OPINIÓN | 27
| Viernes 22 de noViembre de 2013
laberinto. La derrota electoral del oficialismo y la débil salud de la
Presidenta hicieron que la política nacional virara del verticalismo a una horizontalidad de liderazgos más tenues
Colmar pronto un vacío inesperado Natalio R. Botana —PARA LA NACION—
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on frecuencia aludimos al papel crucial del tiempo en la política. Hasta los meses previos a los comicios de agosto y octubre, el Poder Ejecutivo marcaba el tiempo y la agenda de la política: una presidencia omnipresente, apuntalada por mensajes emitidos por la cadena oficial, que confiaba en que los sufragios obtenidos en 2011 asegurarían, de allí en más, una permanencia prolongada en el poder. Ese hechizo hegemónico fue barrido por los resultados electorales con el agravante de que esa personalidad dominante, en quien sus seguidores proyectaban las ilusiones de continuidad, sufrió los efectos de varios percances de salud. Cayó de este modo el telón sobre las relaciones de verticalidad, que dieron el tono a nuestra política a lo largo de esta última década, y comenzó a su vez otro acto protagonizado por un conjunto heterogéneo de actores. Todos ellos, con sus más y sus menos, pretenden ocupar el espacio que antes llenaba una voz predominante. En un santiamén hemos pasado de la verticalidad a la horizontalidad de los liderazgos. Este fenómeno, tan súbito como contundente, recorre con crudeza las tres fuerzas principales que, después de octubre, se destacan en el panorama electoral: el Frente para la Victoria (31%), el Partido Justicialista disidente u opositor (25%) y la Unión Cívica Radical y sus aliados (24-25%). Nadie, en rigor, sobresale en estos días; en un caso, por derrota e impedimento; en los otros, por fragmentación, un tozudo faccionalismo y la emergencia de candidaturas aún en formación en cuanto a su alcance nacional. En la Argentina de estos días, la política de superficie es coral. ¿Por qué hablamos de nuevo de la política de superficie? Porque ésta es la política que se difunde y consume en un espacio acotado en el cual (datos de la reciente encuesta de Latinobarómetro) sólo el 30% de la muestra está interesado en la política y apenas un
14% participa en partidos y organizaciones. Eso sí –otra paradoja argentina–, cuando nos toca emitir el voto, la participación electoral es alta. En este espacio circunscripto cunden los debates sin que todavía asome algún atisbo de concertación de políticas de Estado. Un indicio positivo, al respecto, es el Acuerdo Democrático que propicia el Club Político Argentino. No obstante, ese lugar de la política, que ahora remeda un laberinto, acogió el ímpetu de un “modelo” que, creían sus ejecutores, iba a transformar la estructura y la ideología de la Argentina. Palabras que se llevó, aunque no del todo, el viento del descontento electoral y social. El problema, en consecuencia, consiste en colmar con premura un vacío inesperado. Por eso, desde el lunes pasado, el oficialismo busca retomar la iniciativa reorganizando el Gabinete y remodelando gestos que refuercen la imagen presidencial con una simpática puesta en escena hogareña y una enfática convocatoria a profundizar ese modelo. En este trance, es posible que en lo inmediato tengamos en funciones una presidencia más distante, obligada a arbitrar entre tendencias opuestas en el seno del Gabinete. Si bien se conserva intacto el dogma de las regulaciones y de un estatismo creciente en la economía, las duras exigencias del turbulento proceso sucesorio del peronismo llevarán a plantear otras demandas más atentas a no desperdiciar votos en aras de un farragoso intervencionismo económico. La energía y rapidez verbal con que se comunicarán las decisiones de los funcionarios chocará con la persistencia de la inflación y del déficit energético, con la errática política de inversiones y, en general, con el pesado desplazamiento de la economía en ausencia de un plan integral que nos saque del pozo de la desconfianza. Debido a esta suma de factores no se vislumbra, por el momento, un cambio de velocidad en la superficie de la política, como si ésta, tanto en el oficialismo como en las oposiciones, hubiese perdido impulso, trabada por una gestión gubernamental inefi-
ciente, incapaz de alentar modificaciones de fondo, y por un paquete de proyectos provenientes de los sectores opositores que no han llegado todavía a traducirse en ofertas convincentes. Las consignas, bueno es recordarlo, no son programas. Sirven tan sólo para seguir apostando a favor de liderazgos que descansan en creencias de ocasión y se modifican según los dictados de la oportu-
