Vamos que vamos
Un equipo, un país
Ana Laura Lissardy
Vamos que vamos
Un equipo, un país
© 2011, Ana Laura Lissardy © De esta edición: 2011, Ediciones Santillana, SA Juan Manuel Blanes 1132. 11200. Montevideo, Uruguay. Teléfono: 2410 7342
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Este libro se realizó gracias al apoyo de: Fundación Celeste, Ministerio de Turismo y Deporte y la Asociación Uruguaya de Fútbol. Foto de tapa: Leo Barizzoni, revista Galería de semanario Búsqueda. La foto original se reproduce en contratapa. Ilustraciones interior: Hogue – www.hogue.com.uy Diagramado: Forma Estudio – www.formaestudio.com ISBN: 978-9974-95-487-8 Hecho el depósito que indica la ley. Impreso en Uruguay. Printed in Uruguay. Primera edición: junio de 2011. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro medio conocido o por conocer, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Emilio, Julia, Luciano, Guido y Alfonso, con todo mi amor.
Índice
Introducción
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1. Fernando Muslera: la timidez
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2. Diego Lugano: el idealismo
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3. Diego Godín: el ímpetu
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4. Jorge Fucile: el optimismo
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5. Walter Gargano: la picardía
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6. Mauricio Victorino: la tranquilidad
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7. Edinson Cavani: el águila
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8. Sebastián Eguren: la solidaridad
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9. Luis Suárez: la actitud
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10. Diego Forlán: el profesionalismo
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11. Álvaro Pereira: el atleta
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Vamos que vamos. Un equipo, un país
12. Juan Castillo: la empatía
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13. Sebastián Abreu: el carisma
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14. Nicolás Lodeiro: el protegido
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15. Diego Pérez: la sensibilidad
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16. Maximiliano Pereira: la sencillez
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17. Egidio Arévalo Ríos: el resiliente
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18. Ignacio González: la fe
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19. Andrés Scotti: el equilibrio
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20. Álvaro Fernández: las raíces
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21. Sebastián Fernández: el intelecto
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22. Martín Cáceres: la frescura
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23. Martín Silva: la familia
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24. Óscar Tabárez: el hacedor
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Introducción
Ya no hay papel picado ni banderas en el Palacio Legislativo. Ya no hay tantas sonrisas entusiastas en los ómnibus y en la calle. Ya no hay tantos gritos orgullosos ni emails conmovidos enviados y reenviados. Ya no. Pero siguen estando estos 24. Más estos otros tres millones y medio. “Nosotros somos el reflejo del país. No es el país el reflejo de nosotros”, dice Lugano. “Somos 23 gurises que nacimos en barrios de Uruguay y que fuimos criados con los códigos que estaban en nuestro entorno, en nuestros padres, amigos, hermanos. Y esa mentalidad nuestra no es nuestra, de los 23, es de todos nosotros.” Así como, según el concepto borgeano, la historia universal se resume en la historia de un hombre, la historia de cada uno de estos 24 es la historia de su país. Porque ellos representan las características de la identidad uruguaya. Todos llevamos dentro un Forlán-profesionalismo, un Maxi-sencillez, un Abreu-carisma campechano, un Suárez-actitud, un Lugano-idealismo… Ellos no son otra cosa que nosotros mismos. “Lo más lindo fue que la gente se identificó naturalmente —dice Abreu—. No fue un partido político que tuviste que hacer una campaña para poder comerles la cabeza. No. Fue natural. Esto habla de poder ser como es el uruguayo. Es volver a las raíces. Es saber de dónde 9
