejecutiva, pueda haber representado una ventaja adaptativa, incluso para el cazador del Paleolítico. La caza requiere autocontrol, paciencia, estrategia, planificación, colaboración y en definitiva un buen funcionamiento ejecutivo. Por ello, otros autores han propuesto una interpretación evolucionista del TDAH que parece más coherente [26,27]. La función ejecutiva, al igual que otras dimensiones cognitivas, se conforma como

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una habilidad que, en mayor o menor grado, poseen todos los individuos, y que por tanto se reparte de acuerdo con una distribución normal entre la población. En este sentido se puede entender que el TDAH, al igual que otros trastornos de neurodesarrollo, estaría representado en la franja de individuos desfavorecidos en sus funciones ejecutivas. Obviamente, la medicina evolucionista no explica las causas de todos los desarreglos mentales y somáticos que puede padecer un individuo; pero aporta argumentos que permiten comprender su naturaleza. También es importante resaltar que la psicopatología evolucionista tiene relación con la expresividad de rasgos que se agrupan en trastornos, pero poco tiene que ver con las clasificaciones y agrupaciones sintomáticas elegidas en el DSM.

Modelo genético En contraste con la idea convencional de que una alteración genética específica es la causante del fenotipo clínico propio de determinado trastorno, los avances genéticos más recientes están desvelando un modelo sumamente más complejo. En muy pocos años ha quedado obsoleto el planteamiento de que se podría encontrar el gen del autismo, de la esquizofrenia, del TDAH o de cualquier trastorno del neurodesarrollo. Para comprender la genética de los problemas vinculados a la conducta y el aprendizaje es preciso tener en cuenta dos dicotomías que enmarcan las investigaciones genéticas actuales. De un lado, el contraste variantes genéticas frecuentes/variantes genéticas raras; del otro, magnitud de efecto débil/magnitud de efecto potente; y aún se podrían añadir otros antagonismos: factores genéticos/factores epigenéticos y estudios basados en genes candidatos/estudios basados en un número muy grande de variaciones genéticas. Se llama variante genética frecuente a la que se halla en más de un 5% de la población. La mayor parte de dichas variantes son polimorfismos simples de nucleótidos (PSN). Los PSN son variaciones del orden secuencial de un nucleótido (C,G,A,T) en determinado gen. Por motivos estadísticos, ha resultado más asequible hasta el presente el estudio de dichas variantes, puesto que con muestras no excesivamente grandes se pueden obtener concordancias entre un trastorno y una determinada variante. La búsqueda debe centrarse en genes candidatos, tomando una muestra de individuos con un mismo fenotipo. Esta estrategia ha aportado numerosos datos positivos; sin embargo, la magnitud de efecto de los PSN detectados parece débil, puesto que la pre-

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valencia de las variaciones halladas en individuos con un determinado trastorno sólo excede moderadamente la prevalencia de la población general. En general, cada variación significativa llega a explicar un 1-2% de la influencia genética relacionada con el trastorno, de modo que se requiere un número considerable de genes candidatos para explicar una parte relativamente pequeña de la influencia genética. Un ejemplo, ya clásico, de este tipo de acción genética es la detección del gen transportador de la dopamina y el gen receptor de la dopamina D4 para el TDAH [28]. En estudios genéticos con gemelos, basados en genes candidatos, se ha podido determinar que sólo el 5% de la influencia genética se puede explicar por estos genes, un porcentaje muy bajo teniendo en cuenta que la influencia genética en el TDAH se estima en el 60-90% [29]. Los mecanismos implicados en las variantes genéticas frecuentes están modulados por mecanismos epigenéticos, sobre los cuales queda mucho por conocer. Refiriéndonos nuevamente al TDAH, existen datos consistentes sobre la influencia del tabaco durante la gestación [30] o la adversidad social [31] como mecanismos que modulan posiblemente la cantidad o las características de la proteína codificada del gen implicado. Un ejemplo similar de interacción genética/ambiental, que incita a la reflexión, es el efecto del acoso escolar en niños con la variante 5-HTTLPR del transportador de la serotonina. En un estudio con 2.322 niños con dicha variante se mostró cómo aquellos que habían sufrido acoso escolar tenían problemas emocionales a la edad de 12 años [32]. Hasta qué punto, en qué medida y cuáles son los factores ambientales implicados en dicha interacción es un tema abierto cuya respuesta, más allá de posicionamientos preestablecidos, requiere más estudios. Los estudios basados en un gran número de variaciones genéticas –entre 500.000 y 1.000.000 de PSN– no han aportado nuevos datos y enfatizan el efecto débil de las variaciones genéticas frecuentes. Pero, aunque estos estudios no han aportado información nueva, han permitido abrir prometedoras expectativas para comprender en profundidad el papel de las variaciones frecuentes. Y por otro lado, y quizá más importante, esta técnica también permite detectar cualquier tipo de variación genética, y concretamente deleciones e inserciones, denominadas colectivamente variantes en el número de copias (VNC). Las VNC son alteraciones citogenéticas submicroscópicas. Algunas de las VNC consisten en grandes deleciones o inserciones que dan lugar a enfermedades conocidas, como puede ser el síndrome velo-cardio-facial. Pero de cara a la comprensión

