Cuando El Sol Se Derrama SEGUNDA EDICIÓN Una novela por Paul Andreas Wunderlich Portada por Elsie Wunderlich
Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich 2014 Esta es una novela de ficción médica. Cualquier semejanza existente con cualquier personaje de la vida real es derivado de la coincidencia. Basada en ciencia médica.
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Índice: 1. Capítulo 1 2. Capítulo 2 3. Capítulo 3 4. Capítulo 4 5. Capítulo 5 6. Capítulo 6 7. Capítulo 7 8. Capítulo 8 9. Capítulo 9 10. Capítulo 10 11. Capítulo 11 12. Capítulo 12 13. Capítulo 13 14. Capítulo 14 15. Capítulo 15 16. Capítulo 16 17. Capítulo 17 18. Capítulo 18 19. Capítulo 19 20. Capítulo 20 21. Capítulo 21 22. Capítulo 22 23. Capítulo 23 24. Capítulo 24 25. Capítulo 25 26. Capítulo 26 27. Capítulo 27 28. Capítulo 28 29. Capítulo 29 30. Capítulo 30
31. Epílogo 32. Anexo A: Las Fases del Sueño 33. Anexo B: Las cinco etapas del cáncer: modelo Kübler-Ross 34. Anexo C: Terminología Médica
A todos los pacientes (y sus familias) que han padecido de cáncer.
“Los viajes de cientos de kilómetros inician con un simple paso.” –– Lao Tzu
Capítulo 1 “Le queda un año o menos de vida,” le dijo el médico con la frialdad de un martillo ajusticiador. Su voz remató sobre el paciente con el peso de una almádena. La mandíbula del paciente se desplomó. Sus ojos gritaron socorro mientras sus pupilas se perdieron, no viendo el exterior, sino hacia dentro, donde su alma de súbito se inició a resquebrar. Decían las malas lenguas por aquí y por allá que no era sano arrepentirse, que era mejor aceptar la realidad tal cual era, o al menos eso era lo que el paciente había escuchado en las calles adoquinadas de la ciudad colonial de Antigua, Guatemala, y en los shows populares de cultura pop. Pero lo cierto era que Jack se remordía de su vida malograda a diario, sopesando cada segundo en la tragedia de errores que había cometido y seguramente seguiría provocando hasta el día de su muerte. “Que me valgan las putas, maldito condenador...usted...NO NO, debe haber un error de laboratorio o algo similar, porque esa mierda no me la creo por nada,” dijo el paciente mientras se palpaba el abdomen en un intento por sentir qué había por debajo de la piel, grasa y vísceras. Cáncer. Por la vida de las putas tristes, con una palabra que tiene dos sílabas el maldito doctor me ha hecho la vida añicos, pensó el paciente. No sintió nada al agarrase las lonjas, ni siquiera dolor en donde supuestamente quedaba el páncreas en algún sitio dentro de su panza de pirata borracho y de vida barata. Siempre creyó que su abdomen era una gran bolsa, un saco que almacenaba alimentos de una manera enigmática y muy desordenada. Cáncer; la palabra reverberó en su mente por varios segundos mientras la saboreaba en su boca, incapaz de tragarse la noticia y su veredicto feroz. ¿Cáncer? Lo que no podía negar era la evidente coloración amarillenta de su piel. Ya por semanas había estado amarillo como un pollito y eso sí que lo hizo literalmente cagarse en sus pantalones más de una vez. Jamás sospechó que tendría algo de semejante magnitud. Su vida, de súbito, cobró fecha de caducidad.
Capítulo 2 Jack notó que el médico lo estudiaba detenidamente con un par de ojos helados sin emoción, más fríos que la mirada amedrentadora de la reconocida medusa de los tiempos griegos. Se decía que él era el mejor de los oncólogos en Latino America, pero Jack ya dudaba de semejante certamen al notar cuán crudo y apático el famoso oncólogo estaba siendo con él en el momento crucial y delicado del diagnóstico fatal. Ya lo conocía de antaño, pues en una ciudad tan pequeña como Antigua, Guatemala todos se conocían la pinta. “Después de tantos años,” comenzó a decirle Jack al doctor para romper el silencio incómodo que crecía entre ellos, “no me lo puedo creer. He sido una buena persona: voy a la iglesia de vez en cuando, compro boletos para la Rifa Anual por la Beneficencia, y como ensalada cada vez que puedo. Doctor, ¿no cree que la vida me esté haciendo una jugada? Que me valgan las putas, esta mierda sí que no puede ser…” Los ojos de Jack estaban pelados, esperando encontrar un atisbo de cualquier tipo de esperanza que pudiera salvarlo de una mortalidad prematura. Pero nada parecía acudir a su ayuda en ese momento. Estaba sólo, parado frente a una pared de piedra y a punto de ser fusilado por un médico de calidad emotiva muy dudosa. El doctor Jackson se ajustó los anteojos, con movimientos tercos y aletargados, pues estaba demasiado consciente de sí mismo y del efecto que le acababa de causar a su paciente. Le dijo al señor gordo y amarillo, “Mire, don Jack: Usted bien sabe el estilo de vida que ha llevado. Sus pruebas hepáticas lo dicen todo. La elevación del tiempo de protrombina y de la enzima aspartato alanino transferasa lo comprueban muy bien. Además, la tomografía axial computarizada muestra que el cáncer, desde luego, está comprimiendo las estructuras adyacentes. Cáncer es cáncer. La ciencia es ciencia,” concluyó el doctor con un tono de voz que volvió a resonar como el martillo de un juez. El doctor no estaba seguro de por qué le gustaba entregar el diagnóstico como una sentencia, y lo cierto era que siempre se sentía como un soldado nazi, de aquellos desgraciados que mataban sin piedad, al dar la noticia como si estuviera dictando una receta de cocina. El dolor y la molestia en el semblante de su paciente lo hizo temblar, una tarántula de sensaciones trepando por su espalda. Supo que había sido muy crudo por enésima vez. A pesar de haber hecho lo mismo tantas veces no había modo que aprendiera a ser más cálido con la gente. Soy un desquiciado, se dijo el doctor al ver a su paciente en un estado catatónico.
“¿Aspartato de qué diablos?” repuso Jack con una mirada lasciva. “Hable español, o mínimo en inglés, pedazo de mierda de vaca parturienta. Pero no me venga con esos nombrecillos fucking científicos para sonar importante, maldito sabelotodo. Dígamelo en español, sincero y macabro: ¿Qué mierda me sucede, doctor Jackson? No puede ser cáncer, ya le dije, a mí no me puede pasar algo así. Debe haber un error. Estoy absolutamente convencido de ello.” Jack cruzó los brazos y selló los labios, preparándose para las próximas palabras del doctor. “¡Venga,” continuó el paciente, “entonces sólo recéteme una medicina, la que me va a quitar esta maldita piel de pollo que ando porque ya me tiene harto!” El silencio del doctor comenzó a vapulear a Jack. Sabía que el diagnóstico era certero, que su cuerpo llevaba años de estarle rogando que no se empinara las botellas a diario. Fue entonces que un velo de silencio cayó sobre su ser con un toque de queda, y como una mortaja le causó una migraña y una sensación de vivir en un mundo plomizo. James Jackson se había graduado con todos los honores posibles de la carrera de medicina. Se conocía los textos de pe a pa y no obstante, donde siempre fallaba era en crear una relación duradera y satisfactoria con los pacientes. “Effective Rapport” le llamaban los americanos, a esa relación especial entre el médico y el enfermo. Y sin embargo él siempre aprobó dichas lecciones con la anotación mínima. Cáncer es cáncer, se dijo el doctor a sí mismo antes de continuar hablando, convencido que la ciencia es ciencia y debía de ser tratada como el pollo muerto sobre la mesa: con objetividad. “Don Jack,” James ajustó su tono de voz cuando inició a hablar; sin embargo siguió sonando como una máquina y no como un ser humano, como si la misma Siri le estuviera dando el desaire, “lo que le digo es que su hígado parece estar sufriendo de las consecuencias de haber bebido mucho alcohol durante largos años. Usted mismo me dijo que le gustaba ver a Cristo cuando tomaba. Y además la imagen tridimensional que se realizó de su abdomen muestra que hay una masa cancerosa presente en el páncreas. Lo siento mucho, pero el alcohol y los cigarros juntos llevan a esta enfermedad.” Jack se rió nervioso, sintiendo que el humor le ayudaría a disipar el diagnóstico horripilante, “Doctor Jackson, le decimos los borrachos ‘a ver a Cristo’ cuando elevamos el codo y nos empinamos la botella—porque al hacerlo pareciera que estuviéramos viendo el Cielo, y en él al propio Cristo. Nunca lo vi literalmente pedazo de cagada seca. Se nota que no ha vivido mucho,” terminó diciendo Jack con un tono de agresividad.
James estuvo por devolverle una contestación salada a su paciente, pero se tragó las palabras a pesar de haber sido insultado repetidas veces, “Mire, todo lo que puedo hacer es ofrecerle información sobre su padecimiento, y decirle que la patología lo confirma. Es cáncer del páncreas y es de mal pronóstico. Es terminal. Le queda un año o menos de vida y ya estuvo.” El rostro del paciente se deformó con aversión, empuñando las manos y guiñando los ojos. El doctor sintió un relámpago cruzando su columna vertebral al notar la reacción de su paciente, jamás se había sentido tan mal, severamente sacudido por la reacción de uno de los tantos pacientes que había atendido durante su carrera como profesional. Desde luego sintió que algo entre sí se contorsionó como si su alma sufriera de agruras intensas. Jack se indignó al ver a su doctor sin emociones, y repuso para recuperar algo de su dignidad, “Patojuelo de mierda. Usted se puede regocijar del éxito, pero me vale un pedo que usted sepa nombrecillos que nadie más reconoce. Le conmino a que la próxima vez que me quiera dar noticia alguna, sea más empático y además, por el bien de sus próximas víctimas, le suplico que se ahorre la mierda científica a la hora de hablar y diga palabras inteligibles y cotidianas. Es usted un cerote hecho y derecho, tal como los chapines le dicen a los malparidos como usted. Haga lo que los gringos le llaman al ‘Layman Language’. Ahora váyase a joder a algún meollo. Tengo que tragarme esta noticia, maldito verdugo.” Jack le apuntó el dedo índice a la cara al doctor, su cuerpo grueso temblando y la papada bajo su quijada moviéndose como gelatina barata, “Eso es usted, un maldito verdugo que pasa repartiendo noticias de agravios a sus pacientes. Consígase una bata negra y una guadaña, y quizá agréguele una calaca para andar por el hospital. ¿Acaso no se lo han dicho antes, James? Le hace falta mucho tacto. ¡Sea más cálido con uno, hombre!” El doctor Jackson estaba por irse, avergonzado e insultado por la mirada acusadora del paciente. Se tragó el castigo, pues sabía que había cometido el mismo error que llevaba cometiendo desde niño, cuando perdió la capacidad para sentir emociones. “Espere, doctor”, le dijo Jack al médico mientras aquél se largaba como un cobarde que huye cuando surge estigma de alguna altercación en curso. James se dio la media vuelta, temiendo un insulto o una bofetada que lo magullaría más por dentro. Contrariado, halló a un hombre de cincuenta y nueve años relleno de algo parecido al terror, “Por lo menos dígame por qué me queda poco tiempo. No sea tan bastardo como para
darse la vuelta y dejarme a medias con la sentencia de la muerte,” concluyó el paciente con una mirada derrotada. James sintió que las manos le sudaban a chorros y que las piernas le temblaban como si hubiera contraído Parkinsons ahí mismo. Dijo, luego de hacer el ademán de revisar unas notas en su portafolio, “El cáncer está invadiendo la aorta y varias partes del hígado. Es cáncer en la etapa más avanzada. Con suerte llegará al año.” “¿Que qué? Le dije que…” dijo el paciente poniéndose rojo como un tomate manzano. “La tubería más importante de su cuerpo ha sido invadida por el cáncer, Don Jack. Es un cáncer en estado terminal que para serle franco, no se beneficia ni siquiera con una cirugía de la mejor calidad,” balbuceó el doctor sin poder contener el tren de palabras que dijo como si las hubiera vomitado. “Que me valgan las putas,” protestó Jack, preso de la incertidumbre y de un fatalismo desgraciado. Por primera vez era consciente de su propia mortalidad y eso no le agradaba del todo. Por tantos años pasó de buena farra, consumiendo y despilfarrando, ignorando la existencia de la muerte. La farándula siempre fue su credo, y ahora parecía haberlo traicionado y causado la destrucción total y abismática. La gracia de la vida es que no se sabe cuándo finalizará; pero cuando tiene una fecha de vencimiento, entonces el juego cambia completamente, pensó el médico, sin atreverse a decirlo en voz alta, por enésima vez considerando qué pensaría él si tuviera un cáncer del mismo calibre; y como siempre, prefirió diferir el pensamiento contrario a contestarlo. “¿Y quimioterapia o radioterapia? Me suena que soy candidato para que tuesten al maldito cáncer con drogas o radiación, que licúen al chipuste que me está jodiendo la vida misma. Creo haber escuchado algo similar en el Discovery Channel en un programa de misterios médicos. ¡Tiene que haber algo maldito pedazo de estiércol! A lo mejor y me vaya a Houston, al MD Anderson…pero sin pisto no se puede hacer nada estos días.” Jack bajó la mirada, apenas comprendiendo la dimensión del problema que afrontaba. James se removió las lentes y dijo, no sabiendo exactamente por qué sudaba frío, “Don Jack, el cáncer del páncreas que presenta está en Estado Cuatro; eso significa que no hay nada que podamos hacer. Es un cáncer terminal. Lo único que puedo ofrecerle se denomina ‘tratamiento paliativo’: hacer lo que podamos para que no sufra durante los últimos meses de vida que tiene. Lo siento.”
“Mierda…” masculló el paciente entre dientes, “¿Habrá mucho dolor?” preguntó aterrorizado. “El dolor…sí Jack. Habrá dolor y otros síntomas…” contestó el médico como si estuviera narrando una leyenda negra de suspense. “Que Dios me libre,” dijo el paciente con pavor. Jack se persignó por primera vez en una década, su rostro amarillo tornándose imposiblemente pálido. El médico no deseaba más que es salir disparado del despacho, huir con el deseo de no saber nada de nada. Pero por alguna razón estaba seguro que no se libraría así de fácil de este paciente en particular. Quizá ya era hora que pagara el precio por su manera macabra de hacer las cosas. Quizá Dios mismo le estaba enviando una prueba. El medico se largó sin más decir más. “Que me valgan las putas. ¿Cáncer? Eso es imposible, yo no puedo tener...” Jack se palpó el abdomen. Le costaba creer que dentro de su barriga de capitán triste yaciera una bestia que pronto le estaría privando de la vida que él mismo echó a perder.
Capítulo 3 Al salir de la clínica pasó por el pasillo de los pacientes Geriátricos. “Por las malparidas del mar muerto, me han sentenciado a la muerte,” dijo al notar que lo habían instalado en el sector de los seniles del Hospital Buenas Hierbas. Dicha policlínica está ubicada en el corazón de la ciudad de Antigua, Guatemala. Como éste habían varios en Latinoamérica. La única razón por la cual Jack había acudido a este hospital fue por referencia de la barwoman de la taberna que frecuentaba, ahí mismo donde se dirigía para atragantarse las penurias de la vida. Caminando sobre la acera de la Quinta Avenida, su mirada encontró reposo en el suelo. ¿A quién estoy engañando? Siempre fui destinado al fracaso, eso es lo cierto. Sólo faltaba que mi cuerpo fracasara y “presto”, como dicen los italianos, concluyó sin sosiego. En la parte superior de la puerta estaba el gran nombre pintado color blanco bordeado con negro sobre madera arcaica, “Bar la Cebolla de tu Alma”. Era un nombre que jamás había comprendido y, por alguna razón, siempre atraía a los borrachos más desgraciados, como él mismo. Al entrar, el ambiente cambió de súbito; si en las afueras la ciudad colonial gozaba de un clima tropical delicioso, dentro se encontraba oscuro, como entre una catatumba. La luz del sol estaba bloqueada por un sinfín de anuncios y pósters sobre ventanas, de cervezas y chicas promocionando productos alcohólicos, tanto como sus bustos desmesurados que parecían más melones genéticamente alterados que otra cosa. El sitio era fúnebre, con varias esquinas donde almas pútridas podrían llegar a empinarse el codo y escaparse de la realidad. Jack sintió asco al ver a uno de sus tres amigotes guardarlo con una mirada de adulto que quiere ser joven. Sintió la necesidad de salir corriendo al saber que a pesar de haber sido amigos por más de una década no deseaba del todo hablar con él. Jack resopló al saber que no tendría más opción que hablarle a su semejante, quizá temía ver un reflejo de lo que él fue era apenas horas antes de haber sido diagnosticado con el cáncer terminal; de lo contrario seguiría tomando como adolescente fértil. “¡Soy yo! ¿Papagayo te crees o qué babosadas? Escucha, Jacksito, no es necesario que te creas de moco inflado cuando lo único que tienes es la piel amarilla. Ya ni que chino fueras,
maldito bribón. ¿Por qué sigues untándote lo que sea que te estás untando en la piel, joder? No es necesario que…” Jerry cesó de hablar con su acento gringo pesado al percibir que Jesse, la barwoman tras la barra, le dedicaba una mirada amenazadora. Aquél se apenó y dijo, “Menudo inglés, ¿hay algo que me quieres decir? Mother fucker, ¿qué puercas me quieres decir, Jacksito?” La barwoman, amiga de Jack desde que se convirtió en un cliente asiduo, parecía percibir el estado emocional de su amigo. El interpelado hubiese preferido llamar a su amiga dada las circunstancias, pero el daño ya estaba hecho y habría una confrontación con sus amigos de antaño. Joe y Tim entraron por la puerta principal del bar, explotando en risotadas, palmeando a Jack en la espalda de manera muy abusiva no menos de quince veces. Aquellos ya estaban borrachos a las cuatro de la tarde, algo muy normal para un alcohólico de profesión. “¡Que me joda la yuca…es Jack! Jesse, tráenos cuatro shots de tequila a la mesa de Jerry. ¡Vengan, cabrones! ¡Celebremos esta reunión de vergas! Jack, te ves amarillo como chino, ¿maldito asiático te volverás ahora o qué putas?” gritó Tim con un acento pesado de extranjero, tocándole la cabeza semi-calva a Jack. Jack se aproximó a Jesse como gato enfermo. Entretanto, Jerry, Joe y Tim perdieron el brillo del rostro, sus bocas cayeron al suelo, y sus ojos se abrieron de par en par como si al diablo mismo estuvieran viendo. Jack estaba enojado, algo difícil de contemplar para los grandes borrachos, pues Jack el gran inglés siempre había sido llevadero y rara vez ofrecía resistencia cuando se trataba de los tragos. Al final de las cuentas el gran Jack Wellington fue quien incitó las juntas en susodicho bar. Si alguna vez promulgó el despilfarro absoluto, hoy parecía estar defendiendo... ¿la sobriedad? “Muchachos, creo que Jacksito está por decirnos algo,” dijo Jerry acertadamente, esperando la vapuleada de palabras por parte de Jack, pues ya podía olerse el látigo verbal que el inglés les tenía preparado. “¡Nos quiere decir que es un hijo de puta!” dijo Joe mientras se rascaba el trasero. El asqueroso se olió la mano posterior al gesto, acto que le provocó náuseas a Jesse. “¡Escuchen al hombre!” anunció Jesse, presa de un enojo que ni ella comprendió. Estaba a punto de llamar al guardia para que sacara a los borrachos del bar.