Vamos que vamos. Un equipo, un país
salimos. Saber lo que es nuestro día a día, de irnos a tomar mate a la esquina con el vecino, de lo que se habla… Es ser como somos naturalmente los uruguayos.” Ellos llevan dentro de sus cuerpos el adn de un país. Y, más allá de triunfos o derrotas, de cuartos puestos, goles o cero en el marcador, lo importante es que ellos son nosotros mismos. Nos hicieron volver a reconocernos. Porque somos ese tomar mate con el vecino del que hablaba Abreu. Ese juntarnos en torno a un asado. Y somos ese Ruso Pérez que corría más porque veía a Cavani correr. Y ese Luis Suárez que progresaba porque aprendía de Forlán. Somos esa cadena. (“Vos pensabas en el grupo, el otro estaba pensando en el grupo, entonces era un búmeran. Dabas y recibías”, continúa Abreu.) Así soy yo también, les dijeron a estos 24 los cientos y miles que les mandaron cartas o dejaron sus mensajes en internet. Así soy yo también, les exclamaron los miles congregados en el Palacio Legislativo y en la caravana por la ciudad. Así soy yo también, gritaron los uruguayos en el exterior y todos los que siguieron el Mundial por televisión. Así soy yo también. Porque ellos son el país. Son un espejo, un recordatorio de nuestra identidad. Los griegos tenían a sus dioses y mitos que representaban algo universal y, al mismo tiempo, algo interior e individual. Poseidón era el Dios de los mares, pero también personificaba la rabia. Atenea era la diosa de la sabiduría, pero también la personificación de la inteligencia. Los dioses eran divinidades y eran, al mismo tiempo, rasgos del ser humano. Así, ellos, considerados ídolos por todo un país, son también lo que los uruguayos llevamos dentro. Ellos están en nuestro interior, circulándonos por el cuerpo, y van con nosotros, porque ellos son nuestra manera de ser. 10
Introducción
Sus valores, sus rasgos, sus caracteres y hasta sus historias son también las nuestras. Y es en ese sentido que representan para nosotros lo que para los griegos sus dioses. Son nuestra idiosincrasia. Nuestro pueblo. Los griegos tenían a Poseidón, Afrodita, Zeus y Atenea; nosotros tenemos al Ruso, Cavani, Nacho, Tabárez… Este identificarnos y reconocernos lleva implícito un ideal de sociedad. “No hay que salir pidiendo ‘hay que volver a las raíces, hay que volver a las bases’ —dice Abreu—. No. Las bases ya están. Las raíces ya están. Lo que ahora es importante es darle secuencia.” Lo que sentimos con ellos esos días de julio del 2010, ese mensaje emocional que nos dejaron… ese es el camino.
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1. Fernando Muslera: la timidez
“¡No! ¡No ¡¿Cómo la dejéfucilepasar lugano puede ser! godín así?! ¡¿Por qué no hice nada?! Va a ser mi culpa si perdemos. Mi culpa.” Muslera tenía ocho años cuando pensó todo eso y se puso a llorar, parado en el arco de una canchita de tierra del Paso Molino. Ahí estaba, con su short y sus piernas largas, de pie castillo abreu lodeiro y pereira escoltado por dos palos. Al verlo así, sus compañeros se le acercaron. Otra vez. Porque siempre le pasaba lo mismo cuando le hacían un gol. Las mismas preguntas. Las mismas culpas. La misma vergüenza. —Nando, no te preocupes, vamos a hacer tres más —le dijo uno de sus de calmarlo. fernández cácerescompañeros tratando silva tabárez —Vas a ver que les metemos tres y ganamos —insistió otro, forzando una sonrisa. Pero Muslera se sentía incómodo y, además, no se podía perdonar haber perjudicado a su equipo, a sus compañeros. A sus amigos. El técnico vio la escena —una vez más— y se acercó. —Quedate tranquilo —le dijo–, en un rato entrás de delantero. Muslera respiró fuerte y se calmó. Capaz que en la cancha podría hacer un gol y remediar. Capaz que todavía podía recomponer el error. Se secó los ojos y la cara, y se preparó para atajar. muslera