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de la psicopatología interesan las VNC de pequeño tamaño, en su mayor parte desconocidas, y respecto a las cuales se especula sobre su implicación en los trastornos del neurodesarrollo. El aspecto interesante de las VNC en el terreno de los trastornos mentales sería su alto grado de penetrabilidad y su magnitud de efecto, mucho mayores que los atribuidos a las variaciones frecuentes. Recientemente se han detectado VNC relacionadas con trastornos del espectro autista, esquizofrenia infantil, con el TDAH y con el trastorno de Tourette [33,34]. Las VNC pueden heredarse u ocurrir de novo, de manera que generen un nuevo inicio de un trastorno que se transmitirá a las próximas generaciones. Otro aspecto muy remarcable, totalmente compatible con los hallazgos genéticos, es que algunos trastornos tal como vienen descritos en el DSM-IV comparten factores de riesgo genético con otros trastornos. Así ocurre entre la esquizofrenia y el trastorno bipolar [35], la ansiedad y la depresión [36] o la dislexia y el TDAH [37]. De ello se desprende la dificultad y artificialidad de las clasificaciones, dada la complejidad genética, de modo que determinado SPN o VNC no se correlaciona específicamente con determinado trastorno del DSM-IV, sino que posiblemente, por mecanismos pleiotrópicos o de heterogeneidad genética, una misma variante genética puede estar vinculada a distintos trastornos. De todo ello se infieren dos características aplicables a los trastornos mentales. De una parte, el efecto cuantitativo de los genes y la modulación por factores epigenéticos es difícilmente compatible con una conceptualización categórica de éstos. De otro lado, resulta cuestionable atribuir a determinados genes, o combinación genética, cuadros sintomáticos específicos. La nueva genética da soporte a un amplio solapamiento entre distintos trastornos tal como están concebidos actualmente.

Alternativas del DSM 5 Recapitulando sobre todo lo expuesto resulta: – El DSM se ha configurado como un modelo categórico. – Los síntomas de trastornos mentales no se entienden, en su mayor parte, como conductas aberrantes, sino que se trata de conductas cuya función en su origen es esencialmente adaptiva. – Los avances genéticos abren paso a una comprensión etiológica, pero, en contrapartida, dejan muy lejos no sólo la categorización, sino también las agrupaciones ‘sindrómicas’ que confi­ guran el modelo actual.

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– Los trastornos mentales no se pueden conceptualizar como categorías, sino que se entienden mucho mejor como dimensiones. La interpretación evolucionista y los avances genéticos así lo acreditan. – Es difícil, o imposible, reformar el paradigma actual mediante modificaciones adaptativas de éste; por lo cual se están abriendo las puertas a un nuevo paradigma que ha de permitir una comprensión de los trastornos acorde con las aportaciones genéticas, neurofuncionales y cognitivas. – Un cambio radical desencadenaría, muy posiblemente, un desconcierto difícil de reconducir; y, sobre todo, su implementación generaría serios problemas en la práctica clínica y la investigación actuales. – El nuevo modelo, sin embargo, debe ser lo suficientemente abierto como para permitir la incorporación de los rápidos avances que surjan en el campo de la psicopatología. Los cambios que posiblemente va a incorporar el DSM 5 se enmarcarán en un modelo mixto, categórico-dimensional. Seguirán existiendo agrupaciones sintomáticas similares a las actuales, pero al mismo tiempo cada ‘trastorno’ se podrá contemplar desde escalas dimensionales y se podrán añadir, mediante escalas transversales, matices sintomáticos no contemplados en el modelo actual. El componente dimensional posiblemente pueda dar respuesta, al menos en parte, a algunas de las incongruencias y defectos del modelo actual, pero sin llegar a resolverlo totalmente. Las dimensiones que posiblemente se incorporarán se basan en el número de síntomas, duración de los síntomas, gravedad de los síntomas, grado de discapacidad y certitud del diagnóstico. Las escalas transversales, también de carácter dimensional, son aplicables a un amplio espectro de pacientes. Las escalas transversales propuestas son: – Escalas centradas en problemas propios de los distintos períodos del desarrollo vital. Estas escalas toman en consideración que los distintos trastornos tienen una expresividad distinta para cada edad. – Escalas que permitan tener en cuenta especificidades de sexo, grupo étnico y nivel sociocultural. – Escalas dimensionales vinculadas a problemas psíquicos presentes en un amplio espectro de trastornos: depresión, ansiedad, problemas de sueño, impacto del dolor, irritabilidad, riesgo de suicidio, consumo de sustancias, etc. Sin duda, las aportaciones del DSM serán tímidas para unos, excesivas para otros. Quizá muchos se

