Recuerdo de un hombre serio y pudoroso

Sábado 31 de julio de 2010 | adn | 25. Arqueología de un crítico de arte ... diapositivas, un archivo visual invaluable ... Dado que el café para conversar so-.
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Arqueología de un crítico de arte

Recuerdo de un hombre serio y pudoroso POR EDUARDO STUPÍA Para La Nacion - Buenos Aires, 2010

E

l crítico, especialista e historiador de arte en la Argentina tiene que ser muchas otras cosas: maestro de generaciones huérfanas de educación artística, teórico todo terreno para suplir la pavorosa falta de formación académica, profeta para iluminar aunque fuera parcialmente el confuso camino que muchos artistas jóvenes sienten que se expande amenazadoramente ante ellos, hábil relacionista público para eludir elegantemente las presiones que vienen de manera pareja tanto de nosotros, los artistas, en nuestra ansiedad mediática, como de las instituciones donde trabajan o medios donde escriben, y por último, pero no menos importante, un cuidadoso orfebre de una conducta personal suficientemente clara como para convivir con las endémicas sospechas de connivencia, favoritismo o complicidad, en su relación con los demás actores y factores de poder, económicos, culturales, que definen el frankensteiniano cuerpo de todo campo artístico, más aún del vernáculo. Jorge López Anaya era un hombre serio y pudoroso, y probablemente desautorizaría esta suerte de diagnóstico, pero aun así me atrevo a decir que él cumplía sobradamente con las exigencias menos frívolas de ese rol múltiple, con solidez intelectual y nitidez de pensamiento. Siempre me pareció que López Anaya

López Anaya y Jorge Romero Brest

era un crítico moderno, en el sentido más técnico y menos epocal de la palabra, pragmático en su manera ecuánime de ir al grano, que a veces podía malentenderse como excesiva equidistancia, y en su manera de abordar el objeto a analizar sin defenderse en la trinchera del ditirambo, del elogio fácil. Su rigor operativo lo hacía inumne a cualquier tentación de poetizar sus textos; se preocupaba por examinar, analizar y describir material y conceptualmente lo que veía, sin sobreinterpretaciones ni preconceptos, y por ubicar histórica y teóricamente al artista en cuestión, con cierto dejo de extraño desapego científico, como si siempre hubiera querido que las ideas sobre un determinado movimiento, fenómeno, estilo o personaje tuvieran la proporción, la medida y la densidad justas, en una suerte de ecualización universal, donde la suma de expresiones singulares importan sólo contextualmente, cuando conforman un fresco mayor. La prueba quizá más acabada de esta filosofía, y del valioso legado que Jorge López Anaya nos deja, es su libro más ambicioso, Arte Argentino. Cuatro siglos de historia (1600 – 2000), donde traza, creo que por primera vez de manera tan exhaustiva, una nomenclatura, un canon de lectura, organización e interpretación del arte argentino, que es también caja de herramientas y cuaderno de bitácora no sólo para transitar el pasado y discutir el presente sino para navegar las recelosas aguas de lo que viene.

Con Luis Felipe Noé FOTOS: GENTILEZA MANUELA LÓPEZ ANAYA

tinuar pintando o te ibas a dedicar a la historia del arte y a la reflexión crítica. Pasó el tiempo y fuiste uno de los primeros que analizó nuestra posición con una perspectiva histórica. Me refiero a tu trabajo “Teoría y práctica de la neofiguración” (Revista de Estética n°3, Buenos Aires, 1984), donde señalabas en una aguda observación la diferencia que teníamos con el grupo Cobra (Karen Appel, Asger Jorn, Corneille y Pierre Alechinsky). La máquina del tiempo que puse en funcionamiento me trae otro recuerdo. En 1988 se realizó en la Fundación San Telmo una exposición denominada El pensamiento lineal. Tu prólogo decía: “La idea de esta muestra nació durante una actuación como jurado en un concurso que hace algún tiempo compartí con Jorge Helft y Luis Felipe Noé. En