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La misma escena, más o menos igual, se repitió por seis meses, eternos. Sus padres, al verlo frustrado, lo llevaban al estadio para que viera cómo los goleros profesionales también podían fallar. Iba al estadio y miraba en silencio, atento. Hasta que un día volvió a pasarle, como había visto que les pasaba a todos los arqueros alguna vez. Y, ante la mirada atenta de sus compañeros y de su familia, se levantó con naturalidad. No sintió vergüenza, se movió y se acomodó sin llorar. Ese fue el día en el que su carrera de guardameta comenzó. *** Pasaron 16 años y ahora está sentado en un bar de Roma, con su novia, Eliana, que hojea un periódico en el que se ve una entrevista a Edinson Cavani. Muslera mira para abajo cuando habla, y juega con su reloj o se mueve nervioso cuando se le habla a él. Sonríe siempre y dice que es tímido, una y otra vez. Muslera tiene un aire italiano en su modo de vestir, incluso en jeans celestes y remera blanca. Se crió con sus padres y sus abuelos en el barrio Lavalleja de Montevideo, entre vecinos con los que se inventaban canchas de tenis, de golf, de fútbol para pasar las tardes. Su mejor amigo era sordomudo y aprendió a leerle las manos y a hablar despacio para poder entenderse. Se sentía a gusto con él. A los cuatro años empezó a jugar al fútbol, pero como atacante. Recién a los ocho abandonó la delantera para ponerse a atajar. Y solo porque en un partido el golero faltó. Fue entonces que pasó esos meses de llanto y de timidez hasta que se adaptó. Hasta que entendió que un gol no era lo que lo determinaba, sino solo un 16
1. Fernando Muslera
accidente, y que su desempeño iba más allá, mucho más allá de una pelota que llegara hasta la red. Un día, ya con 12 y jugando en Cosmo Corinto, fue a ver jugar a un amigo que estaba en Wanderers. En el entretiempo lo llamaron unos niños para ponerse al arco. Le patearon de todos lados y las atrapó. Todas. Así que, cuando volvía a la tribuna para ver el segundo tiempo, un hombre lo interceptó. —¿Querés empezar con Wanderers? —le preguntó, sin preámbulos. Era Alfredo Torena, el entrenador de séptima de ese club. —¿Cuándo tengo que ir y adónde? —le contestó, decidido. Volvió a su casa corriendo, abrió la puerta de un sopetón y… “Me habló el técnico de Wanderers. Me dijo si quería empezar”. Sonreía con esos ojos grandes y ese cuerpo largo. Y el entusiasmo fue tanto que hizo de todo por mejorar cada vez más. Incluso modificar las fechas de las justificaciones para el liceo, que le daban en el club, para poder ir no solo a entrenar, sino a ver a los arqueros de primera hacerlo. “Si mis padres leen esto, me van a matar, porque no lo saben. Pero me parecía mucho más importante ir a ver un entrenamiento que entrar a Historia.” Cuando llegaba al estadio Alfredo Viera, aún a decenas de metros de distancia, oía ya los gritos de Pablo Fuentes, el entrenador. “¡Dale! ¡Dale, nene, dale!” Lo oía con miedo y, al llegar, se sentaba a mirar. Observaba quieto, sin llamar la atención. Miraba cómo se tiraban, cómo hacían para que no les dolieran las caídas, cómo rendían el doble bajo los gritos y la presión. Observaba y pensaba: “Si me toca a mí, me pega dos gritos de esos 17
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y me caigo enseguida”. La vergüenza otra vez. Pero le tocó, poco tiempo después, cuando pasó a primera de Wanderers y Pablo fue su entrenador. Y, lejos de caerse, se superó. Después de cuatro meses en el banco de suplentes, debutó contra Peñarol en el estadio Centenario. Los nervios se le sacudieron por el cuerpo y la ansiedad le trepó hasta la garganta. Lo que no sabía en ese momento, lo que no podía saber, es que esa sensación de vértigo y aliento cortado se repetiría en los años siguientes, cuando su carrera se disparó. Volvía de Punta del Este una tarde con un amigo y lo llamaron al celular. “Mañana tenés que presentarte en la sede de Wanderers a firmar el contrato. Está todo arreglado para Nacional.” Por la mañana firmó y por la tarde ya fue a entrenar con el grupo. Daniel Carreño había empezado como entrenador de Nacional y lo pidió. Pero no alcanzó ni a acomodar los nervios dentro del cuerpo que llegó ya el mañana. Porque seis meses después, en un día, todo cambió. Era sábado y esa misma tarde iba a jugar su primer partido contra Wanderers con Nacional. Estaba emocionado, nervioso y contento por la situación. Pero no lo jugó porque, antes, llegó una llamada telefónica de un asistente de su representante, Daniel Fonseca. —No podés jugar —le ordenó—. Estás vendido a la Lazio y los dirigentes no quieren que juegues por si te pasa algo. Así que cambió la ansiedad del partido por otra distinta, desconocida, nueva. Firmó un precontrato y se fue al Parque Central a ver el partido desde el palco. Al terminar, entró a los vestuarios a despedirse de sus
