OPINIÓN | 35
| Sábado 21 de diciembre de 2013
Una Navidad populista, sin luz y sin moneda Eduardo Fidanza —PARA LA NACION—
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e comentaba un vecino perplejo, residente en el lado oscuro de la calle, que había ido a comprar velas y se había sorprendido por la variación y el encarecimiento de los precios: de 5 a 30 pesos por un paquete chico en pocas cuadras a la redonda. Eso cuando logró conseguirlas, porque ya casi no quedaban. La gente descendía resignada de los pisos altos de los departamentos, caminando a tientas por la escalera, en busca de la cera quebradiza que les diera una mínima iluminación. Para los más jóvenes, la escena es apenas una reiteración de experiencias recientes; para los mayores evoca recuerdos más lejanos, de las décadas del 70 y del 80, cuando el sistema eléctrico colapsaba con asiduidad, y las velas y las pilas formaban parte del kit de emergencia indispensable de las familias argentinas. Acaso en esta anécdota trivial se cifren algunas de las claves de nuestra actualidad y de nuestra historia. En primer lugar, porque los cortes de luz son la expresión de deficien-
cias en la infraestructura que no pudieron resolverse en décadas; en segundo lugar, porque el precio arbitrario y creciente de las velas evoca la desaparición de la moneda como medida de valor, el desabastecimiento y el abuso, síntomas de la mala administración económica que nos distingue; en tercer lugar, porque el episodio es una repetición de frustraciones del pasado, que retornan como pesadillas. Es el déjà-vu agobiante al que se refirió Enrique Valiente Noailles el miércoles en esta página. La falta de luz y la inflación representan dos caras de la misma moneda. De un lado, expresan el quiebre de los contratos; del otro, son fenómenos que afectan la vida cotidiana y despiertan sentimientos de aprensión masivos. Junto con la inseguridad conforman un cóctel explosivo que exaspera y desorienta a la sociedad, desde los barrios ricos hasta las periferias pobres. El poder político teme que desate corrientes incontrolables de rebelión social y vive los sucesos con desesperación e impotencia.
Así, el horror al estallido social regresa al palacio y a las calles. Tal vez una falla grave, que el populismo secular de la Argentina no ha querido ver, explique esta sensación de estar, de nuevo, al borde del derrumbe. Se impone aquí un paréntesis para tratar de entender. La sociología clásica enseñó que toda sociedad compleja oscila entre la organización, que asegura el abastecimiento de los bienes, y los valores, que expresan el anhelo de una vida mejor, más justa. El capitalismo originario creyó que confiando en la iniciativa privada aseguraría un reparto equitativo de los bienes, lo que se demostró falaz. El Estado debió intervenir para equilibrar las cosas. En paralelo, las sociedades, crecientemente democráticas, debatían la mejor manera de alcanzar la justicia. En adelante, los capitalistas crearían la riqueza bajo la mirada vigilante del Estado, que regularía sus ganancias y repartiría, de manera desigual pero legítima, como escribió Habermas, el excedente. Ésa es la manera que encontró la modernidad para mediar entre las
demandas de justicia y de eficacia. Los países mejor constituidos aplican aún esta fórmula con relativo éxito, a pesar de los formidables cambios históricos. Para eso acuerdan que la provisión de bienes y servicios depende del orden y la organización; que es necesaria una política de ingresos, y que la iniciativa privada debe ser estimulada, además de controlada, para desarrollar la economía. Este modelo incluye una receta política, que expresó Max Weber con realismo: la dominación estatal se basa en la suma de una burocracia eficaz y un demagogo moderno. ¿Cómo interpreta el populismo estos arduos problemas? ¿Qué tiene que ver esa interpretación con nuestras desgracias navideñas? Ensayaré una explicación módica, acotada por la brevedad. Primero, el populismo sobredimensiona la discusión ideológica, minimizando las demandas de orden y organización; segundo, privilegia al demagogo sobre el funcionario, y, tercero, estigmatiza a los creadores de riqueza, haciéndolos responsables de la desigualdad.
