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enfoques
| Domingo 2 De marzo De 2014
Cruces| Tránsito, consumo, elaboración y desinteligencias
“La Argentina, antes era un país de tránsito, no era un país de consumo. Hoy esa situación ha cambiado: la Argentina es un país de consumo y, lo que es más grave, también es un país de elaboración”
El contraste entre las posiciones del ministro de Defensa, Agustín Rossi, y del secretario de Seguridad, Sergio Berni, con respecto al nivel de gravedad que tiene el fenómeno del narcotráfico en el país dejó al descubierto la falta de políticas eficaces para combatir el negocio de la droga, mientras muchas voces denunciaron la liviandad de los funcionarios para tratar un tema que causa una violencia creciente en la Argentina.
“En la Argentina no se produce droga. Prácticamente es imposible que se produzca (cocaína), porque las condiciones de altitud y clima no dan para el crecimiento de esta planta.”
(Berni) no puede desmentir a Rossi. Todo el tiempo se descubren cocinas de cocaína y los residuos, el paco (...). Negarlo es cerrar los ojos ante la realidad.
seRgio BeRni
FedeRiCo pinedo
secretario de seguridad (17/02)
diputado (17/02)
La Argentina no es un país productor de drogas. No ha habido contradicción entre el ministro de Defensa y el secretario de Seguridad, solamente una interpretación diferente.
Agustín Rossi
JoRge CApitAniCh
Ministro de defensa (14/02)
Jefe de gabinete (19/02)
política
El negocio de la droga, de la anomalía a la costumbre Viene de tapa
De noticia policial a ficción exitosa (El patrón del mal, la serie televisiva colombiana que retrata la vida de Pablo Escobar), del glamour de los narco VIP a nueva forma de la inseguridad, el negocio de los estupefacientes expande sus fronteras. Y lo coloniza todo. Hasta el sentido común. “Ojo, yo laburo y por eso no me molestan ni nada”, dice Gonzalo, un motoquero de 22 años nacido y criado en la villa Zavaleta. “Los pibes están fisurados con lo de la pasta base y quioscos hay de lo que quieras. Pero lo peor son los tiroteos. Las bandas se pelean entre ellas y siempre muere alguno que nada que ver. Como... ¿viste esos dos nenitos que se llamaban Kevin los dos y los mataron sin querer?”, pregunta, sin advertir que para la mayoría de los medios los muertos que cuentan no son ésos, sino los narcos rutilantes. El narco es –y desde hace rato– parte del paisaje. Una idea más en la cabeza de todos. Y por eso, ya no sabe extraño. Ya hemos visto (sólo visto) asesinatos reveladores: el triple crimen de General Rodríguez; el “sangriento ajuste de cuentas entre narcos en el shopping Unicenter”; el crimen de una joven modelo y su acompañante a bordo de una camioneta; el caso del decapitado, quemado y semienterrado en Campo Papa, Mendoza, donde una banda dedicada al narcotráfico trabaja activamente para “limpiar de vecinos” la zona e instalar en sus casas vacías nuevos despachos de droga. “La casa o la vida” es la propuesta. De tránsito y de consumo Como sea, todos estos casos dan cuenta de formas de matar a las que no estábamos habituados, pero que suave, lentamente, se fueron haciendo costumbre. Con cuatro militantes sociales muertos por instalar comedores y talleres de oficios en las villas de Rosario, con policías y periodistas amenazados de muerte en Mendoza por la líder de una banda narco, con la cúpula policial santafecina descabezada en su momento y procesada hoy por vínculos con el negocio de la droga, con el ministro de Defensa, el jefe de Gabinete y el secretario de Seguridad de la Nación discutiendo –por todos los medios y con una liviandad estremecedora– si el nuestro es “país de consumo o país de tránsito”, la cuestión de fondo queda en penumbras.