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compañeros. Luego, armó las valijas y por la mañana se marchó. Rumbo a Italia. *** Esa sensación de vacío en el estómago cuando el avión empezó a carretear por la pista debió de ser parecida a la que sentía antes de un remate o de un penal. O, simplemente, antes de entrar a la cancha de un estadio colmado hasta el cansancio visual, y de tener que demostrar que, desde los céspedes con pozos y las condiciones reservadas de Uruguay, se puede estar a la altura de un fútbol italiano de trascendencia internacional. O incluso similar a la presión de tener que demostrar a esos italianos que decidieron hacerlo subir al avión que no se equivocaron y que sus capacidades de seleccionadores estaban a la altura del mejor fútbol mundial. La presión de tener que demostrarles, en definitiva, que hacían las cosas bien. Y que también lo hacían las decenas de miles de hinchas que habían elegido a ese equipo y no a otro para darles sus mejores domingos de sol. Y saber que todo eso se resumía en una sola cosa: no dejar pasar el balón. Ser golero, en cierto sentido, es encarnar el resumen de un partido. “Si el delantero pierde la pelota o erra un gol, va a tener millones de oportunidades. Si el mediocampo la pierde, está el defensa. Si el defensa la pierde, puedo estar yo. Pero si yo la pierdo, tengo la red atrás. Yo no tengo a nadie que me salve.” Ser golero es ser la última esperanza cuando fracasaron todas las demás. Ser golero es ser una pistola de bengalas en un naufragio en altamar. Era domingo cuando sintió esa presión en el estómago como si estuviera en un cohete de la nasa a punto 19
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de despegar. Era el primer partido importante que jugaba en Italia. Estadio lleno. Sesenta o setenta mil personas viéndolo atajar. Viendo que los dirigentes no se hubieran equivocado, viendo qué tan buenos eran los goleros en Uruguay, viendo qué podía hacer ese muchacho de 21 años por el prestigio de su equipo. Era domingo y jugaba la Lazio contra el Milan. “El estadio lleno te hacía sentir la presión”, cuenta Muslera en ese bar italiano mirando para abajo y tocándose el reloj. La presión de salvar al equipo de la muerte de un remate o un penal. “Me encontré con los mejores jugadores del mundo frente a mí y yo tenía que estar ahí y responder. La velocidad de juego era distinta. La dinámica no era a la que estaba acostumbrado. Era todo nuevo para mí.” Y tuvo de frente a Kaká, a Seedorf, a esos futbolistas que tanto había mirado jugar por televisión. A esos que admiraba y que ahora intentaban derribar a su equipo con un pase y un gol. Los nervios se le sacudían adentro y él intentaba ignorarlos y concentrarse en salvar, en salvar, en salvar. Pero le ganaron. Le ganaron Kaká y Seedorf. Y le ganó, sobre todo, la presión. “Perdimos 5 a 1, y 4 de los 5 me los hice yo. Fue el nerviosismo y la ansiedad de ver a esos jugadores frente a mí. Una semana estaba mirándolos por televisión y a la siguiente estaba ahí adentro de la cancha tratando de atajarles las pelotas.” Y de pronto fue un niño parado en un arco de una canchita del Paso Molino después de un gol. Sin llorar. Pero avergonzado igual. “Estaba triste porque sabía que habían sido errores míos. Después de eso me vi en Wanderers otra vez. Era mi primer partido vistoso y me puse a pensar en lo que pensaría la gente. En que los dirigentes iban a decir que creían que yo era una cosa y al final era otra. Estaba 20
