OPINIÓN | 25
| Viernes 31 de octubre de 2014
En américa latina. Son muchos los periodistas de la región que enfrentan la
violencia de los carteles y la persecución de gobiernos intolerantes, según surge de la asamblea de editores de la SIP; la Argentina, cuestionada
El autoritarismo y el narco jaquean a la prensa Fernán Saguier — LA NACION—
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SANTIAGO, CHILE
l periodista Pablo Medina Velázquez murió hace pocos días acribillado a balazos en una emboscada en un inhóspito camino rural del interior del Paraguay. Tenía 53 años y trabajaba hacía 16 como corresponsal del diario ABC Color, el principal del país, en la ciudad de Curuguaty, a 250 kilómetros de Asunción. Lo mataron dos sicarios de la droga con una pistola 9 mm y una escopeta, en un crimen que ha dejado paralizado y sin aliento al pueblo guaraní. Medina no viajaba solo. En el atentado también fue masacrada su asistente Antonia Maribel Almada Chamorro, de 19 años. La hermana de ésta, Juana Ruth, de 30 años, que iba en el asiento trasero, salió ilesa. El periodista volvía de realizar coberturas en áreas indígenas en una camioneta Mitsubishi doble cabina. Dos individuos aparecieron desde un monte camuflados con ropas verdes, detuvieron la marcha de su vehículo y hasta le preguntaron si se trataba del corresponsal de ABC. Después de asegurarse su identidad, reportan las crónicas de la prensa paraguaya, uno de ellos extrajo su pistola y le gatilló cuatro tiros. Medina cayó sobre el volante. Un instante después lo remataron con un escopetazo en la cabeza. A su lado, Antonia Maribel recibió dos balazos y murió más tarde, aunque alcanzó a dar aviso a pobladores locales. Se cree que Juana Ruth se salvó porque no la vieron. Las investigaciones revelaron que jefes mafiosos de carteles de marihuana de esa zona desposeída y agreste se habían reunido días antes, molestos por las denuncias que Medina venía formulando. Enterados de que pensaba armar un documental sobre sus actividades, decidieron quitarle la vida. Varios de ellos están detenidos. Medina era un profesional riguroso e insobornable en una zona infestada por la producción y el tráfico de marihuana. Su testimonio, así como el de Elías Fernández Fleitas y Fausto Gabriel Alcaraz, otros dos colegas paraguayos muertos este año por
ventilar corruptelas en la venta de narcóticos, es un ejemplo mayúsculo de vocación periodística y pasión profesional por encima de riesgos, represalias y matones. Su historia ilumina el presente angustiante y absurdo que vive la libertad de expresión en las Américas. La violencia consumada por el crimen organizado, los asesinos a sueldo del narcotráfico y los grupos parapoliciales a órdenes de gobiernos de la región dejó en el último semestre un saldo de once periodistas asesinados: tres en Honduras, dos en México, uno en El Salvador, uno en Colombia y uno en Perú, además de los mencionados. La Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) acaba de dejar constancia aquí, en su reunión anual, de la sarta de atropellos y vejaciones que sufre el periodismo libre por el solo hecho de cumplir con su misión de informar a lectores y audiencias. La reunión resultó una experiencia tan necesaria como extenuante. Editores de los principales diarios y revistas de la región enunciaron a viva voz, uno por uno, con ejemplos y anécdotas, las crecientes dificultades para ejercer el periodismo en democracias intolerantes y arbitrarias que desprecian el papel imprescindible que le cabe a la prensa libre en todo Estado de Derecho. Surgió una conclusión nítida: los ataques no vienen sólo del narcotráfico. Una epidemia de ambición de poder sin límites se extiende por la región bajo gobiernos que se resisten a rendir cuentas de sus actos, retaceando sin pudor la información oficial, mientras combaten a los comunicadores mediante leyes de prensa, ejércitos de propaganda, justicia adicta –o bajo constante presión– y carradas de dinero para los comunicadores amigos. Lo más oscuro del hemisferio, claro está, se ve en Cuba. Todavía hoy cuatro periodistas permanecen presos con penas de 7 y 14 años mientras continúa la detención masiva de disidentes (905, en abril, y ¡1120 en mayo!) por el pecado de expresar sus opiniones políticas. La misma isla en la que la bloguera Yoani Sánchez lucha denodadamente contra los bloqueos a su diario digital 14yMedio, lanzado hace sólo seis meses. De allí para abajo se acumulan prepotencias y censuras. En Ecuador, dos organismos