El silencio gobernó con tiranía. Jack estaba por romperse en risas y carcajadas, nervioso y sin poder vociferar las palabras que deseaba decir, aun creyendo que era imposible que él, de todas las personas vivientes, tuviera un cáncer terminal que lo dejaría mal-muerto en cuestión de meses. “Tengo… tengo….” Jack soltó las risotadas, sus ojos se abrieron como los de un tecolote psiquiátrico al no comprender por qué reaccionó así. Estaba horrorizado consigo mismo. Los amigos de Jack se incomodaron e iniciaron a murmurar entre sí con veneno. Jesse le devolvió una mirada inquisitiva a su amigo, colocándole una mano sobre el hombro para alcanzarle el alma, “¿Estás bien, Jack?” El recién diagnosticado asintió con la cabeza como un niño asustado e hizo el intento de explicarse, “Eem…jodidos…qué difícil es esto…Resulta que he estado amarillo por un tiempo, y…he estado yendo al hospital para hacerme los exámenes médicos pertinentes. Pues hoy, finalmente, me dieron el puto diagnóstico...Ay Dios...” Hizo una pausa, durante la cual se palpó el abdomen, tratando de sentirse las tripas. “Tengo cáncer del páncreas,” dijo al aire con la delicadeza de un vaho, como si se lo hubiera dicho a un fantasma. Un alivio cósmico lo englobó tras soltar la verdad, algo que jamás hubiera imaginado posible, ¿pues cómo puede algo tan terrible provocar sosiego? El aire mismo pareció congelarse cuando los presentes procesaron la información. ¿Estaría hablando en serio? Jack continuó explicando, “Aparentemente el hígado me ha fallando gracias a la bebida y…creo he llegado a la recta final. Las buenas fiestas se han acabado para mí. Dios me ha castigado zambutiéndome al meollo de la botella que yo mismo me empiné.” Jack bajó la mirada al suelo, buscando la esterilidad de las nadas. Sintió que una mano le apretaba la garganta, mientras otra literalmente le sacaba las lágrimas de los ojos. Jesse tenía una mano sobre la boca y la otra alrededor de su abdomen, abrazándose. La confesión de su amigo le provocó un shock que le recorrió la espina dorsal de cabo a cabo, y del mismo modo le provocó a los amigotes de Jack un desaire poderoso, tal que los parió de la ebriedad. Fue Jesse quien hizo estallar la burbuja de silencio, no pudiendo tolerar más la depresión que lentamente conquistaba el ambiente, “Jerry, Joe, y Tim, les voy a pedir que se retiren por el día de hoy.” La voz de Jesse siempre había sido muy femenina, sin embargo cargaba la aserción de una flecha lanzada por el mismo Aquiles. “Quiero que me dejen a solas con Jack. Pienso que con
sus chistes de mal gusto y sus carcajadas abusivas han hecho suficiente por hoy. Mala onda muchá. Dejen de chingar y váyanse a hacer deschongue a otro bar. ¿De acuerdo?” “Pero…” empezó Jerry, quién claramente se sentía muy mal por la confusión generada, pues él apenas se enteraba del diagnóstico mortífero. Su lenguaje corporal gritaba desasosiego, y ridículamente sostenía un cigarrillo apagado entre el dedo índice y el medio. “Jacksito…¿y así me vienes a decir que te vas a morir pedazo de mierda? ¿Tan frío como la mother fucking IRS?” Jerry tragó pesado, moviendo la cabeza de lado a lado. Dejó un billete de cien dólares americanos sobre una de las mesas para pagar el consumo que pudu haber incurrido. Desintegró el cigarrillo que sostenía entre sus dedos, soltando el tabaco hecho trizas al suelo. *** “Por la vida de las sirenas y los malparidos del medio oriente, ¿tuviste que ser tan robusta con mis camaradas?” inquirió el inglés con una mezcolanza de emociones que apenas lograba deshilvanar. “¿Tan robusta? ¿Estás loco o qué? Esos tipuchos llevan años siendo unos patanes y corrientes contigo, y hoy, que vienes a declararnos que…tuve que interceder por ti.” Jesse tuvo que pausar a media oración, recapitulando que estuvo por decir la palabra cáncer. “Lo menos que puedes hacer es agradecerme, ¿oyes?” Sus facciones agradables cobraron la ternura de una madre preocupada. Se mordió los labios antes de continuar hablando, su cabello negro alisado colgando sobre sus hombros, “No me sorprende para nada que te hayan diagnósticado con algo tan horrible. Yo ya lo sabía, Jack…cuando me dijiste que la piel se te estaba tornando amarilla y que estabas perdiendo peso como niña anoréxica.” El inglés se ofendió al ser comparado con una niña psicológicamente enferma, pero supuso que ser un alcohólico no estaba tan lejos de huirle a la comida. La papada le tembló, pues siendo de temperamento escueto ya estaba listo para revirarle un insulto a la joven, por más guapa que fuera. La barwoman se llevó las manos a la cintura, tirando su peso sobre la pierna derecha, y le dedicó una mirada de—te lo dije—a Jack, “Era obvio, Jacksito. Jamás me hiciste caso cuando te hablaba de los males que trae el alcohol…” Jesse estudió sus alrededores, lamentando haberse
empedernido en hacer del alcohol un negocio. Cada vez se acercaba más y más a vender el sitio de mala muerte. Continuó su argumento posterior a analizar su propia situación, “No se puede abusar de la vida sin que haya consecuencias, y te aseguro que no eres la primera persona que veo contraer cáncer del páncreas luego de una vida rechoncha con el despilfarro y la chonga de vibras dudosas. El cuerpo tiene sus límites que no supiste respetar, Jack. Chingadera la tuya, viviste durante los sesenta como un adolescente perdido entre el ron barato. Ay, por Dios Santo…no puedo creer que te haya agarrado a ti…No...Jacksito...es una enfermedad fatal.” “Hijos de las diez mil putas, el alcohol es una maldición. Por eso hay que tomárselo todo– para que desaparezca. Ay…maldita mierda…Alcoholismo, tanto que te amo pero te detesto. Por beber tanto fue que me dio esta mierda,” concluyó Jack moviendo su cabeza de lado a lado. “No, Jack,” repuso la señorita con su tono de voz franco y veraz, “Por algo más que eso te dio cáncer, no seas bruto. Claro, el alcohol fue la sustancia que desató la enfermedad, pero la raíz de haber bebido como joven en la pubertad no surgió sólo porque sí, ¿me entiendes? Debe haber un trasfondo. A ésa onda quiero llegar yo.” Jesse suspiró, “Jacksito, estoy harta de estar atendiendo a hombres y mujeres que se desean perder entre el alcohol con la premura de un potro que desea correr. Me tengo que deshacer de este maldito bar…supongo que es mi propia manera de sufrir los vicios de otros. Pero la realidad es que ya estoy harta de ver a la humanidad perderse por razones que no comprendo, gracias a Dios,” confirmó, persignándose tres veces consecutivas y tocando madera. De una vez aprovechó para tirar sal sobre su hombro izquierdo, lo que fuera para darse un empujón de buena suerte. “Que me valgan las putas,” se defendió Jack mientras le hervía la sangre del enojo, “Fue el alcohol lo que me causó esta mierda, y el hijo de puta que se inventó el alcohol hace cientos de años. Culpa de algún monje maricón que no tenía nada que hacer y decidió fermentar zumo de frutillas. ¡Malditos todos los que se inventaron al vicio! Y si crees que yo, un hombre correcto y lleno de nada más que honor, bebí porque tengo problemas internos, estás muy equivocada,” concluyó, meneando el dedo índice para hacer énfasis en el punto que defendía, la papada danzando bajo su quijada al son de sus movimientos. Jesse negó con la cabeza, incrédula al escuchar la explicación mediocre de su amigo. Finalmente le dijo, “No puedo sentirme muy mal por ti, pues te lo buscaste.”
El rostro de Jack se deformó, primero en tristeza, y luego en una furia irremediable. La puñalada verbal lo sobresaltó. Pero a Jesse no le pareció importar herir: “Una vida tan desordenada no pudo haber brindado buen fruto. Si es cierto que te queda menos de un año, pues vale, inicia ya mismo a ver qué haces para hacer las paces con la vida misma. “La muerte nos viene a todos, sin lugar a dudas,” dijo elevando los hombros, como si fuera la cosa más obvia del universo, “y tú la tienes pre-ordenada, así que búscale sentido. Y tú ya me conoces por ser la chica asertiva que soy, que me pela que te ofendas. Ya es hora que te hagas responsable por tus actos; tú no eres un producto de la suerte, sino de un tren de decisiones que vienes tomando desde hace muuuucho tiempo.” Jack se sentía mareado. Dijo con zozobra invadiéndole los sesos, “¿Estoy por morirme y me vienes con estas cabronadas? Me insultas…me…me, ¡me tratas como perro callejero así sin más! A veces vale la pena resguardar algo de cierto para provocar algo de alegría. ¡No me vengas más con tus mierdas! ¡Fuck this shit!” Jack estaba gritando a este punto y, aunque la luz era escasa en el bar, se notaba que estaba rubicundo, su papada moviéndose cada vez que temblaba. En ese momento el semblante del inglés se transmutó. Ni él mismo podía creer lo que acababa de decir, pues jamás había actuado violentamente contra su amiga. Fue así cuando las cosas se tornaron sombrías con Ilsa… se acordó con agruras de su pasado. Supo que todo inició con una simple alegata, y desde luego escaló a un divorcio. Jesse simplemente le dijo, resoplando, “Jack, anda a ver cómo inicias a buscarte una vida. Si quieres ir a morirte siendo un mediocre, pues adelante—cada hombre cava su propia tumba.” El semblante de Jesse oscilaba entre la austeridad y la serenidad. Jack no soportaba su mirada. Le hacía sentirse de menos, como si fuera una cucaracha bajo la amenaza de un zapato. “Que me valgan las putas, Jesse, ¿cómo jodidos hago eso? Soy un mecánico infeliz, no me encomiendes tareas de filósofos y grandes héroes. Ya ni que fuera Frodo Bolsón. Tengo una cuenta bancaria vacía y tarjetas de crédito endeudadas hasta por el culo. “Mi hermano menor está en Estados Unidos, casado y con tres hijas que ni conozco. Mis padres murieron y ni siquiera me digné por ir a su funeral en Inglaterra. Mi esposa me…” Jack bajó la mirada, incapaz de vociferar la verdad.
“¿Crees que puedes venir a adoctrinarme en conseguir una vida luego de cincuentainueve años de desgracia y pérdida de tiempo? ¡He tratado de ser feliz pero no puedo! ¡No soy como mi maldito hermano menor! ¡MIERDA! ¡MIERDA! ¡MIERDA! ¡A la mierda con todos!” Jack envió una botella vacía volando tras darle un manotazo poderoso. Aquella reventó contra la pared y se desperdigó en añicos. Varios clientes se quedaron paralizados, no sabiendo si otra bronca saldría a flor de piel, algo no del todo desconocido en un sitio de mala muerte. Jesse dio un paso hacia atrás, amedrentada. El guardia entró velozmente al bar con la escopeta entre las manos. Aquél estaba preparado para una bronca, respirando agitado mientras buscaba al autor de la destrucción de la botella. Jack se empalideció al escuchar la escopeta ser amartillada. El guardia le hizo una seña con la cabeza. Comprendió que debía largarse de inmediato, salvo que quisiere ver sangre derramada. El gorila le siguió cada paso, como si fuera un verdugo persiguiendo al condenado. Al estar Jack completamente fuera del bar, le propinó un empujón que le hizo perder el balance para casi caerse de bruces sobre la calle adoquinada. Jack se tragó la humillación y siguió adelante, sintiendo la mirada del guarda drenarle la cabeza por detrás.
Capítulo 4 Jack se sentó en una banca de madera en el Parque Central de Antigua, una ciudad colonial sembrada entre la belleza de las montañas de una Guatemala fértil y verde como los ojos de una esperanza. Como buen follaje tropical el clima delicioso favorecía el vuelo de varias aves, incluyendo las nubes blancas y globosas de morfología similar. Y sin embargo, por más preciosa que fuera la escena, por más rodeado que pudiera estar de las ruinas de una ciudad Española hecho vejestorio, ahora una gema internacional, el hombre derrotado no lograba apreciar dicha preciosura. Se envolvió la cara con las manos, apretándose con todas las ganas, para luego zambutirla entre sus piernas como una avestruz que desea obliterar la realidad. Con sus manos entrelazadas tras la cabeza quiso llorar a cántaros, chorrear su alma sobre la piedra del suelo, pero no pudo desahogarse al estar rodeado de tanta gente llevando una vida tan normal. Levantó la cabeza de súbito. Algo le llamó la atención con gritos silenciosos. Era un niño de no más de diez años. Era pobre, pues sus harapos eran tales y además no tenía piernas. El mozuelo andaba por todos lados montando una patineta vieja de llantas desgastadas, arrastrándose con las manos llevando en el rostro una sonrisa amplia y envidiable. Se ofrecía para lustrar zapatos, convocando ternura con su manera cándida de ser. Jack sintió celos profundos al ver esa mirada en el muchacho, tan vivaracha y radiante. A pesar de haber nacido en la desgracia, se veía feliz. ¿Por qué? ¿Cómo? No vale la pena vivir si no encuentras algo por lo cual valga la pena morir, se dijo Jack en un momento de claridad. Jamás fue disciplinado. Hallarse un camino desde la desgracia donde se hallaba no sería del todo sencillo, mucho menos 'encontrar una vida'. Haberse casado fue la cosa más responsable que hizo, pero inclusive el matrimonio lo echó a perder en un divorcio trágico. Todo lo que inicio lo arruino, pensó. Mi vida inició con un grito y ahora finalizará con otro, pero éste será de agonía. Se palpó el abdomen, provocándose dolor en la boca del estómago al imaginarse a su páncreas sufriendo, pataleando como pez sin agua. Un joven pasó vendiendo golosinas en su carreta de maderas podridas, ganándose la vida vendiendo dulces y cigarrillos por menos de veinte centavos de dólar. A Jack se le antojaron
unos Doritos de queso, sus favoritos, pero con rencor se acordó que la nutricionista, antes de irse del hospital, le urgió que debía dejar las frituras y el azúcar, y un sinfín de restricciones dietéticas que le arruinarían la vida. Me quitaron la dulzura de la vida, pensó el inglés mientras saboreaba el fracaso con la memoria del sabor de los Doritos. A los cincuentainueve años no había encontrado más felicidad que el ver el meollo de un vaso que estuvo lleno de whisky; o empinarse el codo para saborear los efectos transitorios de la borrachera. Jamás había sentido tanto placer como el finalizar de fumarse un cigarrillo y de tirar el filtro con los dedos índice y pulgar, como si estuviera jugando de ser el Padrino. Pero tanto como Don Corleone, él también moriría agonizando, y se arrepentiría de una vida malograda sino hasta el final del sendero. Al menos Don Corleone fue amado... Alguna vez sentí amor, pensó, pero por imbécil eché a perder la relación. Ya suficientes mentiras he dicho y perjurado, y lo cierto es que yo arruiné mi vida hace diez años cuando...cuando.... Ilsa… “¿Le lustro jefe? Cinco quetzales. ¿Qué dice? Le digo pué' que le dejo las trancas como jet americano, jefe,” dijo una voz juvenil. ¡El chico sin piernas le estaba ofreciendo un lustre de zapatos! ¡Vaya ironía! ¡Cinco quetzales son cincuenta centavos de euro! Jack estaba anonadado, el destino sí que le estaba apostando un juego sucio y simpático. “Venga, ¿cinco quetzales has dicho?” dijo Jack con cierto humor. El niño sonrió nervioso, ajustándose la gorra que decía ‘I LOVE NY’. Caray, pensó Jack, hasta gorra de los Yankees tiene este bandido. Sí que expele felicidad. Impresionante, se dijo, intentando descifrar qué hacer para adquirir un estado de existencia tan pleno como el del chico sin piernas. En ese momento una brigada de turistas —aparentemente franceses— se hicieron a donde estaba Jack listo para admitirle un lustre de zapatos a un niño desafortunado. Una chica muy guapa se tropezó con la patineta del joven, botando la bola de helado de vainilla que comía justo sobre el zapato de Jack. El niño se movió ágilmente sobre su patineta para no ser trepidado, aunque sin piernas aun gozaba de cierta agilidad. “¡Que me valgan las diez mil putas! ¡Mi zapatos italianos!” gritó el inglés, su acento pesado explotando por el enojo. “Disculpe señor,” dijo la chica con un acento precioso, “no me di cuenta hacia dónde iba.” Su español era perfecto, con entonaciones guatemaltecas, con el típico cantado de las palabras.
Jack se ruborizó al guardar a la señorita, cosa que fue aminorada por su piel amarilla, sintiendo un ataque placentero de cosquillas en la entrepierna. Hacía años que no sentía un envión de emociones. Notó que el lustrador de zapatos analizaba la situación con una sonrisa pícara. Jack habló enseguida, “Mierda mi puta suerte...No se preocupe... ¿O sabe qué? Preocúpese, ¿qué tal si me paga un lustre de zapatos y quedamos tablas?” le dijo Jack a la turista, coqueteando. La chica se sonrojó por el comentario, “Con mucho gusto. Y mi nombre se lo podrá ganar si me invita a un helado de vainilla igual al que ha manchado su zapato.” La chica es veloz de mente, sintió Jack. Tendría si mucho unos treintaisiete años. “Venga,” respondió el inglés sin deterioro. “¿Se lo lustro jefe?” inquirió el niño con una sonrisa al escuchar el intercambio. “Sí,” añadió la chica con su acento francés, “y de una vez lústreme los míos también, por favor.” Jack sonrió al analizar la combinación graciosa de eventos que le rodeaban. Un chico desgraciado físicamente, pero agraciado de espíritu, le lustraba los zapatos. Mientras, por algún misterio del universo, se amistaba con una francesa guapísima. ¡Vaya, que Dios parecía estar jugando con él!