nidad. No deberíamos sortear la trampa del dogmatismo con meros oportunismos. La lentitud de estos comportamientos contrasta con la velocidad con que crece la inseguridad y se deteriora el tejido social. Se está desenvolviendo así, de manera espontánea, una historia subterránea con un ritmo que se intensifica según una lógica propia, indemne al control del Estado. Mientras la
politización ideológica del Gobierno insista en controlar presuntos enemigos y desvía la función de los servicios de información o de las inspecciones fiscales para su propio provecho, las bandas del crimen organizado perforan fronteras, se instalan en los grandes mercados urbanos y se desplazan sin mayores obstáculos de un punto a otro del país. Es un mundo que está fabricando una historia paralela: la historia y el sistema social de la ilegalidad. Ésta es la cosecha de un oficialismo empeñado en perseguir un fantasmagórico elenco destituyente (medios de comunicación, corporaciones y otras yerbas) en vez de atender a un concepto primordial del Estado que es condición necesaria de la asignación de bienes públicos y de una adecuada administración de justicia. Aludimos al Estado que, ante todo, reivindica efectivamente en su territorio el monopolio legítimo de la fuerza (una definición, hoy de moda entre nosotros si nos atenemos a lo dicho por la Iglesia y la Corte Suprema, que viene de Hobbes y actualizó Max Weber). Esta reivindicación cruje a lo largo de nuestro régimen federal porque hemos olvidado lo esencial: desde una orilla, la economía inflacionaria destruye a los más pobres, o a los que sobreviven con los flacos salarios de la informalidad; desde la otra, los resortes oxidados de la seguridad no responden a esos nuevos desafíos de la ilegalidad. Éste es el juego de pinzas que nos atenaza. Para salir del encierro es preciso reformular la ética reformista; pero este atributo requiere tiempos de elaboración y ejecución que se escapan de las manos, a no ser que nos embarquemos de inmediato en un gran esfuerzo de reconstrucción. Por ahora, éste es un repertorio de buenos propósitos sin mayor incidencia en los procesos de declinación que nos agobian. En estos itinerarios descendentes, lo peor que podría pasarnos –y lamentablemente, de no reaccionar con premura, vamos en camino a eso– es entregarnos al destino de una sociedad que “naturaliza” el crimen, las bandas organizadas del narcotráfico y el penoso paisaje de la mendicidad, reflejo directo de la exclusión social. Situaciones semejantes abundan en las ciudades, megalópolis y territorios sin control estatal en América latina. Envueltas en la resignación e impotencia que estallan en rebeliones esporádicas, en estas sociedades los hechos extraordinarios de la criminalidad, o los acontecimientos inesperados de la violencia, se convierten en normalidad cotidiana, en costumbres viciosas del mal vivir (en la encuesta citada, el 62% considera que la inseguridad en nuestro país no podrá revertirse en el corto ni en el mediano plazo). ¿Abrirán estos signos el camino de la renovación y de las reformas necesarias? Habrá que explorar las nuevas tendencias mientras el interrogante sigue en suspenso. Menudo desafío para las oposiciones. © LA NACION
A 30 años de Tango argentino en París Abel Posse —PARA LA NACION—
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as ocho de la mañana fría de otoño, con un apenas de garúa. En el aeropuerto auxiliar de Orly aterriza y avanza hacia el playón de atraque el exótico vuelo con el mayor desembarco o retorno de tango en París. París, la “pata” europea del tango en sus orígenes. Bajan por la escalerilla esos artistas nocturnales golpeados por el día, que saben que antes de las diez todo es un insoportable madrugar. Van hacia los buses preparados por el Festival de Otoño. Salgán, el expansivo Libertella, María Graña, Goyeneche, con su echarpe y las solapas del saco levantadas. Se los alivia de saludos convencionales y palabras de obvia bienvenida. Dormirán el resto del día y, esa misma noche, Claudio Segovia los familiarizará con las tablas históricas del Teatro de Châtelet. Tres toneladas y media de carga: decorados, baúles de vestuario, instrumentos, el contrabajo en su caja como un gigante sin brazos, los lúgubres estuches de los bandoneones (sus ejecutantes los llevan en su mano al ómnibus). Buenos Aires-París-Montevideo, las ciudades madre de esa melancolía universalizada y persistente. Un siglo atrás, desde 1907, habían llegado Ángel Villoldo y Alfredo Gobbi, enviados por la tienda Gath & Chaves para gravar cilindros de cera con aires camperos y milongas, con músicos de la banda de la Guardia