oficiales, con 300 funcionarios designados específicamente a tal fin, controlan palabra por palabra los contenidos que emite cada diario, revista, cadena de TV o radio en busca de violaciones de la ley de comunicación recientemente sancionada, que considera la información un “servicio público”. Cuatro medios fueron denunciados en los últimos seis meses por no haber cubierto “debidamente” la visita del presidente Rafael Correa a Chile. La ley de “pánico económico” impone una pena de cárcel de 7 a 10 años a quien, fuera o dentro del país, “difunda o divulgue noticias falsas que causen daño a la economía nacional”. Ya hay cuatro medios impresos cerrados. El ex presidente de la SIP Jaime Mantilla puede dar fe de ello: después de 32 años, su diario Hoy es una de las voces que han dejado de existir. Venezuela incorpora la violencia. En los últimos seis meses, en medio de una gran cantidad de protestas y manifestaciones públicas, miles de ciudadanos, en su mayoría
jóvenes estudiantes y periodistas, fueron detenidos, amenazados, algunos torturados y otros procesados judicialmente. A muchos reporteros les decomisaron sus equipos o les borraron sus memorias fotográficas funcionarios policiales o militares; en su defecto, lo hacían los llamados “colectivos populares”, grupos civiles identificados con el gobierno. Los diarios independientes agonizan, imposibilitados hace 18 meses de conseguir papel de diario debido a la prohibición oficial de liberar divisas para pagar ese insumo importado. Doce matutinos dejaron de circular parcial o definitivamente, más de 34 diarios y revistas de 11 estados debieron cerrar suplementos, reducir el número de páginas o discontinuar su salida los fines de semana. Los diarios colombianos evitaron la catástrofe total al proveerlos de bobinas de papel, alivio que durará un suspiro, pues las restricciones se mantienen. En la actualidad hay tres tipos de cambio
legales de moneda, y un cuarto, el paralelo, negro o “innombrable”, al cual el gobierno prohíbe nombrar so pena de ser acusado de conspirador. Tras doce años de negativas, el gobierno venezolano volvió a rechazarle esta semana a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) la autorización para visitar el país. Los editores venezolanos soportan verdaderos tormentos morales, acusados disparatadamente de magnicidios y de “terrorismo económico”. Miguel Henrique Otero, editor de El Nacional, el diario más importante de Venezuela, recibió una espontánea ovación de pie por parte de cientos de periodistas por su heroica resistencia al chavismo: “Buscan sembrar el miedo y deslegitimarnos”, contó Otero. La lista sigue. En Haití, Chile y Colombia varias leyes permiten a los gobiernos y órganos de control entremeterse en contenidos y criterios editoriales. En Brasil, sentencias judiciales impidieron la circulación de libros y revistas, y en Bolivia, los candidatos de la oposición padecieron duras restricciones legales para aparecer en los medios en la reciente campaña presidencial. Sólo Perú, Chile y Colombia hacen, a veces, declaraciones sobre la necesidad de respetar la libertad de expresión. Pero con eso no alcanza. La SIP ubica a la Argentina en el eje del mal, compartiendo las mismas herejías que Venezuela, Ecuador, Cuba, Nicaragua y Bolivia: estigmatización y señalamiento desde el Estado a medios no adictos, persecución a editores, leyes disfrazadas de pluralismo, grandes aparatos de propaganda estatales y privados alimentados por publicidad oficial, acusaciones de golpismo y otras insensateces de baja estofa. Los editores no han estado aquí solos. Importantes referentes de la Organización de los Estados Americanos (OEA), como la ex relatora para la Libertad de Expresión Catalina Botero; su sucesor, el uruguayo Edison Lanza, y el director de Human Rights Watch Americas, José Miguel Vivanco, refrendaron la retahíla de padeceres expuestos ante la sociedad chilena. “Pese a todas las denuncias públicas, advertencias nacionales e internacionales y recomendaciones de los organismos multilaterales encargados de velar por los derechos humanos, un conjunto nada desdeñable de gobiernos latinoamericanos han resuelto hacerse los sordos ante el clamor que se encajona en las oficinas de los censores oficiales”, sentenció el presidente de la Comisión de Libertad de Expresión de la SIP, Claudio Paolillo. Toda una paradoja: su país, Uruguay, es la cenicienta del continente en la materia, si bien un proyecto de ley de prensa merodea despachos oficiales. Un modelo de respeto y tolerancia hacia la tarea de los reporteros, lo que quedó en evidencia cuando le tocó el turno de exponer a Washington Beltrán, de El País, de Montevideo, en nombre de los colegas rioplatenses. Sólo necesitó 60 segundos para dar cuenta de la madurez charrúa y ganarse el aplauso de admiración de todos. © LA NACION