Capítulo 5 “Y entonces así es como mi mundo se vino cuesta abajo,” finalizó de explicar Jack. “Y ahora ando en busca de lo que mi amiga Jesse le llama: una fucking vida.” La mirada de Jack se perdió entre el paraje del Parque Central. Otras personas, entre turistas y locales, andaban en sus quehaceres ambulando a velocidades variopintas, dando zancadas o pasos muy livianos. Todos parecían llevar una vida muy simple con goces muy sinceros, excepto él. Jack sintió las orejas calientes. La joven era guapa, y no era como si él, un viejo amarillo y con semejante panza con un maldito cáncer del pancreas, estuviera por salir con ella en una cita de flirteo y algo más. Pero bien que le agradaba verla y no le caía mal soñar y fantasear. La chica tenía ojos almendrados color café miel, pelo castaño al nivel de los hombros y liso como el hilo de tul, y un rostro de facciones muy finas y labios delgados. La francesa era un espectáculo. ¿Qué diablos haría en un país tan remoto como Guatemala? Al entrar a la nevería, Jack inmediatamente se dirijo hacia el heladero, “Hola, Lorenzo. Que sean dos medianos, cono waffle. El de la dama con una bola de vainilla y el mío, con una de Nutella, por favor. Por las putas que se miran fucking deliciosos los sabores.” Jack bien sabía que dicho postre le fue prohibido momentos tras su diagnóstico, pero por joder al destino mismo se comería un helado antes que el pancreas verdaderamente lo agobiara. Le crujió el estómago, sabiendo que la corredera lo obligaría a ir al baño a desahogar sus intestinos resentidos. “¿Solamente, don Jack?” inquirió el heladero con una sonrisa, a quien no se le escapó el detalle de la piel amarilla de Jack, algo imposible de evitar. “Así es, Lorenzo. ¿Cuánto sería?” “Cuarenta quetzales exactos.” “Venga,” Jack pagó lo debido, sintiendo la sonrisa de la chica francesa sobre su rostro. La chica había dejado atrás a su brigada de amigos asegurándoles en su idioma materno que regresaría al apartamento cuando antes. Le gustaba ayudar a los demás a resolver sus penurias. Era un gusto que había desarrollado desde pequeña, cuando le cobró gusto a escuchar a los demás narrar sus vidas, y así mismo aprender de ellos, tal como le fascinaba leer novelas históricas no ficticias para aprender del pasado de otros.
“¿Qué lo llevó a este punto…de desgracia?” inquirió la francesa, sus ojos color miel estudiándole el rostro al inglés glotón en vías de la desnutrición profusa por un cáncer que se lo devoraba por dentro. Esta chica es buena para sacarle a uno información, pensó Jack a media sonrisa, sabiendo que estaba abriendo sus pensamientos más profundos a una mujer que recién acababa de conocer. La chica le hizo una pregunta directa, una flecha al corazón y sin embargo, el rostro de la mujer jamás se deformó para demostrar que se sentía bien o mal por haber hecho la pregunta. “Es una historia larga. ¿Tu nombre, por favor?”, preguntó Jack cobrando el precio del helado. Le ofreció asiento a la chica en una mesa redonda y pequeña para dos. La chica casi se atragantó al contestar: “Camille Valois.” A Jack se le erizaron los cabellos de los brazos, no pudiendo contener una sonrisita de niño travieso. “Vaya, es un nombre muy bonito. Mi nombre completo es Jack Wellington. Soy originario de Inglaterra y las razones que me llevaron a un país tan remoto como Guatemala son varias y poco importantes para ahorita. Pero de momento, vayamos a mi historia corta-venas, y le aseguro señorita Valois, que no tengo ni la menor idea de por qué le estoy compartiendo tantos detalles de mi vida cuando apenas la conozco, pero usted me provoca algo de seguridad que no sé definir. En fin.” Jack se encogió de hombros y continuó, “Para hacértela corta, he llevado una vida desordenada y llena de vicios. Estoy destrozado por dentro y por fuera. He bebido descomunalmente, fumado como desgraciado, y todo se agravó hace diez años, cuando…Maldita sea,” Jack remató el puño contra la mesa y dijo, “y mi gran amiga de antaño, Jesse, me ha dicho algo que me sigue jodiendo las entrañas: que me consiga una vida. Mierda más estúpida jamás he escuchado.” Jack se paralizó mentalmente, tal que dejó de gozarse el helado, cual ya se derretía, una gota rodando de los bordes del cono crocante. Había topado con una barrera psicológica y no lograba traspasarla por más que intentara esquivarla por cualquier ruta. Camille lo consoló con sus ojos y dijo como si supiera exactamente que lo que estaba por decir era cien por cien veraz, “Ahora mismo que hizo esa pausa…¿qué sucedió? ¿Contra qué topó? No me lo tiene que decir a mí, Jack. Soy una extraña y no merezco esos detalles todavía. Lo que sí puedo compartir es lo que su amiga Jesse le ha dicho, que abarca un tema muy importante para usted y nadie más.”
Jack se quedó mudo. Sintió un rasguño de enojo al percibir que pronto lo estarían aleccionando otra vez. Dijo, “¿Y qué tema de suma importancia sería ése?” inquirió finalmente, irritado. “¡Usted mismo, por su puesto!” dijo Camille con una gran sonrisa. “Usted es el tema más importante, valga la redundancia, para usted,” respondió la francesa con simplicidad. Ay Dios mío, pensó Jack de un momento a otro al escuchar aquellas palabras. Se quedó callado por unos segundos y luego añadió, “Primero que todo, amiga, tutéeme. Segundo, ¿qué maldita mierda significa que yo sea lo más importante para mí mismo?” Jack respiraba veloz. Entre su mente una nube espesa de incertidumbre iniciaba a crecer. Camille notó el cambio en el hábito corporal de Jack. A veces la gente reaccionaba mal a tales palabras. “Discúlpeme, Jack. No fue mi intención causarle molestias,” mintió Camille. Ella sabía exactamente qué estaba provocándole a Jack y con gusto lo volvería a hacer con tal que aquél hiciera el ejercicio mental de buscarle una solución a su desgracia existencial. “Te dije que me tutearas,” dijo el Inglés. “Estoy perfectamente bien, aparte de tener un maldito cáncer del páncreas que de seguro me va a matar, y un hígado de mierda que está por asesinarme. Y además me queda un año o menos de vida, algo que mi queridísimo puto doctor me dijo de una manera muy respetuosa. Y ahora, querida amiga, explícate bien porque aquellas palabras no me suenan cuerdas del todo.” Camille se puso tensa. Aquello que inició con mucha gracia pronto iba cuesta abajo. Añadió, haciendo el intento por mantenerse calmada ante las palabras soeces de su nuevo amigo, “Jack, hay algo dentro de ti que necesita resolución, y eso lo puedo ver claro sin conocerte mucho. No sé qué es lo que debes hallar pero debes encontrarlo, y pronto. Tienes mucha tensión dentro de ti, mucho rencor.” Camille había cambiado el tono de su voz. Esto ya se convertía en una sesión psicológica, su rostro adquiriendo la aspereza de lo asertivo. El inglés se puso de pie de un brinco. Le apuntó un dedo a la interpelada, “¡Eres igual a Jesse! Aleccionándome de cagadas incomprensibles. ¡No mas!” Camille estaba acostumbrada a ver a la gente entrar a la defensiva cuando se les afrontaba, y era un precio que pagaría con gusto con tal de poder ahondar en la mente de otros, “Tienes mucho que hacer antes de morirte, Jack. Si te queda un año o menos de vida tal como lo dices,
sugiero que inicies a buscar eso que te priva de felicidad para resolverlo. Necesitas, entre lo que sea que busques, un buen arsenal de modales.” Camille se puso de pie. Se dio la media vuelta y arrojó los restos del cono waffle entre el basurero. Se largó sin decir más. Jack estaba agitado y notaba que los clientes de la nevería se le alejaban. Hoy sí que la he jodido, pensó. Alguien intenta ayudarte y lo primero que haces es ahuyentarla. Morirás solo maldito bastardo.
Capítulo 6 “¡James! ¡Ya está la cena! ¡Niños, vengan a cenar!” gritó Patricia con el amor de una madre que ha preparado la cena con entusiasmo. Llevaba el delantal manchado con salsa y harina, su cabello café ondulado sujetado por un gancho, cual le hacía parecer como la ama de casa más elegante de los tiempos. Patricia siempre había sido refinada, y no dejaría de serlo a pesar de estar cocinando la cena. James entró al comedor y saludó a su esposa con un beso suntuoso en la mejilla. Se sentó en la cabecera y le dio un sorbo al vaso con agua frente a su puesto. Al cabo de unos segundos entraron dos niños de pelo liso y corto color castaño, tal como el de su padre. Corrían compitiendo entre sí por el mejor puesto en la mesa: al lado de papá. “¡Hoy me quedo con el mejor sitio!” gritó el hermano mayor, habiendo ganado la carrera tras empujar a su competencia. El menor pareció hundirse entre sus hombros. Patricia cargó al pequeño, bañándolo entre su amor, “Pero hoy te toca al lado de mamita linda. Es un puesto formidable, apto tanto para príncipes como para caballeros.” El hermano mayor se sulfuró de los celos y dijo: “Yo quiero estar al lado de mami, papito. Quiero tener el puesto para príncipes y caballeros.” James pasó su mano entre el cabello de su hijo mayor y le dijo, soltándole un beso en la frente: “Este asiento es el que has escogido. La próxima vez, intenta negociar con tu hermanito para ver quién se queda qué puesto. Como observas cada asiento tiene sus beneficios.” Junior se quedó pensativo por unos segundos, absorbiendo la lección del día. Luego inició a comer con la voracidad de un león en crecimiento. “¿Qué tal en el Hospital el día de hoy, querido? ¿Algún caso interesante?” inquirió su esposa. James estaba perdido entre su mente. Pensaba en el pobre paciente a quien había diagnosticado con cáncer del páncreas. No era la primera vez que lidiaba con un paciente con un cáncer terminal, pero por alguna razón esta vez algo había cambiado. Lo sentía enter sus venas, sus huesos, entre el latir de su corazón. “¿Aló? ¿Hay alguien ahí?” Patricia nunca fue fanática del modo en que James se solía perder en sus pensamientos.
James elevó la mirada, notando que su esposa le guardaba con ojos que le decían “¿y entonces?”. Se limpió los labios con la servilleta y respondió: “Disculpas, querida,” James se ajustó los anteojos, nervioso. “Soy muy parco con los pacientes,” dijo casi vomitando las palabras. “Les digo su diagnóstico y no es sino hasta después que me percato, por su expresión facial, que les he herido. Quizá tuve que haber sido cirujano…” Patricia le respondió de inmediato, intentando alivianar esa mente turbia. Desde que se conocieron fue buena para calmar a James: “Mira, amorcito, entiendo que tu carrera es difícil, y lo sabías antes de entrar a oncología. Decirle a alguien que se va a morir en meses o años no puede ser fácil. Siempre supiste que sería dificultoso. Tu padre…” “No hables de mi padre, por favor. Sabes que no me gusta recordarlo.” Patricia volteó a ver a sus hijos, preocupada al saber que su papá estaría hablando mal del abuelo. Por suerte, los niños estaban ocupados jugando con la comida. Patricia pudo respirar nuevamente. James se tranquilizó, pero no parecía arrepentirse al haber hablado mal de su padre. “Es cierto, siempre supe que oncología sería difícil,” respondió para seguir la conversación, “es como si yo no tuviera corazón. Hoy le indiqué a un paciente que tiene cáncer terminal. Es aquel inglés gordo que ha vivido en Antigua por toda su vida. Fui tan crudo…tan robusto…Creo que le herí gravemente.” Junior gritó juguetón, “¡Papá está crudo!” El hermano menor le siguió el chiste y ambos se iniciaron a carcajear. “¡Papá está crudo! ¡Crudo! ¡Crudo!” Patricia los ignoró y siguió la conversación con su esposo, “¿Hablas de Tim?” “No, de Jack Wellington. Tim es Americano.” “Ya sé quién es. ¿Y entonces, que tan parco fuiste, amor? Elabora un poco más, los detalles son importantes, ¿sabes?” “Pues.. emm…eeerr…parece que tiene cáncer del páncreas y una disfunción hepática secundaria a la cirrosis por exceso del consumo de alcohol. Y le dije que…” “¿Y así se lo dijiste al pobre Jack?” Patricia interpretó el silencio de James como un sí rotundo. James lo estaba haciendo hasta con su esposa: no se estaba comunicando con claridad. Volvió a intentarlo, “Digo que no sólo consiguió adquirir cáncer del páncreas, sino también que
le fallara el hígado. Todo por abusar del alcohol y los cigarrillos. Es un caso muy agresivo de neoplasia. Como mucho le queda un año de vida, si no es que menos.” Por primera vez James percibió la dimensión del diagnóstico que le había entregado a Jack en la morfología de una bofetada con sal y pimienta. Por desgracia, estaba habituado a la muerte. Es uno de los problemas mayores del gremio médico, pensó: que nos acostumbramos a la desgracia humana y reaccionamos con normalidad a ella, pensó el oncólogo. James notó que sus dos hijos estaban atentos a sus palabras. Junior estaba callado y Alex, el menor, iniciaba a llorar, “¡Mami, se va a morir Jack!” Alex no tenía ni la menor idea de quién era Jack y sin embargo estaba afectado por la noticia. Junior también estaba conmovido por razones desconocidas. James meneó la cabeza de lado a lado, sabiendo que escucharía la reprimenda de Patricia durante semanas. Patricia volteó a ver a su esposo con una cara de: ¿qué diablos estás haciendo?, y le dijo: “Yo entiendo tu problema y he intentado afrontarlo contigo desde hace años. Pero debo decir que no es fácil hablar contigo. Siempre te pones a la defensiva, querido, como si yo fuera a atacarte. ¿Por favor prométeme que buscarás remedio para ello? Eres un oncólogo, por Dios Santo; no puedes evitar pronosticar cosas de mal presagio. “Tendrás un sinfín de pacientes más y muchos de ellos con un diagnóstico del mismo calibre. No puedes ir sentenciando a la gente con cáncer, ya de por sí sensibles. Muchas verdades son como dagas que apuntan directamente al corazón. Aprende a ser humano, querido.” El Dr. Jackson se ajustó los orbiculares, como solía hacer cuando se sentía nervioso. Respondió luego de tragar un pedazo de pollo que apenas consiguió masticar, “Lo sé, querida.” Supo que le debía sus disculpas a Jack. Patricia le respondió a su esposo, preocupada al verlo ensimismarse otra vez, “Mira, querido, todo va a estar bien ¿OK?. Viviendo se aprende. Pero eso sí, debes hacer el esfuerzo para cambiar, porque contrario a eso, jamás habrá un cambio por sí sólo. Debes efectuarlo tú.” Suspiró. Desde que conoció a James había tenido que lidiar con el mismo problema vez tras vez. Junior y Alex parecieron olvidar el tema en segundos. Se entretuvieron en una guerra de comida, cosa que inició una serie de regaños por parte de sus padres. El ambiente evolucionó a una típica cena familiar llena de regaños menores, comentarios y risotadas.
Patricia ya recogía los platos, “Querido, hoy me toca a mí acostar a los chicos. Anda a descansar. Te ves muy agotado.” Era cierto, James estaba demacrado internamente, y no sabía exactamente por qué. James le lanzó una mirada amorosa a su esposa. Inició a ponerse de pie cuando uno de sus hijos interrumpió el silencio: “Mamá, ¿puedo jugar la XBOX?” preguntó Junior con una mirada de gatito hambriento. “No, querido, ya sabes que después de las ocho de la noche no se mira ni tele ni se juega Nintendo.” “Se llama XBOX, mamá.” “No importa cómo se llame. Ya es hora de dormir. Eso es lo que importa.” Alex ya empezaba a seguirle el rollo a su hermano mayor, también deseando jugar juegos electrónicos. Patricia pronto los cogió y se los llevó a la cama, “¡Uy, que pesados mis hijotes, puros leones valientes!” James no pudo estar más que agradecido por una familia linda, no sabiendo cómo llego a tener una tras haber sufrido una infancia marchita. El resentimiento que sentía hacia su padre era tan fresco como antaño. Lo recordaba con agruras: un señor dispuesto a sacrificarlo cualquier cosa por su imagen—incluso a su propia familia. Él, como su único hijo, supo que fue echado a perder por su ambición de ser el mejor científico. Sintió alivio al saber que sus hijos no conocerían esa desgracia. Supo que en su mayor parte, era gracias a Patricia, que con todo su esfuerzo lograba mantener a la familia unida y sana. James se retiró a su habitación, donde cogió su lector electrónico para leer un libro. Cualquier tema bastaría: con tal que le diera la oportunidad de escaparse de la realidad.
Capítulo 7 “Que me valgan las putas…” dijo Jack al entrar a su casa. Llevaba años de estar viviendo en una casucha a orillas de Antigua, Guatemala. La casa la había pagado de una sola vez cuando seguía casado con Ilsa Kürzmann. Aquellos días fueron buenos, pero duraron muy poco para ser saboreados. “¿Qué mierdas es esto?” se preguntó al tomar un anuncio que alguien había deslizado por debajo de la puerta. Estaba impreso en un cartón del tamaño de la palma de la mano. Se agachó para cogerlo, las lonjas de grasa colgando de su abdomen haciéndole la tarea bastante difícil. El anuncio rezaba así: “¿Le hace falta una vida? ¡Consígala aquí! Sesiones con una psicóloga/filósofa única en el mundo. ¡No pierda la oportunidad! ¡Obtenga el 50% de descuento al mostrar este anuncio con su compra!” “¿Y quién jodidos quiere…? Bueno…quizá…No.” Jack elevó la mirada. Se guardó la mirada en el espejo del corredor de la entrada de su casa. El reflejo le devolvió una mirada derrotada. Estaba panzón y amarillo. Sin embargo, la gordura lo estaba dejando atrás con velocidad mientras el cáncer se lo carcomía por dentro. Según los datos de Wikipedia, el cáncer consumía a sus víctimas, cosa que le llaman caquexia en el gremio médico. Él le llamaba mirarse como un cadáver. Se imaginó siendo un zombi de los que había visto en el show de AMC, The Walking Dead. Sopesó que podría ser un fabuloso actor en dicha serie, pues ni tendrían que maquillarlo mucho y ya pasaría por un zombi perfecto. “Hijos de puta”, se dijo al analizar su reflejo, cara gorda, papada, y ojos café sin convicción, con la piel trastornada en colores amarillo de un enfermo sin remedio, “Soy un pobre hombre que poco ha alcanzado en la vida… ¡Pero si una vida es lo que necesito! Pero no…” Volvió la mirada al espejo y se apuntó un dedo, cobrando furia mientras la papada le temblaba, “¡Que me valgan las putas! ¡Por ni mierda que te vas a meter a sesiones con una puta psicóloga! Ya ni que fuera un perdedor de primera. ¡Humf!”, carraspeó, mientras se adentraba a la casa. Jack se quitó el calzado y se acomodó en el sillón, teniendo que mover una bolsa vacía de Doritos. Al sentarse, sintió algo crujir por debajo de sí, “Joder. ¿A quién maté ahora?”
