Viglietti • Acosta
Viglietti, Nicolás Niño negro. - 1a ed. - Córdoba : el autor, 2015. 194 p. ; 21x15 cm. ISBN 978-987-33-8171-3 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 15/07/2015
www.editorialcontamusa.com.ar facebook.com/contamusa Andrés Acosta: www.artstation.com/artist/karnevil9
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Escrito por Nicolás Viglietti Ilustrado por Andrés Acosta
Hace mucho tiempo atrás, en la Era de los Imperios Ragel y Dells, existieron grandes campos de minas espaciales; eran terroríficamente efectivas, y aún después de terminada la guerra, los Exploradores seguían topándose con alguna mina perdida, todavía activa. Luego de la guerra, tanto los Dells como los Ragels construyeron muchísimas Estaciones de Reciclaje, a manera de poder despachar minas y maquinaria de guerra que ya no tenía uso. A la larga, las Estaciones se tornaron verdaderos basureros de chatarra espacial; y como eran propensos al asalto, dejaron de utilizarse. El último avistamiento de una Estación de Reciclaje fue en el Siglo 43, también llamado Siglo Nuevo, y no existe hasta la fecha indicio alguno de que continúen existiendo.
—Viajes Interestelares, Sobre Avistamientos Históricos, Capítulo IV
ESTACIÓN TERMINAL -Capítulo 7-
El Niño Negro se alejaba de lo que parecían centros poblados, pues todavía tenía varias cosas que madurar en la cabeza. Las ideas parecían nacerle en la frente e irse a pasear, recorriendo cada uno de sus largos cabellos, y volver a la base de su cráneo, ya adultas, para disculparse de tanta mala educación. Las frases de la Enana Blanca y del Hombre de Madera resonaban en su mente, intentando hacer eco en algo que tuviera significado. Y las civilizaciones, con sus miríadas de detalles, su constante actividad y su multiplicidad de individuos lo confundían o lo maravillaban, que era lo que quería evitar. Sin embargo, se acercó a aquel anillo de metal, una estructura a la que ya había pasado de largo varias veces, en otras idas y venidas; había lanzado algunos saludos telepáticos sin respuesta. Se acercó porque necesitaba un lugar donde reposar en el medio 7
del vacío, algo cercano a lo que aferrarse en caso de que sus pensamientos lo llevaran a cumbres algo borrascosas. El anillo de metal no era tal. Descubrió que había una estructura central, casi una aguja en escala cósmica, compuesta por lo que parecían varios mecanismos que habían dejado de funcionar hacía tiempo. A un lado y por sobre la aguja se encontraban inscripciones en algún idioma que el Niño Negro no conocía, y unas cuantas extremidades se extendían desde la estructura central de la aguja, como si fueran muchos brazos metálicos, ahora incompletos. Alrededor de la aguja flotaba el anillo, compuesto por miríadas de cosas; artefactos en desuso, chatarra y fragmentos metálicos de dudoso origen. Flotaban alrededor de ella como un anfiteatro siniestro y silencioso, y algunos brillos que una estrella cercana arrancaba a los flancos metálicos le recordaron al Enjambre sin Mente. Sin embargo, no había nada allí dotado de personalidad o voluntad, así que decidió sentarse encima de un gran trozo metálico dorado y maltrecho a reflexionar. Había observado esa estructura o ese orden varias veces a lo largo de sus viajes. Todas las cosas parecían estructurarse de manera concéntrica alrededor de algún elemento central, inexplicablemente, como si una gran fuerza de atracción (literal o metafórica) los impulsara hacia el medio. Inclusive las civilizaciones, vistas desde gran distancia, demostraban ese patrón. Todos se centralizaban hacia algo, apuntaban a algo, miraban a algo. No se quiso demorar en contemplar su propia problemática. No tenía idea de quién o qué era, y si bien no estaba realmente inquieto en averiguarlo, le molestaba sobremanera el hecho de 8
