OPINIÓN | 23
| Martes 26 de febrero de 2013
referéndum. La inminente consulta popular que definirá si
los isleños quieren seguir siendo o no británicos actualiza el trauma de un país al que no le ha ido tan bien como soñó
Malvinas, cifra de una pasión nacionalista Luis Alberto Romero —PARA LA NACION—
E
n los próximos días, en las islas Falkland el sueño de Rousseau se hará realidad. Sus habitantes celebrarán el 10 y el 11 de marzo un referéndum y votarán si quieren seguir siendo un territorio británico o no. Para este segundo caso, está previsto cómo continuar la consulta. Me gustaría estar presente, para ver a un conjunto de ciudadanos decidiendo sobre su contrato político, directamente y sin mediaciones. Aunque Rousseau es uno de los grandes referentes de la democracia, en la Argentina esta ejemplar acción popular no es valorada en esos términos. Nuestro gobierno la descalifica, argumentando que no son “pueblo” sino mera “población implantada”, sin derechos sobre el territorio en que viven. La mayoría de los argentinos se declara democrática, pero pocos aprueban esa acción popular públicamente. Como otras veces, las islas nos enfrentan con nuestras contradicciones y con nuestros traumas. No ignoro que la cuestión tiene una dimensión relativa al derecho internacional. Nuestro Estado tiene razonables argumentos, de índole histórica y geográfica, pero no son admitidos por Gran Bretaña. Los británicos han reconocido que los isleños son parte en este asunto, pero el Estado argentino los desconoce. Por la razón o por la fuerza, nuestro Estado hasta ahora ha fracasado. Sólo cabe esperar una larga negociación. Pero hay otro aspecto del asunto: la significación interna de la “cuestión Malvinas”. La idea de que “las Malvinas son nuestras” está hondamente arraigada en nuestro sentido común. Hace mucho que la semilla fue plantada, regada y cuidada. Hoy es ya un árbol, o mejor una enredadera, que no nos deja ver el bosque: un nacionalismo intolerante, permanentemente alimentado por el trauma de Malvinas. Nuestro nacionalismo entrelaza dos ideas: una sobre el territorio y otra sobre el pueblo.
No las inventamos: desde hace más de dos siglos circulan en Occidente. En tiempos de las monarquías dinásticas –como los Habsburgo o los Borbones– los territorios se ganaban, se perdían o se intercambiaban, generalmente al fin de una guerra. Eso pasó con las Malvinas, con Colonia del Sacramento, Sicilia, Polonia o el Milanesado. Nadie lo vivía muy dramáticamente. En el siglo XIX los Estados nacionales reemplazaron a los dinásticos. Cada Estado se asignó derechos sobre un territorio deseado, que era nacional por esencia. Una generalización de la idea de la “tierra prometida”. Para concretar sus ilusiones, los Estados guerrearon. Ganaron y perdieron, y a algunos les fue mejor que a otros. Pero a diferencia de los tiempos dinásticos, los derrotados no aceptaron la pérdida de algo que se había convertido en esencial para la nación. Cultivaron el revanchismo y el irredentismo, que fue un potente motor de los nacionalismos. El Estado argentino formó su territorio ganando y perdiendo. Pudo haber incluido la Banda Oriental o Paraguay, y pudo no haber tenido la Patagonia. Pero el resultado final, hacia 1880, fue presentado como la concreción de un designio trascendente. Como la Argentina era un país de inmigración, la naciente idea de nacionalidad arraigó más naturalmente en el territorio, cuya argentinidad era más fácil de sostener. El nacionalismo territorial fue impulsado inicialmente por el Ejército, que se encargó de consolidar y defender el territorio y de dibujar todos los mapas que lo definían. Luego se combinó con el incipiente antiimperialismo. La conciencia territorial se afirmó con tanto éxito que la esencia nacional apareció desde entonces implicada en la más mínima cuestión de tierras en litigio. Las Malvinas –poco atendidas hasta entonces– se convirtieron en tierra argentina irredenta y pudieron expresar cabalmente la nueva pasión nacionalista. Para demostrar su esencial argentinidad, los historiadores y los geógrafos sumaron sus argumentos, que todos los argentinos aprendimos en la escuela.
