Andrés Caicedo, el perseguidor

30 may. 2009 - Sin embargo, en sucesivos viajes a Cali, donde. Caicedo nació en ... escritos y cartas, Fuguet viajó a la feria de Guadalajara,. México, donde ...
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LITERATURA | LA IRRUPCIÓN DE UN MITO

EDUARDO CARVAJAL / EDITORIAL NORMA

Andrés Caicedo, el perseguidor

LOOK. Andrés Caicedo con su melena y sus infaltables anteojos

10 | adn | Sábado 30 de mayo de 2009

Cinéfilo perdido, grafómano incurable, el escritor colombiano que se quitó la vida en 1977, a los 25 años, encuentra sus lectores tres décadas después. En Mi cuerpo

es una celda (Norma), Alberto Fuguet montó una singular “autobiografía” del autor POR HÉCTOR M. GUYOT De la Redacción de La Nacion

S

e sabe: cuando crecemos perdemos la inocencia. No es raro entonces que un halo de autenticidad envuelva a los artistas que mueren jóvenes, sobre todo cuando han renunciado a la existencia por mano propia, en un gesto de capitulación o de desafío al mundo y a la edad adulta. A más de tres décadas de su muerte, ocurrida en 1977 a sus 25 años, luego de ingerir 60 pastillas de seconal, el colombiano Andrés Caicedo irrumpe póstumamente en el mapa de la literatura latinoamericana, bendecido por una suerte de síndrome Kurt Cobain para alterar, de algún modo, el paisaje conocido. Sin embargo, más que su muerte lo que importa es su vida. No sólo por la configuración de un mito que en los últimos años desbordó las fronteras de Colombia, sino porque los más interesantes escritos de este grafómano incurable –sus diarios, sus cartas y sus notas sobre cine– trazan un afiebrado ejercicio de exploración de las emociones y los desgarramientos que le producía su complicado comercio con el mundo. “Lo principal en Caicedo es Caicedo mismo”, confirma el escritor chileno Alberto Fuguet, responsable “del montaje y la dirección” de Mi cuerpo es una celda (Norma), una autobiografía del escritor colombiano armada con cartas, textos inéditos y fragmentos dispersos que tiene una doble virtud: permite leer la vida urgente de Caicedo como una novela al tiempo que descubre a un escritor en su mejor forma. De paso, el libro ajusta la idea de Caicedo que acompañó la llegada de su obra de ficción, sobre todo de su novela ¡Que viva la música!: la imagen de un hippie desenfrenado que se bebió sus días de un trago da paso a la de una persona tímida que luchaba contra la tartamudez y que escondía un atroz temor a la vida. Y finalmente descubre una sensibilidad muy lejana al espíritu del boom –en pleno auge por aquellos días–, que parece dialogar mejor con la cultura de este tiempo. Para Fuguet, que en los años 90 logró imponer la idea de que había en América latina una generación de escritores urbanos, realistas y sobre todo ajenos al realismo mágico (que él mismo se encargó de reunir en la antología McOndo), el libro fue una especie de ajuste de cuentas. “En Caicedo encontré una prueba irrefutable de que aquí existía un realismo urbano mucho antes de que yo naciera –dice–. McOndo no era un invento mío contra García Márquez.” Cuando en una librería de Lima dio por casualidad con un libro de Caicedo (un volumen póstumo que reunía sus escri-

tos sobre cine), hace unos siete años, Fuguet sospechó inmediatamente que una extraña conspiración había mantenido al colombiano en el más absoluto secreto. ¿Quién le había escondido a este escritor que sentía como un hermano mayor no sólo suyo, sino también de varios autores contemporáneos que seguramente nunca lo habían leído? Ir en busca del eslabón perdido fue toparse con el mito. Sin embargo, en sucesivos viajes a Cali, donde Caicedo nació en septiembre de 1951 y vivió la mayor parte de su vida, hubo algo que lo ayudó a superar aquellas primeras versiones extraliterarias que obtuvo de su hombre, donde primaban las drogas y el rock and roll. Además de conseguir sus pocos libros editados y textos de acceso público, viejos amigos del escritor, como el cineasta Luis Ospina y Sandro Romero, le cedieron material inédito. Lo mismo hicieron las hermanas de Andrés. En 2007, mientras ordenaba todos esos escritos y cartas, Fuguet viajó a la feria de Guadalajara, México, donde tras un homenaje a Caicedo comprobó que decenas de freaks de pelo largo agotaban los libros del colombiano. El momento de editar este libro había llegado, se dijo. Aunque Fuguet, tan cinéfilo como su “autobiografiado”, prefiere hablar de montaje. “La labor de un editor es que los lectores reciban la mejor versión del autor. Mi idea fue mostrar al mejor Andrés”, dice. Caicedo es un personaje fascinante y esta historia escrita en primera persona y en tiempo real que Fuguet supo armar quizá encuentre más lectores, en estos días de literaturas del yo, que las ficciones que el autor caleño fue ensayando de modo casi espasmódico y que ahora están llegando a las librerías (Calicalabozo, Angelitos empantanados, Destinitos fatales y Noche sin fortuna, editadas póstumamante por Norma). “En ficción era un escritor en ciernes –dice Fuguet-. En cambio en la introspección, en la indagación de su yo, no necesitaba crecer más. Escribía sin filtros pero con la distancia de alguien que está despidiéndose de la vida.” Y sí, Caicedo empieza a despedirse de la vida muy pronto. En Estados Unidos, adonde viaja a los 22 años con el propósito de vender a Hollywood unos guiones que había escrito, ante las primeras dificultades se imagina regresando vencido a la casa paterna, donde vivirán “los dos viejos y el hijo hombre que nunca creció, que nunca consiguió mujer y envejeció antes de cumplir los 20 años. El hijo que escribió el grueso de su producción cuando aún su mente no estaba formada […], entre los 15 y los 17 años”. Con la misma precocidad había fundado el Cine Club de Cali (foco de la contracultura de la ciudad) y Ojo al cine, una revista