Sacó una lata vacía de cerveza bajo el cojín. Arrojó la lata al suelo, apartando la sustancia que lo llevó a la desgracia. Su casa era un gallinero, y no le importaba ser un desastre viviente. De todos modos se moriría y ya no importaba nada. Tomó el mando a distancia y encendió la tele. Su show favorito estaba siendo transmitido. Se inició a carcajear abiertamente al ver a Jerry y a George hablar de temas triviales, y al ver a Kramer entrar de romplón al apartamento de su amigo. “Joder, ¡qué show más bueno! Amo a ese maldito Seinfeld.” El estómago le gruñó. Sintió un poco de ácido rascarle el trasfondo de la garganta con sabor a Nutella. “Que me valgan las putas, sólo falta que diarrea explosiva me dé esta enfermedad cabrona.” Jack eructó, el sonido viajando por el apartamento. ¿Cáncer del páncreas? El martillo de la verdad lo remató de nuevo. ¡Me voy a morir en menos de un año! pensó mientras las risas del show murieron sin eco. Jamás había sido de aquellos que planificaban a largo plazo. Quizá debía cambiar. Al llegar a la cocina se percató que el anuncio que acababa de leer le devolvía la mirada, postrado sobre la mesa de la entrada. ¿Y sí moría antes de conseguir una vida? ¿Y si moría jamás habiendo conocido la felicidad? Abrió el refrigerador y sacó unos tacos al pastor que había guardado hace dos días en una bolsa Ziplock. Los inició a comer con presteza. “Fríos…” y los metió al microondas. Mientras el microondas calentaba su comida, contaba los segundos de una manera desesperada. Jack volvió a sentir que el anuncio le hacía ojitos, sugiriéndole de maneras misteriosas que necesitaba conseguirse una vida, y muy pronto. Se aproximó a él, enojado, con el intento de tirar el bendito anuncio a la basura. Al verlo por una segunda vez, leyó en la parte trasera, “¡Nos podrá encontrar en el Parque Central a las 17:00 horas el día de mañana! ¡No demore y véngase ya! ¡Su vida le espera aquí!” Jack se sonrojó de la furia. Abrió el basurero y arrojó el anunció, “¡A la mierda contigo!” ***
Jack llevaba puesta la capucha de su chaqueta North Face. Eran apenas las cuatro y media de la tarde y hacía un calor abrumador. No deseaba ser detectado por nadie, pues le dolería aceptar que estaba buscando a una psicóloga/filósofa, algo que le heriría su ego ya destrozado. En Antigua, Guatemala, todos se conocían aunque fuera por mención, pues en una ciudad tan pequeña era imposible no ser parte de los chismes que entretenían al oído parado. Y como buena ciudad pequeña, los chismes corrían como gallina espeluznada por un zorro mentiroso. Lo que menos deseaba era que la gente se le estuviera aproximando para hacerle preguntas sobre su salud y su futuro, o preguntas tan estúpidas como: ¿y te duele?, el tipo de trivialidades que la gente gozaba escuchar por alguna razón. En el Parque Central había un pelotón de individuos hablando en frenesí alrededor de una mesa. Pululaban el área como si una celebridad de cine estuviese entre ellos. Jack observó que la persona sentada a la mesa no se miraba. Estaba completamente rodeada de gente de toda clase—obesos, unas personas muy altas, un papá con un hijo que tenía la cara salpicada de acné, y una chica llena de tatuajes fumando un cigarrillo que expelía olor a marihuana. Jack se sintió deprimido al ver el tipo de gente reunida alrededor de la famosa psicóloga/filósofa. Inició a dudar si se quedaría. En este momento me puedo ir a comprar un helado y es como si nada hubiera pasado. ¡Mierda!, pensó Jack, mordiéndose los labios. ¡Soy un puto imbécil! Dio un par de pasos hacia atrás, amedrentado por la idea de afrontarse con una psicológica y de súbito chocó contra algo. Se volteó rápido para no caerse, su cuerpo gelatinoso haciendo lo posible para evitar una herida. Cuando estuvo volteado ciento ochenta grados se sorprendió al percatarse que había colisionado con otra persona. Era un hombre que, como él, tenía la capucha puesta de su sudadero JanSport. Los orbiculares del señor se desajustaron por el choque. En ese instante, los dos se reconocieron con una mirada de asco y sorpresa. Pasaron segundos antes que el silencio fuera roto. “¿Dr. Jackson?” “¿Jack?” “¿Y usted, doctor, qué mierdas hace por aquí? Que me valgan las putas, a uno de su calidad jamás me hubiese esperado ver por estos rumbos de almas perdidas. Maldito verdugo,” espetó Jack con insolencia.
El doctor se ofendió y respondió, su rostro embutido por emociones claustrofóbicas: “Eso no es nada que le incumba a usted, Jack. Y además, me sorprende que usted esté aquí también. ¿No debería estar en recuperación? Bien sabe que debe estar haciendo dieta y reposo.” El doctor le devolvió una mirada con reprimendas. “¿Y a usted por qué putas le importa?” rebufó Jack, saliva saliendo en spray de su boca. El doctor Jackson se ajustó los anteojos, nervioso: “Bueno, pues ya ve. Si usted no comparte, yo tampoco.” El médico ya estaba a la defensiva, listo para una bronca verbal, su nariz de filósofo griego salpicada con pequeñas gotas de sudor. Jack se puso pálido y apretó los puños, “Que me valgan las putas. Entonces usted no tiene problema con ser el verdugo, pero sí con el compartir cosas de su vida privada con sus pacientes. Es usted un auténtico pedazo de mierda.” Lo último lo dijo Jack uniendo sus dedos, imitando a un italiano encabronado. El doctor abrió la boca, ofendido, como si le hubiesen pegado una bofetada, “No me venga con esas babosadas, Jack.” Se ajustó los orbiculares, “Primero, no soy un verdugo. Segundo, usted se auto-destruyó. Ahora, con permiso. Es mi turno.” Un grupo de gente ya rodeaba a los dos adultos discutiendo como adolescentes. Jack vio al médico aproximarse a la mesa, sintiendo una daga entre las costillas al verlo andar campante y lleno de triunfo. Y sin saber por qué lo hizo, corrió hacia él y lo jaloneó del sudadero, “¡Es mi turno! ¡Este doctor se está colando la fila! ¡Es un puto!” El doctor estaba desorientado, despeinado. Recobró su compostura e inició a jalonearse con Jack como si fueran un par de niños en la escuela luchando por una golosina: “¡Es mí turno y usted me vio aquí de primero!” “¡Ni mierda, yo vine antes!” “¡Babosadas! ¡Yo estaba aquí primero!” “¡SILENCIO!” El grupo de gente alrededor de ellos ya se iniciaba a carcajear. Muchos capturaban la escena con sus móviles. Jack y James se separaron como niños recibiendo reprimendas durante la escuela. “¡Es suficiente! ¿Me queréis decir qué diablos está sucediendo?” inquirió la muchacha tras el escritorio. Jack se quedó estupefacto. No lo podía creer. Era ella.
James inició a hablar, lanzándole miramientos a su paciente, “Mis disculpas, señorita,” el doctor tartamudeaba, seguramente la belleza de la señorita lo tenía sobrecogido. “El señor aquí es muy indecente…” dijo apuntándole un dedo a Jack. “¿Camille?” inquirió el inglés. Los espectadores estaban esperando sangre, o al menos una pequeña bronca. Dos de ellos ya apostaban para ver quién ganaría la contienda. Los espectadores se desinflaron al notar que no habría una pelea, en efecto. James y Jack estaban prestándole atención a la señorita como si fuera la directora de la escuela. La señorita espetó “¿En qué te puedo ayudar, Jack?” dijo cortante. Jack se sonrojó, “No te esperaba ver por aquí…Eeem, busco a la psicóloga/filósofa para que me dé una vida, o algo así.” James agregó, “Yo también la busco.” Camille cruzó los brazos y respondió, “Claro,” su acento francés derritiendo a Jack, “soy yo. He ofrecido mis servicios por cierto tiempo, pero por primera vez me anuncio abiertamente. ¿Cómo os enterasteis?”. El tono de voz de Camille cambió. Se redujo a uno capaz de instigar en sus clientes el habla. “Vi el anuncio,” dijo Jack de primero, compitiendo por la atención de la chica. “Mi esposa me envió,” agregó James, sin la prisa competitiva que denostaba Jack. Se ajustó los orbiculares. Camille se sintió ligeramente derrotada y dijo: “Ay, Diosito mío. Pues bien, ¿vais a pagar sesiones o qué?”. Estaba molesta. Jamás esperó ver a Jack nuevamente. En ese momento Jack entendió por qué Camille era tan buena para sacarle información a la gente. ¡Ella era la bendita psicóloga/filósofa! Se sintió como un idiota al comprender que había echado a perder otra oportunidad que la vida le había presentado al haber sido irrespetuoso con la señorita en la heladería. Camille no deseaba atender al inglés, y creyó que su modo agresivo lo ahuyentaría. Pero su corazón se hundió cuando ambos respondieron: “Sí, queremos pagar.” Camille rodó los ojos al cielo y dijo: “Vale. Aquí están los precios y aquí están los horarios,” dijo mientras les entregaba un par de talonarios a cada uno. “¿Este es el precio por mes?” preguntó Jack, horrorizado. Le quedaban pocas monedas en la cuenta bancaria. No estaba seguro si lograría gastarlo en terapias psicológicas. Con razón los
viejos ahorran tanto para su pensión, sopesó Jack. La realidad es que nadie se prepara para el desastre. “Ése es el precio por sesión,” respondió Camille, irritada. “¡Qué me valgan las putas! ¡Está carísima esta mierda! ¡Ya ni que yo cagara el dinero!” La gente alrededor de ellos se inició a carcajear; otros meramente voltearon la cara, enervados por la insolencia del señor gordo y amarillo de piel. Camille se molestó y respondió: “Esos son los precios. Si no te parece, te puedes ir, Jack. Hubieras aprovechado cuando tuviste la oportunidad para hablarme. Hubiera sido gratis. Detesto la hipocresía. Aquí vienes pidiendo redención; ayer en la nevería prácticamente me sacaste el dedo.” James miraba de Camille a Jack, confuso. Jack se sonrojó y dijo, lanzándole una mirada retadora a James: “No me jodas, Camille. Cometí un error, y de esos aparento provocar con frecuencia. Primero echo mi vida a perder y luego a mis amistades. Vamos, ¿me disculpas? Hablo en serio. ¿No tienes un programa para hombres muriéndose de un puto cáncer? Sabes que me vendría muy útil.” Jack le hizo una cara de súplicas a Camille. El doctor estuvo por interrumpir cuando Camille habló de súbito: “Muy bien,” inició. Su rostro se había transformado a uno de interés. Claramente Jack había dicho lo correcto, “Me propones una idea muy buena, Jack. Lo cierto es que jamás he tratado con pacientes con cáncer terminal. Creo que podría hacer la excepción contigo. Sería interesante que me ayudaras a desarrollar un programa para pacientes pre-mortem. Podrías hacer mucho bien por otros sufriendo lo mismo”, indicó Camille. Jack perdió la sonrisa al ser recordado de su mortalidad. El doctor interrumpió: “¿Y existe un programa para médicos, Camille?” Jack respondió al escuchar a James hablar, y mucho peor cuando comprendió que deseaba participar en lo mismo: “¡Ni mierda! El doctor es de mala fama, tiene el hábito de condenar a sus pacientes a la muerte.” Camille lo silenció con una mirada: “Explíquese, por favor. ¿Es usted doctor?” “De hecho, soy el doctor de Jack,” agregó James con un orgullo desafiante. “¿De este Jack?”, quiso saber Camille, apuntándole un dedo al interpelado.
“Preciso,” dijo James con una sonrisa. “Yo creo que sería de mucho interés para usted desarrollar un programa entre un doctor y su paciente, ¿no cree? Yo soy el oncólogo y él el paciente.” “¡Que me valgan las putas! No…” gritó Jack, indignado al escuchar que tendría que trabajar junto a su doctor. “¡Silencio!” gritó Camille con vehemencia. Los espectadores alrededor se estaban o riendo o echándose atrás. Camille se rascó la barbilla y reiteró, “Me interesa mucho la propuesta, señores. Yo sí creo que tu doctor, Jack, hace un buen punto. ¿No crees?” Camille dio un aplauso, celebrando una idea inédita. Dijo con una sonrisa, “Obtendréis un 75% de descuento. Podréis pagar las sesiones en pareja, si os complace.” Tuvo que esconder una sonrisa burlesca. Jack se desinfló y gritó, “¡Que me valgan las diez mil quinientas putas!”
Capítulo 8 “Usualmente las citas las doy en mi oficina,” explicó la francesa, “Sin embargo, recientemente me he dado cuenta que mis pacientes responden muy bien cuando estamos a la intemperie. La naturaleza tiene sus maneras de encantar al hombre, es un hechizo muy bueno que nos…libra de las penas mundanas,” dijo sintiéndose en su estado Zen. Jack estaba abatido. La chica de la nevería sería su psicóloga y para aumentar su inconforme, su propio médico sería su compañero durante la terapia. Camille continuó, “Cuando los pacientes se aproximan a mí usualmente son muy tímidos. Es difícil aceptar que se necesita de ayuda psicológica, pero el hecho que estéis buscando dicha ayuda me dice que estáis dispuestos a un cambio, y eso es un inicio fantástico. “Además, tratar a un paciente con cáncer terminal y al propio médico que lo diagnosticó es una ocasión verdaderamente única. Será un honor.” Camille inclinó la cabeza, como si fuera un sifu japonés. Vaya, la gente sí que le vale madre lo que uno pueda o no sentir, pensó Jack. Espero que estar expuesto a la puta cruda realidad me ayude a tragarme mi maldecido destino. Jack agregó, “Vale, no me molesta ser tu paciente, Camille. Pero sí te agradecería que fueras más dócil conmigo…apenas si he recibido el fucking diagnóstico por parte de ese desgraciado. Todo es culpa de este doctorcito de mierda…” James estuvo por protestar, pero Camille carraspeó, interrumpiendo una pelea verbal, “Guardad esa energía para después, señores. Ahora, debo añadir que todo lo que discutamos es completamente confidencial, como lo veréis en el panfleto que os he entregado. Y mi compromiso es que haré todo lo posible para ayudaros a ‘conseguir una vida’. “Aquél es un término empleado cotidianamente para decir que se necesita de madurar, de encontrar una gracia que nos alimente la existencia. Y a veces es útil redefinir el propósito por el cual vivimos, algo que no siempre es claro. “Yo me especializo en una aproximación holística al alma, de intentar proveerle la paz y la gracia que necesita para adquirir la plenitud existencial. También me interesa integrar a mis pacientes con ellos mismos, pues la integración de un ser consigo mismo, valga la redundancia, es quizá lo más importante de estas sesiones.”
Camille respiraba de una manera muy calmada. Cuando hablaba de la espiritualidad sentía que entraba en un estado Zen, su sentimiento favorito que lograba reproducir especialmente durante las sesiones de Yoga. Jack y James estaban hechizados por las palabras de Camille. La señorita no tendría más de treinta y cinco años y era más profunda que el mar, como un alma vieja. “Soy de la creencia que,” continuó la psicóloga, “las almas son capaces de buscar ayuda sin que la mente o la consciencia lo desee. A lo que voy es que vosotros os habéis encontrado por más que una simple casualidad. Estáis atados el uno al otro por fuerzas superiores a nuestro entendimiento. Y no es raro que un paciente genere un lazo poderoso con su médico, especialmente si ha sido diagnosticado con algo tan funesto como el cáncer terminal.” Jack y James se voltearon a ver con asco, no pudiendo creer que sus almas se buscasen de cualquier manera. “Muy bien”, continuó Camille, “en vista que no tenéis preguntas, me gustaría iniciar esta sesión hoy mismo.” Se puso de pie y se dirijo a su audiencia: “Hasta mañana, chicos. Estaré aquí a las nueve de la mañana para continuar programando sesiones a lo largo del mes. ¡Hasta pronto!” *** Dicho lo cual se volteó, ignorando las quejas de sus demás clientes. Se dirijo hacia sus dos pacientes en cuestión y les dijo con una mirada llena de calma: “Cuando hay pacientes que me necesitan más que otros, prefiero atenderlos antes que nada. Vosotros estáis clasificados como una emergencia espiritual.” Jack y James se voltearon a ver, no pudiendo creer que aquello les estaba sucediendo. Esperaban iniciar las sesiones con la psicóloga al próximo día, pero jamás de inmediato. Se encaminaron a una de las tantas bancas de concreto dispersas entre el Parque Central, la mayoría bajo varios árboles por lo cual encontrarían el comfort de la sombra en una tarde ya en curso. Se sentaron en la banca, la psicóloga en un extremo, James y Jack en el otro. Los señores estaban hechizados por completo, sin saber qué decir o pensar, totalmente atentos a lo que estaba por suceder.
“Os vuelvo a repetir que todo lo que se hable entre nosotros es y será completamente confidencial. ¿Vale?” Jack y James asintieron con la cabeza, como niños a la espera que inicie la tutela. “Perfecto. Ya que estamos todos de acuerdo, me gustaría iniciar esta sesión contigo, Jack.” El susodicho se tornó pálido, incluso sintió que le daría la corredera gracias al nerviosismo que sintió. “Jack, por favor, cuéntanos qué es lo que te frustra más de tu vida.” Camille colocó sus manos sobre sus piernas cruzadas, su mirada compasiva y abierta, que como un embudo estaba lista para escuchar cualquier cosa. Jack tartamudeaba mientras emergía del cavilo, “…Yo me siento frustrado porque… Ah…Bueno, pues, que me valgan las putas: este pinche doctor me viene a dar el triunfo de la muerte. I don´t need this type of rubbish. En Inglaterra jamás me hubiesen tratado así. Ya hubiera demandado a este hijo de puta por los millones que caga en su cuenta bancaria. “Llevo meses siendo estudiado por tener la piel amarilla y permanecí ignorante del tema hasta que el diagnóstico final fue declarado sin puta simpatía. Por Dios, ese desgraciado no necesitaba ser tan crudo y robusto conmigo.” Jack respiraba agitado, lanzándole una ojeriza a su médico. James se tornó rojo, sabiendo que aquellas palabras eran ciertas. Camille, mientras tanto, se mantuvo pasiva, observando, absorbiendo, elocuentemente transformando la información a pensamientos. James replicó: “Antes que nada, discúlpame, Jack. Sinceramente no deseaba herirte. Así soy yo: Una persona que le gusta lidiar con la verdad de una manera fría y calculada. Las emociones bloquean el progreso de la lógica. Segundo, debes comprender que tú mismo te sentenciaste a la muerte a la hora de llevar una vida llena de vicios. Y tercero…” “Doctor de mierda,” replicó Jack con su voz cavernosa, “siempre zafándose de la responsabilidad que tiene con sus pacientes con sus pordioseras excusas de lógica maldita.” “¡Señores!” gritó Camille furibunda: “Es difícil progresar si os estáis peleando. Yo veo que James no está tan agresivo como tú, Jack. ¿Qué es lo que verdaderamente te enoja?” James sonrió al ver el rostro dolido de Jack. No sabía por qué, pero se sentía puro niño triunfando sobre su rival.