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muy triste. Era la angustia de decir: ‘Yo no soy así; yo sé atajar’. Pensaba en lo que podían decir los periodistas. Tenía miedo de salir a la calle y que la gente me dijera ‘sos un burro’ o ‘no atajás una’. Y me dijeron cosas así. Se dijeron cosas como que volviera a Nacional…” Ser golero es ser el chivo expiatorio de un partido que se perdió. Ser golero es pasar en un instante de ser el que lanza la bengala a ser el que llenó de agua el barco que naufragó. Después de ese partido, estuvo un año sin jugar. Un año en el que entrenó y se preparó para cambiar esa imagen que había quedado de él. Un año en el que intentó controlar los nervios y la tensión. “La gente es muy resultadista —dice ahora—. Repite lo que dicen las radios y la tele. Y no se dan cuenta que muchas personas no saben lo que es estar adentro de una cancha y cómo se vive. Uno intenta no cometer errores, pero hay muchos factores que te pueden llevar a cometerlos: el terreno, una pelota que cambia de dirección y se te mueve… Uno no es que quiera dejársela pasar por entre los caños. Son cosas que se pueden dar, como un mozo que está trabajando que tira y rompe un vaso. Es un error. Pero en el fútbol no se acepta. Un amigo siempre dice: ‘Lo malo es que la gente escucha a gente que piensa que sabe de fútbol’. Y es una gran verdad. Para hablar de fútbol hay que estar adentro de la cancha; si no, uno no va a entender nunca. Y un curso de periodismo eso nunca te lo va a dar.” Un año después, en 2009, volvió a jugar y, esta vez, pudo demostrar. A los dirigentes y a los 60 mil espectadores del estadio. Porque ese año la Lazio ganó la Coppa Italia en una final con definición por penales, gracias a que Muslera atajó dos. “Sentí que había podido 21
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demostrar que no era el mismo que contra el Milan. Que había aprendido a dominar los nervios. Que ahora sí era yo. Esa copa me dio confianza en mí mismo, porque demostré lo que soy capaz de hacer.” La buena noticia es que también se puede pasar en un instante de ser el asesino a ser, otra vez, el salvador. Lo que en italiano se diría pasar dalle stalle alle stelle, ‘del establo a las estrellas’, en un viaje de ida y vuelta. Porque, si en el fútbol en general los ídolos son de oro y barro alternativamente, los goleros son de arena y siempre sujetos al vendaval de la afición. “En fútbol, un día estás allá arriba y al otro ya te quieren sacar. Entonces tenés que confiar en vos mismo y no en lo que digan los demás. Y el apoyo más importante son tus compañeros y tu familia, no el ambiente”, dice ahora, sentado en el bar, mientras está entrando y saliendo gente continuamente. “Después de esos cinco goles aprendí mucho a soportar las presiones del ambiente. Ahora soy frío ante las críticas. Lo que me puede servir lo tomo. Lo otro no me entra.” *** En 2009 fue llamado para defender el arco de Uruguay en los últimos partidos de eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica. Y fue el golero titular del Mundial. El que tuvo que disparar la bengala de salvación cuando en los penales contra Ghana se arriesgaba naufragar. Muslera estaba ahí, en los cuartos de final de un Mundial, con un tanteador 1 a 1, y en el minuto 119 intentó achicarle el espacio a Adiyiah, pero él cabeceó igual. La pelota le pasó a Muslera por al lado y, como 22
1. Fernando Muslera
un relámpago, pensó: “Qué haya alguien en la línea”. Y se dio vuelta a enfrentarse a la verdad. La pelota estaba saliendo del arco e iba hacia él. La manoteó y volvió a respirar. No vio a Suárez sacarla con la mano, pero escuchó al árbitro pitar penal. El mundo se le vino abajo en un segundo. Desesperado, le preguntó al árbitro cuánto quedaba. “El penal y basta”, le contestó. “Si no atajo quedamos afuera”, pensó. Pero se dijo de inmediato: “No tengo que pensar en eso. No tengo que pensar en que podemos perder. Una chance hay. Me tiro a la derecha y que sea lo que Dios quiera”. Y Muslera voló por el aire mientras Gyan pateaba la pelota alta, muy alta como para poder atajarla. “Es gol”, pensó y cayó al suelo. Y desde abajo sintió un ruido: el travesaño. Se dio vuelta para mirar la red y no vio el balón. Volvió a girar y vio que de frente Fucile corría hacia él para poder abrazarlo. Y le alargó un beso al travesaño (“mis amigos son los palos”, ha repetido en su vida una y otra vez). Se venían los penales y pensó que lo único que contaba en ese momento era la confianza en sí mismo. En ese momento no valían la timidez ni la introversión. Era solo la confianza en su desempeño, la que venía cultivando desde los ocho años. Su única arma era esa contra los cañonazos de la nave rival. “Confié en mí, en lo que sabía y en lo que me había tocado vivir.” Así que cuando Forlán se le acercó y le preguntó: “¿Querés que empecemos pateando o atajando?”, él recordó los cuatro penales que había atajado con la Lazio poco tiempo atrás y contestó: “Pateando”. “Si hacemos tres y yo atajo dos, se termina, y uno, como arquero, siempre quiere terminar él. Y fui tranquilo, fui seguro de lo que siempre hice. No pensé que era un Mundial y una definición a semifinales. 23