Al cabo, el resultado es desastroso: los políticos discursean, la sociedad se desorganiza, el Estado no asegura el orden ni el reparto, la infraestructura decae, los capitalistas dejan de invertir y fugan capitales. El síndrome se expresa a través de una dificultad generalizada para cumplir los contratos, empezando por la moneda. Sin contratos, no hay previsibilidad, nadie regula las expectativas. Rige la anomia. Cerremos ahora el paréntesis, regresemos a la cotidianeidad, a nuestros temores y esperanzas. La Navidad populista, sin luz y sin moneda, será imprevisible. Atravesarla con felicidad dependerá de la contingencia, no del cálculo; de la suerte, no de la organización. Esa condición precaria se expresa en el lenguaje común con palabras de cuño discepoliano: este país es una joda, lo que te queda es salvarte, zafar. Si tenemos luz, si no nos asaltaron, si el dinero devaluado nos alcanzó, repetiremos la noche del 24, con alivio, esta amarga constatación. © LA NACION
empresarios & cÍa
Y un día vino el lobo y se los comió... Francisco Olivera —LA NACION—
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os pocos que lo vivieron lo recordarán como uno de los episodios más insólitos del kirchnerismo. Era agosto de 2009 y Julio De Vido batallaba, como de costumbre, contra los títulos de los diarios. El Gobierno acababa de retirar parte de los subsidios energéticos y había desencadenado la furia de usuarios cuyas facturas de luz y gas llegaban a cuadruplicarse. El ministro pensaba que el impacto no alcanzaba ni al 8% de los hogares y no entendía por qué el periodismo consideraba noticia algo que él había anunciado un año antes y que empezaba a regir en esos días. Nada nuevo, hasta que uno de los secretarios privados de Cristina Kirchner, Isidro Bounine, le mostró a la jefa una factura de luz que daba crédito a las quejas. Cliente de Edenor, recién mudado a un departamento de consumo exclusivamente eléctrico, Buonine vivía solo y se la pasaba trabajando, pero había superado largamente los 1000 pesos por el bimestre. La Presidenta se alarmó. “¿Cómo es posible que este chico, que está todo el tiempo conmigo, tenga que pagar tanto?”, le preguntó a De Vido, y le ordenó estudiar el problema y dar explicaciones. El ministro convocó horas después a una conferencia en la que acusó a las empresas distribuidoras de cometer “errores en la facturación”. Era viernes y el Ente Nacional Regulador de Electricidad ya detectaba un aumento del 30% en las quejas, lejos del 8% imaginado. A los dos días, en una entrevista con Página 12, De Vido advirtió que, si veían que esas equivocaciones habían sido “intencionadas”, analizaría la “caducidad de los contratos” y habría “problemas legales para los propios directivos”. Dispuso además frenar la facturación. Lo primero que hizo Edenor fue mandar un técnico al edificio del secretario presidencial, cuyo medidor detectó la raíz del problema: como vivía solo, Bounine había olvidado en un viaje la losa radiante encendida y, así, quedó varias categorías arriba en la escala de consumo, en un estadio que ya pagaba el 100% de la tarifa y penalidades. El malentendido alivió la relación con las empresas, pero no el estado de ánimo de una sociedad ya habituada al subsidio. Dos días después de las advertencias en Página 12, De Vido anunció la anulación de la medida. “La Presidenta, en defensa del interés de la gente, del derecho que les adjudica a todos los argentinos en una materia tan básica como es la calefacción, ha decidido reponer para los meses de junio y julio, tanto para la luz
como para el gas, el 100% del subsidio retirado”, dijo. Parece una comedia de enredos, pero es la pintura perfecta del modo en que el kirchnerismo ha manejado la política energética. Anteayer, Jorge Capitanich se reunió con representantes de Edenor y Edesur para transmitirles la última preocupación: durante los cortes de luz de esta semana, el Gobierno estaba quedando como el culpable de los apagones. “Hay que plantear una política comunicacional distinta”, instruyó. El jefe de Gabinete venía de otra confusión. Había dicho, en su habitual conferencia matutina, que se estaban aplicando cortes “programados” para resguardar el servicio y fue corregido horas después por De Vido, que se refirió a cortes “preventivos”. Explicaban lo mismo con adjetivos
distintos: cuando el calor pone en riesgo los materiales, las empresas aplican lo que el sector llama “rotación de los alimentadores”. Es decir, para que no se sobrecargue el sistema, van desconectando los cables de media tensión que unen las subestaciones con los medidores. Cada alimentador puede abastecer a más de 4000 medidores, por lo que una sola rotación significará el apagón a varios vecinos. El gerente de operaciones de este racionamiento es Roberto Baratta, subsecretario del Ministerio de Planificación, un funcionario que parece rendir culto a Guillermo Moreno con sus modos y que ha entendido dónde aprieta el zapato kirchnerista: nada molesta tanto como la exhibición de un problema. De ahí que no se les puedan atribuir a estas decisiones tinte progresista: como las zonas
de mayor poder adquisitivo son las que más encendidamente se quejan, no es difícil adivinar qué barrios decidirá privilegiar una distribuidora al momento de reforzar las conexiones. O qué lleva a la villa 31 a cortar la autopista Illia cada vez que se queda sin luz. Lecciones del país del piquete. Nunca asumidas públicamente, estas maniobras de supervivencia empresarialgubernamental responden a una lógica más abarcadora, que es el carácter regresivo de una política energética que empezó con Duhalde: la Capital Federal, el distrito de mayores ingresos, paga tarifas hasta cinco veces más baratas que las de un asentamiento en Chaco, por los mismos motivos políticos que diferencian a un muerto chaqueño de los del puente Pueyrredón. El esquema excede a los consumidores.
