Exterior
Domingo 3 de junio de 2007
LA NACION/Página 5
Crece su demanda tras el caso Madeleine: permiten el rastreo y quitan independencia
El microchip, un polémico guardián Continuación de la Pág. 1, Col. 1
pulseras, brazaletes y hasta baberos. Bajo el lema “No deje que esto le ocurra a usted”, Connect Software es una de las firmas que promueven por Internet una línea completa de prendas para bebes (ToddlerTag Smartwear) que llevan bordado un chip, del tamaño de una ficha de dominó, que emite una señal de radiofrecuencia (RFID). La unidad tiene una batería que dura 5 años, pero sólo funciona en el espacio reducido en el que estén instaladas las antenas receptoras, las cuales se encargan de dar la alerta cuando la señal se debilita. El equipo cuesta entre 700 y 1500 dólares. Chris Reid, director comercial de la compañía, dice que el sistema fue creado para ser utilizado en guarderías, pero que muchas familias ya lo han encontrado “sumamente útil” para crear una barrera de protección electrónica “en sus hogares, en sus lugares de trabajo y hasta cuando salen de visita a lugares públicos como parques de diversiones”. La firma Globalpoint Technologies ofrece a los padres un “compañero personal” –capaz de ser colocado en un osito de peluche o un reloj pulsera– que combina la tecnología de los teléfonos celulares con la de navegación satelital (GPS) de modo de poder establecer con precisión dónde se encuentra su hijo durante las 24 horas. La tecnología no es nueva: ha sido utilizada desde hace varios años por el correo británico (Royal Mail) para monitorear el paradero de las bolsas de cada buzón. Para los chicos más grandes, normalmente de entre 8 y 12 años, el celular parece haberse convertido en el dispositivo de rastreo por excelencia ya que, desde el momento en que está encendido –y siempre que tenga cobertura– es técnicamente localizable. Con nombres coloridos como Kids Ok y Teddy-fone, varias compañías telefónicas ya ofrecen a los padres ese servicio, así como otros más controvertidos como la posibilidad de poder escuchar y ver a distancia lo que sus hijos están haciendo sin que ellos necesariamente lo sepan. Más allá de los límites impuestos por la duración de la batería, el alcance de la red telefónica y de otros medios de transmisión, todos estos objetos cuentan con el inconveniente de
La ciencia ficción ya está en la vida diaria Crece el uso de los chips subcutáneos Por Adriana M. Riva De la Redacción de LA NACION
REUTERS
Los padres de Madeleine no se rinden tras un mes de intensa búsqueda en la península ibérica
que, en casos de violación y secuestros, lo más probable es que el delincuente se deshaga de ellos en forma inmediata. La firma norteamericana Wherify ha fabricado un reloj localizador que, asegura, tras ser colocado en el brazo de un niño es “imposible de ser removido”. Muchos padres, sin embargo, temen que sus hijos sean víctimas de la reacción violenta de un delincuente al ver que no puede desembarazarse de ese ingenioso instrumento de rastreo.
El experimento de Danielle La única alternativa efectiva consistiría en colocar un chip bajo la piel de cada pequeño. Ken Warwick, profesor de Cibernética en la Universidad de Reading, trabajó durante muchos años sobre esa idea. En 2002, tras el terrible asesinato de las niñas Holly Wells y Jessica Champan, ofreció implantar en un niño en forma gratuita, pero experimental, un microchip subcutáneo que envía señales a un ordenador que identifica dónde se encuentra del pequeño en un mapa. El interés de los medios de comunicación fue enorme, y fue así como Danielle Duval, que entonces tenía 11 años, se
ofreció como voluntaria. Meses más tarde, sin embargo, tanto ella como Warwick decidieron ponerle fin a la experiencia. “El proyecto generó muchas críticas por la pérdida de intimidad que parecía implicar. Estas son cuestiones éticas que, como científico, uno tiene siempre que tener en cuenta”, explicó Warwick. Allegados de la familia aseguran que la pequeña nunca llegó a recibir el implante porque sus padres temían que tuviera riesgos para su salud. Warwick, que ha probado el microchip en su propio cuerpo, niega que esto fuera así, pero admite que el invento todavía tiene “sus desafíos”, como el de recargar la batería. “Como la mayoría del tiempo el sistema se encuentra en stand by, gasta poca energía. Pero es cierto que, una vez por año, hace falta que el pequeño acerque su brazo a un recargador por un par de horas,” aseguró. Aún así, un gran número de especialistas en protección infantil cuestionan la necesidad y efectividad de estos aparatos. “Es hora de que pongamos las cosas en perspectiva –estimó Michelle Elliot, directora de la organización defensora de los derechos del niño Kidscape–. En los últimos 25 años, de los 11 mi-
llones de chicos que tenemos en el Reino Unido, entre 5 y 7 fueron secuestrados y asesinados por un extraño cada año. Más de un 90% de los chicos que fueron abusados, lo fueron por miembros de su propia familia y muchas veces en el confín de sus hogares. Es cierto que en Gran Bretaña registramos más de 77.000 niños perdidos por año [más de 700.000 en Estados Unidos; unos 15.000 en España], pero la gran mayoría son, en realidad, adolescentes de más de 14 años. En estas circunstancias, lo que se ofrece en el mercado no son verdaderas soluciones.” Lo que más le preocupa a la pedagoga, sin embargo, es la posibilidad de que estos aparatos bloqueen el desarrollo del sentido de independencia de los más pequeños. “Si cada vez que les pasa algo sus padres aparecen como por arte de magia para rescatarlos, jamás aprenderán qué hacer por si solos frente a un situación de peligro”, indicó. La directora de Kidscape también alertó sobre el efecto negativo que puede tener sobre los más jóvenes el mensaje implícito “de saberse viviendo en una sociedad paranoica que sólo parece encontrar satisfacción en la vigilancia constante de cada individuo”.
