MÚSICA
Tristano en la Argentina AMIGOS PESE A TODO. Buford, su esposa, Jessica Green y Mario Batali en la fiesta de aniversario de The New Yorker
crónica de una larga convivencia del autor con los hooligans ingleses, cuya temeridad y audacia evocaban las desventuras de Hunter S. Thompson junto a los bestias motorizados de Los ángeles del infierno. Ahora, más de una década después, el editor y escritor reaparece con este extraordinario souvenir de lo que el mexicano Juan Villoro ha llamado “literatura bajo presión”, es decir, una escritura montada al vapor de los acontecimientos, con el autor dispuesto a todo con tal de vivir y entender aquello que define y construye al personaje central de su historia. Pasión y presión
Aquí, la presión es literal y se corresponde con la pasión que explica a ambos protagonistas, Buford y su contraespejo, el inmenso y vendavalesco Mario Batali, máximo representante de la cocina heavy metal y ego multiestelar de los programas televisivos Molto Mario, Mediterranean Mario o Mario eats Italy, entre otros. “Algunas veces me preguntaba si Batali, más que un cocinero convencional, no sería un abogado de la turbia empresa de despertar apetitos voraces (fueran lo que fueran) y saciarlos (del modo que fuese)” dice Buford acerca de su héroe, un campeón peso pesado del atiborre, heredero directo de una abuela italiana que hacía 1200 ravioles por cena familiar y al que sus enemigos recuerdan tanto por sus inolvidables pantorrillas (“debería donarlas a la cocina cuando muera, serían un fantástico osobuco”) como por sus euforias más allá de los hornos (“habría sido un chef estupendo si se hubiera levantado al oír el despertador. Le enviaba a comprar frutas tropicales y volvía con cuatro aguacates”). Auténtica conspiración pantagruélica en un solo hombre, Batali se cruza en el destino de Buford como el amigo de un amigo de un amigo, a quien el escritor invita a cenar cuando nadie más en todo el planeta se hubiera atrevido a tamaña osadía. “En cuanto me explicó que sólo un imbécil dejaría la carne envuelta en papel de aluminio después de cocinarla, tiré alegremente la toalla y seguí sus instrucciones”, cuenta el dueño de casa (pero no de la situación). Desde ese momento inaugural, Buford ya no dejaría de seguir las órdenes y los pasos de Batali, siempre en la tumultuosa cocina de Babbo y algunas veces en las trattorie de Italia, Londres o California que, chef mediante, constituyen verdaderas fuentes de conocimiento. A la osadía de la primera invitación, el autor le agrega la de sumarse al equipo de esclavos en Babbo, “una experiencia larga, penosa, que minaría mi autoconfianza y resultaría de lo más humillante”. Y a través de esa aventura, llega a otra no menor: la de encontrar
el estilo y el tono exactos para contar el frenesí y la complejidad de su personaje en una peculiar biografía a dos voces, el mapa bipolar que orienta la historia de sus respectivas transformaciones. Así, después de asar sus brazos en la parrilla, a años luz del ritmo necesario para sazonar y freír corderos, costillas de cerdo, conejos y lomos durante su primera noche de infierno y cebollas, el escritor metido a chef ya sabe de qué está hecho el hombre educado en esa escuela de calor. “Traté de analizar lo que sentía: excitación, miedo, asombro, una experiencia física con endorfina. Pero, ¿era algo bueno?”, dice. Juzgar al adicto a la adrenalina le interesa menos que reconocer la moral de quien no sabe vivir sin el vértigo quemándole la piel. Convertido en uno de ellos, su estilo literario lleva la huella del inolvidable día en que el fuego se le metió en la sangre y lo hermanó a aquellos que ahora viven en su prosa, la mayor de las grandes creaciones surgidas de esa cocina, culinaria y literaria a la vez. Para explicar el sentido de su escritura periodística, enfocada no pocas veces en contar la vida de seres en las antípodas de él mismo, Kapuscinski habló de “literatura a pie”. Entre el cansancio del