B. CANNARSA / OPALE / DACHARY
“Los grandes autores tienen la inteligencia de transformar a sus antecesores en seres compuestos y parcialmente imaginarios”, dice Harold Bloom
Placeres de lo sublime R
8 Viernes 4 de noviembre de 2011
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ecuerdo vivamente, con una mezcla de afecto y humor, el primer trabajo que escribí para William K. Wimsatt hijo, quien me lo devolvió con el categórico comentario: “¡Es usted un crítico longiniano, cosa que aborrezco!”. Mucho después me llegó el rumor de que mi temible ex profesor se había abstenido en la votación para que me dieran una plaza, mientras comentaba a sus colegas: “Es un cañón naval de cuarenta y cinco centímetros, con una tremenda potencia de fuego, pero que nunca da en el blanco cognitivo adecuado”. El único tratado que poseemos del más adecuadamente llamado PseudoLongino debería traducirse como “De las alturas”. Pero por ahora no podemos pasar sin De lo sublime, aun cuando la palabra “sublime” no esté muy en boga. Ser un crítico longiniano consiste en celebrar lo sublime como la suprema virtud estética, y asociarla con cierta reacción afectiva y cognitiva. Un poema sublime nos transporta y eleva, y permite que la “nobleza” de la mente de su autor agrande también al lector. Para Wimsatt, sin embargo, ser un crítico longiniano consistía en desacatar un concepto clave de la Nueva Crítica, la tradición de la que él era un acérrimo defensor. La Nueva Crítica era la ortodoxia imperante cuando yo hacía mis estudios de posgrado en Yale, y muchos años después. Su mesías fue la figura bicéfala Pound/ Eliot, y su rasgo definitorio era el compromiso con el formalismo. El significado del
así llamado “objeto crítico” debía encontrarse solo dentro del objeto mismo; la información acerca de la vida del autor o las reacciones de sus lectores era algo que se consideraban simplemente engaños. La contribución de Wimsatt al canon de la Nueva Crítica incluye dos ensayos tremendamente influyentes: La falacia afectiva y La falacia intencional, ambos escritos en colaboración con el filósofo del arte Monroe Beardsley. Publicado por primera vez en 1949, La falacia afectiva emprendió un ataque en toda regla contra la creencia entonces imperante de que el significado y el valor de una obra literaria podían deducirse de “sus resultados en la mente del público”. Wimsatt atribuye esta falacia afectiva a dos de mis precursores críticos, el sublime Longino y Samuel Johnson. Hace tiempo ya que la Nueva Crítica no domina los estudios literarios. No obstante, las innumerables modas críticas que la han sucedido no han sido mucho más receptivas con Longino. En la prolongada Edad del Resentimiento, la experiencia literaria intensa es meramente un “capital cultural”, un medio para acceder al poder y la gloria dentro de esa economía paralela que es para Bourdieu el campo literario. El amor literario es una estrategia social, más afectación que afecto. Pero los críticos poderosos y los lectores poderosos saben que no podemos comprender la literatura, la gran literatura, si renunciamos al amor literario auténtico a los escritores o a los lectores. La literatura sublime exige
En la introducción de Anatomía de la influencia, que aquí reproducimos parcialmente, Bloom reflexiona sobre su tarea de crítico y dice que cualquier distinción entre literatura y vida es engañosa POR HAROLD BLOOM
una inversión emocional, no económica. Sin dejarme afectar por los que me describen como un “teórico de lo ‘sublime’”, reivindico alegremente mi pasión por los difíciles placeres de lo sublime, desde Shakespeare, Milton y Shelley hasta Yeats, Stevens y Crane. También me declaro alegremente culpable de los cargos de ser un canonizador incesante. No puede existir ninguna tradición literaria viva sin la canonización secular, y los juicios del valor literario no significan nada si no se hacen explícitos. Sin embargo, la valoración estética ha sido vista con suspicacia por los críticos académicos desde comienzos del siglo XX al menos. La Nueva Crítica la consideraba una empresa demasiado confusa para el estudioso-crítico profesional. Northrop Frye dijo que la evaluación debía ser implícita, y ese fue uno de los desacuerdos que mantuvimos desde 1967 en adelante. Pero las raíces de la Nueva Crítica en las ciencias sociales han producido una postura todavía más desapasionada. Hablar del arte de la literatura se considera una violación de la responsabilidad profesional. Cualquier profesor universitario de literatura que emite un juicio sobre el valor estético –mejor, peor, igual a– se arriesga a que lo tachen sumariamente de aficionado total. Así, el profesorado literario censura lo que el sentido común afirma e incluso sus miembros más porfiados reconocen al menos en privado: la gran literatura existe, y es posible e importante identificarla. Durante más de medio siglo he intentado enfrentarme a la grandeza cara a cara, una postura muy poco de moda, pero no veo que la crítica literaria tenga ninguna otra justificación en las sombras de nuestra Tierra del Ocaso. Con el tiempo, los poetas poderosos dirimen estas cuestiones por sí mismos, y los precursores perviven en su progenie. En nuestro paisaje inundado, los lectores utilizan su propia perspicacia. Pero dar un paso adelante puede ser de ayuda. Si crees que con el tiempo el canon lleva a cabo su propia selección, puedes seguir sintiendo un impulso crítico para acelerar el proceso, como hice con Stevens, Ashbery, Ammons y, más recientemente, Henri Cole. En mi papel de crítico veterano sigo leyendo y dando clases porque no es un pecado que un hombre trabaje en su vocación. Mi héroe de la crítica, Samuel Johnson, afirmó que solo un asno escribiría por cualquier cosa que no fuera el dinero, pero esa es solo una motivación secundaria. Yo sigo escribiendo con la esperanza stevensiana de que la voz que es grande dentro de nosotros se levante para responder a la voz de Walt Whitman o a los cientos de voces que inventó Shakespeare. A mis alumnos y a los lectores que nunca conoceré sigo insistiéndoles en que cultiven la sublimidad: que se enfrenten solo a los escritores que son capaces de darte la sensación de que siempre hay algo más a punto de aparecer. Traducción: Damià Alou