que otros parecían saber más sobre él que él mismo. No quería admitirlo en su fuero íntimo de sencillez y parquedad moral, pero empezaba a sentir un poco de envidia ante la certeza. Y es que dentro de un universo de vacío y preguntas, la falta de duda era admirable. ¿Cómo diablos podía una Enana Blanca que nunca había dejado su mundo afirmar tan coherentemente que eran similares? ¿Qué autoridad tenía esa Lápida, el Hombre de Madera, para sonreírle con el placer de un Maestro? Y es que, aunque el Niño Negro no supiera qué significaban duda, universo, maestro y placer, tenía esa cierta sospecha intuitiva que lo movía a quedarse pensando en ese anillo, tan inmóvil y estacionario. En eso se hallaba inmerso cuando algo a lo largo del anillo comenzó a removerse. El Niño Negro no lo notó al principio, pero poco a poco comenzó a tomar conciencia de que había algo esforzándose por moverse de objeto en objeto, intentando acercarse a él lo más posible. Se trataba de un pequeño humanoide mecánico. Había visto varios, de lejos, latiendo en las arterias de varias articulaciones; el Niño Negro no sabía si eran fabricados como el resto de los seres vivos o si tenían algún vínculo con alguna especie en particular. El hecho era que este pequeño humanoide, puro torso, brazos y algo similar a una cabeza, había llegado hasta su lado saltando de objeto en objeto, impulsándose con los brazos. El Humanoide acercó su cabeza, y el Niño Negro pudo observar varias luces que se encendían y apagaban simultáneamente detrás de las grandes placas de metal que la cubrían; el hombrecito (o lo que fuera) parecía en tan mal estado como el resto de los artefactos allí depuestos. 9
Finalmente, tras unos momentos, se acercó hasta un gran aparato rectangular que permanecía mudo. Al Niño Negro le causaba ternura ver cómo aquel humanoide se movía con esfuerzo, aferrándose a algo para no irse a flotar libremente al vacío, intentando manipular ese rectángulo más grande que él. No podía adivinar qué era lo que estaba haciendo, y eso le picó la curiosidad. Parecía palpar el rectángulo por varios lugares a la vez, como tanteándolo. Finalmente, el Niño Negro intentó comunicarse con él, pero la telepatía no obtenía respuesta. De un momento para el otro, el Hombrecito dejó de palmear el gigantesco rectángulo y se sentó sobre él. El Niño Negro lo observó con sus ojos negros negros negros, y finalmente recibió un saludo telepático. Era un saludo frío, difícil de describir. La telepatía era, en cierta manera, un abrazo de criatura a criatura, un abrazo mental de pura comprensión que era único e irrepetible con cada interlocutor. Sin embargo, ese saludo carecía de sentimentalidad, fuera buena o mala; carecía también de calidez, aunque era raro pensar en calidez mental. El saludo, más o menos, fue algo así como un toque, un intento por comprobar si el Niño Negro se comunicaba por telepatía. Cuando comprendió que sí y contestó, recibió otra respuesta igual de desarticulada. —Es un placer conocerle. Puede identificarme como Paracomunicador 77—B. El modelo de Príncipe de Lata, cuyo número de serie es 1475199933651—101Z, está también feliz de saludarle— El Niño Negro tardó un poco en darse cuenta de que en realidad estaba hablando con el gigantesco rectángulo que el hombrecito había estado palmeando antes. El Paracomunicador, 10
