Un amigo se fue de Irlanda y yo, de la ratonera (Agosto 2012)
A pesar de que volví de Cardiff hace una semana, me ha costado mucho caer en la realidad. Aparentemente antes de partir hacia el más allá, Jerry me dejó descendencia en el apartamento para que la tortura no tuviese fin. Jerry junior no mide más de cuatro centímetros y lo veo seguido arrimarse a la trampa, mordisquearla un poco y esconderse nuevamente abajo del sillón. Le puse dos trampas con un menú muy variado que va desde pan y maní hasta azúcar (porque no me da el presupuesto para ponerle chocolate como a Don Jerry), todo envuelto en cinta para que no siga sacando la comida sin hacer saltar la trampa. Lo que más me ha hecho putear es que ya me agarré los dedos un par de veces armando las trampas y hasta me ensarté un fierro, todo por tratar de atrapar al ratoncito. El tema laboral se ha movido mucho desde mi regreso de Cardiff. El dueño de la pizzería, aquel que no me llamó por una semana, un día me contactó a las diez de la noche. Le agradecí y le mentí diciéndole que ya tenía otro trabajo, confiado en conseguir algo serio y estable pronto. Dos amigos me consiguieron un par de entrevistas de trabajo para dos restaurantes, en uno me ofrecen el salario mínimo y en el otro la mitad. No me han confirmado ninguno de los dos, así que aproveché que unos argentinos me ofrecieron para sostener un cartel en la calle y pude ganar el jornal de un día. Durante estos cinco meses que llevo en Dublín ya he trabajado como extra en series y películas, sosteniendo carteles, repartiendo folletos y entregando diarios en la calle, y aunque nada ha sido del todo suficiente como para poder pagar las cuentas sin tocar mis ahorros, me siento satisfecho de haber hecho todo lo posible para tratar de salir adelante.
A veces me cuesta creer cuando mi madre me dice: “Complicado, pero no imposible”. En otra típica tarde de frío en Dublín, salí a dar unas vueltas por el centro para ver con qué me sorprendía. Fui hasta el St. Stephen Green. Sentado, tomando unos mates, vi a lo lejos a un grupo de personas bailando con un estilo muy familiar, no escuchaba la música pero apostaba a que lo que estaba viendo era tango. Sin mucho más que hacer, me arrimé. Confirmé que, efectivamente, estaban bailando tango. Supuse que algún uruguayo o argentino tenía que haber entre esas veinte personas. Sin embargo, luego de consultar entre los presentes mi duda fue despejada: no había ni un sólo rioplatense, eran todos irlandeses. Me quedé un rato hablando con algunos de los participantes sobre el mate, costumbres rioplatenses, Julio Sosa y sobre mi abuela (que se la pasa cantando tangos). De ahí me fui a lo de una argentina a tomar mate y comer tortas fritas. A mitad de camino, frené sorprendido. —¡Qué dice! —me dijeron dos ex compañeros del liceo. Increíblemente nos vinimos a encontrar en las calles de Dublín después de tantos años. No me quedó otra más que dejar para otro momento las tortas fritas con la argentina e irme para la ratonera con ellos dos. La idea era comer unas pizzas, conversar y tomar cerveza. Como si hubiesen sido mi pata de conejo, mientras estábamos dándole duro al diente me llamó Pilar, mi amigo el mexicano, y me avisó: “Mañana empezás a trabajar a las once de la mañana”. ¡Qué grande el pinche gordo! El trabajo es de ayudante del chef mexicano. No puedo creer que me vayan a pagar por cocinar, cuando hace un par de meses nomás perdí por goleada intentando hacer un chop suey. Feliz de contar con un trabajo estable, el primer día trabajé desde las once de la mañana hasta las diez de la noche, por la
mitad del salario mínimo nacional y con un único descanso de media hora. Cuando terminamos la jornada, con el otro mexicano que trabaja ahí y una de las mexicanas del staff nos fuimos a bailar. En el boliche también estaban mis ex compañeros del liceo; juntos, vestimos la noche de celeste. El miércoles de nuevo metí once horitas, sin que me importara que se incumpliera con la ley del pago mínimo nacional. Al salir, me encontré con estos dos uruguayos que andaban recorriendo Europa, me contaron que habían ido a los Cliffs (como yo les había recomendado) y que les había encantado. Nos metimos en un bar, nos tomamos unas pintas y vimos como los veteranos bailaban música tradicional. Antes de ir a trabajar al otro día, me despedí de los gurises que se volvían para Uruguay, les di un paquete para mi hermano y les regalé mi palo de hurling. A mitad del día me escribió mi otro amigo, un uruguayo, para