viaje, los descubrimientos del camino y los obstáculos geográficos y culturales para entender a los otros, el reportero maceraba una mirada y un estilo que le permitieron retratar lo ajeno en términos refractarios al exotismo turístico. Buford prolonga ese interés y lo funde a 140 grados en su cazuela antropológica, adonde convoca a George Orwell para recordar que “los cambios de dieta alimenticia tienen mayor trascendencia que los cambios dinásticos o religiosos”. En ese mundo, las mañanas dedicadas a cortar zanahorias en dados no marcan un permiso más adecuado que otros para contar la historia de un chef, sino la decisión del autor de aprender y sumergirse en aquello que desconoce, tal vez una de las elecciones más riesgosas y necesarias a la hora de narrar. Valorado como aprendiz, elevado a la categoría de asador, Buford advierte que el mayor placer de sus colegas es cocinar para ellos mismos mientras despachan decenas de pedidos. Ese descubrimiento personal “parecía estar en la esencia de por qué eran cocineros”; según sus compañeros de infortunio, apenas si se trataba de “cocinar con amor”. La categoría es inasible y nada científica, y tal vez sólo se hace evidente en el inequívoco sazón de cada plato. Quién sabe si en la literatura no ocurre algo parecido, y por eso aquello que se escribe con cuerpo y alma tiene un sabor especial. O como reza el filoso slogan de Batali: “Sea lo que sea, lo hemos hecho nosotros”. Sea lo que sea Calor, bien vale la pena arder en esas brasas.
os olvidamos de Lennie”, dijo hace unos años Herbie Hancock. Aunque, en el caso de Hancock, basta escuchar algunos de los solos que tocó en la década del sesenta para advertir que pagó a medias su deuda de honor con el pianista ciego, la amnesia que pesó sobre Lennie Tristano constituye un pequeño escándalo en la historia del jazz. De Bill Evans a Paul Bley, de Sonny Clark a Keith Jarrett, casi todos los pianistas le debieron algo a Tristano y casi ninguno, desde luego, estuvo dispuesto a reconocer su tutela. El culto a la reclusión y una estética desconcertante, originalísima, formaron parte involuntaria del complot. Claro que, mucho después, el talento de Anthony Braxton pagó por todos en el disco Eight (+3) Tristano Composition, 1989: For Warne Marsh. Pero nadie podía imaginar que Tristano sería redimido también en la Argentina de su maelstrom de olvido. El nuevo disco en trío del pianista Ernesto Jodos (se presentará mañana en La Trastienda y es el primero de jazz local que edita el sello Sony) resulta ejemplar. Este disco no es la consecuencia de un entusiasmo repentino sino de una larga intimidad con el repertorio de Tristano y de su galaxia: los saxofonistas Warne Marsh y Lee Konitz y el guitarrista Billy Bauer. No hay aquí servilismo alguno respecto del modelo. Se trata, más bien, de una apropiación estructural que profundiza su preocupación por la linealidad melódica. El caso no es excepcional. Notablemente, Jodos menciona en los agradecimientos del CD al saxofonista argentino Natalio Sued. Radicado desde hace años en Alemania, Sued fue discípulo de uno de los discípulos más aventajados de Tristano, el pianista Sal Mosca. Y, lo que tal vez sea más importante, en algunas de las carreras de jazz que existen en Buenos Aires se insta a los alumnos a “sacar” solos de Konitz o de Marsh. Esos mismos alumnos forman después grupos (como el Intuition Quartet, con músicos de alrededor de 20 años) que tocan exclusivamente ese repertorio. La “escuela Tristano” tiene en estas costas un doble filo: por un lado, la visita de un repertorio imprescindible; por otro, una pedagogía que implica también a la figura. Es posible que el jazz que se haga en Argentina en los próximos años rompa del todo la noria en la que giraban las luminarias más complacientes del hard-bop y hable una lengua más imaginativa, menos obediente.
© LA NACION
Pablo Gianera
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Sábado 1º de diciembre de 2007 I adn I 25