Proliferaron este mes, por ejemplo, pedidos de distribuidoras provinciales a Cammesa, la administradora del mercado eléctrico, para extender los plazos de pago. Dice una carta enviada el 13 de este mes por Ángel Rastellini, subgerente de CALF, cooperativa de Neuquén, a Luis Beuret, jefe de Cammesa: “Debido a la grave situación financiera que atraviesa nuestra cooperativa, nos ha sido imposible cancelar en su totalidad vuestra última liquidación con vencimiento en diciembre (se pagaron $ 2.000.000, aproximadamente 40%)”. El texto agrega que la “dificultad de pago se extendería durante el primer trimestre del año próximo” y que no podrán cancelar “la factura de transporte de energía ($ 750.000)”. Edemsa, distribuidora de Mendoza, relata penurias análogas en una nota de su presidente, Neil Bleasdale, enviada el 16 de este mes a José Sanz, vice de Cammesa. Pide acordar un plan de pagos antes de ir a la Justicia, afirma que sólo está en condiciones de cubrir $ 800.000 y aclara: “Debe usted tener presente que ello implica agotar los recursos de caja a la espera de la ansiada revisión tarifaria integral que está llevando adelante la provincia de Mendoza”. Es entendible que la clase política esté admitiendo por fin, aunque sea en voz baja, las dificultades de un sector que era considerado modelo durante los años 90 por éxitos constatables: los cortes cayeron entre 1992 y 2002 de 21 a 5 horas anuales por usuario, mientras la tarifa se reducía 21%. Esta semana, en el fragor de las quejas, alguien le preguntó en confianza a Florencio Randazzo, el ministro que heredó el transporte que había colapsado en manos de De Vido, por qué el Gobierno no empezaba por reconocer la crisis energética. “Yo haría eso y varias cosas más, pero no es tan fácil”, atenuó. Ironía del sector, tuvo que apagarse la luz para dejarlo claro. En 2011, Amado Boudou llamaba todavía “fracasados” al grupo de ocho ex secretarios de Energía que pronostica estos inconvenientes desde 2009. Uno de sus miembros, Daniel Montamat, coincidió hace siete años en un seminario con De Vido, siempre crítico de analistas a quienes acusa de “agoreros” del desastre. “Nos dicen que viene el lobo, que viene el lobo y nunca llega”, provocó el ministro, y el ex presidente de YPF retomó la metáfora por la tarde: “Yo los invito a recordar cómo termina el cuento: se descuidaron y el lobo se los comió”. Pero no hubo caso. Hay quienes reescriben hasta las fábulas.© LA NACION
El caso Campagnoli ante el espejo del Watergate Federico Sturzenegger —PARA LA NACION—
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l miércoles 18 tuve el honor de asistir a una audiencia bicameral en defensa del fiscal José María Campagnoli, abruptamente apartado de su cargo por el Tribunal de Enjuiciamiento de Fiscales por la única razón de haber llegado a la médula de una investigación que cercaba al empresario Lázaro Báez y que podía tener vaya uno a saber qué ramificaciones. El pedido de apartar a Campagnoli no había prosperado en dos instancias judiciales. La defensa de Báez, además, lo había denunciado ante la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, su jefa, quien inició una investigación interna. Tras un dictamen de un comité asesor, Gils Carbó solicitó la suspensión del fiscal, al que acusó de abusar de su poder por ahondar en una investigación contra Báez cuando no tenía competencia para hacerlo. Finalmente, la Cámara del Crimen confirmó la investigación de Campagnoli, rechazó los pedidos de nulidad de la defensa de Báez sobre la investigación del fiscal, pero entendió que no tenía competencia y remitió la causa al juez federal Sebastián Cassanello, quien ya investiga-