sugerirme que fuera al día siguiente a hablar de nuevo al restaurante de la vieja destilería de Jameson, a ver si conseguía este otro trabajo que era con un sueldo legal. Así que fui a hablar con el chef. Me enfatizó que tenía que ser ordenado, pero por sobre todo “metedor”. Me confirmó que empezaba a trabajar el miércoles a las cuatro de la tarde. Con esta gloriosa confirmación, renuncié al trabajo de chef mexicano y volví a casa a cambiarme para salir de noche a la despedida de Pilar, que se volvía para México. Apenas entré al apartamento, vi estacionar a la vieja. Sin prender luces o hacer el más mínimo ruido, me senté en el borde de la cama a esperar que se fuera. De golpe sentí como casi me tiran la puerta abajo. —¡Soy yo, abrime! —me gritó golpeando una y otra vez la puerta. A oscuras en el apartamento, me concentré en mi meditación zen, puse en silencio el celular que estaba siendo víctima de un
ataque de llamadas y me repetí esperanzado el mismo deseo: “Que se vaya la gorda, que se vaya la gorda”. Por suerte después de quince minutos de tortura, pararon los golpes y el edificio volvió a la calma. Me quedé recostado en la cama, sin prender una sola luz o hacer ruido. A los diez minutos decidí pararme y asomarme por la ventana, sin correr las cortinas, a ver si su auto todavía seguía ahí o la zona ya estaba limpia de amenazas. El auto todavía estaba ahí estacionado y aunque implementé una posición de loto para relajarme, el apocalipsis se presentó a mi puerta. Timbres, llamadas al celular, patadas ninjas y más gritos: —Soy yo, estoy en la puerta. ¡Te vi por la ventana! —la vieja me había hecho la caída. Viendo que no iba a parar y que ya eran insoportables tantos golpes y gritos, cambié mi táctica de meditación y le hice frente a la situación con otra estrategia. Me paré, fui a la cocina, me mojé la cara, me refregué bien los ojos para que se me irritaran y con un bostezo, a lo león de la Metro-Goldwyn-Mayer, abrí la puerta. —Hola, ¿qué pasa? —pregunté haciéndome el confundido. —¿Dónde está mi plata? Te vi por la ventana —me dijo, sin anestesia, la reencarnación irlandesa de Bruce Lee. —Pará, estoy dormido —intenté bostezar pero me salió con muy mala calidad— me levanté porque sentí ruidos y no sabía qué pasaba. —¿Dónde está mi plata? Cada vez ocultando menos mi actuación barata (y ella más prepotente) comenzamos a discutir sobre el depósito extra por el último mes que me quedaba en el apartamento. Se le había ocurrido pedírmelo la semana pasada. —Te estuve esperando una hora para dártelo, pero como no viniste me fui a hacer otras cosas. —Quiero mi plata —repitió y me puso las palmas de la mano a centímetros de la cara.
—¿¡Qué plata!? No ves que no tengo un mango —respondí enojado, sacando los bolsillos del pantalón y enseñándoselos— . ¿Te acordás que vos me habías dicho una vez que no era tu problema si yo no tenía plata y no te podía pagar? Bueno, no es mi problema si vos querés otro depósito. La vieja por dos segundos se había callado y me miraba seria. —El apartamento está mejor que cuando me lo entregaste. ¿Pero sabés cuál es la única diferencia que tiene? Que está lleno de ratones. Pasá y fijate, vas a ver. —No tenés honor. Quiero la plata de la renta —dijo sin entrar a la ratonera. —¿Yo no tengo honor? ¿Y vos, que me decías que era depósito y ahora mágicamente se convirtió en renta? —Para mí es lo mismo —respondió ofendida. —No, no es lo mismo. Yo no sabré hablar en inglés pero tengo clara la diferencia entre depósito y renta —me reí—. Mirá, si pudiese conseguir ahora los 200 euros que querés con algún amigo, no lo haría. ¿Sabes por qué? Porque estás jugando con las palabras. ¿Cómo sé que me vas a devolver ese dinero cuando me vaya? No me vas a devolver nada. Discutimos un poco más hasta que se fue al auto, enojada, y yo entré al apartamento a tranquilizarme un poco y cambiarme para ir a lo de mi amigo. En la despedida de Pilar la pasamos impecable, nos divertimos y salimos a bailar como siempre. Ya de madrugada, nos saludamos y cada uno se fue para su lado. No fue fácil despedirme del único verdadero amigo que hice en estos meses. Al otro día cuando me desperté, como si tener cuatro trampas llenas de comida no fuera suficiente, vi que Jerry junior me había masticado el short con el que duermo (y justo en la zona que cubre mi miembro viril). Lo peor es que no sé si esto pasó antes, y cuando me lo puse no me di cuenta, o mientras estaba durmiendo. Entre la vaca y el ratón, este zoológico me tiene saturado.
