Viglietti • Acosta

era un motor gracioso, y le movía a pesar de estar apesadumbrado por su soledad. El otro individuo, uno de estos seres de muchos apéndices, extendió un brazo hacia su atrofiado amigo. Éste comenzó a pasarle los labios por encima, chupándolo y baboseándolo con lentitud. A medida que avanzaba sobre el brazo, ...
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Viglietti • Acosta

Viglietti, Nicolás Niño negro. - 1a ed. - Córdoba : el autor, 2015. 194 p. ; 21x15 cm. ISBN 978-987-33-8171-3 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 15/07/2015

www.editorialcontamusa.com.ar facebook.com/contamusa Andrés Acosta: www.artstation.com/artist/karnevil9

Corrector Matías Zanetti: http://hologramacomics.com.ar/

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Escrito por Nicolás Viglietti Ilustrado por Andrés Acosta

Un Elemento definitivo en la evolución y el progreso de las razas racionales que habitan el Universo Conocido es la memoria. Existen muchísimas civilizaciones que no conservan su memoria, y sin ella es imposible proyectar una construcción a futuro.

— Viajes Interestelares, Estudios Preliminares de Seres Vivientes, párrafo VII

LA GARRAPATA -Capítulo 10-

Como siempre, el Niño Negro no podría haber dicho qué fue realmente lo que lo llevó allí; si se había guiado por las constelaciones, aquellos patrones naturales en la configuración del cosmos, o por alguna otra cosa que escapaba a su inventiva. Se halló descendiendo en un asteroide por completo deshabitado, una formación rocosa y áspera; descendió allí y se detuvo por completo, la mirada fija clavada en los relieves irregulares de la roca espacial. Estaba solo, y lo sentía como un candado de acero alrededor del cuello; no lo dejaba respirar, no quería respirar, no tenía por qué hacerlo. Nunca antes había dimensionado la soledad en aquellos diámetros; quizá porque siempre había pensado que a la vuelta de cualquier estrella encontraría una civilización a la cual preguntarle cosas, quizás porque no había necesitado compañía, quizá porque él era el Niño Negro. 7

Pero el sueño, la visión o el temperamento de su propia mente que le había mostrado semejante ilusión, había movido varios cimientos interiores, jamás perturbados antes por las gélidas manos de la racionalidad. Casi un muñeco inerme, yacía sentado, solo, en aquel asteroide. Era Niño y era Negro. Se miraba las manos casi con sorna. “No reacciono” pensó para sus adentros. “Ya no soy el Niño Negro. Soy otra cosa y no sé qué soy” Las manos eran negrísimas, como siempre habían sido. Sacó la lengua roja, roja, roja. La miró, la movió apenas en movimientos lentos. “Mi lengua sigue roja. Sigo vivo.” Pensó el Niño Negro como si fuera lo más natural del mundo. “He de pensar en cómo seguir” “¿Seguir para qué?” El Niño Negro se quedó en aquel asteroide más de lo que él creyó. Casi sin movimientos, un par de figuras ennegrecidas por la falta de luz en el vacío aterrizaron en el asteroide cerca de él. No lo notaron; era un objeto inanimado más en ese punto del espacio. Las dos figuras, ambos seres articulados y pensantes, eran caricaturas de seres humanos; con varios apéndices y órganos perceptivos de más, pero casi humanoides. Uno de ellos, no obstante, era mucho más monstruoso que el otro. Parecía un bebé gigantesco, casi un hombre adulto atrofiado hasta la exageración, con un ojo cerrado y magullado y el otro abierto. Tenía unos labios pulposos y hambrientos, y una boca sin dientes que sonreía sin malicia pero no sin violencia. 8

El Niño Negro miró por sobre su hombro, apenas. La curiosidad era un motor gracioso, y le movía a pesar de estar apesadumbrado por su soledad. El otro individuo, uno de estos seres de muchos apéndices, extendió un brazo hacia su atrofiado amigo. Éste comenzó a pasarle los labios por encima, chupándolo y baboseándolo con lentitud. A medida que avanzaba sobre el brazo, el otro se volvía más manejable; el cuello, la cabeza, el otro brazo, el pecho; todo pasaba por esos labios pulposos y llenos de capilares que buscaban, desesperadamente, el contacto con algo. Finalmente el otro quedó casi reducido a una lámina de papel. Era imposible adivinar qué era lo que había sucedido con exactitud, pero el ser atrofiado e hinchado ahora doblaba al otro como una lámina, y terminaba de absorber con esa boca sin dientes, como si de una fruta jugosa se tratase. Lo desechó a un lado, casi sin quererlo, como decepcionado. Finalmente el ser atrofiado notó al Niño Negro. A falta de más objetos animados frente a él, había notado la larga cabellera y las extremidades. Comenzó a movilizarse, casi rodando, y cuando estuvo a su lado y extendió sus brazos exageradamente gruesos, el Niño se movió por primera vez y lo miró con la cabeza ladeada. El sentimiento de soledad y ahogo que tenía en el pecho no lo abandonaba, pero no pensaba dejarse descartar como el otro. Una vez más, no era miedo sino curiosidad lo que lo impulsaba a actuar como actuaba. El ser atrofiado pareció sorprendido, como si no estuviese acostumbrado a que le rechazaran. Empezó a emanar algo de 9

