Quino, gran retratista de la Argentina actual

20 may. 2014 - América latina. Cuando le pregunté al ministro de Rela- ciones Exteriores chileno, Heraldo Muñoz, acerca de los temores sobre el futuro del.
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OPINIÓN | 25

| Martes 20 de Mayo de 2014

los 50 de mafalda. La tira emblemática del célebre humorista

mantiene su vigencia en un país en crisis permanente, incapaz de dejar de ser una eterna promesa

Quino, gran retratista de la Argentina actual Hernán Iglesias Illa —PARA LA NACION—

E

n una tira publicada a principios de los años 70, Mafalda se pone una mano a la altura de la cadera, la palma hacia el suelo, y dice: “Yo era así y ya oía que el país estaba en crisis”. En el cuadrito siguiente, con la mano en la sien, agrega: “Ya voy por acá y sigo oyendo decir que el país está en crisis”. Pausa dramática, antes del remate: “¿La crisis tendrá hormonas de crecimiento para llegar hasta dónde?”. Releyendo en estos días las recopilaciones de Mafalda, de cuyo debut en Primera Plana se van a cumplir 50 años, tuve la sensación de que la Argentina ha cambiado menos de lo que parece. En contra de la narrativa habitual, desde varios rincones ideológicos, de que la Argentina pre-1975 era prácticamente un paraíso de prosperidad y cultura cívica, los personajes de Quino nos recuerdan que los habitantes de aquella Argentina, aun relativamente próspera (pero casi nada democrática), rezongaban bastante sobre el destino del país. La Argentina ya era percibida por sus habitantes, antes del Rodrigazo y el terrorismo de Estado, como un país empantanado, en crisis permanente, incapaz de avanzar hacia su evidente destino de grandeza. En diciembre de 1965, en una tira publicada en El Mundo, Mafalda, sola en el medio de una plaza, se escupe las manos, y dice: “¡Bueno! ¡A ver! ¿Por dónde hay que empezar a empujar a este país para llevarlo adelante?”. En las tiras de Quino, que dio el discurso inaugural en la última Feria del Libro, también aparecen, a veces de fondo y a veces en primer plano, los temas que preocupaban y obsesionaban a la sociedad en los años 60, que sigue siendo en parte la sociedad en la que vivimos. Sus personajes empiezan a preocuparse por el colesterol, a usar la palabra sexy, a comprar productos importa-

dos (el sacapuntas japonés de Manolito), a ver telenovelas y a quejarse del tráfico y la contaminación, inexistentes hasta pocos años antes. Los personajes de Mafalda ya toman ansiolíticos (el memorable Nervocalm, en gotas) y compran electrodomésticos en cuotas. Se sorprenden cuando ven en la calle a hombres con el pelo largo o mujeres con el ombligo al aire. Y son la primera generación en usar en la vida cotidiana la jerga del psicoanálisis (“¡Neurótico!”, le grita Mafalda al mar, que, indeciso, se acerca y se aleja) y recibir el impacto de la publicidad en televisión (sobre todo la del whisky Black-Grog, que aparece a lo largo de toda la serie). El único personaje que parece al margen de este aluvión es Manolito, el hijo de inmigrantes, que no tiene dudas existenciales ni le gustan los Beatles. La suya es una historia de ascenso social, y por eso Quino le perdona –y hasta las hace entrañables– su obsesión por el dinero y sus ideas simplonas. El otro personaje conservador es Susanita, que cree en el matrimonio y los hijos como el mejor camino para la felicidad de una mujer. A pesar de su clasismo y su esnobismo, Quino también trata con cariño a Susanita: nunca la transforma en el estereotipo de señora quejosa en el que siempre está a punto de convertirse. Si Manolito y Susanita son personajes del pasado, los demás son personajes del futuro, más parecidos a como son ahora los argentinos de clase media. Felipe, soñador y enamoradizo, siente angustia sobre qué hacer con su vida. Liberado de la pobreza y las obligaciones, tiene ganas de expresarse, de construirse una identidad, pero no sabe cómo hacerlo. Mafalda, en cambio, sabe que no quiere ser como sus padres. Una tarde, después de recorrer el departamento recién barrido y limpiado, pregunta: “Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?”. A su padre, cuyo único hobby es tener plantas, le dice “ejecutivo de la maceta”. Y la petisa Libertad, que aparece en los últimos años y tiene padres