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Pensé que era una simple tanda de penales que me estaba tocando vivir. Nada de pensar en lo que era y en lo que se venía. Así fue que me pude tranquilizar.” Muslera atajó dos y apuntó con los dedos a sus compañeros, abrazados monolíticamente en el medio del campo, para dedicarles las atajadas. Y después perdió la cuenta. Así que cuando pateó el Loco Abreu su penal picado, no se dio cuenta de que todo había terminado. Estaba de espaldas, sin mirar, para controlar la emoción. Escuchó que había sido gol y se dio vuelta para ir a atajar otro penal. Y al girarse vio a todos sus compañeros correr, gritar, exultar. Se le vinieron al encuentro, lo abrazaron y le saltaron encima, uno sobre el otro, dejándolo sepultado entre la gloria y la emoción. Y después gritó y festejó él también. Y fue el desahogo. El más grande que tuvo en el Mundial. El mayor de su vida. Porque, en esos gritos y festejos, dejó ir todo el estrés contenido por tantos años. El del debut contra Peñarol y el bochorno que sintió en el partido contra Kaká y Seedorf. El que había sentido una vez por la prensa o por las recriminaciones de los hinchas. Y el estrés de tener que demostrar en un Mundial. Y hasta desahogó los llantos de cuando era niño en esa canchita de tierra del Paso Molino. Porque, con esos gritos, reivindicó su historia. La reescribió. Y le puso firma. “Fue el desahogo más grande. Poder gritar, emocionarme”, dice. Y luego: “El desahogo fue ese: la felicidad”. *** Un padre y una niña de cinco años entran al bar romano. La niña mira a Muslera a la distancia, bajo un sombrero de invierno que le tapa hasta la frente. Lo mira 24
1. Fernando Muslera
con los ojos bien abiertos, inmóvil. Y sostiene un papel contra un abrigo colorido que le llega hasta los pies. El padre la empuja desde atrás y le dice que se acerque, pero ella no avanza. “Te quiere pedir un autógrafo”, dice él a unos metros. Muslera le dice que sí y es la voz de largada para ella, que se acerca con su hoja y la apoya en silencio sobre la mesa. —Yo quiero felicitarte —le dice el padre, mientras Muslera firma—. Mejoraste mucho en los últimos tiempos… Ella tiene el álbum de figuritas y te reconoció de ahí. —¿Tenés la mía? Mirá que es muy difícil —le dice, entregándole su caligrafía en el papel. —La tengo repetida —le contesta ella, muy seria. Fernando se ríe y el padre le pide si puede tomarles una foto juntos. “Claro”, contesta él, que levanta el metro noventa de la silla y se agacha al lado de ella, y los dos miran a la cámara. El padre empieza a filmar y la niña, sin sacar la vista del frente, empieza a cantar la canción de la Roma, el cuadro rival de Muslera. —No —le dice él, agachado a su lado y haciéndole señas con las manos—. No, esa no, la de la Lazio —y se la empieza a cantar. Pero ella no lo escucha y sigue adelante, impertérrita, hasta el final. Hasta cantarla toda. Mientras Fernando mira alrededor sorprendido, algo avergonzado, y dice con una sonrisa a todos: “No me escucha. Sigue, sigue”. Pero la niña se tomó con seriedad su rol de hincha y su filmación. Con toda la seriedad con la que hay que tomarse esas cosas. Y ahí, junto a esa niña y riendo suave, parece el mismo de siempre. Incluso con ese porte de golero de la serie A italiana, es el mismo Muslera de la timidez y la 25
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humildad. Sigue siendo el mismo. El mismo que está agachado, con su sonrisa de dientes grandes y sus cejas levantadas, sorprendido, mientras una niña vestida de Principito le canta una canción.
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