Jack sopesó unos segundos, sintiendo una presión en su cabeza similar a la derrota. Tuvo la intención de decir la verdad. Contrariado dijo: “Porque el doctorcito se ha dignado de sentenciarme a la muerte de una manera muy hija de su madre.” James tiró las manos al aire y rodó sus ojos, expresando una irritación poco real. Camille meneó la cabeza de lado a lado. Luego de parecer reconciliarse consigo misma expresó: “James, ahora tú (disculpas si os tuteo durante las sesiones, me es más fácil). Por favor dime, qué es lo que verdaderamente te molesta.” James sintió una lanza perforarle en el pecho; jamás creyó que Camille le haría esa pregunta a él. Claro, hacérsela a Jack sonaba lógico, ¿pero a él? Tartamudeó, “Na.. Nn…. Nada, Camille. Es… No estoy seguro. He tratado con pacientes con cáncer terminal la mayor parte de mi carrera profesional,” dijo llevándose una mano a la barbilla. “No sé por qué mi relación con este paciente es tan diferente a otras. Es como si entre Jack y yo existiera alguna conexión extraña.” “Tu madre, you bastard. Conmigo no compartes nadita. Lo único mío que tienes es mi dinero.” “¡Jack! Tienes prohibido hablar”, le dijo Camille chasqueando los dedos. Jack cruzó los brazos e inspiró. Apretó los labios en dos líneas pálidas. “No lo sé, Camille”, continuó James bajando la mirada al suelo. “Hay muy poco entre mí, no existe mayor profundidad. Lo que hay es la lógica e información objetiva, nada más.” A Camille se le iluminaron los ojos. Un doctor que no sabe quien es y un paciente que se ha perdido entre los vicios…vaya que es una combinación de destinos muy inverosímil, se dijo la psicóloga. Dijo con una sonrisa, “Señores, puede ser que estoy suene muy extraño, pero tratad de abrir la mente a un horizonte completamente diferente, ¿vale? Yo creo que vosotros estáis unidos por más que fuerzas mundanas. No lo puedo explicar, pero lo siento…” Camille estaba exaltada por una luz interna, como si estuviese descifrando un Cubo Rubix, uno de sus puzzles favoritos. Mientras tanto, Jack y James perfilaban más de mil emociones en el rostro como: asco, desagrado, pena, y celos. “¡Qué me valgan las putas, Camille! ¡Jamás estaré unido a este hijo de puta!” Camille perdió el brillo. James se sonrojó de la furia y respondió, “¡No hay necesidad de involucrar a mi madre en esto!”
“¡Vaya si no! ¡Es ella quién te parió y por ello estás aquí!” replicó Jack. Ya se daba a tacos cuando Camille interrumpió, “¡Señores! ¡Joder! ¡Parecéis niños de la escuela! Hemos terminado, y hasta que no sepáis cómo comportaros como adultos no regreséis, ¿vale? Hasta entonces. ¡Fuera de aquí! Ay, Dios mío.” Camille sopesó si debería simplemente cancelar las citas con estos dos, pero desde luego se dijo, les daré una oportunidad más. Tan sólo espero que no se rompan la cara y se degüellen antes de regresar.
Capítulo 9 “Pero papito, no sé cómo utilizar una de éstas…” exclamó el pequeño, sosteniendo el rifle calibre 22 entre las manos con temor. El niño temblaba, sus ojos abiertos de par en par. “Sé un hombre verdadero y aprende a utilizar las armas,” le espetó su papá con un tono metálico y una mirada aterradora. “Pero papito,” exclamó el pequeño con el rostro amedrentado, “a mí me gusta hacer otras cosas, como escribir poemas y relatar…” La bofetada viró al chiquillo ciento ochenta grados. Pero las palabras fueron más abrasivas que el abuso físico: “¡He dicho que no quiero a mi hijo haciendo mariconadas! Vas a aprender a ser un hombre verdadero, a utilizar las armas y a conseguirte una profesión de verdad. Mírame a mí: Soy un médico famoso. Me gano el pan con la inteligencia. Tú, siendo poeta no sólo te morirás de hambre, sino también mancharás el nombre de nuestra familia; es algo que jamás permitiré. ¡Entiéndelo de una vez por todas!” El papá volvió a subir la mano. El niño se agachó, listo para recibir el golpe; uno de varios que le llovían a diario. La mano le acarició el cabello de manera robusta. Los cariños de papá jamás fueron tiernos. Una lágrima rodó sobre las mejillas del pequeño mientras temblaba. La limpió con velocidad. Si su padre lo miraba llorando le desataría más golpes sobre el rostro para darle una buena razón para llorar. Deseaba soltar el rifle, pero la mirada de su padre le obligaba a sostenerlo. No se sentía del todo cómodo al poseerlo, era como sostener un pecado entre las manos. Su padre le rebufó al verlo acobardado: “Sostén esa maldita arma como se debe, joder. Es como si hubiese criado a una niña. Así, firme. ¡Aprieta las manos y todavía no metas el dedo al gatillo! ¿Acaso eres idiota? Vaya, por fin aparentas ser un hombre de verdad. Deja de berrear ahora mismo o te daré una razón para llorar. Ahora anda y no regreses hasta que hayas cumplido el cometido que te expliqué.” “Pero papito, ¿qué debo hacer?” dijo el niño, reprimiendo lágrimas con amargura, sintiendo la necesidad de esfumarse en menester sin dejar rastro. Desde luego el abuso se marcaba en su alma como un tatuaje blasonado con fuego; y sin dudas se sentía como ganado que pronto sería llevado al matadero.
“Ya sabrás qué hacer media vez expuesto a la intemperie,” le respondió su padre. “Así fue como mi padre me entrenó a mí. Y si quieres ser como yo haz lo que te pido. Cuando yo era niño, jamás cuestioné a mi padre. Si tú quieres esto: una vida llena de éxito, entonces actúa y déjate de la cobardía. No quiero escuchar nada de poemas y emociones. Nunca más.” “¿Y si me muero, papito?” preguntó el niño con los ojos abiertos de par en par, no pudiendo creer que su padre lo estaba enviando al bosque salvaje con un rifle de verdad entre las manos. ¿Para lograr qué? El niño se percató del llanto musitado de su madre. Supo que ella no se entremetía para evitar un ojo morado, o dos. “De algo morirás de todos modos,” le espetó su padre. “El mundo te comerá en segundos si sigues en el rumbo de los débiles. Es mejor morir que ser una vergüenza para esta familia. No echarás a perder el apellido que te he dado.” … … “Papito, mira lo que he escrito,” dijo el niño sin mayor convicción. Había tomado un riesgo altísimo al presentarle a su padre uno de sus poemas preciados. La mano le temblaba. La mirada de su padre era un martillo que lo clavaba al suelo. Siempre sintió la necesidad de impresionarlo, pero cada vez que trataba se largaba con un grado menos de confianza. Su padre observó el cuaderno con repudio. Y por segundos sintió resquicios de una felicidad inédita, el regocijo que un progenitor siente al ver a su progenie crear. El pequeño creyó haber satisfecho a su papá, pero al ver la reacción averna que le congestionó el rostro, su alegría se desplomó al suelo. Su padre se enfureció y sin decir algo rompió el cuaderno en mitades. Amonestó con un tono metálico y hostil, “Niño imbécil, ¿acaso no sabes que los artistas se mueren de hambre? Tú lo que debes ser es médico, como yo, y ganarte la vida siéndolo. El arte es para los maricones o para los frustrados sociales; tú no cabes entre aquellos. Sé un hombre de ciencia, o algo similar
que sea respetable. ¡En un mundo sin emociones la humanidad progresaría tanto más!” El eco del grito, sintió el niño, tardó minutos en morir. Dicho lo cual su padre caminó hacia el armario y sacó un rifle calibre 22. Se lo entregó robustamente a su pequeño entre los brazos, quien tuvo que retroceder al menos dos metros para evitar caerse por la fuerza del impulso. El niño jamás hubiese predicho que las armas eran tan pesadas. La madera del rifle era lisa y sólida. El cañón del arma era de un metal negro y pulido. Su olor era a algo metálico, como a pólvora y a aceite DW-40. Jamás había sentido tanto miedo, sosteniendo lo que toda su vida había pensado ser una máquina de la muerte. Su padre le sonrió y le dijo, “Ya inicias a parecer hombre. Vas a ir a comprobarte de una vez por todas. Al bosque te irás.” “Pero papito, no sé cómo utilizar una de éstas…”
… … Las dulces palabras se riman rimando, Las plumas del sol se admiran pensando. Mi mamita es la mujer más bella del mundo, Y mi papito me trata de salvar, pero es iracundo. Papito, te escribo este poema porque me gusta escribir, Tan sólo deseo que tu corazón lo permita, que me dejes Fluir. El niño se levantó corriendo, tomando el cuaderno y el lapicero entre sus manos. El poema estaba delicioso. Rimaba y combinaba de una manera estelar. Sonrió internamente, una emoción
brillante que tristemente quedaría ofuscada por décadas, enclaustrada tras una pared de piedras más gruesa que el mismo muro de Berlín que separó a toda una nación. Cerrando el diccionario con la palabra “iracundo” marcada, corrió hacia su padre con ilusión. Estaba convencido de que el poema cambiaría a su padre de una vez por todas. Desde luego se sentía como el gran Darío o Neruda, incluso como Shakespeare; poetas que admiraba. Ellos eran sus héroes. Entró a la sala de lectura, donde su padre leía una revista científica. Sin saberlo ya iniciaba a temblar. Con cada paso dado se desmotivaba, sabiendo que su padre no apreciaría su creación. El poema todavía no tenía título. ¿Qué título le pondría? Quizá algo como Papito Entiéndeme o algo similar. Dio el último paso. Estuvo ante su progenitor. Una gota de sudor rodó por su frente cuando su padre elevó la mirada, viéndole bajo la franja negra de los lentes de lectura. “Papito, mira lo que he escrito…”
… … Jamás hubiera predicho que el bosque fuera tan frío, tan húmedo. Volteó a ver hacia atrás. Su padre estaba parado a la puerta, con las manos entre bolsa del pantalón como si estuviera viendo un juego de golf, observándole pasivamente mientras su crío se apartaba de la casa y hacia la intemperie. ¿Dónde estaba mamita? ¿Y por qué mamita no le había salvado? Mamita…¡sálvame! Pero la realidad es que su mamita había aprendido a no entremeterse, salvo que quisiera un ojo morado, o dos. El viento serpentino englobó sus sentidos sin misericordia. Jamás había sentido el pulsar de los elementos a través de su alma como ahora. La crudeza de la realidad cicatrizaba su alma pura, y sus emociones ya amenazaban esfumarse sin dejar rastro. ***
El bosque estaba lleno de ruidos y de una sobreabundancia de actividad natural. El niño andaba con el rifle entre las manos, temblando del miedo. Había frío, mucho de lo que hubiese esperado en un lugar relleno de verde y café. De haberlo sabido se hubiera preparado con un suéter de lanas o una bufanda de casimir. El niño profundizó entre el follaje hostil. Una bruma densa lo engulló, devorando la poca paz que alguna vez sintió en su hogar. Estaba aterrorizado, temblando como si fuera invierno cuando la temperatura era de una selva tropical. Sostenía el rifle sin saber qué hacer con él, apuntando el cañón hacia donde escuchaba el provenir de diversos ruidos amenazadores. Graznidos, gruñidos, bramidos de animales bestiales...todo parecía ser una eterna amenaza, inclusive las ramas eran puntiagudas. Pero al voltear a ver hacia atrás con el deseo de regresar a la comodidad de su hogar, la imagen de su padre lo aterrorizaba tanto más que el bosque salvaje. Sabía que regresar a él sin cumplir su propósito le ganaría una reprimenda espantosa que a lo mejor y lo dejaría minusválido de espíritu. El niño estudió sus alrededores pasando su vista por el lomo de los árboles, por las ramas, las hojas, y algunas flores silvestres; se detenía donde la sombra del follaje denso pululaba ciertas áreas, buscándole avenidas al terror. Los árboles parecían ser sombras tortuosas, como si hubiesen sido torturados por eones de años, el dolor retorciéndolos y forzando a los seres doblegarse bajo fuerzas intolerables. El niño inició a sudar frío, a voltear a ver de lado a lado, intentando hallar alguna zona de conforte, pero nada parecía ofrecerle resguardo. Solamente había dolor, desgracia y depresión. El niño reaccionó de la única manera que sabía reaccionar a la hora de vérselas con la adversidad. Abrazando al rifle, se inició a acomodar en posición fetal sobre el suelo húmedo de tierra. En ese momento el influjo de emociones y sentimientos fue vigoroso, tal que se le nubló la vista y el pensamiento. Sintió un odio intenso hacia su padre, un señor malvado que no le ofrecía más que la riqueza parca de un hogar fragmentado por ilusiones malversadas. Pero contrario a desarrollar sus propios métodos para afrontar la realidad, eligió escuchar el consejo de su padre. En un instante decidió despojarse de sus emociones.
En el ojo de su mente pudo verse entre las penurias. Vio cómo sus emociones morían a merced de un niño asustado que no conocía otro camino, estrujando entre sus manos el alma marchita de sus sentimientos. El color de su propia imagen cambiaba de uno colorido a una escala de grises al borde de lo alienígena. Extrañamente, esto le otorgó el beneficio de lo cómodo, el beneficio de estar en colores simples y predecibles. Se abrazó las piernas fuertemente, sus rodillas tocándole el pecho. Su fuente de paz pasó a ser el silencio y la ausencia de las emociones. La voz de su padre era omnipresente, superando el ruido de lo salvaje que gritaba con su coro estrepitoso, ¡No seas un niño débil y frágil! ¡Sé como tu padre, un hombre fuerte y sin emociones! Aquella voz reverberó en su alma emponzoñada por una noción falsa. En ese momento pasó lo impensable. Ocurrió lo que jamás debe ocurrirle a un niño: perjuró jamás volver a sentir.
Capítulo 10 Se despertó de súbito, un torbellino eléctrico licuándole los sesos. No supo qué fue que lo despertó. Estaba seguro que no fue ni el gallo ni el sol. ¿Sería la sensación desgarradora que algo estaba intentando penetrarle el pecho? Con miedo se rebuscó el tórax, y sintió alivio al concluir que no había nada le amenazaba la vida de momento. Sin embargo, sentía el pulso acelerado, como si hubiera visto a un fantasma. Un fantasma…un espíritu…La oscuridad estiraba sus alas…le tocó el brazo. Se restregó los orbes visuales con las manos, sintiendo por debajo de sus muñecas los párpados restregando la córnea. Concluyó que todo estaba negro, quizá por un exceso de sombra entre la cual parecía anidar, como un pez de las profundidades del mar. ¿Estaría ciego? La oscuridad gobernaba con totalidad. La superficie por debajo de sí, extrañamente, no era su típica sábana acomodadora; esto parecía ser un pedazo de paja, pues la textura del lecho era filamentosa, áspera, como leño poco pulimentado. ¿Alguien le habría cambiado el lecho? ¿Le estarían jugando una trastada? La habitación donde se encontraba podría haber tenido cualquier límite. De haber sido la propia ya hubiese alcanzado la luz sobre la mesa de noche. Pero el frágil sonido escapando del latido de su corazón, su respiración, y el olor del confinamiento, le hicieron saber que sin duda se encontraba en algún tipo de mazmorra poco atendida. Olía a guardado, empolvado, y asquerosamente olvidado. Se puso de pie, comprobando sus límites físicos. Precisó que deambular no se le hizo difícil. Inició a moverse cauteloso por la habitación que lo confinaba. Sus pasos hicieron crujir la madera. Se estremeció al temer que pudo haber alertado a alguien. ¿Pero a quién podría haber alertado? En un segundo llegó a la pared. La sintió fría y poco pulimentada. Al correr la mano sobre la superficie notó que estaba compuesta por varias tablas de madera verticalmente yuxtapuestas. Decidió andar pegado al ras de la pared para imaginarse su extensión. No había nada en ella; ni mueblería ni decoración alguna, como si certeramente fuese una mazmorra destinada a los desgraciados de la sociedad. Pero…un confinamiento de madera no podría contener por mucho a un prisionero, por lo cual la conclusión que se tratara de una mazmorra hecha de madera no le hizo del todo sentido. Quizá era una habitación de algún tipo…
Pronto llegó a una depresión en la pared. Sospechando que sería lo pensado, apretó un pomo entre la mano. Lo giró y los sistemas del engranaje iniciaron a ceder, gimiendo de lo viejo y del desuso extremo. Al abrir la puerta, un hilo de luz grisácea se adentró a la habitación donde se había despertado. El hilo de luz danzó, como una bufanda expuesta a los elementos y a la furia del viento. Contuvo la respiración al notar que no estaba preso y era libre para actuar a su propio parecer. Abrió la puerta con lentitud a su máxima extensión, temiendo que despertaría al dueño, a los residentes, o quizá a algún canino guardián. Las bisagras chiflaron, delatando su presencia con los graznidos de su vejez. Estudió el ambiente, precisando que no había vigías. ¿Dónde diablos estaría? ¿Quién diablos lo mantendría preso en un sitio como este que no parecía tener la capacidad para confinar a nadie sano de la mente? Al emerger del habitáculo y se percató que estaba en un pasillo extenso, de unos cincuenta metros de longitud quizá, si no es que más. Las paredes de madera delimitando al pasillo estaban totalmente desprovistas de toda decoración. El suelo estaba relleno de polvo. A pesar de ser extenso el corredor, también era estrecho, algo muy extraño de considerar. La luz era escasa y gris de color. Por acto de un reflejo sin sentido, bajó la mirada para estudiarse las manos. Se quedó pasmado al notar que sus palmas eran dos sombras completamente indiferenciadas. Empezó a respirar rápido mientras el temor lentamente se le incrustaba en el alma. Con asombro desbordado se guardó las piernas, petrificado por lo que vio: también eran sombras completamente indiferenciadas. Se volteó a ver el torso, el abdomen, y las partes corporales que podía verse. ¡No vio más que sombra amorfa! ¿Qué clase de chiste era este? Inspiró profundo un par de veces, haciendo el intento para disipar el estrés acumulado y disminuir sus palpitaciones aceleradas. Sintió que estiraba los dedos de las manos y de los pies; que movía los brazos y las piernas. Por lo menos todo sigue bajo mi control, pensó la sombra. Se sustrajo del ensimismamiento y regresó su atención al mundo exterior. No sabía dónde estaba. Podría hallarse en cualquier sitio y jamás lo averiguaría, salvo que se aventurara a explorar. Se dispuso a seguir hacia adelante con cautela. Lo menos que deseaba es distorsionar su paradero, y además no sabía muy bien ni donde estaba ni quien anidaba en dicho sitio. Pero no le quedaba más que curiosear.
