8 | ADN CULTURA | Viernes 7 de febrero de 2014
Cortázar y Pizarnik: lazos de afinidad creativa Aniversario. A treinta años de la muerte del autor de Rayuela, el recuerdo de un bello texto sobre uno de sus cuentos, escrito por la poeta argentina, y un fresco de la bohemia que animaba la vida cultural porteña en la década de 1960 Néstor Tirri | para la nacion
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Nathalie Sarraute se le colaba la nostalgia de un París de entreguerras, que afloraba en precisiones en apariencia banales: “Nos reuníamos en La Coupole…” En esa clave, invocar a Cortázar a treinta años de su partida me precipita, inevitablemente, a reavivar encuentros sesentistas en el humo del Bar Moderno, entre cervezas y maníes, con fondo sonoro de Manal. O, ya tirando a medianoche, en locales como Caño 14 o Jamaica, en los que Piazzolla y Goyeneche (¡y alguna vez Gillespie!) hacían sonar lo suyo. O la calma, más sagrada, de Galatea, a metros de Filosofía y Letras (hoy Rectorado de la UBA), en la calle Viamonte, donde leíamos de contrabando ediciones originales de Paul Éluard o de Michel Butor con la complicidad de Pierre Goldschmidt, uno de los dueños franceses de aquella emblemática librería (el otro, más severo, era Félix Gattegno), mientras Gérard Philipe, mordiendo un libro y con expresión alucinada, miraba a los clientes desde un afiche, en lo alto de la pared. En los intersticios de ese lejano deambular por una geografía urbana que ya no existe se filtraba, omnipresente, la personal entonación, cómplice y sagaz, de Cortázar. Su impronta se vivía en simultáneo con el auge del Di Tella, los dramas de Bergman y las comedias de Dino Risi, o los ecos tardíos del impacto de La dolce vita; con los inicios de Antín y –más tarde– de Fischerman; con La traición de Rita Hayworth y la fascinación por Mónica Vitti y Jeanne Moreau, pero también con la vergüenza por aquel comisario del onganiato que le cortó el pelo “largo” al pintor Ernesto Deira. En contraste con esa represión inútil, la pareja Cage-Cunningham aterrizaba, desafiante, en Buenos Aires. En esta recorrida se mencionó el cine de Manuel Antín; habría que puntualizar que a la narrativa de Cortázar Antín le debe toda su primera etapa: debutó con esa impecable adaptación de “Cartas de mamá” que fue La cifra impar (1962); dos años después, Circe y, en 1965, Intimidad de los parques. Lejos de aquí, los narradores y poetas del boom parecían certificar que, para legitimar la literatura latinoamericana en el mercado internacional, el exilio era condición casi de rigor. En esos dominios tallaba con visos protagónicos nuestro Julio, aunque su partida a París era un salto a ese “otro lado” anterior al de sus pares; la irrupción de Rayuela, en 1963, se instauraba como un hito desafiante
en la literatura castellana. (Casi tanto como el original impactaron entonces la versión francesa de Laure Guille en Gallimard –Marelle, en 1966– y la inglesa, de Gregory Rabassa –Hopscotch, del mismo año–, esta última mencionada por el propio autor en su hipotética carta a Glenda Jackson en Deshoras, su libro final.) De esos mismos roaring sixties data también la aventura parisina de Alejandra Pizarnik, un séjour de varios años que la vinculó a lo mejor de lo que circulaba por ahí, aunque ella eligió “nutrirse de Paz”, esto es, de la poesía de Octavio Paz (el poeta que le había prologado su Árbol de Diana), así como de las voces –acaso más secretas– de Mallarmé y Rimbaud, mientras Cortázar le aseguraba el refugio de la amistad. Fue poco después de su regreso de Europa cuando conocí a Alejandra; me conecté con ella porque había empezado a cartearme con Julio (con quien no tenía relación previa) ante la posibilidad de editar un compendio de estudios sobre su narrativa. Era una iniciativa que, como síntoma de esa misma Weltanschauung, se originó en calle Corrientes, el otro polo de la movida de la bohemia porteña. Juan José Sebreli tiene razón cuando asegura que ni Viamonte ni Corrientes eran el Quartier Latin, ni el Village ni Bloomsbury, es decir, no eran barrios bohemios en sentido estricto, pero vamos, en sus rincones anidaba un fervor por la lectura y las artes que los asimilaban a aquellos guetos de las capitales culturales. La cosa es que –volvemos a calle Corrientes– una tarde David Viñas cae a La Paz con un reading de ensayos sobre narradores estadounidenses. Tira el libro sobre la mesa y, a boca de jarro, me propone ese modelo para abordar en términos de crítica la producción insoslayable, ya para entonces, de Julio Cortázar. Con Sara Vinocur nos repartimos tareas para reclutar artículos ya publicados y para encargar otros, ad hoc, a los que se agregaría un prólogo y la bibliografía existente hasta ese momento, esto es, fines de 1967. Así se armó aquella compilación de diez ensayos, a la que en el camino se le cayó uno, de Anita Barrenechea (que, más tarde, fue publicado en otro sello). El editor con mejor disposición fue Carlos Pérez, un muchacho de calle Corrientes que tenía su oficina en el mismo local de Talcahuano en el que Jorge Álvarez