que recibía toda la información del desconcierto del Niño, dijo telepáticamente: —Lo lamento, no he sido programado para decodificar emociones— —No, yo lo lamento— dijo el Niño Negro –es que nunca antes me había encontrado con gente como ustedes. Díganme, ¿qué es lo que son?— dijo, inundado de curiosidad. El Hombrecito pareció aguardar unos momentos a su pregunta y luego revoleó sus bracitos, tomándose su cabeza. Parecía demostrar gran dolor o preocupación. El Paracomunicador, ni lento ni perezoso, contestó toda la información que debía: —Somos unidades creadas artificialmente a partir de una serie de compuestos ordenados deliberadamente con un fin. Cada uno de nosotros tiene una función. Mi función como Paracomunicador es establecer la comunicación con las diferentes unidades que lleguen a mi radio, y retransmitir la información en los canales adecuados. El Príncipe de Lata 101Z, por el otro lado, era un artefacto utilizado para la representación teatral. Su función era interpretar un acto, programado con anterioridad— El Niño Negro se hallaba todavía algo confuso; el Paracomunicador arrojaba demasiada información nueva con demasiada rapidez. Además, lo desconcertaba el hecho de no tener un talante del que agarrarse. Es decir, siempre que había hablado con alguien de esa manera, comprendía lo que querían decir por la manera en que se sentían sus interlocutores; la sentimentalidad ayudaba a complementar lo que las palabras tenían de incompleto. Sin embargo, aquella máquina hablaba sin pausa ni emoción. Parecía bastante precaria. 11
—Lo lamento, no he sido programado para decodificar emociones— volvió a repetir el Paracomunicador. —Ignora mis emociones entonces— dijo el Niño Negro –Dime, ¿de dónde han venido?— Apenas unos instantes después, el Paracomunicador contestó: —El Príncipe de Lata 101Z proviene de una civilización de conquistadores. Esta raza es una gran aficionada a la violencia y al arte, pero carecen de técnica mecánica. Habían construido muchos como él para entretenerse en los viajes, pero todos eran defectuosos; el Príncipe de Lata 101Z fue vendido como pieza de cambio a los mercaderes de Ragel XII, y ellos separaron sus piernas y las vendieron como piezas de repuesto. Como el resto de sus partes no eran aprovechables, fue desechado aquí. “La unidad conocida como Paracomunicador – dijo el propio Paracomunicador –fue manufacturada por los Dells, una raza de comerciantes de la Nebulosa de Creonte. Sirvió adecuadamente a sus creadores durante ciento nueve ciclos, al cabo de los cuales un nuevo modelo lo volvió obsoleto. Fue vendido a los mercaderes de Ragel XII y sirvió como comunicador entre razas de cuatrocientos setenta y cinco sectores galácticos diferentes. Luego, cuando el nuevo modelo arribó, fue desechado aquí— —Aquí, aquí— repitió el Niño Negro — ¿Qué es aquí?— —Nos encontramos en la Estación Terminal, número de serie JJSGABL272. La Estación Terminal funciona como centro de reciclaje de desperdicios. Aquí somos depuestas las unidades que no tienen vínculo con ninguna otra unidad, la mayoría de las veces por falta de utilidad. Aguardamos a que se nos recicle. — 12
— ¿Cuánto hace que aguardan?— preguntó el Niño Negro, pura curiosidad ante tanta historia y tanto detalle. —Unos setecientos noventa y nueve ciclos. El Príncipe de Lata no puede asegurarlo; no tiene un mecanismo de medición del tiempo integrado. Sin embargo, el Paracomunicador asegura que estaba aquí antes que él— —¿Y si no los reciclan?— dijo el Niño Negro. Setecientos y muchos ciclos sonaba a muchísimo tiempo. —Aguardamos— respondió con sencillez el Paracomunicador. —Pero, ¿y si no viene nadie a utilizarlos?— —Permanecemos aquí— dijo el Paracomunicador –Y aguardamos— El Niño Negro se sumió en sus propios pensamientos. Sí que eran curiosas aquellas… “unidades”, como se habían llamado a sí mismas. Por un lado, carecían de toda emoción; por el otro, también carecían de toda curiosidad. Sin quererlo, se había tropezado con otra fuente de certeza, tan molesta como las anteriores. Consideró el asunto por unos momentos. El Paracomunicador (fuera lo que fuere) le había contestado todo lo que él había preguntado, sin duda alguna, sin cuestionamiento, sin fallas ni errores. Quizá también pudiera contestar, sin tanto rodeo ni misterio como sus anteriores interlocutores, quién o qué era él. Se lo expresó así. 13
