Alma Rossi, perra cabrona adorable, no huyas de mí ... - Muchoslibros

ventana y me observa como si fuera una tarántula o un alacrán y le digo: —No tengo cáncer. El médico se equivocó. Alma permanece con absoluta indiferencia ...
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UNO

Alma Rossi, perra cabrona adorable, no huyas de mí. Alma Rossi, perra cabrona adorable, huye conmigo. No tengo cáncer. No moriré. Te encontraré en algún lugar de la carretera y te daré la gran noticia y seguiremos juntos hasta Chile. Esto es lo que me he repetido mentalmente durante casi doscientos kilómetros manejando a toda prisa rumbo al sur, seguro de que Alma huye hacia Chile y no camino a Ecuador y seguro de que, como es buscada por la policía y lleva dos millones de dólares en el auto, no debe de estar manejando tan rápidamente como yo. Tarde o temprano la alcanzaré, me digo. Si ella va a ochenta y yo a ciento veinte, y si salió de mi casa como máximo una hora antes de que yo saliera para darle la gran noticia, tarde o temprano la alcanzaré. A menos que esté más loca de lo que creo y vaya más rápido que yo. O a menos que vaya despacio pero por la autopista al norte, mientras yo sobrepaso camiones ruinosos y camionetas cargadas de gallinas vivas y buses interprovinciales mirando hacia el horizonte con la esperanza de ver el auto, mi auto, el auto en el que huye por mi culpa la mujer a la que no pude matar, la mujer a la que más he amado, la mujer con la que quiero irme adonde ella quiera llevarme.

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¡Ahí está la cabrona!, grito eufórico cuando veo el auto, mi auto, tiene que ser mi auto, allá adelante, en el carril derecho, avanzando a velocidad moderada, apenas desdibujado por la niebla de la tarde. Acelero y la camioneta tiembla, el timón tiembla y tiemblo yo, porque es ella, tiene que ser ella, y este puede que sea uno de los momentos más cojonudos de mi vida, puede que este sea el día más memorable de mi vida, que primero me digan que no estoy a punto de morirme, que todo fue un error de una puta secretaria que confundió a un tal García que ya murió con Garcés que soy yo, y que ahora encuentre a Alma Rossi fugando sola para decirle que no estará más sola, que huiremos juntos y que la cuidaré tanto como ella me pida o me permita. A medida que me acerco, confirmo que es mi auto y que Alma Rossi va sola, manejando a menos de ochenta tal como yo había previsto, dejándose pasar por los conductores intrépidos. Va absorta, ensimismada, en ningún caso asustada, Alma sabe que va a llegar a Chile y que nadie, ningún policía aceitoso, conseguirá desviarla de su objetivo. Es ella, sin duda es ella, me digo, y algo parecido al júbilo o a la euforia me invade y me recorre el cuerpo entero y me da un cosquilleo en la entrepierna. Es ella y ahora será mía para siempre, pienso. Por lo visto, Alma no está atenta al espejo retrovisor porque no parece percatarse de que ahora estoy detrás de ella haciéndole señas con las luces para que me reconozca y se detenga. Como no advierte mi presencia, toco la bocina un par de veces, y saco el brazo izquierdo y le hago adiós para que me vea por el espejo. Pero ella no me reconoce y saca la mano con un gesto crispado, como diciéndome no toques bocina, imbécil, si quieres pasar pásame, que voy por el carril derecho.

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Entonces me veo obligado a acelerar para avanzar por el carril izquierdo y la Land Cruiser está ahora al lado del Audi A6 y la miro y espero a que me mire, pero ella, la muy perra cabrona, creerá que soy un pendejo que quiere coquetearle y levantársela, y no desvía la mirada de la carretera y disminuye la velocidad para zafarse de esa compañía que le resulta irritante, fastidiosa. Alma, la puta que te parió, ¿no puedes mirarme para saber que soy yo? No, Alma no me mira, quizás porque está nerviosa o porque está acostumbrada a que los hombres la sigan y le griten piropos groseros por la calle. Alma no me mira ni va a mirarme. Entonces no me queda más remedio que bajar la ventana y acercar mi camioneta a su auto y gritarle: —¡Alma, Alma! ¡Soy yo, Javier! Pero como ella lleva las ventanas cerradas y seguramente va oyendo música, no me escucha ni hace el más leve ademán de voltear para mirar hacia ese vehículo que peligrosamente se ha puesto al lado del que ella conduce, y lo ignora, me ignora, como siempre ha ignorado a los que nos fijamos en ella, a quienes caemos rendidos ante ella. —¡Alma, para, carajo! —grito—. ¡Alma, para, no tengo cáncer! —grito con todas mis fuerzas. Pero es inútil, porque ella frena de golpe para dejarme sobrepasarla y perderme. Entonces cruzo bruscamente hacia el carril derecho y voy frenando para obligarla a detenerse conmigo. Me tiene que haber reconocido, tiene que haber reconocido esta camioneta, tiene que saber que el hombre que le hace adiós y le pide con la mano que se detenga soy yo, el que quería matarla, el que le dio los dos millones que ahora lleva en mi auto, el que la metió en este enredo con la policía que ahora la busca