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sientan defraudados; sin embargo, si son capaces de funcionar de modo abierto, con capacidad para incorporar los nuevos avances que irán surgiendo a un ritmo difícil de seguir, con toda certeza se habrá dado un gran paso, aunque no definitivo. Bibliografía 1. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders, third edition. Washington DC: APA; 1980. 2. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders. Washington DC: APA; 1952. 3. World Health Organization. Manual of the international statistical classification of diseases, injuries, and causes of death, sixth revision. Geneva: WHO; 1949. 4. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders, second edition. Washington DC: APA; 1968. 5. World Health Organization. International statistical classification of diseases, injuries, and causes of death, seventh revision. Geneva: WHO; 1955. 6. World Health Organization. International statistical classification of diseases, injuries, and causes of death, eighth revision. Geneva: WHO; 1965. 7. Mayes R, Horwitz AV. DSM-III and the revolution in the classification of mental illness. J Hist Behav Sci 2005; 41: 249-67. 8. Kendler KS, Muñoz RA, Murphy G. The development of the Feighner criteria: a historical perspective. Am J Psychiatry 2010; 167: 134-42. 9. Kraepelin E. One hundred years of psychiatry. New York: Philosophical Library; 1962. 10. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders, third edition, revised. Washington DC: APA; 1987. 11. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders, fourth edition. Washington DC: APA; 1994. 12. American Psychiatric Association. Diagnostic and statistical manual of mental disorders, fourth edition, text revision. Washington DC: APA; 2000. 13. Blashfield RK, Livesley WJ. Classification. In Millon T, Blaney PH, Davis RD, eds. Oxford textbook of psychopathology. New York: Oxford University Press; 1999. p. 3-28. 14. Hazell PJ. Drug therapy for attention-deficit/hyperactivity disorder-like symptoms in autistic disorder. Paediatr Child Health 2007; 43: 19-24. 15. Artigas-Pallarés J. Tratamiento farmacológico de la dislexia. Rev Neurol 2009; 48: 585-91. 16. El Periódico.com. URL: http://www.elperiodico.com/es/ noticias/internacional/20100924/ejecutada-una-mujer-eeuupor-primera-vez-cinco-anos/496577.shtml. [24.09.2010]. 17. Artigas-Pallarés J. Dislexia: enfermedad, trastorno o algo distinto. Rev Neurol 2009; 48 (Supl 2): S63-9. 18. Barkley RA. Issues in the diagnosis of attention-deficit/ hyperactivity disorder in children. Brain Dev 2003; 25: 77-83. 19. Aragona M. The concept of mental disorder and the DSM 5. Dial Phil Ment Neurol Sci 2009; 2: 1-14. 20. Basco M, Bostic JQ, Davies D, Rush AJ, Witte B, Hendrickse W, et al. Methods to improve diagnostic accuracy in a community mental health setting. Am J Psychiatry 2000; 157: 1599-605. 21. Tooby J, Cosmides L. On the universality of human nature and the uniqueness of the individual: the role of genetics and adaptation. J Pers 1990; 58: 17-67. 22. Nesse R, Williams G. Why we get sick: the new science of darwinian medicine. New York: Random House; 1994. 23. Lykken DT. The antisocial personalities. Mahwah, NJ: Lawrence Erlbaum; 1995. 24. Jensen PS, Mrazek D, Knapp PK, Steinberg L, Preffer C,

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Do we know what a disorder is? Prospects of the DSM 5 Summary. Mental problems are generically called disorders. However, over half a century after they were first included in diagnostic manuals, and although the use of the term disorder has become consolidated in everyday life, it still stands out as an artificial construct that does not exist in nature itself. The article highlights the inconsistencies of the categorical and polythetic model implicit in the Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM). The contributions made by evolutionary psychopathology and advances in genetics are discussed and these two angles give rise to a new way of understanding mental disorders that calls for a deep transformation of the categorical model. Evolutionary psychopathology enables us to understand mental disorders that have their origins in adaptive behaviours, but which are ill-adjusted in the individual who has them. With the promising expectations deriving from studies based on a huge number of genetic variations, the field of genetics opens up the doors to a conceptualisation of disorders that is considerably different from the current model. As a result of all this, there appears to be a need to set out on the path towards a change of paradigm. The DSM 5, although perhaps still to an insufficient degree, seems to want to offer an answer to the inconsistencies of the present model. In this regard, the next edition of the DSM is due to incorporate dimensional scales and cross-sectional scales, without forsaking the categorical conceptualisation altogether. Key words. ADHD. Behavioural genetics. Comorbidity. Concept of disorder. Copy number variations. Darwinian medicine. DSM 5. Evolutionary psychopathology. Homo sapiens. Single-nucleotide polymorphisms.

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