Pertrechó el pasillo largo sin problema, dando pasos con sigilo como para no delatar su posición y presencia. Cuando llegó a su final, quedó expuesto a una sala moderadamente ancha. Por las paredes de madera, techo del mismo material, y ventanas, concluyó que estaba en una cabaña. Ésta estaba completamente vacía, exceptuando al amueblado que estaba recubierto por una serie de mantas blancas empolvadas. Una lámpara vieja colgaba del techo, inmóvil. Por el aspecto del sitio, le fue muy evidente que estaba totalmente desatendido y olvidado. Por cuanto tiempo, no pudo decir. ¿Quizá meses…años…? Se asombró al encontrarse un hogar como éste. ¿Qué diablos hacía aquí? Siguió caminando por la estructura con el intento de saber un poco más sobre ella, descubrir sus secretos e intimidades. Se sorprendió al notar que sus pasos dejaban huellas sobre el polvo tras cada paso dado, algo que significaba que sin duda tenía sustancia con algún peso notorio. Curioso, se dijo al escuchar el resonar de sus propios pasos. Observó a través de las ventanas con la curiosidad desflorada: dos cristales rectangulares justo al lado de la puerta principal y uno en la pared lateral de la casa. Por fuera había un gran bosque, densamente hermoso y espesamente aterrador. Lograba escuchar el bufido del viento y el pensar de la flora con su silencio omnipresente. Por varios segundos permaneció quieto, admirando el pasar de las nubes en el horizonte y del mecer de las ramas del bosque. Tuvo una sensación conmovedora de un momento a otro, quizá incitado por el trance inducido por un silencio que apaciguaba. Pudo visualizar a una flama divina en el ojo de su mente. Sin embargo, no supo qué hacer con dicha fuerza danzante. Y su intento de capturar aquella esencia murió; pero permaneció como una idea que se le antojó perseguir en alguna ocasión. ¿Qué diablos se supone que debo hacer en este mundo?, pensó la sombra al sopesar su propósito en dicho sitio. ¿Qué diablos significa la flama, aquella que no logro sacudir del ojo de mi mente? Sin decir más y actuando por mero impulso, inició su retorno a la habitación, la mazmorra, donde había estado enjaulado por algún tiempo indefinido. Como esclavo de sí mismo, la sombra se fue al son de las calderas del remordimiento, depresión, y agrura existencial. Ni él supo por qué estaba retornando a la oscuridad.
Cerró la puerta detrás de sí. No valía la pena esforzarse, ¿esforzarse para qué? Mejor era restar en la cama, aunque fuese áspera y denigrante, contrario a luchar por trofeos insignificantes. Sin pensar más, volvió a restar en su estado de eterno aturdimiento, esperando a que algo, o alguien, llegara a sacarlo de su desgracia.
Capítulo 11 Un mes pasó desde su último encuentro con Jack en el Parque Central. James iba y venía del trabajo, atendiendo pacientes y otorgando diagnósticos de severidad variable. Día tras día intentaba menos resolver los misterios que Camille quiso desvelar, que como un absceso relleno de pus y mugre, casi logró perforar con sus preguntas, y dicho problema subyacente quedaría rezagado a los presagios de la subconsciencia. Pesquisar entre sí mismo se fue haciendo más engorroso y susodicho absceso de emociones aturdidas quedaría irresuelto. Su día era más gustoso si aplacaba dichas preguntas que abarcaban el tema de ¿quién soy? y ¿por qué estoy infeliz?, por lo cual, la curiosidad por saber más sobre sí mismo se fue muriendo. “Sí, señora Gálvez, es un tumor de origen benigno. De todos modos debo referirla con el neurocirujano oncológico—el Dr. Castañeda––, para que le extirpe dicha masa,” informó el Dr. Jackson. La señora Gálvez observaba con admiración al doctor. Era su héroe, pues le había diagnosticado una masa y para ella fue como que le hubieran salvado la vida. Nancy Gálvez era una mujer de setenta años de edad a la que, por desgracia, le había surgido una masa en el cuello. La señora había tenido la masa ya por cinco años y la única razón por la cual acudió al médico había sido porque ya le costaba deglutir. De no haber sido por aquello jamás hubiera buscado ayuda, y la masa hubiera crecido y pasado a ser su fiel acompañante. Una vez, recordó el Dr. Jackson, tuvo a una paciente de sesenta años de edad que inició a sentir que el vientre se le estaba expandiendo. La paciente, por su puesto, pensó que estaba embarazada. El “embarazo” duró ocho años. Llegó al hospital cuando inició a sentir dolor cuando dicha masa comenzó a comprimirle los nervios de la pelvis. Fue entonces cuando le diagnosticaron un cáncer de ovario de cuarenta libras de peso, por fortuna, de origen benigno. La señora estaba triste de haber perdido su masa, la cual parecía haber evolucionado a convertirse en su acompañante. La mente humana es capaz de tanto… se dijo el médico. Y sin embargo yo no soy capaz traspasar mis propios límites. “Bueno, señora Gálvez, he llenado la ficha de referencia. Si me hace favor, consulte con la enfermera Julita para que la guíe hacia el área quirúrgica.” La interpelada sonrió y dijo: “Ay, mi doctorcito, muchas gracias. Que Dios le bendiga. ¡A ver cuando se llega por la casa a comerse un tamalito!”
James se despidió de su paciente, sabiendo que de las cosas que más amaba de su profesión era el calor de la gente, el poder ver a sus pacientes salir adelante…lo cual contradecía completamente el hecho que no podía sentir emociones…¿qué le pasaba? ¿por qué no lograba afrontar su propios delirios? Julita llegó a con James con una papeleta en la mano. “Su paciente está aquí mi doc. ¿Lo paso papaíto?” Julita tamboreaba desesperadamente el pie sobre el suelo. La Jefe Enfermera era reconocida por su impaciencia. Vestida en scrubs celeste y su cofia del mismo color transmitía la sensación de autoridad. Era de estatura baja, de cabello liso y negro, colgado en una cola de caballo. Sus ojos café denostaban su desesperación. Sin duda padecía de un complejo de Napoleón, peor bien que manejaba su área como un buen capitán. James leyó la ficha técnica del paciente. Sintió un choque eléctrico cursarle la columna vertebral cuando reconoció el nombre. Se preparó para el encuentro de muy mala gana. Le costó entrar en estado máximo de concentración pues últimamenet había estado durmiendo muy mal. Esas malditas pesadillas de mi infancia, se dijo sacudiendo la cabeza de lado a lado, sus ojos café claro percibiendo una imagen interna. Las pesadillas de su niñez de alguna manera habían encontrado su camino de vuelta a la recámara de sus sueños. Se sentía acechado por las sensaciones negativas que le reproducían dichas entelequias, preso de los recuerdos agrios de su padre. Julita se aproximó al doctor y le dijo, su rostro una máscara de impaciencia controlada: “Está esperándole en la clínica número cinco,” dijo desesperada. “Gracias, Julita,” asintió James encaminándose hacia el dispensario. Tragó pesado mientras se preparaba, ajustándose los anteojos. Cerró la puerta tras de sí al entrara al despacho, y al virarse—después de un mes de no verlo,—notó que aquel hombre parecía un moribundo hecho y derecho. Le le erizaron los cabellos del occipucio como si en efecto estuviera frente a un fantasma. Su deterioro fue muy acelerado, algo que realmente no se hubiera esperado. Dijo con tensión en su voz, no sabiendo cómo abordar al pobre hombre en un proceso acelerado de metástasis y aparente muerte inminente: “Hola, Jack. ¿Qué tal se encuentra?” Se ajustó los anteojos. Jack lo guardó con ojos cansados, dos bolsas de grasa bajo orbes visuales que anuncian una pesadez invariable. En aquellos tuvo que haber existido el odio; pero el inglés lo miraba con una mirada que pedía nada más socorro. “Ah, James. Pues, más o menos.” La voz de Jack estaba
llena de zozobra. “Que me valgan las putas. Estoy más cansado que un asno trabajando en el maldito campo bajo un sol implacable. No he dormido ni papas estos últimos días. ¿Cree, doctor, que es porque la enfermedad está progresando? ¡Odio al cáncer, doctor! ¡Maldita caca me está privando de mi energía vital! Hay que matarlo antes que el cáncer me mate a mí … si fuera posible… pero usted ya fue tan amable como para asegurarme que esta cabronada no tiene tratamiento.” La derrota fue inevitable, la cual se expresó a través de cada poro de la piel del paciente. James trató de no ser tan parco, pero no pudo contenerse al actuar como un mecanismo autómata: “El cáncer seguirá su curso hasta que…” Se mordió la lengua. “No lo diga, ya lo sé. Me voy a morir y bla, bla, bla. Y usted, cabrón bien parido, me tiene que dar más medicinas para el dolor. Ya me empieza a joder este maldito páncreas que pareciera estarme devorando las entrañas, que ni un maldito helado me puedo comer sin que de me la corredera. Y, por cierto, ¿hay algo para quitarme este color amarillo de la piel? Parezco un maldito pollo y me tiene fuera de mis casillas, ya pronto me van a procesar para enviar mis carnes al súper mercado.” James le observó tan compasivamente como pudo y le dijo: “Tenemos que llevar a cabo unos exámenes para monitorizar cómo van los marcadores tumorales. Ellos nos dirá qué tan rápido va progresando la enfermedad y…Jack… esto es terminal. Siento recalcarlo pero no quiero darle falsas esperanzas. Es una enfermedad que avanza con mucha velocidad y…” James sintió un cuchillo hundirse entre sus costillas. Lo había hecho otra vez. Fue demasiado crudo. “¿Sabe que me hubiera gustado, James?” replicó Jack, cambiando de tema por completo, “Haber ahorrado dinero, así no estuviera atrapado entre la puta bancarrota. Si algo me hubiese gustado ahora que estoy en las últimas es viajar el mundo, conocer lo que alguna vez me prometí que conocería. Pero, por las putas del burdel barato, me lo bebí y me lo fumé todo. La nutricionista me dice que no coma ni esto ni el otro, pero joder, sin marmaja no puedo hacer nada, ni comprar ni joder absolutamente nada. Ya no puedo ni pisar porque ni se me para mi amiguito fiel. ¿Usted sabe lo que es eso para un hombre que cogió como conejo high en testosterona?” Jack suspiró, “Bueno, pues sáqueme la sangre que necesita, James. Además de verdugo usted es un maldito vampiro, que cada vez que me ve lo único que quiere es picarme la piel y zampar
mi sangre a un laboratorio. Vale. Cuanto antes mejor, así podré seguir merodeando mientras espero a que la muerte venga a por mí.” El Dr. Jackson sintió el impulso de asistir a Jack emocionalmente, pero no pudo. Lo único que logró balbucear fue: “Jack, se ve cansado, ¿ha estado durmiendo bien?” “Joder, ya le dije que no. Que me valgan las putas, este cáncer de mierda me mantiene despierto. El dolor, las pesadillas, la preocupación; y encima de todo me moriré solo. No hay peor tortura. Que si tuviera billete le pagaría a una ramera barata para que me haga los cariños que necesito, ¿comprendes?” Jack bajó la mirada. James quiso simpatizar con él, pero lo único que logró fue colocarle un hule alrededor del brazo para la extracción subsecuente de la sangre venosa. “¿Le duele? Puedo medicarle morfina, o inclusive prescribirle marihuana.” El doctor se arrepintió de haberle ofrecido drogas al inglés con un gran historial de abuso de toxinas. Jack lo sopesó con los ojos llenos de brillo, imaginando lo delicioso que sería estar pedo con un churro de grama delicioso, pero luego añadió: “Ni mierda. Lo menos que deseo es drogarme otra vez. No puedo recurrir al vicio, ya no más de esta cabronada de evadir la realidad. Analgésicos sí le acepto, pero ninguno que me vaya a sedar demasiado, pues no deseo perderme de los pocos segundos de vida que me quedan.” Hubo un momento de silencio incómodo que creció como los tentáculos de un pulpo negro y mordaz. Jack pudo ver su muerte tan clara en el ojo de su mente, un proceso irremediable que se lo llevaría de tirón: Un ataúd enterrado seis pies bajo la tierra, sin gloria ni fama, sin una lápida declarando éxitos. Se sintió desesperanzado, observando al cristal de su alma resquebrase aún más de lo que ya estaba dañado. Lo bueno de la muerte, pensó, es que es definitiva. No hay muerte a medias tintas. “James,” inició Jack con un tono de voz que el doctor no reconoció en ese instante, “el otro día en el Parque fui insoportable. Jamás debí haberlo insultado. ¿Me disculpa? Sé que su madre no tiene nada que ver con está mierda.” El médico se sorprendió con la sinceridad de Jack. Se arregló los anteojos y respondió, “Disculpas aceptadas. Aunque no lo crea, Jack, agradezco que haya sucedido. De cierto modo nos obligó a exponer nuestro lado débil…”
El doctor no pudo finalizar el pensamiento. Desde luego sintió que los mecanismos de autoprotección cerraban los puertos de su expresión natural. Frenó el desarrollo de sus emociones y permaneció inexpresivo, estoico como un buen Samurai. “Doctor, usted tampoco se mira tan fresco que digamos,” le dijo Jack mientras lo estudiaba, notando que el doctor cargaba dos ojeras pesadas bajo los ojos. James insertó la aguja entre la vena del brazo del paciente. Inició a succionar la sangre con el émbolo. Extrajo la aguja al tener tres mililitros de la sustancia vital. Llenó dos tubos de ensayo con el plasma: uno de tapa morada y otro de tapa naranja. Los meneó ligeramente antes de colocarlos entre una canasta. James confesó mientras se quitaba los guantes de látex: “He tenido pesadillas por las últimas cuatro semanas. He estado soñando que estoy en un bosque cuando era un niño, pero por Dios, juro que es de lo más extraño. Esas malditas pesadillas me tienen confundido…” Jack notó el dolor en el semblante de su médico y dijo, “Para serle sincero, doctorcito, yo también he estado teniendo unos sueños de mierda. He soñado que estoy en una cabaña, solitario, donde habito como una sombra que no pudiera ser más que una mediocridad espantosa. En este sueño me siento... tan inútil, incapaz de sentir gozo o esperanza. Es un desasosiego tan tremendo que me quisiera arrancar los cojones.” James aplicó presión con un algodón sobre el sitio de extracción de sangre y dijo cortante, “Estas pruebas estarán listas en unos días. Le mantendré informado, Jack. ¿Algo más en que le pueda ayudar?” Jack se sintió extrañado al escuchar el tono de voz cortante de su doctor. “¿Y eso es todo, hijo de su franca madre? Le cuento sobre mis sueños, cosas personales e íntimas, y lo único que hace es despedirme como si estuviera ventilando su maldita alitosis. ¿No cree relevante saber más sobre mí, su querido paciente que le paga las vacaciones con sus putas cuentas? Sabe qué, ¡jódase! ¡No necesito de su ayuda ni la de nadie! ¡Moriré, pero por lo menos moriré siendo alguien que intentó hacer algo por su vida! ¡Usted morirá siendo un real pedazo de mierda!” Jack se retiró sin decir adiós, pegando un portazo tras de sí. James se quedó sin palabras. Era cierto, Jack parecía estar teniendo un momento de confesión. Pero jamás le había gustado escuchar cosas tan personales; ni siquiera lograba comprender bien sus propios problemas o sus propios sueños, ¿cómo esperaba comprender los de alguien más?
Julita entró, sorprendida al ver al Dr. Jackson sentado sobre la camilla de pacientes, mirando ensimismado a través de la ventana.
Capítulo 12 Cabizbajo siguió andando al salir del hospital, sopesando los hechos que pronto vendrían sin remedio, como un tren sin frenos que sin dudas y sin reproches reventaría contra una pared de piedra. La muerte sería su única vía de salida, y se iría del mundo sin haber suspirado siquiera un gramo de una felicidad veraz y duradera. Suspiró profundo. Cuánto lamentaba el no haber cuidado siquiera un poco más la salud que alguna vez gozó. Hay cosas que uno no aprovecha sino hasta que es muy tarde, se dijo Jack en un momento de claridad, sabiendo que echó a perder su vida por andar empinándose el codo, en busca de una sensación placentera que comprobó ser efímera. Jack sentía las ganas de desafiar al cáncer, de poder evadir su rapto con un desliz, tan sencillo como presionarle el botón RESTART a un ordenador y refrescar su realidad. Pero más que nada deseó hacer las paces con la gente que hirió: con Ilsa más que nadie. Estaba realmente triste por ex-esposa, un sentimiento que había ahogado entre los delirios de la parranda, sintiéndose triste de saber que ni siquiera le había contado de su padecer. Habían perdido toda la comunicación tras haber sufrido una separación violenta hacía diez años. No sabía siquiera si se había vuelto a casar, si tenía hijos con alguien más, o si simplemente se había ido a perder en una misión sabática. La depresión estaba apabullando a Jack al suelo con una almádena de acero y negatividad. Necesitaba una catarsis poderosa y completa, necesitaba alguien con quien hablar y simplemente soltar las penurias de la vida maldita que hasta ahora había llevado. Si no le encontraba desahogo a sus emociones marchitas, moriría con un bagaje exagerado de sensaciones plomizas que seguramente acelerarían el proceso de su putrefacción en la tumba. Sin pensarlo mucho, se dirigió al bar La Cebolla de tu Alma. Jack entró arrebatadamente, pegando un portazo, tal que el guardia corpulento se molestó al verlo. Ya le tenía categorizado como un rufián, y con sus ojos de iris negro ya lo perseguía con una mirada aguileña, listo para romperle la cara. Los borrachos que alguna vez llamó amigos estaban allí, gastándose la vida con la bebida de la mala muerte. Y ahora, les miraba como anclas oxidadas, como un símbolo de su propia derrota.