—Lo Lamento, no estoy programado para analizar unidades— dijo el Paracomunicador –Sin embargo, contamos con una unidad que tiene esa capacidad. Es una de las más viejas; lleva aquí trece mil cuarenta y ocho ciclos. — El Niño Negro les pidió que por favor le llevaran con esa unidad, fuera lo que fuera. Fue grande su sorpresa cuando el Príncipe de Lata arrastró al Paracomunicador hacia la gran aguja llena de prolongaciones que flotaba en medio de aquel anillo metálico. El Niño Negro levitó con delicadeza alrededor de esa estructura, colosal y venida bastante a menos, y ayudó un poco al Príncipe con el catrascón que era el Paracomunicador. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, el Paracomunicador indicó: —Ha de colocarse la unidad a ser analizada debajo de los seudópodos de análisis. El Príncipe de Lata iniciará la operación— El Niño Negro se colocó debajo de aquella araña metálica, en apariencia muerta, sin saber que por primera vez estaba sintiendo el miedo. No había sentido miedo frente a la Flor Cósmica, pero aquella araña inmóvil que iba a analizarle, por alguna razón, lo inquietaba. El Príncipe de Lata se impulsó hasta la araña, estrellándose contra ella. Luego pareció palmearla como antes, con delicadeza, y mover ciertos fragmentos metálicos articulados. La araña, casi de la nada, cobró movimiento. Lento, pesado, como algo que lleva demasiado tiempo detenido. —Scanner de Estación Terminal JJSGABL272 operativo. Válvula 14
inferior izquierda dañada. Posibilidad de Examen: completa— chilló el Paracomunicador. El Niño Negro comprendió que el Paracomunicador estaba recibiendo aquella información de la araña que se movía sobre él, y que se encargaba de comunicarle todo lo que decía. —Estatus de unidad: completo. Energía almacenada en celdas al cien por ciento. Comenzando scan, aguarde por favor— Varios de aquellos seudópodos se posaron sobre él y, para su sorpresa, le hicieron bastantes cosquillas. Estaba esperando algo más peligroso, pero la verdad es que aquella Araña parecía jugar con él. —Examen completo. Análisis de unidad: resultados de comparación en bases de datos arrojaron resultados negativos. Probable anomalía física con propiedad de amenazar la Estación. No se puede continuar con el enlace. Definición por default ante parámetros básicos reconocidos; Niño Negro— Quedó estupefacto escuchando aquello. —¿Qué?— preguntó automáticamente. —Lo lamento, no estoy programado para decodificar emociones— El Niño Negro comprendió, en un instante, que aquel lugar, aquellas máquinas o lo que fueran, eran otro callejón sin salida. No tendría, se dijo a sí mismo, que haber esperado respuestas de espectros que no tenían siquiera emociones en la voz.
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Sin embargo, supo sacar algo de gentileza de aquella maraña de harapos metálicos y, utilizando un largo cable de varios kilómetros de longitud, ató con presteza el anillo y la araña, de manera que el mudo Príncipe de Lata pudiera recorrerlo sin tener que impulsarse de un lado a otro, con el temor de caer al vacío. Claro que al Niño Negro no se le ocurrió pensar que aquellos seres (o lo que fueran) carecían de emociones. Él los veía aferrarse los unos a los otros como si tuviesen miedo, miedo de caer al vacío inasible del espacio. Nunca había sospechado que lo único que guiaba a aquellas unidades era la práctica y la lógica. Pero fue feliz dejándolos de lado. Después de todo, ahora sabía que era un Niño Negro, y para él eso era más que suficiente.
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-Fin del capítulo 7Próximo capítulo Los Hilos
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