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diera a todos con nuevas creaciones e inventos que salían de sus maravillosas manos y que a la larga también terminaban convirtiéndose en motivo de pelea ...
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Yo que tú Claudia Adriázola Arze

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Nico

Nicolás Ríos, Nico para los que lo conocían, era un niño de once años casi como cualquier otro de su edad. Le gustaba jugar fútbol, salir a pasear con sus papás, ver tele, comer papitas fritas, helados y hamburguesas. También le gustaba ir al cine a ver películas de aventuras y misterio, pero nunca las de terror porque le daban de verdad mucho miedo. No le gustaba hablar en público, ni estrenar zapatos nuevos porque decía que le lastimaban los pies, ni le gustaban el atún, las lentejas, ni las pipocas, porque los pedacitos de maíz se le quedaban entre los dientes. Pero eso sí, Nico era un poquito más egoísta que el resto. Cada vez que le tocaba el recreo, Nico intentaba volverse lo más invisible que fuera posible para que los demás niños no le pidieran “un pedacito” de su pastel o “solo un masquito” de su sándwich, ni pensar en “un traguito” de su jugo,

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porque los otros le dejaban a veces barquitos de comida flotando en él. Y eso sí que a Nico le daba mucho pero mucho asco. Para lograr que nadie lo viera, se quedaba solo en el aula, se ocultaba detrás de un árbol que había en el patio o se iba al banquito más alejado del colegio. Cuando tenía la mala suerte de ser descubierto, lograba generalmente escapar con la excusa casi invariable de “estoy medio resfriado, te puedo contagiar”. La única que no caía en sus cuentos era Marianita, que tranquilamente le respondía, también casi invariablemente, “qué casualidad, yo igual”, pegándole un mordisco a la merienda del niño, lo cual lo dejaba siempre callado y confundido. Y la razón por la que todos querían las meriendas de Nico era porque se las preparaba cada día su abuelita Tatis en su cocina minúscula e iluminada. De allí salían galletitas con forma de orejas de mono, merengues con frutillas brillosas y jugosas al tope, empanaditas repulgadas a la perfección, queques decorados con soles y nubes, mini sándwiches de tres pisos coronados con mondadientes y arroz con leche con canela extra. Evidentemente todos querían un poco. Y Nico estaba convencido de no quererles dar nada.

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Pero no solo era egoísta con los manjares que le preparaba la abuela; lo era con sus tareas, con los dulces que pelaba secretamente dentro de sus bolsillos para que nadie los viera, con sus juguetes y también con algunas otras cosas que no le pertenecían realmente, como el banco donde se sentaba durante los recreos o la vista preciosa a un pequeño bosque que tenía desde la ventana a la izquierda de su pupitre. En realidad, a pesar de este comportamiento, Nico era un niño querido y apreciado en su grupo de amigos, que habían aprendido a no hacer caso a sus arranques de egoísmo y a apreciar sus cosas buenas, que eran muchas. Por ejemplo, Nicolás sabía escuchar. Era muy bueno prestando atención a los demás y también sabía dar muy buenos consejos. Los mejores. En eso sí era muy generoso. Y otra cosa en la que se destacaba era en el fútbol, porque como arquero era prácticamente invencible. Todos se peleaban por él al momento de armar los equipos, porque sabían que su arco estaría bien protegido si él jugaba de su lado. Y esto se debía sobre todo a que Nico era un niño muy atlético, que no tenía miedo a nada más que a las películas de terror, como ya lo habíamos dicho antes. Así que se lanzaba como si nada para defender

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su arco con mucho valor y osadía, sin importarle que el atacante fuera el doble o el triple de tamaño que él. Nico vivía en un barrio alejado de la ciudad, en el que todas las casas eran iguales: pequeñas, blancas con techo rojo y un jardincito delante de cada fachada. La casa de Nicolás se destacaba del resto porque en el jardín había dos enormes sauces, con sus hermosas ramas caídas dándole al lugar el aspecto de bosque encantado. Además, al papá de Nico, Francisco, le encantaba la jardinería, así que el jardín estaba siempre lleno de cartuchos, rosas, buganvillas, margaritas, belladurmientes y bocaisapos, que crecían prácticamente unos sobre otros y todos inundando las paredes de la casa y el pequeño montículo de piedras que había entrando a la izquierda. “Un día de estos vas a desaparecer entre tantas plantas”, le decía siempre Constanza, la mamá de Nicolás. Y luego sonreía dejando ver sus dientes blanquísimos o soltando una carcajada musical. Efectivamente, muchas veces los niños de la casa comprobaron que era muy fácil esconderse entre los arbustos que formaban extraños espacios parecidos a cuevas verdes y aromáticas o mimetizarse entre las miles de hojitas verdes como cascada que formaban los sauces en su copa.

