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Los tres hermanos: Nico, el más grande, el único que tenía celu; Juan, el peque, el que .... cada rincón de la patria. Las mismas que, ansiosas, vuelan para que ...
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Revista Novedades Educativas | N° 307 | Julio 2016

MISCELÁNEAS

A propósito del Bicentenario de la Independencia

Mariposas en Tucumán Un cuento de Patricia Guijarrubia

P

edro estacionó la camioneta en solo dos maniobras. Miró por el espejo retrovisor, sonrió, se quitó los lentes, terminó por frotarse los ojos. Los tres hijos lo observaron, también a través del espejo; se reflejaba feliz, aunque muy agotado. Las caras cubiertas de polvo, sobresalían los ojos, y hasta conversaban entre todos. Los tres conocían tan bien ese lenguaje. Claro, dos días manejando por la ruta 40, en los que Juan se turnaba con Candelaria, su novia, para llegar desde Esquel hasta Tucumán. La verdad era que todos llevaban un poco de esa tierrita que desprende el ripio, todos estaban cansados, todos con la garganta casi seca. En algunos tramos del larguísimo viaje todos habían inventado adivinanzas, repetido las capitales de las provincias; también jugaron a cosas más divertidas, como imaginar historias escalofriantes y tenebrosas, disparatadas y fantásticas, o al “qué pasaría si…”, que le encantaba a Candelaria, y también a Juan, el más pequeño de los tres hermanos.

–Bueno, los dejo un rato cerca de la Casa Histórica –dijo Pedro–. Me voy a entrevistar al intendente. Saben que me gusta ser puntual. Debo enviar esta tarde la nota completa al diario. El apagón, famoso apagón –repitió, mientras se iba, pero antes de alejarse del todo, dirigiéndose a Nico, preguntó–: ¿Tiene batería tu celu…? –y ante la respuesta afirmativa de Nico, salió muy rápido. Sonó otro celu hasta el cansancio, una melodía vibrante. Candelaria buscó en ese mundo interminable que era su bolso y atendió la llamada. La directora de la escuela donde trabajaba como seño de quinto grado le hacía mil preguntas sobre el acto del Bicentenario. –¡Algo diferente! ¡¡Son 200 años!! –exclamaba la directora, mientras Candelaria la tranquilizaba. –¡Salgamos a la plaza con todas las escuelas de Esquel! Los tres hermanos: Nico, el más grande, el único que tenía celu; Juan, el peque, el que extrañaba a la perrita Huayra; y María, “la más mimada”, opinaban los otros dos, se mi-

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raron entre sí durante varios minutos. Parados frente a la puerta azul, las dos columnas blancas y las dos ventanas con rejas como dibujos, se preguntaron casi al unísono: ¿Y ahora, qué? –¡Ya conocemos esta casa! –casi, casi como un coro muy afinado, se escucharon repentinamente varias frases. –¡Que la vimos por la tele 10 veces! ¡Qué escuchamos 10 cuentos o más sobre este tema! Que otras 10 veces nos contaron su historia en la escuela: que los congresales se reunieron para declarar la Independencia… Qués de aquí y de allá. Qués aburridos, qués divertidos, qués de otra vez, qués y miles de qués, siempre escuchados los últimos días de junio, porque en la Patagonia las vacaciones de invierno duran un mes, en el mes de julio no hay clases. Los tres al mismo tiempo, miraron hacia un lado, hacia el otro. Nada, nada, nada, la soledad misma. Todo cerrado. Candelaria había caminado unos metros hacia la esquina y se la veía gesticular y garabatear círculos con la otra mano, con la cual no sostenía el celular. ¡De pronto! La gran puerta azul se abrió crujiendo y tan, tan despacio que les pareció interminable, como el viaje que habían realizado desde Chubut a Tucumán. Los tres hermanos entraron casi en puntas de pie. Una pequeña con un poncho azul que la abrigaba, les dio

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la bienvenida. Habló tan, tan rápido, les manifestó tantas, tantas palabras que entendieron casi, casi la mitad. –Hola. Me llamo Nicolasa, soy tucumana, tengo nueve años, los cumplo el 9 de julio. Mi abuela cuidaba esta casa hace un tiempo. Más tarde, ella se incorporó al grupo de Teatro y ahora, los fines de semana presenta el espectáculo de luz y sonido para los turistas que quieren conocer la historia de esta casa –contó, mientras con las dos manos les hacía señas para que ingresaran–. Entren –continuó diciendo–, pasen, aún no hay público porque no están los guías, vendrán en dos horas. Algunas veces me aburro mucho, por eso siempre me asomo por la ventana para distinguir si algunos chicos y chicas vienen, y les abro la puerta azul. Los tres hermanos se sorprendieron, no tanto por la rapidez de Nicolasa al hablar, en tanto una catarata de palabras por segundo salía de su boca; tampoco porque marcaba la erre, como su amigo del cole que también era tucumano; ni por el poncho que muchos paisanos llevaban cuando se trasladaban a caballo allá cerca de la cordillera donde vivían; sino por los bolsillos del poncho que cubría a Nicolasa. Eran bolsillos inmensos y movedizos. Se inflaban y desinflaban. Se agrandaban, se encogían, cambiaban de forma. Los seis ojitos parpadearon a la vez varias veces, incluso Juan, se frotó ambos ojos para confirmar lo que estaba viendo.

