Editorial
Zonas liberadas y Estado ausente La Argentina en general y Buenos Aires en particular están experimentando un fenómeno que otros países y otras ciudades de América latina conocen de sobra desde hace tiempo: el progresivo abandono del Estado de sus responsabilidades primarias en determinadas regiones urbanas o suburbanas e incluso en áreas geográficas enteras. El lenguaje popular ha denominado a esos espacios y a esas áreas "zonas liberadas". Las imágenes y los testimonios que recogen con asiduidad los medios informativos muestran la impotencia de los ciudadanos que habitan esas zonas vandalizadas, en las cuales las autoridades, los policías, los médicos, los carteros y otros profesionales y servidores públicos se niegan a ingresar debido a su elevado nivel de peligrosidad. En nuestra castigada Ciudad Autónoma de Buenos Aires se ha ido extendiendo, además, el triste espectáculo que brindan ciertos lugares degradados en los cuales impera el más completo abandono. En plazas y parques, debajo de los puentes y las autopistas, en los umbrales de casas y edificios, hay legiones de niños que ejercen la mendicidad (casi siempre por cuenta ajena), personas en actitudes equívocas entre suplicantes y amenazadoras, ancianos mentalmente alterados -los cuales ya son parte del paisaje decadente de la plaza San Martín-, todo un submundo de miseria, en suma, que atestigua la ausencia casi total del Estado en materia de seguridad, justicia, salud, educación y acción social. Ausencia que duele más que nunca, justamente, porque se registra en los sectores de la comunidad que más están necesitando asistencia y protección. Amplias zonas del conurbano que se extienden ya desde el sector sur de la Capital Federal, compuestas por villas de emergencia o por barrios derruidos, plagados de casas tomadas o sometidos a un subdesarrollo urbano desolador, con esqueletos de viejas industrias abandonadas, son las que están sufriendo con mayor rigor esa ausencia del poder público. En esas zonas, el Estado ha abandonado virtualmente a los ciudadanos a la buena de Dios. Las áreas comerciales comienzan a desaparecer debido a los robos frecuentes, mientras se producen migraciones internas con familias que abandonan las zonas residenciales en que vivían y se observa un marcado deterioro de los servicios públicos, así como un amento generalizado de la inseguridad. Lo habitual es que en esos lugares comience a morir lentamente el sentido de comunidad y que los lazos sociales e institucionales sean sustituidos por otros, generados por las conductas ilegales o por el avance de las bandas delictivas. No hace mucho se informó de qué modo un narcotraficante, desde su encierro en una cárcel federal de Brasil, dio la orden para que sus secuaces, habitantes de una populosa favela de Río de Janeiro, bajasen a la ciudad y ogligaran a los comerciantes a cerrar durante 48 horas sus locales en señal de luto por la muerte de cierto delincuente, compañero de andanzas, que había sido asesinado por otra banda delictiva rival. Zonas caracterizadas de Río de Janeiro estuvieron virtualmente paralizadas por dos días y poco pudo hacer el Estado para revertir esa insólita situación. La impunidad con que actúa el crimen organizado se hace sentir en muchos países de la región y empieza a golpear también en la Argentina, lo que merece ser recibido como un llamado de atención. Este abandono creciente del Estado de sus responsabilidades fundamentales ha sido denunciado ya por algunos especialistas en criminología como "el principio del fin". A eso se llega cuando el poder público no interviene tempranamente y su ausencia es ocupada por el crimen organizado o por bandas delictivas, a menudo vinculadas al tráfico de drogas o de armas. A veces el clientelismo político intenta capitalizar en su beneficio esa situación de abandono y desolación. Los ciudadanos más humildes y desamparados son los que suelen padecer con mayor intensidad las agresiones de la delincuencia. Datos del Centro de Estudios para la Nueva Mayoría muestran que mientras el 15% de la población ABC1 fue víctima de un delito durante el año último, el 40% de la población más pobre sufrió las consecuencias de la criminalidad. La rápida recuperación de las áreas urbanas o geográficas olvidadas en las ciudades, la inclusión social de los sectores marginados y la presencia clara del Estado como garante de seguridad son fundamentales para revertir la espiral del crimen y la violencia en los contextos urbanos. Esta realidad es percibida a diario por quienes transitan por la ciudad o por el conurbano bonaerense. Sólo el Estado y sus representantes parecen no darse por aludidos, acaso porque están requeridos por la absorbente tarea de disputar y retener el poder. Fuente: http://www.lanacion.com.ar/