Vio en ellos no el gozo y las carcajadas que resoplaban, sino el fallo de entrañas que supuraban en su sopor: órganos vitales siendo calcinados por sustancias como el alcohol y el tabaco. Observó en Jerry un intestino fallido y un hígado disfuncional; contempló en Tim un corazón latiendo exasperado; vio en Joe unos riñones deshidratados suplicando por una salud que jamás les llegaría. Ojalá hubiese tenido la cordura para verse con esa lente, de haber sido tan inteligente como para verse al espejo y decirse aquellas palabras; de aquel modo quizá hubiese prevenido la catástrofe en la que se convirtió. La voz de sus alguna-vez-amigos le provocó una tirria que le arrancó su sensatez. Sintió el mismo envión de odio profundo que alguna vez sintió hacia Ilsa antes de provocar un divorcio con su furia, y supo que del mismo modo también desataría su furor contra estos idiotas. “¡Papagayo!”, inició Jerry con la voz desbordada y arrastrada. “Ven a saludarme, hijo de puta. Quiero darte un abrazo como en los good old fucking times.” El viejo ya estaba borracho. Era apenas un poco después de la hora del almuerzo. Jack comenzó a perder el control. Todo explotó cuando Joe y Tim se entremetieron, “Jacksito, you son of a bitch. Te da una pequeña enfermedad, ¿y nos quieres dejar para siempre? No me digas que aquél día fue en serio…” El puño le volcó el rostro a Joe ciento ochenta grados. Sangre salió volando al aire mientras el puñetazo le laceraba el labio inferior. Una brisa de saliva flotó por segundos en el ambiente. El segundo puño cogió a Tim justo en las costillas; una bofetada con los nudillos cruzó a Jerry con ardor. Jack les soltó una reprimenda inigualable luego de vapulearlos, “Sois todos unos hijos de puta. ¿No veis acaso que estoy sufriendo con esta mierda del cáncer? Y vosotros todo lo que podéis hacer es seguir parrandeando como si nada hubiese pasado. ¿Acaso no soy el ejemplo perfecto de aquello que no hay que hacer? ¡Partida de imbéciles!” Jack volvió a recurrir a la violencia. Un puño lleno de sangre le volcó la quijada a Jerry, lanzándolo al suelo. El atacado se quedó viendo estrellas, con la mandíbula desencajada y los ojos llenos de lágrimas inéditas. Jack estaba por abalanzarse sobre él para rematarlo, cuando sintió la presencia del guardia detrás de sí. El sonido de la escopeta siendo amartillada lo sustrajo a sus cabales, pero no lo amedrentó. Jack reprimió el deseo de partirle la cara a su supuesto amigo. Quizá, lo que
realmente deseaba era romperse su propio rostro por haberse dejado caer en un abismo depresivo. Eso es, se dijo mientras se tranquilizaba, mordiéndose la lengua al sentirse responsable por sus actos. En Jerry veo al idiota que fui. Vino el cáncer y me cambió la vida completamente. Se limpió los nudillos ensangrentados con una servilleta de papel. La mano le pulsaba. Seguro se le hincharía, y aunque se sintió muy bien, supo que fue muy injusto para sus amigos haber recibido aquella dosis de violencia. Los amigos supuestos de Jack se apartaron de él con veneno en los ojos, pero ninguno se atrevió a vengarse. Eso sí, como un felino resentido jamás lo perdonarían. Jack sintió pena por ellos. Sin embargo, dejarlos sin miramientos parecía ser la única opción. A veces la mejor y única manera de apartarte de algunas cosas es rompiendo de súbito los enlaces existentes, se dijo Jack en un momento de claridad. El inglés torció la cabeza de lado a lado, soltando la tensión en el cuello como un boxeador lo haría. El guardia nunca llegó a tocar a Jack. Supuso que Jesse, la barwoman, había intercedido por él. Al voltear a verla, ella estaba tras la barra con los brazos cruzados. Tenía una mirada seria, pero no parecía estar enojada. Parecía comprender a Jack. “Hola, Jesse,” dijo Jack al aproximarse a la barra, sobándose los nudillos. Jack seguía agitado. “Hey, Jack.” Jesse tomó un trapo e inició a limpiar la barra mientras conversaba con su amigo. “Jamás te había visto utilizar la fuerza bruta. ¿Crees que era necesario?”, le preguntó con los ojos llenos de exaltación. Jack reflexionó por menos de un segundo y concluyó rebufando: “Fue absolutamente necesario. Escucha, Jesse, necesito hablarte pero no quiero que sea aquí. Ya no puedo aproximarme a estos sitios de mala muerte…digo al alcohol.” Jesse desfiguró la cara al escuchar que insultaban su bar, pero supo que Jack tenía la razón. Su bar siempre atraía a la gente más desgraciada. Un cliente entró por la puerta principal. El sol de la tarde entró tras él, iluminando a Jack por breves segundos. Fue suficiente para que Jesse le viera el color de piel a su amigo. Al verlo amarillo y con esa mirada tan derrotada supo que no podía juzgarlo sin antes escuchar sus palabras.
El cliente percibió el ambiente tenso mientras se sentaba a la barra. No notó las gotas de sangre sobre el suelo. Jesse suspiró y dijo: “Vale. Hablemos. Pero tienes que tratar de contener tu ira, Jack. Sé que el cáncer ha de estarte…Juntémonos en mi casa, te puedo preparar algo para comer,” sugirió. “Tengo restricciones dietéticas,” indicó Jack con una sonrisa a medias, “el doctor además de haberme diagnosticado, fue tan amable de presentarme con una lista de comidas que debo evitar. La nutricionsita dice que, de no evitar las frituras y una lista infinita de alimentos, puedo perpetuar el avance del cáncer y del fallo del hígado, además de tener la maldita corredera…te juro que la caca se me sale por los lados si no me apresuro.” “¡Jack! ¡Qué asco! ¡Esos detalles son sólo para ti!” *** James entró a su casa. No más cerró la puerta que lo llevaría al garage y a los vehículos, los pasos ligeros y emocionados de sus crías se hicieron presentes, seguido por un abrazo en las piernas que resultaría siendo un apretón único y precioso. “Junior, Alex, saben que los quiero mucho, ¿eh?” James guardó la mirada enmelada de sus chiquillos, admirado de encontrar la inocencia juvenil en esos ojos abiertos de par en par, eternamente sinceros. Parte de sus promesas era jamás ser como su padre fue con él mismo. Esto incluía el verbalizar la afección con diligencia, por más extraño que se sintiera, pues dicho entusiasmo no le era natural y debía empujarse para expresarlo. Quizá ésta sea la mejor parte de ser padre, pensó James, ver almas tan puras, un reflejo de lo que tuve que haber sido pero jamás fui…bueno, pues ahora es el momento para gozarlo, se dijo. James se acordó de su propio padre con amargura. Él fue su hijo único y bien que su padre echó a perder la relación con sus desgraciados consejos de fama e inteligencia. Jamás olvidaría la vez que lo envió al bosque con un rifle entre los brazos. “Sí, papito,” respondió Junior, el mayor y más virtuoso de los dos. “A veces creo que me quieres, papito,” respondió Alex, juguetón, con una personalidad tan opuesta a la de su hermano mayor. Su carácter se asemejaba a la familia de Patricia. “¿Y su mami?” inquirió James con una sonrisa sincera. “Está preparando la cena, papito,” le respondió Junior.
“Perfecto, ¡vamos a saludar a mami!” anunció James de la emoción, pudiendo oler el resultado del cocinar de Patricia. “¡Vamos!”, gritaron los niños siguiendo a su padre. “Hola, mi amor,” dijo Patricia al ver a James mientras batía la sopa de tomate. “Hola, querida,” replicó, proveyéndole un beso suntuoso sobre las mejillas y abrazándole la cintura con amor. “Querido”, inició su esposa mientras finalizaba de probar la sopa, “has estado teniendo pesadillas por varias semanas. ¿Qué has estado soñando?” dijo Patricia con harta curiosidad. Se preocupaba por el bienestar emocional de su esposo, siempre silencioso y elusivo. No era la primera vez que James tenía pesadillas. James, en ese momento, notó que jamás había compartido los detalles de su infancia con nadie, ni con Patricia. Nunca tuvo el privilegio de poder expresarse libremente en el hogar. Admiraba a sus hijos y sentía por ellos una traza de celos de origen benigno. Quizá el haber tenido un hermano hubiese hecho su propia infancia menos sufrible; contrario a ello tuvo a un papá desagradable que lo empujaba y lo oprimía. James emergió del trance mental y le devolvió la mirada a su esposa. Sus hijos jugaban entre risotadas, mientras Patricia se ocupó en pasar la cena. Sintió la oportunidad perfecta para regresar a sus pensamientos. Había detalles de su pasado que simplemente no deseaba tocar. No sólo le dolían, sino también muchos de aquellos estaba rezagados a las esquinas más remotas de su ser, donde ni él lograba acceder. Extrañamente, aquellas encontraron su camino devuelta a su alma. ¿Por qué? ¿Qué habría cambiado? ¿Podría simplemente borrarlas para siempre? *** “Disculpa mi tardanza,” indicó Jack, mientras se hacía cómodo y se quitaba la chaqueta. “No calculé bien el tiempo. Venía caminando y jamás pensé que me demoraría tanto. Me estoy cansando más de lo normal…” dijo Jack jadeando. El color de su piel no le ayudaba del todo a su auto-estima al sentirse como un cuerpo bajo toneladas de tierra. Sin embargo, la serenidad le alcanzó cuando el aroma a cebolla lo sustrajo a la realidad, acordándole que no todo estaba perdido, que siempre quedaba algo bueno que gozar por más sombría que fuera la situación.
“¿Qué venías haciendo?” preguntó Jesse, intentando ignorar el tema del cáncer y prolongar la sensación de buen ambiente que apenas avivaba. Apropósito prendió dos velas con aroma a vainilla, algo que jamás sería interpretado como romántico por Jack pues él no sólo le llevaba treinta años, sino también era muy claro que entre ellos la amistad era lo valioso. “Pensando… en cosas de la vida,” respondió el interpelado. Jesse asintió con la cabeza y siguió picando los ingredientes sobre una tabla de madera. “Jamás imaginé que me diagnosticarían con cáncer,” dijo Jack palpándose el abdomen. Desde luego la enfermedad crecía, algo que él podía sentir en su vitalidad. Poco a poco iba perdiendo fuerza, aire, y la voluntad de vivir. Jesse lamentó tener que adentrarse al tema del cáncer, verdaderamente deseaba que lo olvidase por un momento. Concluyó que no podría juzgar a Jack con precisión al no ser ella quien sufría de dicha enfermedad. Jack se encogió de hombros, sacudiendo la negatividad. “¿Te ayudo a picar?” inquirió al aproximarse a la isla de la cocina. El inglés se lavó las manos para tratar con los alimentos. Jesse le entregó el cilantro a Jack. Luego le alcanzó un cuchillo de filo bravo. “Puedes usar esta tabla. Personalmente prefiero picar esa onda sobre madera. Cortecitos pequeños y precisos, por favor,” le indicó su amiga. Jack se empinó en la tarea. Habló mientras picaba, “Jesse, ¿te das cuenta? La vida se me expira en menos de un año, joder. Es una mierda bien cagada por un totoposte bien postrado.” Jesse le dirijo la mirada. Soltó el cuchillo y expresó con libertad llevándose las manos a las caderas, ignorando que las tenía llenas de cebolla, “Francamente, Jack, no voy a ser una ancla para ti y no voy a ser una 'gran amiga' al decirte esto: Tienes que comprender que tenemos la potestad de decidir qué haremos con la vida, y tú tomaste un curso poco sobrio —literalmente. No voy a permitir que culpes a la vida o que culpes a las circunstancias, porque francamente, tú te la buscaste. ¿Por qué te sometiste a tal auto-destrucción, Jack?” Jesse continuó picando, permitiendo que aquellas palabras le calaran a su amigo. El inglés se irritó, pero se tranquilizó al reconocer que su amiga le deseaba el bien; y además necesitaba de alguien que le dijera la verdad tal cual era. Buscaba catarsis y la había encontrado. Ahora debía hacerle frente al dolor que la verdad tendía a suscitar. “Fue hace diez años…”
Sin notarlo, inició a picar el cilantro con velocidad, cada vez siendo menos cuidadoso, picando el alimento en lajas más gruesas y menos precisas. “…Inicié a tomar porque…” El bloqueo mental fue intenso, tal que el cristal de su alma se resquebró aun más, casi fragmentándose por completo. Jesse volteó a ver a Jack y le clavó la mirada, haciendo que el inglés frenara y la volteara a ver de lleno, “Mira, Jack. Tienes que hacer muchas cosas antes de morirte, y una de ellas, sin una duda, es ahondar en esta parálisis verbal que te chinga a la hora de expresar qué te pasó hace diez años. Me da la impresión que algo muy cholero te pasó hace diez años, algo que no has definido. Y si me preguntas a mí, te diré sin pelos en la lengua que y yo verdaderamente siento que ahí mismo está la respuesta a tus delirios. “Yo quiero ser una de esas mujeres pordioseras que suplican por sentimientos y emociones baratas para hacerte sentir deahuevo. Al contrario, voy a rebosarte la verdad en el rostro cada vez que pueda. “Esta desgracia tú te la buscaste y ahora tú la remedas. Si hay algo seguro en la vida es la muerte. Deja de lloriquear y acepta las cosas como son. Quizá tu vida finalizará pronto, pero no significa que no puedas hacer lo mejor del tiempo que te queda. Creo que ahí reside el secreto a la felicidad que tanto has buscado. Es el momento propicio, Jack, porque no habrá otra oportunidad. No malgastes tu tiempo.” Jesse se volteó con un giro veloz y siguió picando, deslizando el producto entre la olla metálica con líquido hirviente. Jack se quedó atónito. Hizo lo posible por no tomar ofensa en el comentario. Todo lo dicho era verdad. Deslizó el producto picado entre la misma olla. Jesse aumentó el fulgor de la resistencia de la estufa. Agregó al ver a Jack tenso como catapulta, “¿Estás bien?” “Sí… sí. Lo que sucede es que no entiendo muchas cosas de mí mismo.” Jack estaba evadiendo la vista de Jesse. Finalmente cruzaron miradas. La mujer no era muy atractiva, pero su modo de ser era respetable, y eso le confería un aire de sensualidad. Su pelo negro a la altura de los hombros le daba crédito al resaltar sus facciones finas decoradas con su tez blanca y pálida. Jesse nació en Antigua, Guatemala, y hablaba como nacional; sin embargo, sus facciones le daría a entender a cualquiera que era la mezcla perfecta entre lo europeo, quizá nórdico, y lo propio del país.
“Pues no me sorprende que no entiendas muchas cosas sobre ti mismo,” indicó Jesse mientras batía la sopa, un poco incómoda al sentir el escrutinio visual que le estaba realizando Jack. “¿Cuánto tiempo llevas conociéndote a ti mismo?” inquirió, sabiendo que la pregunta sería como una flecha directa al corazón. “¿Qué diablos significa eso, Jesse? ¿Conocerse a uno mismo? Eso me suena a una locura,” Jack se enojaba con presteza. Se acordó de Camille. Ella le hizo la misma sugerencia y sintió el mismo resquemor que lo hizo encabronarse de un momento a otro. Jesse se percató que Jack se irritaba. A pesar de ello prosiguió con el tema exanguinante, “Exacto. Mi punto ha sido demostrado.” Jesse sonrió, sabiendo exactamente lo que estaba provocando en la mente de Jack. Que se enoje, pensó Jesse, es signo de que algo está siendo movido en esa mente tan infantil. Jack estaba por perder la cordura, odiando la sonrisa de Jesse al sentirse manipulado por su inteligencia. Supo que su amiga le deseaba el bien, y por ello mismo decidió controlar su enojo. “Explícate, por favor,” fue todo lo que pudo balbucear Jack, la papada temblándole. “Llevas toda una vida negándote, no queriendo saber nada de ti mismo, ¿y ahora que te queda menos de un año de vida lo quieres saber todo? Por una simple deducción lógica eso no es posible. Tú no puedes conocer bien a alguien más en unas semanas, Jack. Pregúntale a una pareja de casados y verás: incluso luego de diez años de conocerse como pareja siempre se sorprender al encontrar nuevos detalles. Conocer a alguien toma de tiempo y dedicación, y lo mismo ocurre contigo mismo. Si te quieres conocer pues bien, dedícale el tiempo que se requiere. Tu persona vale más que un simple miramiento, ¿no crees? ¿O es que vales tan poco para ti mismo que sin más te olvidarás de ti mismo?” “Por la talega de King Kong que eres buena para esta mierda de conocerse a uno mismo.” “Pues…” “Amiga…” Carraspeó Jack apuntando con un dedo hacia la sopa. “¡Bendito el Señor!” gritó Jesse. Líquido verde se rezumaba por las orillas de la olla. “Ya está lista. Bien, aquí están los platos hondos. A comer se ha dicho. No he agregado ni un alimento que esté en la lista que me diste de comidas prohibidas. Es una comida apta para…” Se sentaron a la mesa, cada quien sirviéndose su porción. “Dilo, me tengo que acostumbrar.” Jack no escondió su dolor.
“Para pacientes con cáncer terminal y cirrosis,” concluyó Jesse sin mérito, revolviendo la sopa con la cuchara. Jack se entristeció, “Jesse, que me valgan las putas. Esto de conocerse a uno mismo es un laberinto, ¿no?” Se acordó que Camille le dijo aquellas palabras. La psicóloga siempre tuvo la razón y le debía un disculpas. “Depende,” dijo Jesse tras tragar una cucharada de la sopa. Su rostro indicó que ésta estaba sabrosa a pesar de estar restringida en ciertos alimentos. “¿De qué depende?” “De cuánto tiempo lleves buscando comprenderte. Como te decía, para personas que se llevan conociendo desde que son adolescentes es un proceso simple que se lleva a cabo a diario. Digo, el estar con uno mismo es algo cotidiano. Para otros, como tú, es una pesadilla,” dijo la muchacha. “¿Pero por qué mierdas es una pesadilla aquello que te brinda felicidad? No suena lógico.” “Porque ganarte a ti mismo no es fácil, Jack; y jamás quisieras que lo fuera.” “¿Por qué?” inquirió el inglés luego de tragarse el líquido nutritivo. “Porque tú quieres aprender a auto-valorarte.” “Esto suena como una locura, Jesse. ¿Lo notas?” “No, Jack. Me suena perfectamente cuerdo. Suena como una locura para aquellos que no lo conocen, algo así como Galileo diciendo que el mundo era redondo. Al verlo con tus ojos podrás comprenderlo. Es tan simple que resulta complicada esa onda. Para poder valorar algo tienes que primero percibir su valor, literalmente. Lo percibes tras la lucha forjada.” “Joder, Jesse. Todo me suena tan loco. ¿Podríamos hablar de otra cosa? Ya me está sofocando este tema. Mejor comamos en paz.” Jesse sonrió con dulzura y dijo: “Con mucho gusto. Me alegra que…” Jack le lanzó una mirada y le dijo: “Admiro tu coraje y el valor que tienes para decirle a la gente sus verdades a la cara, pero joder, esta vez sí tendré que callarte.” Jesse se sonrojó y continuó bebiéndose la sopa.