cimentaba su leyenda de editor outsider. (Pocos años después, cuando la Triple A empezó a dejar rastros de sangre en los domicilios de los que se llevaba gente, Carlos Pérez fue secuestrado en un operativo simultáneo al que hizo desaparecer al recordado periodista Enrique Raab.) Los cielos de Pizarnik La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, tal vez el primer volumen de crítica íntegramente dedicado al escritor, se publicó en octubre de 1968; en la portada del libro, la muy difundida foto de Sara Facio (cedida generosamente por la prestigiosa fotógrafa) había sido virada al amarillo, lo cual movió al escritor a afirmar, en una carta: “Proféticamente tengo en la tapa la misma cara que esta noche, es decir, amarilla”. Ocurría que cuando el libro llegó a París, en pleno invierno, en su departamento de la Place du Général Beuret Julio sufría los efectos de la entonces temida “gripe de HongKong”, así llamada porque –entre otras cosas– el virus amarilleaba los rostros: “Escribo con 38.5 de fiebre…; el teclado de la máquina oscila cadenciosamente, y una mano nada cariñosa me aprieta la nuca”. Dividido en tres secciones, el índice consignaba trabajos de Noé Jitrik (sobre “la zona sagrada” y “el mundo de los otros” en Bestiario, escrito en Besançon y enviado desde allá), Manuel Durand (“El pequeño mundo de cronopios y de famas”), Alain Bosquet (“Las realidades secretas de Cortázar”, originalmente publicado en Le Monde), Antonio Pagés Larraya (a propósito de Los premios), Graciela de Sola (más tarde Graciela Maturo, sobre Rayuela), Guillermo Ara (sobre La vuelta al día en ochenta mundos, por entonces recién publicado), Luis Gregorich (“Cortázar y la posibilidad de la literatura”) y uno mío, “El perseguidor perseguido” (en la sección “Todo Cortázar”), que cerraba la compilación. Y, por supuesto, el de Alejandra Pizarnik. Ese lúcido ensayo, que se convirtió en highlight de la compilación y que ahora rescatamos a casi medio siglo de su redacción (fue reproducido por Lumen, con reconocimiento de fuente, en Prosa completa, de 2001), analiza “El otro cielo” –del volumen Todos los fuegos el fuego–, esa aventura narrativa entre París y Buenos Aires, el mismo trayecto aller-retour que había marcado a Alejandra en esa etapa de su vida. El cuen-
to plantea un vínculo profundo (y también íntimo, en tanto lo articula la subjetividad de un narrador) entre dos ciudades. En dos estratos de tiempo, además, lo cual promueve la escisión del sujeto. Pero en todo caso el factor urbano es importante: demanda la invención de un corredor secreto que conecte los dos espacios. La lectura recreadora de Pizarnik focaliza en su centro vital el universo fantasmático de Cortázar: “la fantasma” Josiane (la prostituta de 1880) es, para el narrador, más vivaz y más persuasiva que la insípida –aunque real– Irma, la novia porteña de 1940. La poeta era una sagaz devoradora de Lautréamont: “El otro cielo” consta de dos partes regidas cada una por epígrafes originarios de Les chants de Maldoror. El contexto del primero alude a la despersonalización, al temor de perder la memoria o la identidad, y al doble. Cortázar transcribe la “terrible acusación” de Lautréamont a una sombra intrusa en su cuarto: Esos ojos no te pertenecen… ¿De dónde los has tomado?
Para entonces Pizarnik había descubierto, después de un prolongado trayecto de inestabilidad emocional, terapias y desencantos, las afinidades entre las resonancias freudianas del deseo y las proyecciones míticas de lo imposible. Al evocar el Pasaje Güemes de su adolescencia, el narrador presenta una mixtura que alía un interés por los caramelos de menta con amores a precio fijo, con voces que anuncian las ediciones vespertinas con crímenes a toda página. Las correspondencias extremas que incluye su enumeración no bastan para volver visibles los prestigios y ese poder de hechizo que el tierno paseante atribuía a pasajes y galerías. Pienso, entonces, en virtudes más secretas: galerías y pasajes serían recintos donde encarna lo imposible. […] Y puesto que lo imposible es sinónimo de lo vedado, el Pasaje Güemes se manifiesta como el lugar prohibido que se desea y a la vez se teme franquear. Años después el misterioso adolescente alienta (palpita) en el interior de un adulto que ejerce la profesión de corredor de bolsa. Intensificada su atracción por galerías y pasajes, elige como espacio predilecto a la Galé-