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La hermana mayor de Nico era Julieta, a quien el niño llamaba cariñosamente “Mi Pequeño Conejito”, pues la niña tenía los dos dientes delanteros un poco más grandes y salidos que el resto. Julieta tenía trece años y le encantaba escuchar música a todo volumen. Bailaba por la casa girando como un trompo y moviendo los hombros como licuadora al ritmo de la música, sacudiendo la cabeza y los brazos, imaginando que estaba sobre un escenario acompañada de otros danzantes. Pero eso sí, en su imaginación ella era la bailarina principal y estaba al centro de los otros bailarines que no se movían tanto, ni tan bien como ella. Julieta tenía el cabello largo y café, casi siempre atado en dos trenzas a los lados de la cabeza. Se parecía a Nico en los ojos rasgados color miel y en el gesto que ambos tenían parpadeando como cincuenta veces seguidas con la boca totalmente abierta diciendo a cuando algo los asombraba o tomaba por sorpresa. Los dos niños eran muy unidos, aunque a veces eran capaces de agarrarse de las mechas, sobre todo cuando no lograban ponerse de acuerdo sobre el postre que le pedirían a Tatis para el fin de semana. —Bizcocho con flan —decía Julieta terca.

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—No. Bizcocho no. Espumitas de chocolate —respondía Nico más terco aun. Y lo más probable era que Tatis acabara haciendo los dos postres. O ninguno. Y sorprendiera a todos con nuevas creaciones e inventos que salían de sus maravillosas manos y que a la larga también terminaban convirtiéndose en motivo de pelea entre los hermanos. —Quisiera suspiros de ángel —pedía después Nico soñando con los tan aclamados merengues con chispitas de chocolate blanco y leche condensada. —Mejor batiditos de manjar —desafiaba Julieta, mirando de reojo a su hermano, con una ceja levantada y con la boca estacionada en la posición de la letra a por unos cuantos segundos, esperando una reacción adversa de parte del niño. Pero Tatis no solo inventaba nuevas y deliciosas recetas, sino que bautizaba sus creaciones con nombres muy acertados que dejaban a todos con antojo de probar un poco. “Tartitas de ensueño”, eran sus famosas tartas de duraznos en almíbar y nata; “Delicia nubosa”, era un mús de leches cocidas a fuego lento espolvoreadas con un poquito de azúcar molida; “Sueño de ricota”, era una mezcla de ricota caramelizada con miel y adornada con hojas de menta.

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Ante tanta variedad era muy difícil decidirse, y era muy fácil caer en discusiones como las que tenían Nico y Julieta casi cada viernes. —Mamá, mejor haz lo que tú quieras y listo —le decía Constanza todos los jueves a Tatis, como queriendo adelantarse a lo que vendría y evitar la disputa semanal. Pero a Tatis no había cosa que la hiciera más feliz que dar gusto a los chicos, aunque eso generalmente desencadenara una batalla y demandara de su parte más trabajo realizando nuevas creaciones para distraerlos y tenerlos contentos. Nico y Julieta tenían una hermanita menor, Leticia, que estaba por cumplir un año. Leti, la más chiquita de la casa, estaba siempre atenta a todo lo que sus hermanos decían y hacían. Y cuando algo le parecía gracioso, echaba la cabecita hacia atrás, achinaba sus pequeños ojos y sonreía mostrando sus encías desdentadas, haciendo un sonido extraño, como si estuviera a punto de sonarse la nariz. Ese particular viernes, Tatis estaba en la pequeña cocina de la casa, con su habitual delantal con voladitos azules, comenzando a preparar su famoso flan de tres chocolates, cuando se le ocurrió una idea. Nadie sabía cómo, pero ella

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era capaz de organizar mil utensilios e ingredientes en un espacio minúsculo, cocinando perfectamente en una cocina chiquita, y terminar sus deliciosas creaciones dejándolo todo como si allí no hubiera ocurrido absolutamente nada. Como decíamos, ese especial viernes, Tatis tuvo una buena idea. Entró a la casa llamando a los chicos con su voz melodiosa que parecía salida de un cuento de hadas. —He pensado que cada uno de ustedes puede decidir cuál es su postre favorito y le pondremos su nombre. Además, les enseñaré la receta paso a paso. No solo eso; prepararé esos dos especiales postres para mañana. ¿Qué les parece? Los dos niños parpadearon unas cincuenta veces seguidas y se quedaron por unos segundos con la boca abierta diciendo a. Luego comenzaron a saltar de alegría. Es así que “El sueño de Nico” terminó siendo una masa de jengibre y mieles que encerraba una mezcla tibia de dulce de leche con almendras. Cuando uno partía “El sueño de Nico” con una cucharilla, el relleno salía como lava de volcán, calientito y crujiente. La “Copa Julieta”, en cambio, era una copa en la que iban intercaladas capas de frutillas mezcladas con

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una compota de frutos secos, capas de pedacitos de chocolate y un baño de crema con forma de cucurucho. Al tope iba una frutilla bien gorda y brillosa. Si uno piensa bien en ambos, lo más probable es que se le haga agua la boca y corra a buscar algo dulce para alegrar la pancita. Pero nada se le parecería al “Sueño de Nico”, ni a la “Copa Julieta”. En realidad, nada, o casi nada en el mundo, se parecía mucho a los postres de Tatis por las estrafalarias mezclas de ingredientes que a ella se le ocurrían a cada rato*.

* Si te quedaste con antojo, ve a la página 87. Allí copiamos algunas recetas de Tatis.