izquierdistas, tiende más a conmiserarse de ellos que a tomar su militancia en serio. Para ninguno de ellos, por edad (son más chicos que la “juventud maravillosa”) o por convicción de Quino (que nunca usó guionistas y hace poco admitió que no había diferencias entre sus opiniones y las de Mafalda), la solución a sus problemas existenciales está en el nacionalismo o la política. En cualquier caso, lo que más llama la atención al releer Mafalda es la constante frustración de sus personajes respecto de la situación y el rumbo de la Argentina. Sentadas en un cordón de vereda, Libertad le

pregunta a Mafalda qué opinan en su casa de cómo andan las cosas. “¡Puf!”, responde Mafalda. Libertad menea la cabeza: “Por lo menos son optimistas, ¡en la mía opinan que Puaj!”. Cuando se le rompe el teléfono, Susanita dice que está harta de vivir en un país subdesarrollado. “¿No te duele decirle subdesarrollado?”, pregunta Mafalda. “¡Pero si lo es, cómo querés que le diga!” “Amateur”, sugiere Mafalda. Este intercambio refleja bien el espíritu de Quino, que parece no compartir el tono, pero sí la sustancia, de los pronósticos alarmistas. Las quejas son más visibles a medida que

pasa el tiempo. La madre, cansada de la inflación, vuelve un día del mercado y entra al departamento con una frase que se ha vuelto legendaria: “¡Sunescán! ¡Dalúna búso!” Se cuentan historias de personas que buscan un segundo empleo para llegar a fin de mes. Mafalda y su familia deben volver antes de sus vacaciones en la playa, antes retratadas como una muestra de movilidad social, porque se les acabó la plata. Cuando la radio anuncia un plan de precios máximos a los artículos de primera necesidad, Mafalda responde: “¿Y a cuánto está la sensatez?”. Quino casi nunca tiene nada bueno para decir sobre la política o el gobierno. Las quejas de los argentinos que aparecen en Mafalda (sus personajes, los anónimos que pasan por la calle, los locutores que hablan por radio) reflejan la ansiedad habitual de la opinión pública de la época. La Argentina es un país destinado a grandes cosas, se decía entonces, pero por el momento perdido o frenado. Una mañana, otra vez en la plaza, Mafalda sonríe con los ojos cerrados y el pelo alborotado. Pasan dos tipos que protestan por el viento. Ella, decepcionada, dice: “Puuuucha ¡Yo creía que el país comenzaba a avanzar!”. Chistes como éste (la burla cariñosa a un país inexplicablemente estancado) hay decenas. Por eso, volviendo a leer estas tiras, pensé en quienes en estos años han mostrado, desde el populismo y el no populismo, cierta nostalgia por la Argentina pre-1975, donde todavía había justicia social, según los primeros, y cultura cívica, según los segundos. Para ambos grupos, aquella Argentina es una especie de paraíso perdido, el momento más alto del desarrollo nacional. Lo extraño de esta nostalgia, sin embargo, es que los 20 años anteriores a 1975 fueron bastante poco democráticos, con 11 años de gobiernos militares, el principal partido del país proscrito durante el período y una falta de respeto general por los valores de la democracia, que provocaba divisiones y cambios de rumbo. Esta contradicción se ve en Mafalda. Sus personajes disfrutan de la modernización de las costumbres y los años de bonanza (compartidos, hasta mediados de los 70, con buena parte del mundo occidental). Pero no se las atribuyen al gobierno ni a la política. En Mafalda está claro quién le hace daño al país, pero no está nada claro cómo se explica su prosperidad. En la historia habitual sobre aquellos años pasa algo parecido: todos tenemos una teoría sobre quién destruyó aquella Argentina “próspera y equitativa” (por usar una expresión de Horacio Verbitsky), pero casi nadie tiene una teoría sobre quién la había construido. Quino sugiere que se construyó sola, más a pesar de que gracias a la política. Quizá tiene razón. Una tarde, el padre de Mafalda está escuchando la radio en el living de la casa: “Una vez más nuestros micrófonos llevan a todo el país la emoción de nuestro más popular deporte”. Mafalda asoma la cabeza: “¿Quejarnos?”, pregunta. “¡Fútboooool!”, le contesta la radio. © LA NACION