una de sus cuencas, algo que el Niño, sin saber muy bien cómo, sabía qué era. La grotesca caricatura estaba llorando. — ¿Qué eres?— preguntó el Niño Negro, telepáticamente. La criatura dejó de llorar y lo miró con su único ojo abierto. —Somos la Garrapata— dijeron muchas voces descoloridas en su cabeza, algo vacilantes. El Niño Negro ladeó la cabeza otra vez. Esa palabra no tenía ningún sentido en su cabeza. — ¿Qué es una garrapata?— preguntó La criatura pareció vacilar otra vez, como si no estuviera acostumbrada a dialogar. —Un Parásito— respondieron otras voces, casi suplicantes. De nuevo, no tuvo ninguna respuesta a esa palabra. Preguntó, aunque sospechaba la respuesta: —¿Y qué es un parásito?— La criatura abrió con lentitud el segundo ojo y cerró el primero. Este ojo era de un color más claro que el anterior, pero parecía también a punto de salirse de su cuenca. —Un ser vivo que se alimenta de otros seres sin matarlos— contestó, esta vez, una única voz esclarecida. El Niño Negro se quedó masticando su pregunta, alternando sus 10

negros y relucientes ojos entre el otro ser, inerme a un costado, y el parásito. — ¿Sin matarlos?— preguntó el Niño Negro. La criatura no contestó, pero lo miró fijamente. — ¿Entonces qué le has hecho a ese ser que vino contigo?— preguntó, nuevamente, el Niño Negro. El parásito ni siquiera se volteó a mirar a su víctima. Contestó, con la misma voz unificada de antes. —Me alimenté de él, pero sigue viviendo— El Niño Negro miró por encima del parásito. —No parece capaz de moverse por sí mismo— contestó con cierto desafío. —Sigue viviendo dentro nuestro— dijo el parásito, tocándose con una pequeña mano su expandido pecho, lleno de venas palpitantes. — ¿Dentro tuyo?— preguntó, ya olvidado los sentimientos que lo habían llevado allí en un principio. —Si— contestó la voz unificada –Cada vez que nos alimentamos, sumamos uno. Ahora somos muchos, pero en un principio fuimos uno solo— El Niño Negro comenzó a sospechar una respuesta no tan grata. Ese ser acumulaba otros seres vivos; una especie de placard, en donde la ropa era todo lo que devoraba. 11

Pero una vez más la curiosidad, quizás el más sano de todos los impulsos humanos, le hizo preguntar: —Dime, ¿qué tantos seres has comido?— El parásito pareció vacilar. Unos dedos traquetearon, nerviosos. Al final, una voz contestó: —Ahora somos tantos como alguna vez hubo seres vivos en el Universo— La respuesta era tan ambigua que dejó al Niño insatisfecho. Sin embargo, mientras formulaba otra pregunta en su mente, el parásito preguntó, casi con timidez. —Entonces... ¿podemos unirte a nosotros?— — ¿Por qué unes seres a ti mismo?— preguntó, con algo de crueldad. El parásito abrió y cerró los ojos, lentamente. Se notaba que nunca había tenido que plantearse esa pregunta. —Actuamos. No pensamos, actuamos. El hambre nos impulsa a actuar. — contestó la voz. El Niño Negro, entonces, pensó que realmente había sido una suerte no haber sentido nunca verdadero hambre. Nunca había sentido la necesidad de devorar otros seres, de comérselos, de sentirse plural en vez de singular. — ¿Podemos unirte a nosotros?— preguntó el parásito, nervioso. 12

— ¿Pueden unirme a ustedes?— preguntó el Niño Negro, no sin desafío pero con intención de plantearse él mismo la pregunta– Estoy pensando que quizás yo también soy una garrapata que nunca lo supo, o que quizás soy otra cosa sin memoria y sin voluntad, y que solo actúo por instinto. Quizá hasta mi pensamiento sea instintivo. — El parásito no tenía demasiada inteligencia; quizá tantos individuos juntos dentro suyo habían logrado hacerle mella, porque todas las oraciones se atropellaban juntas en su boca sin poder articularlas. Se limitó a extender una mano maltrecha hacia el Niño Negro, intentando tomarlo, mientras una lengua larga y pulposa pasaba revista a los labios hinchados que palpitaban ligeramente. No hubo más diálogo. El Parásito intentó tomarlo con su mano hinchada, pero el Niño Negro se alejó; cuando el Parásito hizo otra tentativa, el Niño Negro dejó asomar su lengua roja roja roja. Y vio reflejado en los ojos del Parásito un sentimiento angular y primitivo que reconoció sin saber muy bien cómo; el miedo. El miedo de no haberse encontrado nunca con algo que rechazara ni su toque ni su voluntad. El miedo a lo desconocido. El Niño Negro se fue de aquel asteroide dejando a una criatura contrariada y confundida que descubría, por primera vez, que era un niño asustado en un cosmos completamente vacío.

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-Fin del capítulo 10Próximo capítulo Para Cada Lengua, Una Boca

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