ba al empresario por lavado de dinero. Cuando escuchaba al fiscal en la audiencia, no podía dejar de hacer un paralelismo entre este caso, surgido de la investigación periodística de Jorge Lanata, con aquel famoso caso de Watergate, también surgido de una investigación de dos periodistas del Washington Post y que terminó con la dimisión del presidente norteamericano Richard Nixon. En mayo de 1973, con el escándalo Watergate en plena efervescencia, el presidente Nixon nominó a Elliot Richardson para el cargo de fiscal general después de que el anterior, Richard Kleindienst, renunciara junto con otros asesores presidenciales –John Dean, H.R. Haldeman y John Erlichman– cuya situación se había vuelto insostenible. La prensa interpretó el nombramiento de Richardson como un intento del presidente por controlar las investigaciones del escándalo. Pero la primera decisión de Richardson al frente del Departamento de Justicia ya le hizo comprender a Nixon que no habría piedad. Esa decisión fue el nombramiento del demócrata Archibald Cox como fiscal especial para el caso. Cox
ocuparía en el célebre caso norteamericano el lugar de Campagnoli en el nuestro. Richardson le pidió a Cox que examinara “todas las pruebas documentales” que obtuviera, cualquiera fuera su procedencia, a las que tendría “acceso sin restricción alguna”. Cuando se supo que durante muchos años se habían grabado en secreto las conversaciones del presidente Nixon en el despacho oval, el fiscal especial solicitó una audición de nueve de esas cintas decisivas. Nixon lo rechazó con el argumento de la inmunidad presidencial y sólo ofreció un resumen del material. Cox se mantuvo firme, por lo que, el 20 de octubre de 1973, el presidente Nixon ordenó al fiscal general Elliot Richardson que destituyera a Cox y clausurara la fiscalía especial del caso. Obviamente, la figura de Nixon se corresponde con el poder político que en nuestro caso buscó la destitución de Campagnoli. Pero Richardson se negó a despedir a Cox y prefirió presentar su dimisión. Inmediatamente fue convocado a la Casa Blanca el segundo de Richardson, William Ruckelhaus, al que también se le exigió que procediera contra el fiscal especial,
pero también éste se negó a hacerlo. Minutos después, Nixon nombró fiscal general interino a Robert Bork y repitió su orden por tercera vez, finalmente con éxito. En nuestra historia, la procuradora Gils Carbó resulta ser Bork. El desplazamiento de Cox produjo conmoción en el ámbito del derecho estadounidense y en la prensa, y sólo a partir de la actividad del juez de la causa, John Sirica se desarrolló un proceso que terminó en la renuncia del presidente el 8 de agosto de 1974. En nuestro caso, el papel de Sirica le correspondería al juez Cassanello. En el caso Watergate, las idas y venidas sobre si el presidente debía entregar las cintas llegó finalmente a la Corte Suprema. El día que la Corte decidió por 8 votos a 0 que el presidente de los Estados Unidos de América carecía de inmunidad ante la ley, a Nixon no le quedó otra alternativa que renunciar. Como se ve, hay un claro paralelismo en ambas situaciones: una investigación periodística y un fiscal incisivo arremeten contra el poder político. En ambos casos, el poder político reacciona y logra apartar al fiscal.
En el caso de los Estados Unidos, lo que siguió fue una historia inspiradora. La Justicia tomó riendas en el asunto y transformó el momento institucional más delicado en la historia norteamericana en su momento más triunfal. En la Argentina, afortunadamente, aún falta escribir la parte más importante. Todavía puede declararse la nulidad de la suspensión del fiscal para que la causa siga adelante. O quizá Cassanello se despierte de su letargo y, como una suerte de Sirica argentino, sorprenda a la sociedad con la misma entrega a las instituciones que mostró su par norteamericano. También podría ser tratado el tema por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, luego de que se agoten todas las instancias procesales o si es concedido el per saltum que eventualmente pudiera pedir alguna de las partes. Cualquiera de estas salidas también podría transformar este momento de debilidad institucional en el mejor momento de la democracia argentina: el momento en que sentimos orgullo de vivir en un Estado de Derecho donde todos somos iguales ante la ley.© LA NACION