Capítulo 13 De súbito abrió los ojos. El verdor del follaje le rodeaba como una manta de misticismo poco carismática. Sostenía el rifle entre las manos, un dedo tamboreando el gatillo, inconscientemente probando la presión necesaria para disparar su mecanismo mortal. Jamás se había sentido tan solo, vulnerable y olvidado. Curioso, colocó su mano cerca del mango del perno metálico que le daría entrada a una bala a la recámara. El metal estaba frío. Con un pequeño tirón hizo que se abriera. Dentro había una bala cargada. Era pequeña, pero mortal. Sin saberlo había cargado el mecanismo que dispararía la balística. El pequeño se puso de pie sabiendo que debía seguir su camino, salvo que quisiera morir congelado por el frío o hecho alimaña por algún depredador. Reanudó la caminata, adentrándose en lo más profundo del bosque. Volteaba a ver de lado a lado, no sabiendo exactamente qué encontraría entre sus profundidades. El bosque era denso, de subsuelo húmedo, lleno de hojas muertas. Se escuchaba el murmullo activo de la vida salvaje. Pájaros canturreaban melancólicos y pesados, quizá el canto de un cuervo o un búho gigantesco en busca de alimaña. ¿Un búho comerá niño?, se preguntó el crío con nerviosismo, no sabiendo si un ave lo vería como presa fácil. ¿Qué es lo que debo hacer? Ah sí, cazar a un animal. ¿Qué animal? Cualquiera, se dijo, sabiendo que media vez tuviese a la presa muerta entre sus brazos, la llevaría a la casa y así podría impresionar y recibir el respeto de su padre por primera vez en la vida. Lo que jamás sospecharía era lo realmente pesado que era un animal muerto. ¿Sería capaz de matar a un animal inocente? ¿Sería capaz de matar para ganarse el respeto de alguien más? Su padre jamás le dio instrucciones precisas. Simplemente le ordenó cazar algo. Eso quería decir que podría deambular por donde quisiera y encontrar su camino a gusto. Al menos en ello encontró satisfacción. El sol ya cavilaba. Su cobre era lentamente desterrado por la manta grisácea de la noche. La luna emergía a medias tintas, en forma de una uña encarnada. Su luz platina apenas si brillaba, reluciendo en sobras plateadas al mundo salvaje. El niño se amedrentó, sin saber exactamente qué hacer entre las penumbras de la oscuridad. Pronto la penumbra caería y de alguna manera debía subsistir los peligros de la noche.
Los efectos del instinto de la supervivencia avivaron entre sí una porción agresiva que no le gustó del todo. Sopesó si los animales se comportarían de una manera similar: agresivos gracias al hambre. Sin fósforos, sin luces, sin conocimientos para hacer una fogata, el niño pronto se vio rodeado de las sombras, estirándose hacia él mientras el sol caía sin remordimiento. Sin una estrategia clara, corrió hacia uno de los árboles cercanos e intentó subirse a él, el rifle colgando de sus hombros. Si lo dejaba tirado corría el peligro de perderlo y seguramente su padre lo abatiría a golpes. Cuando por fin logró subirse al árbol, las ardillas residentes iniciaron a atacarlo y a defender su territorio. El niño luchó por su posición, pero falló. Cayó de pompas al suelo, golpeándose los talones, el rifle cayendo con fuerza a su lado. A la distancia notó que había un agujero en el suelo, justo al lomo de una pequeña colina. Sintiendo altas esperanzas, hacia ella corrió. Al llegar estaba caliente y se miraba muy cómoda por dentro. Notó que era una madriguera y a lo mejor los habitantes de aquella le compartirían espacio. Al aproximarse demasiado escuchó un siseo que le provocó escalofríos. Echándose hacia atrás, una serpiente surgió con un conejo entre las fauces. El pequeño le apuntó el rifle a la serpiente, alejándose con cautela. No se atrevió a matarla, aunque sí se lamentó por el conejo hecho alimaña. Preocupado y sin saber en dónde dormiría, siguió corriendo en busca de un sitio adecuado para pernoctar. A la distancia, aún cuando los últimos vestigios del sol permanecían, encontró a un pino altísimo con hojas y ramas en forma de sombrilla. Supo que aquel sería su destino e inició a meterse por debajo de aquellas, contorsionándose como lo haría un gusano para poder pasar debajo. El rifle se arrastraba detrás de sí. Llegó a la base del árbol. Olía delicioso: a aroma de resina añeja. Le ayudó a calmarse, a transportarse a las noches Navideñas. Había algo de calor a sus alrededores, algo que no sopesó por mucho tiempo. Se sintió a gusto al encontrar un sitio adecuado para descansar. A los pocos minutos sintió que algo se aproximaba. Escuchó un graznido agudo: era una comadreja que acababa de entrar a casa, seguida por dos crías. El niño rápido le apuntó con el rifle, ahora lleno de tierra, pero no tuvo las agallas para asesinar al pobre animal que meramente reclamaba su territorio. Con el rabo entre las piernas el niño huyó. Fue englobado por las tinieblas apenas iluminadas por una luna carcomida.
Es así que, sumamente desconcertado, el niño se sentó sobre la tierra y apretó el rifle contra su pecho, y se echó a llorar con amargura. El llanto del niño atrajo la visión de varios animales, incluyendo a un búho que por instantes sopesó hacer de él su cena. Calculó que era muy grande y desistió. Un armadillo también se interesó por los sollozos, pero no le prestó mucha atención al notar que era solamente un crío. Un ratón hizo su camino hacia el muchacho y pareció encontrar conforte bajo sus piernas. El niño lo sintió y con sus dedos inició a acariciarlo por detrás de las orejas. El pobre animal estaba tan aterrado como él. El batir de alas lo puso en guardia. En cuestión de segundos, notó que un búho se aproximaba a él a toda velocidad con las garras extendidas, listo para atacar. El pequeño elevó el rifle y pegó el dedo contra el gatillo, pero no pudo matarlo. Contrario, se hizo una pelota y se protegió, pegando las rodillas contra el pecho; no sabiendo que dicha acción dejó vulnerable al ratón. Al ver la sombra del búho desaparecer pudo también observar al ratón entre sus garras, quejándose del terror y del dolor. Las pezuñas del ave rapiña se habían inmiscuido entre sus carnes. El niño siguió sollozando en desconsuelo. Jamás había sido expuesto a tal crueldad. Necesitaba de su mamita para calmarse. ¡Sé un hombre! ¡Sé un hombre de verdad! la voz de su padre reverberó en su alma. A la distancia una familia de venados migraba hacia su destino. Por fortuna mamá-venado pareció interesarse en el pequeño que lloraba y lloraba sin cesar. Los demás venados detuvieron su paso al ver a la líder desviarse de su camino. Aquella sintió compasión por el pequeño. Buscaba consolarle de alguna manera u otra. Como madre bien sabía el sonido que hacía una cría sin amparo. Pero el niño no escuchó consuelo ni sopesó que algún animal, mucho menos un venado, iría en busca de consolarle. Se puso tenso al percibir a una sombra aproximarse. Escuchó sus pasos pesados de acechador como un tigre lo hubiera hecho. Tembló del miedo, sus ojos dos faroles ciegos entre la noche. Se imaginó lo peor avizorándolo. Estando vapuleado por la tenebrosidad y la crueldad de la naturaleza, el niño actuó por ímpetu y elevó el rifle, sus manos temblando mientras hacía el intento por mantenerlo apuntado. Con el cañón hacia la sombra se detuvo un segundo donde sopesó si estaba tomando el camino
correcto. Cuando el animal estuvo lo suficientemente cerca, contrario a ver ayuda, vio la figura fauces hambrientas con un tragante tan ancho que se lo devoraría enterito. Jaló el gatillo. La explosión fue diez veces más fuerte de lo que esperaba, la patada del rifle tan poderosa que se sintió tan fuerte como una de las patadas que su papá le propinaba. Se quedó sin aire, y sintió que alguna de sus vísceras fue perforada por el golpe. Sin saber más, todo quedó negro. El cantar matutino de los pájaros lo despertó. No fue por la melodía, sino porque el canturreo era una canción de luto. Parecía haber un funeral en curso. El niño apenas se enteraba de la verdad. Al entrar en consciencia se puso de pie, sintiendo un dolor sordo en las costillas del lado derecho y un pitido entre el oído. Apretaba el rifle entre las manos. Se acordó que había disparado durante la noche, la sorpresa invadiéndole los sentidos. Jaló el perno y notó que en efecto un cascabillo salió expelido—vacío. Esperaba ver un animal grotesco, de cachos diabólicos o algo por estilo. Quizá un oso o un león de fauces peligrosas que sin duda le ganaría el respeto de su padre y de todos sus amigos. Inició a observar los detalles de sus alrededores y en segundos notó que algo no estaba bien. Es allí donde el corazón se le hundió. El grupo de venados lloraba alrededor de la matriarca, quién había sido brutalmente asesinada por un niño con un rifle. ¡El mismo niño a quien quiso ayudar! La bala le había perforado el tórax y perdió los vitales en segundos al haberle atravesado el corazón. El niño se sintió mísero. Las manos se le durmieron, las piernas se le congelaron. Sintió como si el corazón lo tuviera entre la garganta. Culpable, inició a notar las miradas de los venados, no de enojo, sino de acuso. El niño inició a berrear pero no fue suficiente para aclarar su consciencia manchada. “Lo siento…pensé que…” logró balbucear, sin efecto. ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino! escuchaba el niño entre su mente. Quizá los venados le implantaron dicho pensamiento. La comadreja se alejó de él, llevándose a sus crías; los conejos se alejaron de él, llevándose a su familia. En pronto, el niño no pudo más con aquella culpabilidad y salió corriendo, adentrándose más y más entre el bosque, sin pensar a dónde pararía.
Su padre se sentiría orgulloso; pero él estaba miserable consigo mismo. Había matado a un animal inocente por miedo, por no tener la virtud de la paciencia. Concluyó que jamás quería ser como su padre. Tan frío, tan cruel, tan desquiciado. Si matar a sangre fría significaba ser un verdadero hombre, entonces con razón el mundo estaba tan perdido. Por gracia alguna, el niño notó que a la distancia había una cabaña de maderas añejas. Por lo visto estaba poco atendida. Aquella estaba situada en una llanura, rodeada por el verdor del follaje. Se aproximó con cautela, limpiándose las lágrimas de las mejillas. Subió las dos gradas para adentrarse al porche de la estructura. Notó una mecedora olvidada a la derecha. Estaba llena de polvo. Sus pasos hicieron a la madera crujir, pero poco le importó al notar que estaba en un sitio olvidado. Acercó la mano al mango de la puerta y lo giró. *** Abrió los ojos. Encontró aquella oscuridad familiar. No se sintió incómodo, ni solitario ni abandonado; no sintió nada. Se puso de pie y caminó hacia la puerta de la habitación. Al girar el mango para abrirla, la luz grisácea del mundo externo entró a sus ojos. Notó que su cuerpo seguía siendo una sombra, algo que aceptó sin mucha batalla. Caminó por el pasillo y se dirijo hacia la sala principal. Todo seguía igual exceptuando a un detalle: ¡alguien estaba pesquisando por fuera de la casa, justo sobre el porche! Se aproximó a la ventanilla y notó que era un niño con un gran rifle colgado en su pequeño y escuálido hombro juvenil. El chico estaba bañado en lágrimas y tenía mucho lodo sobre el rostro. Parecía estar muy triste, abatido por alguna experiencia reciente. Un momento… El niño empezó a girar el pomo de la puerta. La sombra se asustó tanto que salió corriendo a esconderse a su habitación. ¿Qué diablos hace un niño aquí? Juré ser el único habitante de este mundo grisáceo y solitario. Un momento… ¿será que el niño también percibe al mundo como yo? ¿Por qué él no es una sombra y yo sí? Yo…tenía cuerpo…alguna vez fui un hombre… La sombra se refundió en su habitación cerrando la puerta detrás de sí. Quedó sumido entre la completa oscuridad, cómodo de saber que nadie podría verle entre las sombras.
Capítulo 14 Se despertó. Su rostro estaba demarcado con varios senderos secos creados por el paso de lágrimas. Parecía haber llorado por horas. Patricia apenas se revolcó entre las sábanas, soñando en su propio mundo. El doctor no entendía por qué había estado soñado aquellas memorias agrias. Ya cumplía más de un mes con aquellas. Se llevó las manos a las cienes, aplacando un dolor de cabeza inminente. Sin poder darle una explicación lógica a aquellas pesadillas, se puso de pie. Se colocó las pantuflas y la bata. El despertador se le quedaba viendo con cuatro ojos, delatando en secretos la hora del día: 4:01 AM. La alarma sonaría hasta las 6:00 AM y para mientras, sentía la necesidad de moverse, de explorar las sombras tranquilas de su hogar. Sintió paz al caminar entre el mundo coloreado de negras tintas y tonos grises del mundo aplacado por la madrugada. Le pareció poético ambular en un mundo ajeno al color, desprovisto de las tinturas que el día promociona con eflorescencia. Los sofás y las sillas parecían ser seres en eterno mutismo, observando, esperando, sopesando. El olor y sensación de lo hogareño lo tranquilizó. Respiró profundamente, dejándose llevar por un influjo de pensamientos cómodos. Inició a pensar, a soñar despierto, visualizando en el ojo de su mente a un velero navegando, soplado sutilmente por el viento, sobre un mar salobre y apaciguado, colmado por las ondas sonoras del universo. Sintió que fluía al unísono con la unanimidad. James abrió los ojos y notó que la cafetera ya iniciaba a trabajar, fielmente preparando el café de la madrugada. Con el pocillo lleno de café, caminó por su casa. Visitó a sus hijos entre el tour. El vapor del líquido exótico le acarició los sentidos. Notó que sus niños dormían placenteramente, uno de ellos roncando suave, con ritmo, como el péndulo de la vida que se mece con tranquilidad. Por alguna razón la imagen de su padre estaba presente en su mente, acordándole de tantos momentos agrios. Lastimosamente, las memorias de su infancia eran más sombrías que alegres. Quizá su padre algún día le deseó el bien, pero jamás lo expresó, y bien que los rumores decían que el amor no expresado era lo mismo que la ausencia del amor. Nuestra naturaleza humana requiere que algunas cosas sean expresadas para poder ser percibidas. El amor es una de
aquellas cosas que sin manifestación se pierde, pensó James. Por más lógico que le pareciera aquél argumento, él era el perfecto ejemplo de alguien con dificultades de expresarse. Caminó hacia el armario donde guardaba las antigüedades y otros artefactos raros y poco utilizados. Se halló cara a cara con su rifle, artefacto que odiaba y amaba: el único legado de su padre y con el mismo que había estado soñando por semanas. Lo sostuvo entre sus manos, curioso por sentir su superficie lisa. Notó que en efecto era más pesado de lo que pareciera ser tras un simple escrutinio. El rifle estaba inservible, pues James a propósito lo neutralizó, fijándole el perno con una soldadora y quitándole el martillo que haría a la bala estallar. Mientras lo palpaba, sintió con los pulpejos el emblemático que diría “Marksmann”. El rifle era de calidad superior, de inmediato haciéndole a James recordarse que su padre era capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo mejor de lo mejor; sin embargo fue muy inconsistente, pues no aplicó el mismo principio con sus relaciones personales. Guardó el arma en su lugar y se sentó en el sofá. Bebió del líquido negruzco mientras husmeaba el vaho del pocillo. Gozó del momento solemne influenciado por el aroma delicioso a café. “No entiendo,” inició a decir en un soliloquio. “No comprendo el significado de mis sueños. Entre unas semanas tengo una cita con Camille. ¿Quizá ella pueda descifrar algo de este misterio? No estoy durmiendo bien, estoy sufriendo...Me duelen estos recuerdos malditos de mi infancia…” dijo tocándose la cabeza con el dedo índice. “¿Qué yace allí dentro? Es como si algún cofre, un cajón de memorias hubiera sido adulterado y derramado su contenido entre mi cabeza. ¿Por qué?” James siguió reciclando aquellos pensamientos, dándole vueltas a la vasta cantidad de posibilidades existentes que le dieran una explicación a los acontecimientos mas recientes y extraños de su vida relativamente estable. Su padre estaba muerto y su madre, añosa. Con el trabajo, los pacientes, el hospital, y una familia que mantener, poco tiempo le restaba para dedicarle a su madre. “Rayos, mi madre se puede morir el día de mañana y yo...muy bien gracias. No...no estoy listo para que se vaya. ¡Hay tanto que debo decirle!” Hizo una nota mental para ir a visitarla pronto. En ese momento sonó el Beeper. James se extrañó. Sintió un escalofrío correr por su cuerpo y sin pensarlo, corrió hacia el dormitorio. El Beeper vibraba con energía vigorosa, haciéndole saber a su dueño que algo de terrible agüero sucedía.
Patricia se había despertado para encontrarse a solas, suscitada por el sonido alarmante del telemensaje. Cuando vio entrar a su esposo, se puso nerviosa. Rara vez entraban mensajes de ésta índole. Estaba curiosa de saber qué diablos pasaba. Eran las 5:23 AM. James no saludó, meramente le hizo una mirada funesta a su esposa. Se aproximó con nerviosismo al Beeper, temiendo encontrar una noticia desgarradora. El mensaje rezaba: Paciente Jack Wellington en la Emergencia. Ascitis, derrame pleural, y dolor abdominal. Signos vitales: Saturación de Oxígeno: 85%, Frecuencia Cardíaca: 152 lpm, Frecuencia Respiratoria: 35 rpm, Temperatura: 39.8 ºC. Paciente en mal estado. Venir inmediatamente. —Julita. James volteó a ver a su esposa con el rostro desfigurado de tal manera que Patricia casi lloró. “Mi amor, es Jack. Está en la emergencia.” Estaba desgarrado y no sabía por qué. “¿Ya le llegó su tiempo?” preguntó Patricia descorazonada. “No lo sé, querida. Espero que no. Siento que… espero que no.” “¿Y entonces? ¡Anda!” amonestó Patricia. James se vistió de relámpago los scrubs. Salió disparado hacia el automóvil. *** Al llegar a la Emergencia, James fue escoltado por Julita. “Vino a eso de las cinco de la mañana, mi doc,” inició a decir la enfermera mientras masticaba un chicle aparentemente de sabor a fresa, “acompañado de una señorita llamada Jesse. Parece que fue ella quién lo encontró en su hogar, sudando y temblando, con mucha dificultad respiratoria.” “¿Cómo lo ve, Julita?” preguntó James pálido mientras analizaba los datos de la ficha técnica. “Mal,” dijo la Jefa con un tono metálico, caminando veloz. James encontró a Jack en uno de los diez cubículos privados en la Emergencia, conectado a varias pantallas digitales mediante cables que le medían sus parámetros vitales.
Una mascarilla le brindaba oxígeno húmedo. Un catéter en el brazo izquierdo le infundía lentamente solución salina al 0.9%. Jack sonrió al ver a su doctor. Intentó hablar, pero las vocales le fallaron. Respiraba veloz, estaba pálido como un cadáver. James sintió una terrible premonición al verle el rostro de moribundo. De haber estado de humor hubiera dicho que se parecía a Java the Hut de la película Star Wars, pues estaba hecho una plasta de carnes abultadas y pálidas, la gran papada bajo su quijada temblando mientras se esmeraba para mantenerse vivo. James se ajustó los orbiculares y tragó saliva seca. Dos enfermeras corrían por doquier, siguiendo órdenes como hormigas. La emergencia corría con locura, como siempre, los doctores encargados del ER sudando frío mientras salvaban varias vidas a la vez. El monitor leía los siguientes parámetros: PaO2: 85% PA: 80/55 T: 40 ºC FC: 152 FR: 35 James fue saludado por una señorita vistiendo una sudadera que leía ‘I