Y es que la Argentina es, y desde hace rato, un país abierto de par en par al negocio de los estupefacientes. Un país narco, como bautizó hace ya cuatro años el periodista Mauro Federico a su investigación sobre el tema, cuyo subtítulo suena hoy profético: “Tráfico de drogas en Argentina: del tránsito a la producción propia”. ¿Qué pasó? ¿Cómo fue que aquello de la Argentina “sin problemas de drogas” se volvió un mito nacional más? Porque lo cierto es que, más allá del desmantelamiento social que a partir de los 90 dejó fuera de todo a millones de argentinos, hubo otro proceso –casi simultáneo– de validación del narco y su cultura. Ser “del palo” se volvió sinónimo de “haber llegado”, de contar con el dinero –y la libertad mental– para aventurarse en placeres no aptos para todo el mundo. Pasaron desde entonces casi dos décadas y, en el medio, “narco” se volvió un prefijo más. Hubo pues narcopolicías, narcopolíticos, narcoabuelas (como esa a la que detuvieron en Quilmes con 2000 dosis de paco), narcomodelos (chicas que posan en tanga o saludan con el brazo en alto, con gesto victorioso, al bajar la escalera de Tribunales) y hasta narcobebes, criaturas en cuyos pañales se transporta cocaína. Así, si consumir era “piola”, con el tiempo vender (a macro o microescala) se tornó, de a poco, menos condenable. Literalmente, incluso, porque si algo brilla por su ausencia son justamente las condenas por narcotráfico. Así lo confirma Federico, y agrega que “en los últimos cuatro años, el negocio creció exponencialmente. Hay estadísticas que lo demuestran, más allá de los hechos policiales que lo dejaron cada vez más en evidencia. Pero lo terrible no es eso, sino lo que se perdió. Porque si el objetivo de vida de un pibe no es conseguirse un laburo y progresar por derecha, sino acceder a una zapatilla de 700 pesos y subirse a una moto con un fierro colgado del pantalón, la batalla cultural está perdida. Hoy se presenta al narco casi como un héroe, como un modelo. Y para miles de pibes de barriadas populares realmente lo son”, dice. Y da un ejemplo: “Fijate: hace trece años, las paredes de Rosario estaban llenas de murales de Ángel «Pocho» Lepratti, un educador popular que les daba de comer a los chicos en la villa y que el 19 de diciembre de 2001
se paró en el techo del comedor para pedirle a la policía que no disparara. «No tiren que acá hay pibes comiendo», les avisó. Lo mataron igual. Hoy, en vez de murales en su memoria, lo que hay en las paredes de Rosario son murales de «el Pájaro» Cantero, líder de la banda de Los Monos, muerto en un enfrentamiento. Cambió el paradigma, el modelo en el que los pibes se están mirando”. Esto es precisamente –según Cecilia González, corresponsal en la Argentina de la agencia mexicana Notimex y autora del libro Narcosur (Marea)– a lo que habría que prestarle atención. “Porque junto con la expansión global del negocio narco, lo que se expande es su cultura.
Hoy, el narco ya ha dejado de ser una cuestión de carteles de la droga para convertirse en una verdadera multinacional. Son empresas ilegales, pero exitosísimas. Han entendido muy bien esto de la globalización y lo que exportan también son valores. Ideologías. Y, lamentablemente, creo que en la «naturalización» del narco mucho hemos tenido que ver los medios de comunicación y los periodistas, que a veces presentamos a los traficantes como figuras heroicas. Para que te des una idea, hoy se está convocando en Sinaloa a una marcha por la liberación de «el Chapo» Guzmán. Es que para muchos niños de allá, el ideal es ser como él y para muchas niñas, llegar
a ser la esposa del capo de turno. Y eso sí es grave, y eso sí puede replicarse aquí. ¿Por qué? Porque, como una vez me dijo un investigador, aun si éste es un país de paso, «la droga pasa, pasa y algo queda». Y una de las cosas que parecen ir quedando es la idea de que el crimen es un modo válido de ganarse la vida”, precisa. Allá lejos, aquí a la vuelta ¿Será que el narco, como dicen algunos, “se nos vino encima”? ¿O será más bien que, tras un proceso de deterioro de al menos tres décadas, las bandas de narcocriminales terminaron colonizando espacios vacíos, los huecos que quedaron cuando se fueron todos, empezando por el Estado? Para Alberto Föhrig, politólogo graduado en Oxford, especializado en narcotráfico y docente de la Universidad de San Andrés, el paulatino acostumbramiento a las prácticas y normas del narco (los choques, los muertos, los peajes, la sangre) ancla efectivamente en la retirada del Estado como idea y como realidad cotidiana. “Pensemos que las personas contamos con tres agencias básicas de socialización: la familia, la escuela y el trabajo. Desde hace más de tres décadas, las familias están desmanteladas, y especialmente en el quintil más pobre de la población lo que prima son las familias monoparentales, donde hay