Lo simbólico y emotivo arrasó con lo real. El nuevo nacionalismo, a fuerza de soberbio, derivó en paranoia. La Argentina tenía un envidiado destino de grandeza, pero su integridad territorial estaba siempre amenaza, por Gran Bretaña, Brasil o las modestas estaciones radiales de los países vecinos, que otrora “penetraban” en nuestro espacio soberano. La aventura guerrera de 1982 y el entusiasmo general que la acompañó muestran con claridad la potencia de esta pasión nacionalista. En nuestras irredentas Malvinas, desde hace poco menos de dos siglos vive gente que no es argentina. Eso no afectó la idea de que las Malvinas eran nuestras. Esa gente es meramente “población implantada”, poco
digna de respeto, y no “pueblo” con derecho a su tierra, pues el único pueblo admisible en nuestro territorio es el pueblo argentino. La noción de pueblo es antigua y compleja. Surgió en Inglaterra y Estados Unidos para legitimar a regímenes políticos representativos. La Revolución Francesa puso el acento en los ciudadanos, el contrato político y la voluntad popular. El romanticismo le dio un giro profundo: no se trataba de individuos razonables sino de una comunidad, un pueblo y una nación, ligada por un espíritu común, que cohesiona y condiciona a los individuos. Una comunidad con un territorio asignado. La Constitución argentina afirmó, en 1853, que el pueblo argentino incluía a todos los que quisieran integrarlo, sin distinciones,
siempre que aceptaran la ley común. Estableció un régimen representativo y republicano, fundado en la voluntad popular, pero con límites a la arbitrariedad de las mayorías. El Estado agregó una dosis moderada de nacionalismo cultural, enseñado en la escuela, que contribuyó a dar cohesión a una sociedad aluvial. A comienzos del siglo XX hubo un giro en esas ideas. En el mundo predominaba entonces el nacionalismo romántico, abonado por los éxitos de Alemania. La Argentina, que aspiraba a mucho, debía exhibir una comunidad nacional fuerte, coherente y homogénea. Unánime, en lo posible, como explicó Lilia Ana Bertoni. ¿Dónde asentarla? En los debates sobre el “ser nacional” terciaron el Ejército, la Iglesia Católica y el radicalismo, el primer gran partido democrático. Lo encararon desde ángulos diferentes: no sólo el territorio, sino la religión o la política. Pero coincidieron en una forma de pensamiento. Había un pueblo nacional y había argentinos que no pertenecían al pueblo. La discusión llega hasta nuestros días. Quien se adueña del derecho a definir al pueblo y a la nación tiene el enorme poder de excluir. En distintos momentos, muchos fueron excluidos del pueblo auténtico: los inmigrantes, los no católicos, los opositores políticos, los cipayos, la subversión apátrida o las corporaciones. Con esa lógica, que desnuda las miserias de nuestro trauma nacionalista, se entiende por qué la “población implantada” de Malvinas no alcanza a ser un “pueblo”. A la Argentina no le ha ido tan bien como se creía hace cien años, y el trauma de Malvinas ha expresado la frustración. Refuerza este nacionalismo esencial, excluyente y paranoico que integra todas las malas pasiones argentinas. Ha sustentado a dictaduras y a democracias autoritarias; a líderes nacionales y populares, y a mesiánicos salvadores de la patria. Impulsa la política facciosa e intolerante, y también las ideas de aislamiento y encierro. Sobre todo, obstruye la conformación de otro nacionalismo –podríamos llamarlo patriotismo– que es necesario para cimentar una comunidad política basada en la ley y en el pluralismo. Sin embargo, es posible sacar algo bueno de él. Transformar una fuerza negativa en positiva, como en el judo. Si tanto queremos a las Malvinas, podemos proponernos merecerlas. Ser un “país aspiracional”, al que los isleños quieran pertenecer. No es imposible. Bastaría con restablecer el Estado de Derecho, reabsorber la pobreza y reconstruir el Estado. No es fácil ni rápido. Pero cuando hayamos llegado a la meta, y tengamos un país normal, quizá los isleños soliciten incorporarse a la Argentina. Y si no lo hacen, de todos modos tendríamos un país mucho mejor, más integrado, más justo, más desarrollado. Y en ese entonces, probablemente el trauma de Malvinas haya desaparecido. © LA NACION
El autor es historiador
Socios plenos de Irán Sergio Bergman —PARA LA NACION—
L