Republicana. A partir de 1910, el tango prendió con inusitada fuerza y moda arrolladora empujada por el esnobismo de la clase alta parisina. El 10 de enero de 1911 anotaba Le Figaro: “Lo que bailaremos este invierno será una danza argentina, le tango-argentin, que es graciosa, rítmica, extraña, variada…”. Así, ese “pensamiento triste que se baila” pasa de los burdeles de La Boca y de los peringundines del Cerro, al París de Bagatelle y Passy y de allí, por fin, al “Centro” porteño y montevideano (este itinerario se repetiría). Justamente, aquella nota de Le Figaro conllevaba el bautismo del espectáculo: Tango argentino. Entre 1910 y 1914 en esa Europa esquizoide, Francia, Alemania, Italia, Austria, entre el charlestón desbocado y la melancolía lenta del tango, parecía cancelarse el fin de siglo ante el muro atroz de la Guerra Mundial. Todo era champagne-tango, color tango, Magic-City en el hotel d’Orsay, Mistinguette, d’Annunzio caricaturizado, bailando con la Duse sobre un plato humeante de maccarroni. Lujo de argentinos de smoking en el Bataclán y El Garrón. Larreta de Tiempos iluminados. Espléndidas mujeres muy Tamara de Lempicka, con largas boquillas y espaldas desnudas, con esos engominados dandys argentinos que obsesionaban al Céline del Viaje al final de la noche. Sí, ahora el tango volvía al palacio de su fama primera y muchas de estas nostalgias
movieron el éxito con que los franceses lo coronaron. Aunque yo regresé del aeropuerto sin presentir triunfos y más bien deseando un aceptable resultado. Yo dirigía entonces el Servicio Cultural de la embajada en París. Uno de nuestros objetivos era traer, con la ayuda de Francia, una orquesta de tango-tango capaz de exponer todas sus épocas y estilos. La experiencia exitosa del ballet de Ginebra de Oscar Araiz con Atilio Stampone hacía suponer que era posible nuestro propósito. Queríamos presentar un “centenario” de tango, desde Villoldo y Saborido, pasando por Maglio, Arolas, De Caro y Gardel, hasta Troilo y Piazzolla. Tango bailado (como comenzó) y cantado. Se produjo una feliz coincidencia entre ese propósito y el proyecto del escenógrafo Claudio Segovia, que venía de producir en Estados Unidos con grandes elogios un espectáculo de jazz y otro de cante jondo. Hicimos el camino juntos. La Argentina necesitaba asegurar gastos de vestuario y los pasajes para unas sesenta personas y el abundante equipaje. En principio, Aerolíneas Argentinas prometió colaboración indispensable. Segovia reclutó el mejor elenco posible y el Servicio Cultural trabajaba con el Festival de Otoño. Se comprometieron todas las partidas del Servicio Cultural de ese año. Un primer inconveniente fue que la orquesta más adecuada del momento, la de Leopoldo Federico, estaba
contratada en una gira extensa. Y Piazzolla, figura ya famosa, especialmente en Francia, iniciaba también una ineludible gira con su quinteto a fines de ese mismo noviembre. Segovia logró achicar el daño uniendo a Horacio Salgán, uno de los más finos creadores, y su grupo de alta musicalidad, con la eficacia del Sexteto Mayor de Stazo y Libertella. El mayor sobresalto fue en agosto, unas semanas antes del estreno. No se logró cumplir con lo convenido: llevar la troupe a París a cargo de Aerolíneas. Finalmente, la Cancillería consiguió que un carguero de Lade fuese adaptado con asientos normales. El viernes 11 de noviembre de 1983, a sala llena, prorrumpió el tango con su pasado y su presente, con toda su curiosa riqueza existencial, musical y poética. Tal vez el mayor acierto, aparte de los grandes intérpretes, fue la escenografía y el manejo de luces, que ambientaron tanto el espacio evocador de los años 20, como la consabida mitología de cuchilleros, tauras y milongueras. La guardia vieja: “El esquinazo”, “El porteñito”, “La puñalada”, “El apache argentino”. Una “Cumparsita” con bailarín de frac en cabaret de lujo y Cecilia Narova con diadema. Provocación, gracia, irrealidad bien conducida. Malevos bailando en una esquina empedrada, casi cheek to cheek. El impacto juguetón y travieso del tango-milonga y, poco a poco, la transición a la melancolía inmigracional, a la existencia. “Nostalgia”,