muchos chicos que suelen quedar solos cuando la madre sale a trabajar. La escuela, como lugar de contención, puede hacer cada vez menos, y el trabajo ha desaparecido del horizonte de expectativas de esos mismos sectores, en donde las cifras de desocupación superan hoy el 30%. Frente a eso, el narco aparece para suplirlo todo: la familia (porque las bandas crean identidad y pertenencia), la escuela (porque transmite cierta clase de “saberes”, aun cuando no sean contenidos positivos) y el trabajo (porque concretamente les da algo que hacer a jóvenes que no saben ni pueden hacer ninguna otra cosa)”, precisa. De algún modo, la figura del “transa” (antaño despreciada y combatida en los barrios por vecinos que sentían que su irrupción en la cuadra marcaba el inicio de un cambio peligroso) terminó por volverse parte del alrededor. No hay barriada en la Argentina donde no haya algún tipo de narrativa (casi siempre basada en el modelo de Robin Hood) sobre el narco y sus embajadores. En el caso de “el Pájaro” Cantero, por ejemplo, se cuenta que les regalaba pelotas de fútbol y camisetas a los chicos pobres del barrio. Esos que, más tarde o más temprano, terminarían siendo clientes. Hoy, la canchita de ese barrio cuenta con un gigantesco mural de “el Pájaro” y al costado se lee “Ciudad de Dios”. Cualquiera que haya visto la película (sobre la vida, la muerte y el narco en
la favela homónima de Brasil) sabe que ese dibujo dice del presente mucho más que mil horas de documental. Sobre todo porque el tiempo se encargó de demostrar que entre el dealer y las autoridades suele haber cualquier cosa menos enemistad. Por eso, para miles de chicos expulsados de sus casas a fuerza de pobreza y hacinamiento, sumarse a ese universo ilegal –e intocable– de las redes de tráfico fue sólo cuestión de tiempo. En los sectores menos expuestos a la acción erosiva de la droga pobre (esa en la que se mezcla talco con bicarbonato, con vidrio molido o veneno de ratas, según comprobó un análisis realizado en 2009 por el Departamento de Toxicología de la Universidad de Buenos Aires), en tanto, la noción del narco comenzó a volverse menos vergonzante. Y más intrigante. Porque, de acuerdo: son criminales pero ¿cómo vivirán? ¿Cómo será la vida de alguien que pasó de ser escandalosamente pobre a escandalosamente multimillonario? ¿Qué sucederá en sus mansiones, en sus fiestas? ¿Quién es ese a quien ni Interpol puede atrapar? Según explica Adriana Amado, doctora en Ciencias Sociales, investigadora en medios de comunicación y docente en la Universidad de La Matanza, “aquí y en el exterior el mundo del narco y de las drogas genera una enorme curiosidad. Sobre todo porque –pensemos en la cantidad de casos y delitos vinculados al narcotráfico que solamente aquí, en la Argentina, nunca se resolvieron– los narcotraficantes parecen ser un poder más allá del poder. Eso genera un enorme apetito por conocer más del tema. De allí el éxito de muchas series como El patrón del mal, El capo y otras ficciones, especialmente las colombianas”. Y cita una anécdota: “Una de estas «narconovelas» llegó a Venezuela y fue un exitazo. Tanto, que la policía de control de medios entendió que no era saludable para la población verla. Lo notable es que copias pirata de los episodios de esa «serie prohibida» comenzaron a venderse ilegalmente en los semáforos, como si fueran chicles. O droga. ¿Por qué? Porque había demanda. Muchas veces, cuando una figura –así sea cuestionable como un narco– arranca con un discurso en contra de la corrupción política y policial genera empatía en la audiencia, así abunde la justicia por mano propia, el asesinato o el revanchismo de clase”. Del Patrón del mal al mal como patrón. Tal vez sea ése el siniestro juego de palabras que explique todo lo demás: el mal convertido en la medida de todas las cosas. O, como anotaba Hannah Arendt en su crónica sobre el juicio a Adolf Eichmann, el mal como banalidad. Como una mano que sale de una ventana que se cierra enseguida. Como un gesto de exterminio cotidiano. Insignificante. Invisible. ß
En México y Colombia, la narcocultura hace valer su poder José Vales
M
PARA LA NACION
edellín. Mayo de 1994. En un bar cualquiera, comienza a escucharse la música habitual de cualquier tiroteo. Nadie se mueve de sus lugares hasta que el sonido está bien cercano. Recién entonces, como si se tratara de una coreografía, todos los comensales terminan cuerpo a tierra hasta que las ráfagas van perdiendo poder auditivo. Al reponerse todo el mundo, entre sonrisas indisimulablemente nerviosas, el único verdaderamente sorprendido es un extranjero. “Fresco, eran dos en una moto que venían dándose bala…”, le dice alguien para tranquilizarlo, mientras todos regresan a sus cafés y a sus charlas. Pasó un tiempo para que ese extranjero se convenciera de que no era número montado para turistas.