Parece un cuento de ciencia ficción, pero no lo es. En marzo de 2004, el dueño de la discoteca Baja Beach Club, en Barcelona, Conrad Chase, organizó una fiesta a la cual concurrió, además de los invitados, un grupo de médicos con un único propósito: implantarles a todos los presentes VIP un microchip subcutáneo en la mano que funciona como un sistema de identificación personal, que les permite ingresar al local sin necesidad de hacer colas y pagar sus tragos con sólo acercar el brazo a la caja. Ahora bien, lo más increíble de esta historia es que no es única. En los últimos años, casos similares al de la discoteca Baja Beach Club se multiplicaron en distintos países y han despertado la preocupación de algunas asociaciones de derechos humanos, que sostienen que la implantación de microchips atenta contra la privacidad de la persona. Hasta la fecha, existen brazaletes, celulares o ropas con chips que contienen el sistema de posicionamiento global (GPS, por sus siglas en inglés), que pueden localizar a personas. Pero aún no se han desarrollado microchips subcutáneos con GPS. En la actualidad, la implantación del chip bajo la piel tiene otros usos: de acuerdo con la información que contenga, puede abrir puertas, identificar a personas, comunicar el historial clínico de quien lo usa o reemplazar tarjetas de pago. La principal empresa que comercializa este tipo de microchips es la norteamericana VeriChip, filial de Applied Digital Solutions, con sede en Palm Beach, Florida. Según su vocero, John Procter, la empresa trabaja principalmente sobre dos aplicaciones: para identificación personal y para acceder al historial clínico de una persona. Del tamaño de un grano de arroz, el microchip –que cuesta unos 200 dólares
y que desde hace años se implanta en mascotas para su localización– se inyecta generalmente en el brazo del usuario y contiene un número de identificación que se obtiene pasando un escáner por el lugar donde está implantado el aparato. Luego, con ese número personal, se accede automáticamente a una base de datos, que contiene la información que haya sido cargada al microchip.
Riesgos a flor de piel Quienes están a favor de esta implantación sostienen que el adminículo es útil, práctico e imposible de perder u olvidar. Quienes se oponen al dispositivo, en cambio, aseguran que la sola idea de llevar algo implantado en el cuerpo, que no se puede apagar, supone una invasión total de la intimidad. “Además, la información del chip puede ser fácilmente hackeada. He visto pruebas de cómo en menos de un minuto, con una palm, se puede clonar la identidad del chip”, contó a LA NACION Katherine Albrecht, autora del libro Spychips. “El gobierno podría eventualmente usar los microchips para rastrear a personas”, sostiene Liz McIntyre, coautora del libro. En 2006, el presidente de Colombia, Alvaro Uribe, sugirió a los Estados Unidos el uso de microchips para controlar a los inmigrantes colombianos en ese país. Y VeriChip comenzó a hacer lobby para implantar chips subcutáneos a los soldados de EE.UU. y reemplazar así las chapas de identificación. Hoy en día, la mayoría de la gente considera el uso de chips bajo la piel como algo propio de una película de ciencia ficción. Sin embargo, hay quienes aseguran que las próximas generaciones no tendrán prejuicios en utilizarlos. Hace unos meses, de hecho, una encuesta realizada en Gran Bretaña reveló que un 10% de los adolescentes británicos ya está dispuesto a soportar un microchip en su cuerpo para pagar las compras.