Sin estrategias contra la inseguridad Roberto Durrieu Figueroa —PARA LA NACION—
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l presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, reconoció hace unos días que hacen falta reglas claras, coordinadas y concordantes contra el narcotráfico y la delincuencia. El mensaje del Estado contra el crimen debe ser directo y concreto, sin titubeos o dobles interpretaciones. Y ejemplificó: “Si el Estado prohíbe fumar y en ese mismo espacio habilita el consumo libre de drogas, sería contradictorio”. Sin embargo, este deseo de seriedad y coherencia en la implementación de políticas públicas contra la delincuencia parece desmoronarse con los últimos anuncios del Poder Ejecutivo. Por un lado, el titular de la Sedronar, Juan Carlos Molina, se manifestó a favor de la liberalización total del consumo de drogas, una posición que generó polémica. Pero la opinión del presbítero no es el punto central de la crítica, que apunta
más bien a la liviandad con la que abordó el tema. No parece prudente que el titular de la agencia federal antidrogas se incline a favor de una alternativa tan extrema; por lo menos, sin referirse antes a los fundamentos empíricos que avalan sus planes. ¿Cuántos centros médicos estarán activos para recibir a los adictos que consuman drogas? ¿Qué modelo de despenalización o legalización piensa adoptar? ¿El modelo implementado por Holanda en los años 80, el de Portugal de los 90 o bien la versión uruguaya de nuestros días? En definitiva, ¿qué investigaciones de campo desarrolló la Sedronar para concluir finalmente que tal o cual modelo despenalizador de la droga es el más oportuno para nuestro país? Muchas preguntas y ninguna respuesta, para un debate tan sensible y polémico como el de la liberalización de las drogas. Otro anuncio difuso para la ciudadanía
puede haber sido el de la jefa del Estado, Cristina Kirchner, quien, avalando los dichos del médico y coronel Sergio Berni, propuso un nuevo procedimiento penal que “expulse a los extranjeros que delinquen”. Nadie niega a estas alturas que muchas bandas vienen al país por la laxitud del sistema judicial, pero la imposición de reglas procesales clasificadas según la lengua o nacionalidad de los acusados no es, definitivamente, un buen antídoto contra esta realidad. Todos somos iguales ante la ley; en consecuencia, “todos” los que delinquen aquí, extranjeros y nacionales, deben ser juzgados por nuestros jueces y normas penales. No es posible que el extranjero sea simplemente “expulsado” a su país, mientras que el nacional que delinque sea sometido a la ley penal argentina. Sobre todo existiendo fronteras tan permeables, que podrán transformar al
sistema de expulsión en una verdadera “puerta giratoria transfronteriza”, donde las bandas indocumentadas ingresan en el país, delinquen, son arrestadas (con suerte) y luego expulsadas a su país de origen, para luego volver a ingresar y delinquir, superando así los frágiles controles migratorios. Parece mentira que, habiendo tantas iniciativas legales útiles y que gozan de mayor consenso social, se impulsen, desde lo más alto del poder estatal, iniciativas tan difusas y extremas. Tampoco se encuentran motivos para darle tratamiento parlamentario exprés al nuevo Código de Procedimiento Penal. La delincuencia no reconoce límites geográficos, ideológicos o culturales, por lo que su necesaria promulgación debería ser fruto de un debate despolitizado, plural y federal, que incluya a técnicos y a or-
ganizaciones civiles, y a las provincias y sus representantes. No hay justicia social posible sin un sistema transparente, efectivo y coherente contra el crimen. El ex fiscal Luis Moreno Ocampo parece referirse a esto cuando señaló, en un artículo publicado en este mismo diario, que “antes de que la violencia del narcotráfico y el crimen organizado avance a niveles escalofriantes, las fuerzas políticas deben armonizar sus posibles diferencias y desarrollar una estrategia democrática, clara y legal para enfrentar este flagelo”. Este anhelo, sin duda, no se consigue con políticas oficiales provocativas y extremas que sólo generan confusión y desentendimiento en la opinión pública. © LA NACION El autor es abogado penalista y docente de posgrado de la UCA, UBA, CEMA y Universidad Austral
Más universidades, pero menos calidad educativa Carla Carrizo —PARA LA NACION—