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o quizás no tanto, porque en el Perú la policía hace las cosas pero quizás no tanto. Cuando estoy seguro de que ya Alma me ha visto y sabe que soy yo y va a parar, ocurre algo inesperado para mí: Alma cruza hacia el carril izquierdo, acelera, voltea a mirarme con una mirada fría y despiadada, como si yo fuera una araña o una cucaracha, y luego me pasa y se aleja de mí. Perra cabrona hija de mil putas, ¿por qué no te alegras al verme?, ¿por qué no me das la oportunidad de decirte que no tengo cáncer, que no me voy a morir, que te amo, que quiero huir contigo? Alma Rossi, la puta que te parió, eres la mujer más desconcertante que he conocido. No creas que vas a escapar de mí, putita. Acelero y en pocos minutos estoy nuevamente detrás de ella y luego a ella le asusta competir conmigo para ver quién está más loco y quién se estrella primero, y baja la velocidad y me deja pasar, y entonces me pongo delante de ella otra vez y voy frenando hasta que la obligo a dirigirse conmigo hacia el carril de emergencia, a la vera de la autopista, y a detenerse allí. Bajo de la camioneta. Es ella, es ella que me mira con sus ojos helados y su desprecio infinito, es ella que me odia porque una vez más aparezco en su vida cuando ella no quería verme, es ella que no sabe que no tengo cáncer, es ella que no sabe que no tiene que escapar sola, que ahora cuenta conmigo, que somos dos prófugos que se aman, y por eso corro hasta el Audi A6 y ella baja la ventana y me observa como si fuera una tarántula o un alacrán y le digo: —No tengo cáncer. El médico se equivocó. Alma permanece con absoluta indiferencia, como si le hubiera dicho algo que le importara poco o nada.

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—Estoy bien. No voy a morirme. Podemos ir juntos a Chile —le digo, y me acerco para darle un beso en la mejilla, pero ella retira su rostro y hace un gesto de fastidio y ahora sé que va a decirme algo que hubiera preferido no escuchar. —¿Se puede saber qué mierda haces acá jodiéndome la vida una vez más? Ha hablado con esa voz filuda que corta el aire y me ha hecho saber que le chupa un huevo si tengo o no tengo cáncer, que ella quiere largarse sola a Chile y que mi presencia es un estorbo. Pero me hago el tonto, el que no ha entendido. —Estoy acá porque el médico me dijo que no tengo cáncer, que se equivocaron de fólder, que un tal García y no yo tenía cáncer, que estoy perfecto y que no me voy a morir —le digo, tratando de ablandarla, de encontrar un residuo de compasión en su mirada—. Estoy acá porque te amo y porque quiero ir contigo adonde tú quieras ir. Alma Rossi me mira con creciente crispación y dice: —No me amas, huevón. Tienes miedo de quedarte solo. Tienes miedo de que la policía llegue a tu casa buscándome y te arreste. No me amas, me necesitas, que es muy distinto. No sé si Alma tiene o no razón, pero en ese momento, en ese jodido punto de la autopista, siento que la amo y que la necesito y que no quiero vivir un puto día más sin ella ahora que parece que viviré muchos más días de los que tenía pensados. —Lárgate, Garcés. Déjame en paz. No quiero verte más. Me quedo parado a duras penas mientras ella me mira y sentencia:

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—Estoy harta de ti. Me has jodido la vida muchas veces. Piérdete, huevón. No me sigas. No quiero verte más, ¿entiendes? Me quedo en silencio con las manos en los bolsillos, sin poder mirarla, porque su mirada asesina me quema las entrañas, hay tanto odio y rencor en ella que me hace sentir una cucaracha. —¿Entiendes, Garcés? —grita ella. —Entiendo —balbuceo. —¡No me sigas! ¡No quiero verte más! —se exalta, y enciende el motor. —Entonces devuélveme mi plata —le digo, señalando el maletín deportivo en el que amorosamente acomodé los fajos de dólares para que ella pudiera huir cuando yo estuviera muerto, no cuando yo estuviera más vivo que nunca y con ganas de huir con ella. —Jódete, huevón —me dice ella—. Esa plata es mía. Me corresponde por todo el daño que me has hecho. —¿Daño? —digo, sorprendido, pero ella sube la ventana, acelera y se aleja de mí. ¿Qué daño te he hecho yo, perra cabrona de mierda? ¿Daño, yo? Fuiste tú la que me engañó, me traicionó, se fue con la rata de Echeverría. Fuiste tú quien decidió no denunciarme a la policía cuando lo maté y la que me prometió que me acompañaría hasta mi muerte. Camino unos pasos, me bajo la bragueta y siento el viento zarandeando mi pinga mientras meo en el desierto, y pienso Voy a seguirte y voy a matarte, perra de mierda.

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