Por entonces, Pablo Emilio Escobar Gaviria llevaba seis meses de muerto por el denominado Bloque de Búsqueda, y en Medellín la mafia crujía aún por dentro, hasta que se terminara de acomodar. Lo que no volvió a acomodarse nunca fue la seguridad. A fin de cuentas, Escobar fue, para Medellín y para Colombia, el hombre que contando muertos y billetes logró reformatear culturalmente a su país. Allí, hoy no es extraño escuchar que una niña de la clase media “paisa” (como denominan a los nacidos en Medellín) pide de regalo de cumpleaños no ya un viaje a Miami, o una fiesta para princesas, sino una cirugía estética de sus senos. No ocultan que su máxima aspiración es conquistar el corazón de un narco para vivir como una reina, o al menos sin problemas económicos, y es consciente también de que Sin tetas no hay paraíso, tal la serie tele-
visiva colombiana que dio la vuelta al mundo contando esa cruda realidad. En Colombia, aún queda el recuerdo de cuando a mediados de los 80 las autoridades minimizaban el flagelo del narcotráfico y hasta Escobar llegaba al Senado de la mano de destacados políticos liberales. Aquello fue sólo el primer eslabón para que, años después, precisamente en el 94, un presidente, Ernesto Samper, llegara al poder con dinero del cartel de Cali, tal como lo corroboró por entonces la justicia. Distrito Federal. Noviembre de 1993. Joaquín “el Chapo” Guzmán acababa de ser detenido y el narcotráfico era un problema menor en el norte del país. En Tijuana y Sinaloa, principalmente. En un restaurante de la avenida Insurgentes, en la Colonia del Valle, dos individuos armados ingresan en el local y acribillan a balazos a otros tres, como si
se tratará de una escena que Francis Ford Coppola hubiera decidido dejar fuera de El padrino. Imágenes habituales, como la de policías y militares mexicanos confabulados con alguno de los carteles, conforman un paisaje que también tiene música y mucha, y el poder de transformarlo todo culturalmente en ambos países. Desde entonces y con el correr de los muertos y de las toneladas de droga que fueron atravesando la frontera, la música norteña les hizo un lugar de privilegio a los narcocorridos, que se escuchan en fiestas y en juergas de viernes en la noche. En México, como en Colombia, fue surgiendo una estética del narco, que logró permear a la sociedad, lenta pero constantemente. Por ejemplo, un televisor de 42 pulgadas pasó a referenciarse entre millones de colombianos como el “narcotelevisor”. De la misma for-
ma que las estridencias en el vestuario o en la bijouterie y la música de Darío Gómez, “el Rey del Despecho”, con su hit “Nadie es eterno” –un himno para los narcotraficantes y escuchado hasta el hartazgo en todo tipo de fiestas, no importa la clase social– fue obteniendo la certificación “narco”. Así hasta que ese universo narco se fue mimetizando con lo cotidiano. Entonces, “el Chapo” se convirtió en un héroe para millones de mexicanos a los que la mano del Estado jamás les dispensó una caricia, y a la tumba de Pablo Escobar, en el cementerio Monte Sacro de Medellín, comenzaron a llegar miles cada mes. Algunos con el tiempo necesario para “hacerle escuchar un tango de los que al «patrón» tanto le gustaban” o para detener el auto y tomar una foto de cuatro cuerpos llenos de plomo en la carretera entre México y Veracruz. A esas alturas, el límite
entre lo legal y lo ilegal está borrado definitivamente. De lo contrario, no se entiende cómo en Sabaneta, un barrio periférico de Medellín, los turistas y sus cámaras de fotos desfilan a diario dentro y fuera de la iglesia Santa Ana, mientras algún sicario acude a rezar y a pedirle protección a la Virgen antes de matar a sangre fría. Escenas todas de una realidad que excede a la muerte o al encarcelamiento de alguno de sus líderes. Después de todo, el narcotráfico es lo más parecido a un tumor. Un tumor que se despierta a partir de la corrupción y la desigualdad social en iguales proporciones, que se va desarrollando, por momentos, de forma amigable y, en otras, terroríficamente, hasta ir copando todos los órganos del cuerpo social, al que no le dejará más opciones que acostumbrarse a convivir en guerra con él o a morir en sus garras.ß