esa oportunidad observamos coincidentemente la abundancia de dibujos fundados en una concepción claroscurista… [pero] otros trabajos, por cierto escasos, proponían por el contrario una versión del dibujo radicalmente distinta. En estas obras la línea aparecía sobre el papel con su propia significación. El gesto era libre, libre de represiones técnicas, de ideas predeterminadas ajenas a la especificidad del medio, independientes de toda consideración académica. Ante esta constatación, tiempo después, comenzamos a trabajar en la preparación de esta muestra”. Nosotros tres iniciamos así un camino cuya continuación es el proyecto que actualmente dirigimos Eduardo Stupía y yo en en el Centro Cultural Borges y que se denomina “La línea piensa”. No puedo dejar, por lo tanto, de reconocer

que compartí con vos el inicio de algo que estamos desarrollando. Esta comunicación entre nosotros lamentablemente se interrumpió luego, pero por cierto en el e-mail al que aludo al comienzo de esta carta finalizabas diciendo: “No hace muchos meses te recordé, cuando visité en soledad la exposición del Mamba (2007). Había dibujos de esos años en los que teníamos todo el tiempo por delante. Hoy tenemos mucho tiempo por detrás”. Dado que el café para conversar sobre ellos –que me proponías– no tuvo lugar, he querido conversar ahora contigo y conmigo sobre ellos y valorar así nuestra relación.

POR JULIO SÁNCHEZ Para La Nacion - Buenos Aires, 2010

H

ace tres meses que él se fue. El estudio todavía sigue intacto. Queda algo de comestible en la heladera, dos huevos, un tarro abierto de dulce de leche, media botella de agua mineral y, en una lecherita de porcelana blanca, pastillas de muchos colores, las que tomaba para el asma y otros achaques. Aquí, en un departamento de dos ambientes pequeños, muy cerca de Plaza San Martín, vivía Jorge López Anaya. Austeridad luterana; el living funciona como escritorio, pues no hay ni comedor ni recepción, apenas un sofá de dos cuerpos, un sillón Wassily diseño de Marcel Breuer, y otro más que quiere parecerse y no puede; otro silloncito Breuer, un modelo B32 con la esterilla desfondada. Aquí daba clases a grupos de artistas y estudiosos, escribía sus notas para LA NACION, sus prólogos y sus casi cincuenta libros. En el dormitorio hay un sommier de una plaza y llama la atención un plasma flamante de 32 pulgadas que se resistió a ubicar allí porque quitaba espacio; se lo regaló una generosa escultora cuando recibió el texto para su libro, que un generoso López Anaya no le quiso cobrar. La lista de libros sería demasiado larga, y más aún cuando uno descubre que hay doble fila en las bibliotecas blancas que no dejan respiro a las paredes. Abundan títulos de arte argentino y contemporáneo, estética y teoría del arte; en un placar se guardan las decenas de cajas de diapositivas, un archivo visual invaluable que utilizaba en sus clases. Cientos de CD revelan una pasión casi secreta por un ritmo popular, el tango. Delante de los libros hay objetos, casi todos regalos de artistas amigos. Entre los papeles acumulados, un artículo inédito sobre la genealogía de su apellido: ahí dice que el primer López Anaya procedía de Polán, provincia de Toledo, y llegó al virreinato del Río de la Plata en 1737. Cubiertas de polvo, yacen escondidas dos máscaras africanas, legado de su padre, el grabador Fernando López Anaya (1903- 1987). Un negro caballito de cuero cosido es el único juguete que conservaba de su infancia en Punta Chica, San Fernando. Sobre la mesa pequeña de vidrio se acumulan copias del diario LA NACION, que el portero sigue entregando. En sus columnas, López Anaya pasó revista al arte argentino de los últimos treinta años con una prosa que no adulaba ni complacía. Acuñó términos que hoy son canónicos, como “punto poncho” para referirse a los que abrevaban en fuentes americanistas. Adicto al trabajo, leía y escribía infatigablemente, no se tomaba vacaciones. Era habitué de La Biela y del Florida Garden; si con el arte era muy dernier cri, su vida era más bien ancien régime. El lujo le despuntaba en el buen vestir: trajes de corte irreprochable, buenas camisas y finas corbatas. Sábado 31 de julio de 2010 | adn | 25