La inversión educativa, a foja cero Juan J. Llach —PARA LA NACION—

L

a reciente publicación del Indec de las nuevas cuentas nacionales obligará, una vez más, a revisar historias y relatos. Una de las tristes novedades es que quedó largamente incumplido el espíritu de la meta de la ley de financiamiento educativo, promulgada en 2006, de llegar a invertir, en 2010, un 6% del producto bruto interno (PBI) en educación, ciencia y tecnología. Hasta ahora se afirmaba haberla incluso superado, llegando a un 6,2%, pero la nueva verdad es que sólo se llegó al 4,94% del PBI, un faltante de poco más de 1% o unos 40.000 millones de pesos a valores de hoy. Quizá lo más sorprendente sea enterarse de que el porcentaje invertido es casi idéntico al del período 1999-2001. Década perdida, pues, en esta materia. La novedad surge porque el PBI total en moneda corriente es ahora mucho mayor que en la versión anterior de las cuentas

nacionales. Para 2010, por ejemplo, es 1.810.282 millones de pesos (o sea, cerca de dos billones) contra 1.442.655 millones estimados antes. La principal causa de tamaña diferencia es que el Indec reconoce que la inflación verdadera fue mucho más parecida a lo que decíamos casi todos –algunos a costa de persecuciones– que a su versión oficial. Se ha verificado otra vez aquello de que la mentira tiene patas cortas, porque la gran confusión en la que vivimos con las estadísticas económicas y sociales, que como se ve ha llevado a graves errores de las políticas, se originó en febrero de 2007, cuando se ordenó al Indec, una institución hasta entonces prestigiosa, que comenzara a falsear la realidad. Aunque habrá que analizar todavía a fondo muchos detalles, la revisión presentada ahora es bienvenida, en tanto al menos refleja mejor la inflación. Actuali-

zaciones de las cuentas nacionales como la presentada por el Indec son convenientes y habituales en todos los países para reflejar realidades económicas siempre cambiantes. Pero en otros lugares ni se miente tanto con las estadísticas ni se demora tanto su publicación, y por ello no se crean problemas tan serios. Baste mencionar que los nuevos datos se basan en el censo económico de 2004-5 y se publican casi diez años después, más del doble de lo habitual en otros países. En lo referido específicamente a la educación, hay varias consecuencias relevantes. Una es que queda desmentida la tesis eficientista de que en este siglo “invertimos mucho y no hubo resultados”. Sigue siendo cierto que los resultados educativos en escolarización y en graduación han sido escasos y que hubo retrocesos en la calidad de los aprendizajes. Pero ahora también sabemos que el esfuerzo social para finan-

ciar la educación pública en proporción a los ingresos disponibles ha sido, en lo que va del siglo, mucho menor de lo que se creía y similar al de hace quince años. También queda claro que fue un error no prorrogar la ley de financiamiento, al vencer en 2010 de la mayoría de sus mandatos o, lo que hubiera sido mucho mejor, no hacer una nueva ley que corrigiera los varios defectos de la 26.075 de 2005, especificando mejor las metas y asociando a su logro la asignación de los mayores recursos. Con inveterado optimismo podría decirse que este lamentable episodio abre a nuestra dirigencia toda, y muy especialmente a la política, una nueva oportunidad para acusar el impacto, dar a la educación la prioridad que se merece y que se proclama pero nunca se cumple, pensar qué nos proponemos para la educación en la Argentina en los próximos diez o veinte años, qué metas nos fijamos, qué prioridad

daremos a los más necesitados para superar la segregación social en la educación o qué nueva escuela media diseñaremos para estar a la altura del siglo. Es tan equivocado pensar que con sólo más recursos se mejorarán los resultados educativos como argüir que no es necesario invertir más para lograrlos. Al respecto, vengo insistiendo en que ya mismo debería estarse discutiendo un proyecto que asigne a la educación y a la salud la totalidad de las rentas fiscales que se obtengan de los recursos naturales no renovables, teniendo en cuenta principalmente los muy cuantiosos que podrían surgir de los yacimientos de hidrocarburos no convencionales de Vaca Muerta, cuyo riesgo de derroche es inmenso. © LA NACION

El autor, economista y sociólogo, fue ministro de Educación de la Nación

claves americanas

¿Sobrevivirá el modelo chileno? Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—

U

SANTIAGO, CHILE

na de las preguntas más recurrentes entre los analistas de temas latinoamericanos es si, tal como dicen sus críticos, la presidenta Michelle Bachelet está haciendo un giro radical hacia la izquierda, poniendo en riesgo la imagen de Chile como la economía estrella de América latina. Por lo que vi en una visita a Chile, es una pregunta que también se están haciendo muchos chilenos. Los más vociferantes son los empresarios grandes y pequeños, que han tenido una buena relación con gobiernos de centroizquierda y que han coexistido pacíficamente con Bachelet durante su primer mandato (2006-2010) y que ahora están furiosos con la reforma tributaria de la presidenta reelegida. Bachelet, quien asumió la presidencia hace dos meses tras ganar las elecciones con una nueva coalición que incluye al Partido Comunista, quiere aumentar los impuestos corporativos del 20 al 25%; según algunas estimaciones, treparían hasta el 35%.