uis Timerman y Héctor D’Elía. No nos confundimos. Querían confundirnos. Nombres y apellidos de la misma idea: alinear a la Argentina con el régimen teocrático, fundamentalista y terrorista iraní. Toman la causa AMIA como coartada y, por caminos diferentes, van juntos al mismo lugar: acusar, como hace Luis, a los judíos e israelíes por el atentado, y, como vergonzosamente ahora, cuando ya de tanto papelón, de tanto engañar y contradecirse, Héctor acusa a la comunidad judía de obstruir la Justicia y de impedir que avance la causa. Trabajan en el mismo equipo, pero no fueron reclutados ni contratados por la misma vía. Uno siempre dependió de la embajada de Irán, viajó a Teherán y se abrazó, entre otros, con quienes están imputados en la causa AMIA. Del otro, sabemos que vamos a cobrar todos los argentinos por su negligente mala praxis; con consistente improvisación en la gestión confunde, con aproximación adolescente,
ser un militante soldado de Cristina con el cargo de canciller de la República. Vergüenza nos da, ya no que entrega a la comunidad judía, sino a la Nación argentina. Llegó a cónsul vendiéndole a Cristina lo que Kirchner nunca compró. Ofreció sus conexiones con el lobby judío americano que podría sumarle al Gobierno, y termina por la vía de acceso que vendió, que le compraron y que no tenía, entregándole la causa a Irán. Una impunidad sellada con su firma, en la que se mata a las víctimas de la AMIA y se le da vida a la sociedad con Irán, y, ahora, además, acusando a toda la comunidad judía. El último agravio de Héctor es el mismo al que nos vino sometiendo durante años Luis: acusar a la comunidad judía y al Estado de Israel. Sólo un canciller desesperado puede dispararse a sí mismo. Vienen con letra por izquierda y actúan con prácticas de derecha. Como quienes odian a los blancos, incendian comisarías o pegan puñetazos a los que
no piensan igual, ejercen violencia al negar lo que prometieron ante las Naciones Unidas: que hablarían con todos los partidos, con los familiares y la comunidad. Prepotencia con la que nos llevan puestos, firmando sin consultar, luego de dos años de reuniones con los iraníes (que sí saben lo que hacen y, para sus intereses, lo hacen bien). Obligando para mayor legalidad –pero sin legitimidad, ya que no podrán superar su inconstitucionalidad– a que sus senadores y diputados, por obediencia sin conciencia, tengan que votar y avalar la entrega que ya firmó nuestro canciller. Hacen de las víctimas, victimarios, y confunden sus argumentos ideológicos –en una especie de ideología al mejor postor– con lo que es responsabilidad del Estado. El Estado es quien debe responder por la causa AMIA; no dirigentes, referentes, ni siquiera representantes o funcionarios en circunstanciales períodos de tiempo; ya que, justamente, sus errores y aciertos quedan en
el balance de la responsabilidad de un Estado, no de un presidente o un partido. Desde Carlos hasta Cristina, es el Estado argentino el que debe dar respuesta al hecho de que en la causa AMIA no hay nadie condenado y preso, ni en la conexión local ni en la internacional, y al hecho de que ahora quieren “exterminar” la causa con esta “solución final”. Menos memoria, cero justicia, sólo garantía de impunidad. Lo cierto es que están aseguradas las liberaciones de las alertas rojas de Interpol, no bien se habilite el acuerdo por ambos países, según consta en el memorándum. Lo demás es incierto. Promesas y mentiras. Cuando descubrimos una mentira, vienen nuevas promesas. Argumentan la falacia infantil: “Si no contestan ni aportan nada, ¡peor no podremos estar!”. “El mundo todo sabrá que Irán miente y no quiere colaborar…” ¡Nos intentan engañar! ¡Nada será igual después de que seamos socios de Irán! El inaceptable pacto que firmó el canciller,
y del que deberá responder ante la memoria y la justicia, es su responsabilidad; por la entrega de los argentinos –¡no de los judíos!– que se quiere convertir en ley. Pero no nos van a confundir. Tanto Luis como Héctor comparten el objetivo de que Teherán tenga habilitada en la Argentina –gestionada por ellos y votada por el Congreso– la nueva embajada latinoamericana de impunidad, negocios y poder. Sólo nos falta confirmar lo que intuimos: si lo que proponen Luis y Héctor es lo que avala Cristina. De ser así, lo que no sabemos es quién va a responder por el Estado argentino cuando tengamos que explicar que los imputados están libres, que la conexión internacional está en el punto final y que, además, ya que estamos —y es, sin dudas, el motivo principal que se aseguraron antes de firmar— seremos socios plenos de Irán. © LA NACION
El autor es rabino y legislador porteño (Pro)
claves americanas
Ecuador, ¿dictadura del siglo XXI? Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—
M
MIAMI