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nclusión y federalismo fueron las palabras clave en una reciente sesión de la Cámara de Diputados en la que la mayoría oficialista aprobó la creación de nueve universidades nacionales. Se trata, sin embargo, de palabras que la dirigencia política sigue usando como si fuesen sinónimos de democracia. ¿Lo son? No. El debate sobre la educación superior en la Argentina sugiere tres cosas: que el Congreso no enseña, que se prioriza incluir sin democratizar y que se consolida la fragmentación en nombre de un federalismo con mucho de clientelismo y poco de proyección estratégica. ¿Quién penaliza al Congreso? Hace un mes se sancionó la ley de abastecimiento con el objetivo de penalizar a las empresas que violen el programa de Precios Cuidados. Antes se había sancionado una ley que penaliza el trabajo informal, creando un registro público de infractores. ¿Qué ocurre cuando es el propio Congreso el que viola la ley que el mismo organismo sanciona? Ése fue el caso con la creación
de las universidades nacionales. Se violó el artículo 48 de la ley de educación superior, que establece el procedimiento para aprobarlas: un estudio de factibilidad y un informe habilitante del Consejo Interuniversitario Nacional. La mayoría no cumplía con estos dos requisitos. El Congreso las aprobó igual. Nada explica que no pudieran esperar a cumplir con los requisitos exigidos para garantizar igual calidad e idénticas reglas para todos los proyectos, salvo el atajo de la arbitrariedad. Ocurre que en democracia uno no se prepara para vivir en la arbitrariedad. Se prepara para vivir con reglas legitimadas por un Congreso Nacional. Cuando las reglas regulan, en el mejor de los casos se experimenta justicia, y en el peor de ellos, derrota. Sin embargo, cuando la arbitrariedad es la norma, en el mejor de los casos el resultado es impotencia y, en el peor de ellos, violencia. ¿Impotencia o violencia? Confianza debería ser la palabra que nombre al Congreso a 30 años de democracia.
¿Quién dijo que todo lo bueno viene unido? Inclusión no es una de las mejores palabras en democracia. De hecho es una palabra conservadora. Nacida en el clima de los años 90, su destino fue implementar políticas de contención del conflicto en sociedades con pobreza estructural. Así es
Se avaló la creación de universidades que no cumplen con los requisitos de calidad que inclusión remite a una situación ad hoc, no a una política de liberación. El desafío era precisamente incluir democratizando, lo cual se logra garantizando la misma calidad educativa para todos los estudiantes del país. ¿Se votó eso en el Congreso? No. Se avaló la creación de universidades que no cumplen con la misma calidad educativa. Se legitimó la
diferenciación, no la democratización. Es verdad que Harvard no será igual que Ezeiza, donde según el informe del CIN (Consejo Interuniversitario Nacional) el 23% de los profesores no tiene título universitario. ¿Por qué sus estudiantes no tendrían el derecho a la misma calidad de profesores que los alumnos de la Universidad de Buenos Aires? No es un problema de recursos. Es un problema de enfoque. La educación no es un acto de caridad. Es una responsabilidad. En democracia los derechos no se agradecen; se exigen. Perdimos la oportunidad de exigirnos. Y lo celebramos con aplausos. Federalismo sin innovación. La ley de educación superior establece que la creación de universidades deberá procurar el desarrollo regional en el marco del principio federal. ¿Cómo se interpretó este principio? De modo literal: político y territorial. Se crearon universidades duplicando la oferta de las mismas carreras en una misma área geográfica bajo el lema de llevar la universidad a la puerta de la
casa. Se omitieron, en cambio, las ideas que implementaron los países que ofrecen educación superior estatal y de máxima calidad. La primera: becas para los estudiantes en lugar de burocracias universitarias con poca demanda y baja calidad. La segunda: pocas y buenas universidades con oferta diferenciada, ubicadas en áreas geográficas que incentiven el traslado de los estudiantes, la migración poblacional y el desarrollo regional. Nos perdimos de proyectar arte en el Norte, ciencias duras en el Sur, sociales en el centro, medicina en el Este; nos acostumbramos a repetir. Paradojas si las hay. En lugar de que la universidad nacionalice democratizando, erigiéndose en el factor de la movilidad social ascendente, se legalizó el viejo modelo conservador, más por menos, esta vez con la educación superior. © LA NACION
La autora, politóloga y docente universitaria, es diputada nacional por la ciudad de Buenos Aires de Suma+UNEN