Empecé la semana yendo al apartamento del uruguayo, aquel con el que me había vuelto de Cardiff, porque había quedado un cuarto libre y estaba ubicado en pleno centro. Esperé al dueño. Cuando llegó le confirmé que me quería mudar inmediatamente. Fui hasta el cajero, saqué plata para dejárselo ya pago y listo: tengo nuevo domicilio. Con las llaves en mano, volví con el uruguayo hasta la ratonera para agarrar mis pocas pertenencias y mudarme. Metí todo adentro del inmenso bolso azul, con el cuál había llegado a la capital irlandesa y paré un taxi. —¿Qué llevan ahí? —preguntó el taxista, en tono de broma, al ver lo pesado que era. —Un cuerpo. ¡Shhh! No digas nada —respondí serio. Del ataque de nervios y risa que le dio, no nos paró de hablar durante todo el viaje del bolso, asesinatos y policías. Al día siguiente se dio el duelo final. Volví a la ratonera para hacer una limpieza general, agarrar la planta de albahaca que me había quedado y entregarle las llaves a la dueña del apartamento. —¿Limpiaste?—. No hubo ni un “hola” previo. —Pasá y mirá. —No, no limpiaste. —Sí, limpié. —¿Y qué es esto? —sacando una pelusa de la alfombra. —Limpié pero la aspiradora no la pasé. —A mí me lo tenés que entregar limpio el apartamento. —Si lo querés más limpio, limpialo vos. —Y estas sábanas están sucias. —Lavalas. —¡Ta! Dame las llaves —ordenó ofuscada. —Antes firmame este papel diciendo que te entregué las llaves. —No te voy a firmar nada —me dijo cruzándose de brazos. —Bueno, no te doy las llaves. —¿Querés que llame a la policía y les diga que no me las querés dar?
—Dale, y de paso cuando vengan yo les digo que te las quiero dar, pero vos no querés firmarme un papel que diga que te las entregué. Viendo en mis ojos la determinación con la que le hablaba me dijo: —Intercambiamos a la misma vez. Ponelas arriba de la mesa. Ella, molesta, empezó a gesticular como siempre. Yo, harto de que en todo momento se burlara de mí porque no le entendía lo que me decía, me saqué las ganas y le dije: —Me tenés cansado con los gestos que hacés cada vez que no te entiendo algo —la imité—. ¿Querés que te hable en español? No vas a entender nada. Y mientras me miraba confundida con cara de póker, la bendije: —No ves que si te hablo rápido en español no entendés nada, vieja la con… Firmó el papel y con una velocidad abismal agarró las llaves. —Poné la fecha —dije. —No voy a poner nada y a mí no me digas lo que tengo que hacer. —Sos una irlandesa mal educada. —Si no te gusta Irlanda andate. —Vos a mí no me tenés que decir lo que tengo que hacer. Salimos del apartamento y me dijo algo que no le entendí. Como no quería escucharla más, me puse a acomodar la mochila sin prestarle atención. —¿Vas a venir a ver o no? —Sí, ya voy, ¿estás apurada? Miramos el contador, ella me amenazó con denunciarme a migraciones (todavía no sé si es por no haber pasado la aspiradora o porqué le dije que sacara los ratones antes de cobrarle de vuelta 600 euros por mes a otro). Sacándome un enorme peso de encima, me fui. El miércoles arranqué en la vieja destilería de Jameson, como había arreglado con el chef.
El pibe que me tenía que explicar cómo funcionaba la máquina para lavar señaló una pileta con agua naranja, llena de residuos de comida, y dijo: —Meté las manos. —¿Que meta las manos acá? —Sí. —¿Y ahora? —pregunté luego de hacerlo, pensando que era una prueba de resistencia a lo desagradable o algo así. —Ahora lavá. Si conseguir el trabajo dependía de que metiera las manos en un caldo naranja para lavar, yo no iba a tener ningún problema. A última hora de la tarde el chef me pidió mi número de teléfono. Explicó que me llamaría el fin de semana para volver. Yo me quedé descolocado porque pensaba que era un trabajo fijo y ya había renunciado al del chef mexicano. El viernes a la noche, con tres uruguayos, salimos a festejar la noche de la nostalgia. Además de terminar totalmente ebrio, regresando a casa a eso de las cinco de la mañana, me perdí y empecé a jugar al “ring raje” solo, a sacar los salvavidas que hay en el canal al lado del Croke Park, cambiar de lugar los conos de tránsito y patear bolsas de basura, incluso creo que le di una patada ninja a un tarro de basura de metal porque todavía me duele el talón. Estuve cargando un cono de tránsito como por una hora, sacándome fotos delante de un patrullero y huyendo de vaya uno a saber quién, con éste al hombro. Salió el sol, me desperté y no entendí por qué me dolían tanto los hombros, hasta que vi las fotos y recordé. El cono amaneció en el baño del segundo piso del apartamento. El sábado a la tarde cobré la liquidación del restaurante mexicano. Preocupado por no tener novedades de Jameson, fui hasta la destilería para hablar directamente con el chef y ver qué pasaba.
—Hola, ¿podría hablar con el chef? —pregunté a una moza del restaurante. —No vino hoy. —¿Y la supervisora del restaurante? —No está. —¿Puedo hablar con el otro muchacho que lava platos? —Tampoco está. —¿Me podés dar el teléfono del chef así lo llamo? —pregunté en busca de alguna alternativa. —Pedíselo a tu amigo uruguayo. Resignado, me fui a sentar a la plaza; ya no sabía para dónde arrancar.