Los partidos de la oposición, la comunidad empresaria y un creciente número de académicos dicen que la presidenta está matando a la gallina de los huevos de oro. Según ellos, en su afán por subsidiar la educación superior gratuita –una de las promesas clave de su campaña–, Bachelet está polarizando el país como nunca desde el fin de la dictadura militar, en 1990, además de poner en riesgo las inversiones nacionales y extranjeras. La reforma fiscal del gobierno no sólo afecta a los súper ricos, sino también a alrededor de 900.000 empresas chilenas, dicen los críticos. “Bachelet está jugando con fuego”, me señaló Patricio Navia, un reconocido profesor de la Universidad de Nueva York. “En Chile, las reformas siempre fueron graduales, y eso permitió que el país creciera y se redujera la pobreza. Ahora da la impresión que Bachelet quiere implementar cambios radicales, y eso puede poner en juego la estabilidad y el crecimiento.” Una encuesta mensual publicada días

atrás por el Banco Central revela que los expertos proyectan que el país crecerá un 3,2% este año, una reducción respecto de sus expectativas del 3,4% del mes pasado y del 4,8 de hace 12 meses. Recientemente, el Fondo Monetario Internacional revisó hacia abajo su proyección de crecimiento para Chile, del 3,6 al 3,3%. Y un nuevo informe de la consultora de riesgo Eurasia Group dice sobre Chile: “Trayectoria a corto plazo: negativa”. Durante más de dos décadas, Chile ha sido la estrella económica de América latina. Desde 1990, la pobreza en Chile cayó del 40% al 13, y el ingreso per cápita del país se ha cuadruplicado a casi 20.000 dólares anuales. Casi todos los rankings internacionales de educación, tecnología y desarrollo económico sitúan a Chile como el número uno de América latina. Cuando le pregunté al ministro de Relaciones Exteriores chileno, Heraldo Muñoz, acerca de los temores sobre el futuro del “modelo chileno”, señaló: “Éste es un país que va a mantener su estabilidad política y

su estabilidad económica, y que va a tener reglas claras. Pero al mismo tiempo, para que esta estabilidad se mantenga en el tiempo con cohesión social, es necesario hacer cambios muy significativos”. Y agregó: “Para eso es necesaria la reforma tributaria, para financiar la reforma educativa, la reforma de la salud y la previsional, y para reducir la desigualdad. Chile está entre los 15 países más desiguales del mundo en términos de ingresos”. Muñoz argumentó que la reforma impositiva procura preservar –y no matar– el exitoso modelo chileno. Si no se hace nada, la frustración social podría “transformarse en algo más serio” y amenazar la estabilidad política, explicó. Mi opinión: Bachelet fue elegida con un mandato para reducir la desigualdad. Y la presidenta tiene razón en pensar que es mejor hacer cambios anticipativos que arriesgarse a que vengan los cambios “revolucionarios”, que casi siempre acaban en desastres económicos. Pero Bachelet no parece haberse dado cuenta de que el mundo ha cambiado des-

de que dejó la presidencia, en 2010. Los mercados emergentes ya no son tan atractivos para los inversionistas y Chile ya dejó de ser la única niña bonita de la economía latinoamericana. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, me dijo la semana pasada que su país es “la economía más sólida de América latina”. Los funcionarios peruanos ya promocionan a Perú como “el nuevo Chile”. Y España y varios países europeos están saliendo del pozo y comenzando a atraer inversiones. Si Bachelet no cuida la imagen de Chile, el país se podría encontrar muy pronto sin las inversiones necesarias para seguir creciendo y resolver sus muy postergados problemas de desigualdad. La presidenta aún puede lograr el cambio con estabilidad, pero sólo si no se aparta –como ahora– de la reciente tradición chilena de dialogar con sus adversarios y hacer los cambios de forma gradual. © LA NACION

Twitter: @oppenheimera