ucha gente se pregunta cómo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, logró ganar tan cómodamente las elecciones del domingo 17 pese a los enormes escándalos de corrupción que lo salpicaron y a sus ataques constantes contra la prensa libre y las instituciones democráticas. Pero si uno mira de cerca lo que está pasando en Ecuador, la arrasadora victoria de Correa no debería sorprender a nadie. Por el contrario, lo raro habría sido que se diera un resultado diferente. Ésa fue mi conclusión luego de entrevistar, unos días después de las elecciones, al ex presidente ecuatoriano Osvaldo Hurtado, quien acaba de publicar un libro titulado Dictaduras del siglo XXI, en obvia referencia al “socialismo del siglo XXI” que afirman impulsar el presidente venezolano Hugo Chávez, el propio Correa y otros imitadores. ¿Cómo explica que Correa haya ganado con el 57% de los votos, incluso después de
varios escándalos de corrupción?, le pregunté a Hurtado. Para quienes no recuerden los recientes titulares de Ecuador, el primo de Correa, Pedro Delgado, renunció a su cargo de presidente del Banco Central el 19 de diciembre, después de que los diarios informaron que había mentido al afirmar que había terminado sus estudios en economía. Más importante aún, según versiones periodísticas, Delgado habría usado una opaca agencia gubernamental creada por Correa para otorgar préstamos a amigos del gobierno para proyectos que nunca se materializaron. Y el propio hermano del presidente, Fabricio Correa, confirmó que recibió enormes contratos del gobierno –de más de 300 millones de dólares, según los informes de prensa–, y dijo que el presidente estaba al tanto de esas transacciones. Sin embargo, nada de todo esto parece haber perjudicado al presidente, debido al boom petrolero y a la dolarización de que se ha beneficiado el país en los últimos años. “Ecuador vive el momento de mayor
prosperidad de su historia reciente”, me dijo Hurtado. “Por donde se mire hay nuevos edificios, nuevos centros comerciales de lujo, y cada vez se ven más automóviles en las calles.” Hurtado señaló que el boom empezó varios años antes de que Correa asumiera la presidencia, en 2007. Los precios del petróleo han aumentado desde 9 dólares el barril, en 1999, hasta 100 en la actualidad. “La pobreza disminuyó mucho más antes de asumir Correa que después de que asumió”, dijo Hurtado. Además de la prosperidad petrolera, Correa ganó las elecciones porque impuso reglas electorales hechas a su gusto y medida. El presidente controla todas las instituciones e impone cada vez más restricciones a la prensa, agregó Hurtado. Asimismo, Correa invocó una imaginaria conspiración mediática internacional para silenciar varias radios, construir un imperio mediático gubernamental e intimidar a los periódicos independientes con demandas judiciales millonarias.
“A diferencia de las dictaduras de antes, que daban un golpe de Estado, cerraban el congreso y sustituían al presidente, las dictaduras del siglo XXI desconocen el orden constitucional bajo el cual fueron elegidas y crean un nuevo orden que les permite perpetuarse en el poder”, dijo Hurtado. Con el tiempo, “se convierten en dictaduras”. ¿Qué deberían hacer quienes apoyan la democracia en Ecuador, Venezuela, Bolivia y otras autocracias?, le pregunté. Hurtado respondió que la oposición no puede hacer gran cosa, salvo presentar candidatos únicos para evitar dividir el voto opositor, como pasó en Ecuador. “La respuesta debería venir de la Organización de Estados Americanos (OEA), porque estos gobiernos violan varios artículos de la Carta Democrática Interamericana”, señaló. “Pero desgraciadamente la OEA no se ha pronunciado y utiliza un doble parámetro: uno para las dictaduras de derecha y otro para las dictaduras de izquierda.” Mi opinión: como alguien que siempre se
opuso a dictaduras de derecha e izquierda, estoy de acuerdo con Hurtado en que hay un doble estándar, y que la OEA está haciendo la vista gorda a las autocracias de izquierda. Estos autócratas narcisistas-leninistas siguen el mismo manual: lanzan sus candidaturas a elecciones presentándose como campeones de la lucha contra la corrupción, y tan pronto son elegidos cambian la Constitución para asumir poderes absolutos y eternizarse en el poder. Y cuando comienzan a ser criticados por ser más corruptos que sus antecesores, quieren cerrar los medios aduciendo que hay una “conspiración mediática’’ en su contra. Tal vez estas autocracias no duren mucho tiempo más: la enfermedad de Chávez, la disminución de los precios de las materias primas y sus desastrosas políticas económicas pueden debilitarlas. Pero, por ahora, nadie debería sorprenderse de la “arrasadora victoria” de Correa. © LA NACION Twitter: @oppenheimera