“Cuesta abajo”, “Canción desesperada”. La voz escultural de Lavié y el recitado íntimo de la gran Elba Berón, el “Caserón de tejas” de la infancia perdida en María Graña. Tango verdadero: en la penumbra, parejas silenciosas caminando, más allá de toda inmediata sensualidad, como raptados en un rito sentimental, en silencio, mecidos por esos bandoneones con eco catedralicio. “Quejas de bandoneón”. Un cuerpo de baile excepcional y entre ellos uno de los últimos grandes del tango debidamente caminando, con lentitud y a veces con necesario canyengue de compadre: Virulazo y Elvira, bailando a Julio De Caro. Máxima perfección. Los franceses tienen el don de reconocer y hacer propia la calidad del arte cualquiera que sea su procedencia. De Picasso a Gardel o hasta Borges, esa sensibilidad consagra y universaliza. Cuando Goyeneche cerró la noche cantando “Garúa” doblándose sobre sí mismo, como cayéndose en su tormento, con sus manos temblorosas, diciendo el tango como para escapar de la melodía, la entrega fascinada del público le dio nuevo impulso a esa música tan rica en su poesía que no excluye la indispensable “pizca de mugre”, como solía decir Hipólito Jesús Paz. De París saltó a Nueva York, Roma, Tokio, Berlín; incluso a Buenos Aires, su madre, muchas veces indiferente. © LA NACION
Lo que se nombra, existe David Smith —PARA LA NACION—
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omo periodista de larga data y como alguien que ahora trabaja para las Naciones Unidas en la Argentina, tengo la esperanza de que lo que haremos la semana que viene será toda una noticia. Y de que su eco resonará no sólo aquí, en Buenos Aires, sino en todo el país. El tema en cuestión es el femicidio. Sí, el asesinato de mujeres, en la mayoría de los casos a manos de un hombre que conocen muy bien, frecuentemente sus maridos o ex parejas, a menudo el padre de sus hijos. En ocasiones, el método empleado es espantosamente traumático, como por ejemplo prender fuego a una mujer. Muchos de nosotros oímos hablar de Wanda Tadei, prendida fuego por su bien conocido marido. Lo que muchos ignoran, sin embargo,
es que docenas de mujeres han sido atacadas del mismo modo desde su muerte: desde febrero de 2010 hasta el comienzo de este año, el número estimado de tales casos alcanza a 136, de los cuales 63 son víctimas mortales. En este contexto, mañana, en la semana de la campaña internacional de la ONU por la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, uniremos fuerzas junto a la ONG pionera La Casa del Encuentro, la fundación Avon y la embajada de los Estados Unidos para lanzar una campaña que desafíe el muro de silencio que rodea al femicidio. Lo que no se nombra, no existe. Cinco años atrás, La Casa del Encuentro hizo suya esta premisa y empezó a catalogar los casos de femicidio en la Argentina. Desde ese momento, las cifras han ido aumentando y el
número correspondiente a 2013 será dado a conocer la semana que viene. La cifra es abrumadora. Por esto, nuestro secretario general nos insta a ver las cosas como son: se trata de una pandemia global, una violación universal de los derechos humanos, la consecuencia de una discriminación contra la mujer arraigada en muchas leyes y más aún en la práctica. “Hay una única verdad universal aplicable a todos los países y todas las culturas –dice Ban Ki-moon–. La violencia contra la mujer nunca es aceptable, nunca es excusable, nunca es tolerable.” Las cifras globales deberían hacernos alzar la mirada. Los estudios sugieren que alrededor del 70% de las mujeres en nuestro mundo denuncian actos de violencia por parte de una pareja o un compañero ínti-
mo. En Australia, Canadá y Estados Unidos esta forma de violencia alcanza a más del 40% de las víctimas femeninas de asesinato. “Ésta no es más una preocupación que sólo incumbe a las organizaciones de mujeres –señala Ban Ki-moon–. Más y más gente comprende que la violencia de género es un problema de todos y que todos tenemos la responsabilidad de detenerla.” En las Naciones Unidas hemos lanzado una serie de campañas contundentes en los últimos años bajo el paraguas de “Unite” para poner fin a la violencia contra las mujeres. Aquí, en la Argentina, en donde hemos trabajado junto con la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema, nuestra última campaña lleva como lema “El valiente no es violento”, un mensaje concentrado en el papel clave que tienen
los jóvenes varones en la erradicación de la violencia de género. En mis viajes a diferentes provincias de la Argentina he comprobado cómo responden las audiencias a este tipo de mensajes. Lejos de desviar la mirada, el público asiente. Los estudiantes preguntan qué puede hacerse. Los medios expresan su grata sorpresa ante el propósito de las Naciones Unidas de asumir por completo el compromiso. El muro de silencio ya no es más infranqueable. Ni para nosotros ni para quienes nos acompañen. Lo que se nombra, existe. Y espero que la semana próxima hagamos del femicidio un tema central que nadie pueda ignorar. © LA NACION El autor es director del Centro de Información de las Naciones Unidas para Argentina y Uruguay