Mariposas salían de ambos bolsillos, batían sus alas diminutas, en pleno vuelo armaban palabras: Bienvenidos y Bienvenida. Y, más sorpresa aún, ¡usaban mayúsculas y todo! –Síganlas –pidió Nicolasa–, ellas están siempre, con sus vuelos libres, los llevarán a descubrir secretos de esta casa… Mientras las mariposas volaban, de sala en sala, de escalera en escalera, de pasillo por pasillo, los tres hermanos abrían los ojos como cuando contemplaban una peli en la única sala de cine de la ciudad-pueblo donde vivían. Seguían a las mariposas, las había de diferentes colores y tamaños; pero todas, toditas exhibían sus cuatro alas, que unidas, parecían dos.

Las contaron, eran 9 mariposas. Armaron 9 caminos laberínticos, arriba y abajo, recorrieron las salas, los patios, se detuvieron en algunos cuadros, observaron las actas de la Independencia, el periódico El Redactor, revolotearon en las mesas, sobre los baúles marrones y ocres, por las vitrinas. En el momento en que se posaban sobre algún objeto, los tres hermanos escuchaban un susurro tan cálido como divertido, casi que les daba cosquillas en la oreja, y entonces se rascaban mientras escuchaban. Pero las mariposas no les susurraban mucha, muchísima información o discursos largos-largos, larguísimos… sino que les hacían preguntas. Frente a cada objeto, ante cada preguntasusurro, ellos debían encontrar las res-

puestas observando cada detalle. Los invitaban a leer los nomencladores, esos cartelitos que se colocan al lado de cada objeto en los museos. Incluso, si Juancito no llegaba a leerlos porque estaban muy altos, las mariposas lo levantaban y el peque abría los brazos, desafiando el equilibrio. ¿¡Se imaginan que los otros dos hermanos, Nico y Maru, se quejaban que tampoco veían bien los carteles!? Así los porqués se multiplicaban. Todas eran preguntas para invitarlos a leer… a entender… a descubrir respuestas y construir nuevas preguntas. ¡De los qués aburridos pasaron a los porqués curiosos! ¿Por qué no había mujeres congresales? ¿Por qué el Acta de la Inde-

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pendencia se tradujo al guaraní, al quechua y al aymara? ¿Por qué los congresales usaban arenilla para firmar? ¿Por qué no había congresales de Chubut? ¿Tampoco de Entre Ríos? ¿San Martín y Belgrano participaron del Congreso? ¿Cuántos días se reunió el Congreso? ¿Siempre fue en Tucumán? ¿Por qué no se hizo el Congreso en Buenos Aires? ¿Por qué no se declaró antes la Independencia? Si actualmente somos independientes, ¿por qué en las Malvinas no flamea nuestra bandera? Nicolasa los acompañaba, corría, trepaba, se deslizaba como si volara… casi sin apoyar los pies en el suelo de ladrillo… recorrieron toda la casa, no quedó un lugar que no exploraran,

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donde las mariposas no los llevaran y les susurraran preguntas. Al llegar a la última sala, Nicolasa les convidó alfeñiques de azúcar. Y cuando los tres pensaron que la visita había terminado, Nicolasa les regaló un poncho azul, similar al que la abrigaba a ella. –Para que anuncien a otros chicos y chicas los susurros de las mariposas… –pronunció mientras tendía sus dos manitos y acariciaba ese poncho de bolsillos movedizos, cuyas urdimbres y tramas mostraban infinitos azules. –¿Por qué un poncho? –preguntó María, mirando a los ojos a Nicolasa y sonriendo. –Porque los ponchos –punchus, decía mi bisabuela– son como mariposas

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pero con las alas hacia abajo, hacia la tierra –contestó Nicolasa, señalando hacia abajo–. Abrigan, acompañan, protegen día a día. ¡Los voy a extrañar! –exclamó Nicolasa, casi puchereando–. Las mariposas que hoy los guiaron por esta Casa Histórica son amigas de las que hacen flamear muy, muy alto nuestra bandera celeste y blanca en cada rincón de la patria. Las mismas que, ansiosas, vuelan para que pronto podamos ver nuestra bandera argentina flameando en Malvinas… ¡¡así será completa nuestra independencia!! Los tres hermanos caminaron hasta la Plaza de la Independencia, Candelaria había terminado de charlar por celular. Pedro le había enviado un mensajito a Nico, el más grande, para avisarle que ya había terminado la entrevista. Los cinco compartieron cinco achilatas, fucsias, como las cinco aljabas que colgaban de la ventana de la casa donde vivían al pie de la cordillera, a minutos del Parque Nacional Los Alerces. ¿Allí susurrarían también las mariposas ojitos de sur? El achilatero sonrió al observar las mariposas que salían de los bolsillos del poncho azul, les convidó claritas dulcísimas y les sugirió que llevaran a las mariposas a volar cerca de las montañas patagónicas, también a la costa y cordillera, a los golfos y a la playa, a los esteros y ríos, a la selva y a las pampas, a otros pueblos y ciudades, para que susurren a otros chicos y chicas la historia de nuestra patria. Sentados los cinco frente a la escultura de la mujer con las cadenas rotas, bajo la sombra del lapacho rosado, sintieron sabor a patria; compartieron, además de las achilatas, la miel de caña. También saborearon los susurros de historia, pasearon por el parque hasta el atardecer, “bebieron el sol” (como decía la mamá), lejos de las compus, cerca de las mariposas.

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